EL
CONOCIMIENTO
DE
UNO MISMO
14 conferencias de
KRISHNAMURTI
EDITORIAL ORIÓN
MÉXICO
1975
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reservados conforme a la ley.
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by EDITORIAL ORION.
Editorial
ORIÓN. México.
Sierra
Mojada No 325. México 10, D. F.
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ORIÓN. Agencia en Puerto Rico.
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Impreso
en los Talleres Gráficos de EDITORA CUZAMIL, S.A.
Laguna
de Mayrán 230. México 17. D. F.
CONFERENCIAS PRONUNCIADAS
EN OJAI, CALIFORNIA, EN 1949
Traducción
directa del inglés.
Revisada
por
Arturo
Orzábal Quintana
I
Es
muy importante, a mi entender, que seamos sumamente serios. Los que
acuden a estas reuniones, los que asisten a diversas conferencias de
este tipo, se creen muy formales y serios. Pero me agradaría
descubrir qué entendemos por “ser formal”, “ser serio”. ¿Es
formalidad, demuestra seriedad, eso de ir de un conferenciante u
orador a otro, de un dirigente a otro, de un instructor a otro? ¿O
que acudamos a diferentes grupos, o pasemos por diversas
organizaciones, en busca de algo? Antes, pues, de empezar a averiguar
lo que es ser serio, debemos ciertamente descubrir qué es lo que
buscamos.
¿Qué
es lo que busca la mayoría de nosotros? ¿Qué es lo que cada uno de
nosotros quiere? Sobre todo en este mundo de desasosiego, en el que
todos procuran hallar cierto género de felicidad, alguna clase de
paz, resulta sin duda importante averiguar -¿no es así?- qué es lo
que intentamos buscar, qué es lo que tratamos de descubrir. Es
probable que la mayoría de nosotros busque alguna especie de
felicidad, alguna clase de paz; en un mundo sacudido por disturbios,
guerras, contiendas, luchas, deseamos un refugio donde pueda haber
algo de paz. Creo que eso es lo que casi todos deseamos. Y así
proseguimos, yendo de un dirigente a otro, de una organización
religiosa a otra, de un instructor a otro.
Ahora
bien: ¿andamos en busca de la felicidad, o lo que buscamos es alguna
clase de satisfacción de la que esperamos derivar felicidad? Hay una
diferencia, por cierto, entre felicidad y satisfacción. ¿Podéis
buscar la felicidad? Tal vez podáis hallar satisfacción;
pero, ciertamente, no podéis encontrar la felicidad. La felicidad,
sin duda, es un derivado; es un producto accesorio de alguna otra
cosa. Antes, pues, de consagrar nuestra mente y corazón a algo que
requiere gran dosis de seriedad, de atención, de pensamiento, de
cuidado, debemos descubrir -¿no es así?- qué es lo que buscamos;
si es felicidad o satisfacción. Temo que la mayoría de nosotros
busquemos satisfacción. Deseamos estar satisfechos, deseamos hallar
una sensación de plenitud al final de nuestra búsqueda.
¿Podéis,
empero, buscar algo? ¿Para qué venís a estas reuniones? Por
qué estáis todos aquí sentados, escuchándome? Sería muy
interesante averiguar por qué estáis escuchando, por qué os tomáis
la molestia de venir desde largas distancias, en un día caluroso,
para escucharme. ¿Y qué es lo que escucháis? ¿Procuráis hallar
solución a vuestras dificultades y es por eso que vais de un
conferenciante a otro, que pasáis por diversas organizaciones
religiosas, leéis libros, etc.? ¿O tratáis de hallar la causa de
toda la perturbación, la miseria, las contiendas y las luchas? Eso,
por cierto, no exige que leáis mucho, que asistáis a innumerables
reuniones, o andéis en busca de instructores. Lo que exige es
claridad de intención, ¿no es así?
Después
de todo, si uno busca la paz puede encontrarla muy fácilmente. Puede
uno consagrarse ciegamente a alguna causa, a una idea, y hallar en
ella un refugio. Eso, a buen seguro, no resuelve el problema. El mero
aislamiento en una idea que nos encierra, no nos libra del conflicto.
Debemos, pues ¿no es así?- descubrir qué es lo que cada uno
de nosotros quiere, tanto en lo íntimo como exteriormente. Si esto
lo vemos claro, no necesitaremos ir a parte alguna, recurrir a ningún
instructor, a ninguna iglesia, a ninguna organización. De modo que
nuestra dificultad ¿no es así?- estriba en aclarar para
nosotros mismos cuál es nuestra intención. ¿Puede haber claridad
en nosotros? ¿Y esa claridad nos viene indagando, tratando de
averiguar lo que otros dicen, desde el más elevado instructor hasta
el vulgar predicador de la iglesia a la vuelta de la esquina? ¿Tenéis
que recurrir a alguien para descubrir? Y sin embargo, eso es lo que
hacemos, ¿no es así? Leemos innumerables libros, asistimos a
muchas reuniones; y discutimos, ingresamos a diversas organizaciones,
procurando con ello hallar un remedio al conflicto, a las miserias de
nuestra vida. O, si no hacemos todo eso, creemos que hemos
encontrado; esto es, decimos que una organización determinada, tal o
cual instructor, determinado libro, nos satisface: en eso hemos
hallado todo lo que deseamos, y en eso permanecemos, cristalizados y
encerrados.
Debemos,
pues, llegar al punto en que nos preguntemos, de un modo realmente
serio y profundo, si alguien puede darnos la paz, la felicidad, la
realidad, Dios, o lo que os plazca. ¿Puede esta búsqueda incesante,
este anhelo, brindarnos ese extraordinario sentido de realidad, ese
estado creador, que surge cuando realmente nos comprendemos a
nosotros mismos? ¿El conocimiento propio nos llega mediante la
búsqueda, siguiendo a alguien perteneciendo a determinada
organización, leyendo libros, etc.? Después de todo -¿no es así?-
ese es el principal problema: que mientras no me entienda a mí
mismo, no tengo base para el pensamiento, y toda mi búsqueda será
en vano. Puedo refugiarme en las ilusiones, puedo huir de la
contienda, de la lucha, de la brega; puedo adorar a otro ser; puedo
esperar mi salvación de otra persona. Mientras sea, empero,
ignorante de mí mismo, mientras no me de cuenta del proceso total de
mí mismo, no tengo base para el pensamiento, para el afecto, para la
acción.
Pero
esa es la última de las cosas que deseamos: conocernos a nosotros
mismos. Y ese, por cierto, es el único fundamento sobre el cual
podemos construir. Pero antes de poder construir, de poder
transformar, antes de poder condenar o destruir, tenemos que saber lo
que somos. De modo, pues, que el emprender la búsqueda y cambiar de
instructores de “gurús”, la práctica riel “yoga”, los
ejercicios de respiración, el realizar ceremonias, el seguir a
Maestros y toda otra cosa análoga, es totalmente inútil, ¿verdad?
Carece de sentido aun cuando las mismas personas a quienes seguimos
nos digan: “estudiaos a vosotros mismos”. Porqué el mundo es lo
que somos nosotros. Si somos mezquinos, celosos, vanos, codiciosos,
eso es lo que creamos en torno nuestro, esa es la
sociedad en la cual vivimos.
Paréceme,
pues, que antes de emprender un viaje para hallar la realidad, para
encontrar a Dios, antes de que podamos actuar, antes de que podamos
tener relación alguna unos con otros y eso es la sociedad-
resulta por cierto esencial que empecemos por entendernos a nosotros
mismos en primer término. Y yo considero persona seria a aquella a
quien eso le interesa completamente, ante todo, y no cómo
llegar a determinada meta. Porque, si vosotros y yo no nos entendemos
a nosotros mismos, ¿cómo podremos, en la acción, operar una
transformación en la sociedad, en la convivencia, en nada que
hagamos? Y ello no significa, de seguro que el conocimiento propio se
oponga a la convivencia o esté aislado de ella. No significa,
evidentemente, acentuar lo individual, el “yo” como opuesto a la
masa, como opuesto a los demás. No se si algunos de vosotros habéis
intentado seriamente estudiaros a vosotros mismos, vigilando toda
palabra y las respuestas que ella provoca, vigilando todo movimiento
del pensar y del sentir observándolo, nada más- conscientes
de vuestras respuestas corporales, sea que obréis movidos por
vuestros centros físicos o por una idea: observando cómo respondéis
a la situación mundial. No se si alguna vez y en alguna forma habéis
ahondado seriamente esta cuestión. Tal vez de un modo esporádico,
último recurso, cuando todo lo demás ha fracasado y os halléis
fastidiados, algunos de vosotros lo hayan intentado.
Ahora
bien: sin conoceros a vosotros mismos, sin conocer vuestra propia
manera de pensad por qué pensáis ciertas cosas; sin conocer el
“trasfondo” de vuestro “condicionamiento”, ni por qué tenéis
ciertas creencias en materia de arte y de religión, acerca de
vuestro país y vuestros vecinos, y acerca de vosotros mismos, ¿cómo
podéis pensar verdaderamente sobre cosa alguna, Si no conocéis
vuestro “trasfondo”, si no conocéis la substancia ni el origen
de vuestro pensamiento, vuestra búsqueda resulta del todo vana, por
cierto, y vuestra acción carece de sentido. ¿No es así? Tampoco
tiene sentido alguno el que seáis americanos o hindúes, o que
vuestra religión sea una u otra.
Antes,
pues, de que podamos descubrir cuál es el propósito final de la
vida, qué significa todo eso: las guerras, los antagonismos
nacionales, los conflictos, toda esa baraúnda, debemos ciertamente
empezar por nosotros mismos, ¿verdad? Ello suena tan sencillo, pero
es extremadamente difícil. Para seguirse uno mismo, en
efecto, para ver cómo opera el propio pensamiento, hay que estar
extraordinariamente alerta. Así, a medida que uno empieza a estar
cada vez más alerta ante los enredos del propio pensar, ante las
propias respuestas y los propios sentimientos, empieza uno a ser más
consciente, no sólo de sí mismo sino de las personas con las que
está en relación. Conocerse a sí mismo es estudiarse en acción,
en la convivencia. Mas la dificultad está en que somos muy
impacientes; queremos seguir adelante, queremos alcanzar una meta. Y
a causa de ello no tenemos tiempo ni ocasión de brindarnos a
nosotros mismos una oportunidad, de estudiar, de observar. O nos
hemos comprometido en diversas actividades: ganarnos el sustento,
criar niños, o hemos asumido ciertas responsabilidades en diversas
organizaciones. Tanto nos hemos comprometido de distintas maneras,
que casi no tenemos tiempo para reflexionar sobre nosotros mismos,
para observar, para estudiar. De tal modo, la responsabilidad de la
reacción depende en realidad de uno mismo, no de los demás. Y el
seguir como se hace en América y en el mundo entero- a los
“gurús” y sus sistemas, el leer los últimos libros sobre esto o
aquello, paréceme de una total vacuidad, absolutamente vano.
Podréis, en efecto, recorrer la tierra entera, pero tendréis que
volver a vosotros mismos. Y como casi todos somos totalmente
inconscientes de nosotros mismos, es en extremo difícil empezar a
ver claramente el proceso de nuestro pensar, sentir y actuar. Y ese
es el tema que voy a desarrollar en mis pláticas durante las
próximas semanas.
Cuanto
más os conocéis a vosotros mismos, más claridad existe. El
conocimiento propio no tiene fin: no alcanzáis una realización, no
llegáis a una conclusión. Es un río sin fin. Y, a medida que se lo
estudia, que en él se ahonda de más en más, encuéntrase la paz.
Sólo cuando la mente está tranquila mediante el conocimiento
propio, no mediante una autodisciplina impuesta- sólo entonces, en
esa quietud, en ese silencio, puede advenir la realidad. Es sólo
entonces que puede existir la beatitud, que puede haber acción
creadora. Y a mí me parece que sin esa comprensión, sin esa
experiencia, el mero hecho de leer libros, de asistir a conferencias,
de hacer propaganda, es del todo infantil; es una mera actividad sin
gran significación. Por el contrario, si uno logra comprenderse a sí
mismo, y con ello realizar esa felicidad creadora, esa vivencia de
algo que no es de la mente, entonces, tal vez, puede haber una
transformación inmediata en la convivencia alrededor nuestro, y, por
lo tanto, en el mundo en que vivimos.
Pregunta: ¿Tengo yo
que estar en un nivel especial de conciencia para comprenderla usted?
Krishnamurti: Para
comprender cualquier cosa no solamente lo que yo digo sino
cualquier cosa- ¿qué se requiere? ¿Qué se necesita
para entenderos a vosotros mismos, para comprender a vuestro esposo,
a vuestra esposa, para comprender un cuadro, el paisaje, los árboles?
Verdadera atención, ¿no es eso? Porque, para entender algo, tenéis
que dedicarle todo vuestro ser, vuestra atención integra, plena
profunda, ¿no es así? ¿y, cómo puede haber atención plena,
cuando estáis distraídos? Por ejemplo: cuando tomáis notas
mientras yo estoy hablando, captáis, probablemente, una buena frase
y os decís: “Cáspita, voy a anotar eso; voy a usarlo en mi
disertación”. ¿Cómo puede haber plena atención cuando sólo os
interesan las palabras? Esto es, estáis concentrados en el nivel
verbal, por lo cual sois incapaces de sobrepasar ese nivel verbal.
Las palabras son tan sólo un medio de comunicación. Pero si no sois
capaces de comunicaros y os apagáis a las meras palabras, es obvio
que no puede haber plena atención. No hay, por lo tanto, recto
entendimiento.
El
escuchar es, pues, un arte, ¿verdad? Para entender algo debéis
prestar plena atención, y eso no es posible cuando de algún modo os
distraéis: cuando tomáis notas o no estáis cómodamente sentados,
cuando lucháis por comprender haciendo un esfuerzo. El hacer un
esfuerzo por comprender, evidentemente, es un estorbo para la
comprensión porque toda vuestra atención se emplea en hacer el
esfuerzo. No sé si alguna vez habéis notado que, cuando algo que
otra persona dice os interesa, no hacéis esfuerzo alguno, no erigís
un muro de resistencia contra la distracción. No hay
distracciones cuando estáis interesados; prestáis plena atención a
lo que se está diciendo, ansiosamente, con espontaneidad. Cuando hay
interés vital, hay atención espontánea. La mayoría de nosotros,
empero, halla muy difícil esa atención, porque tal vez
conscientemente, en el nivel superficial de la mente, queréis
entender, pero en lo íntimo hay resistencia; o bien el deseo de
comprender puede ser profundo, mientras en lo exterior, en la
superficie, es donde hay resistencia.
Para
prestar, pues, plena atención a alguna cosa, tiene que haber
integración de todo vuestro ser. En efecto: mientras en un nivel de
la conciencia deseáis quizá descubrir, saber, es posible que en
otro nivel ese mismo saber signifique desilusión, ya que puede, que
os haga cambiar totalmente vuestra vida. De modo, pues, que hay una
contienda interior, una lucha íntima de la que quizá no os dais
cuenta. Aunque creáis prestar atención, hay en realidad una
distracción que continúa, interior o exteriormente; y esa es la
dificultad.
Para
entender, pues, cualquier cosa, hay que prestar plena atención; y es
por eso que en diversas reuniones he insinuado que no se tomen notas,
que no estáis aquí para hacer propaganda a favor mío o de
vosotros; que debéis escuchar tan sólo para comprender. Nuestra
dificultad para comprender estriba en que nuestra mente nunca está
quieta. Jamás consideramos cosa alguna tranquilamente, con
disposición de ánimo receptivo. Los periódicos, las revistas, los
políticos, los oradores callejeros, nos llenan de sandeces; todo
predicador a la vuelta de la esquina nos dice lo que debemos y lo que
no debemos hacer. Todo eso nos llega de continuo; y es natural que
contra todo eso haya también una resistencia íntima. No puede haber
entendimiento mientras la mente esté perturbada. Mientras la mente
no esté muy quieta, callada, tranquila, receptiva, sensible, no es
posible comprender; y esa sensibilidad de la mente no ha de ser tan
sólo en el nivel superior de la conciencia, en la mente superficial.
Tiene que haber tranquilidad en todo nuestro ser, una quietud
integral. Cuando os halláis en presencia de algo muy hermoso, si
empezáis a charlar no captaréis su significado. Pero en el momento
en que estáis quietos, en que sois sensibles, su belleza os alcanza.
De igual manera, si deseamos entender cualquier cosa, no sólo
debemos estar físicamente en calma, sino que nuestra mente debe
hallarse en extremo alerta, aunque tranquila. Esa alerta pasividad de
la mente no se logra por compulsión. No podéis adiestrar la
Mente para que esté en silencio; en tal caro es simplemente como un
mono amaestrado, quieto por fuera pero en ebullición por dentro.
Escuchar es, pues, un arte; y es preciso que consagréis vuestro
tiempo, vuestro pensamiento, todo vuestro ser, a aquello que deseáis
comprender.
Pregunta: ¿Puedo
comprender mas fácilmente lo que Ud. dice enseñándolo a otros?
Krishnamurti:
Contándoselo a otros podréis aprender una nueva manera de presentar
las cosas, un modo más sagaz de transmitir lo que deseáis decir
pero eso, ciertamente, no es comprensión. Si vosotros mismos no lo
comprendéis, ¿cómo será posible que lo expliquéis a otros? Eso,
por cierto, es mera propaganda, ¿verdad? Vosotros no
entendéis tal o cual cosa, pero habláis a otras personas al
respecto, y os figuráis que una verdad puede repetirse. ¿Creéis
que si tenéis una experiencia podéis explicarla a los demás?
Podréis comunicarla verbalmente, ¿pero os será posible relatar a
los demás vuestra experiencia, es decir, transmitir la vivencia
de algo? Podréis describir la experiencia, mas no podréis
transmitir el estado de vivencia. De suerte que una verdad
repetida deja de ser verdad. Sólo la mentira puede repetirse; pero
no bien “repetís” una verdad, ella pierde su sentido. Y la
mayoría de nosotros no experimenta sino que se ocupa en repetir. A
un hombre que experimenta algo no le interesa la mero repetición,
tratar de convertir a otros, la propaganda. Pero, por desgracia, a la
mayoría de nosotros le interesa la propaganda; porque mediante la
propaganda, no sólo tratamos de convencer a otros sino que también
nos ganamos la vida explotando a los demás. La propaganda se
convierte gradualmente en estafa.
Si
no os halláis, pues, atrapados en la mera “verbalización”, y
realmente os dedicáis a experimentar, entonces vosotros y yo estamos
en comunión. Pero si deseáis hacer propaganda y yo afirmo que
la verdad no puede ser objeto de propaganda- entonces no hay relación
entre nosotros. Y temo que sea esa nuestra dificultad en estos
momentos. Deseáis explicar a otros sin haber experimentado, y, al
explicar, esperáis experimentar. Eso es mera sensación, mera
satisfacción; carece de sentido. No tiene validez; no se apoya en
ninguna realidad. Pero una realidad vivida, si se la comunica, no
origina sujeción. La vivencia, pues, es mucho más importante, tiene
mayor significación, que la comunicación en el nivel verbal.
Pregunta: A mi me
parece que el movimiento de la vida se experimenta en la relación
con las persona y las ideas. El desprenderse de tal estímulo implica
vivir en un vacío deprimente. Yo necesito distracciones para
sentirme vivir.
Krishnamurti: En
esta pregunta está implícito el problema íntegro del desapego y la
convivencia. Ahora bien, ¿por qué deseamos estar desligados? ¿Qué
instinto es ese, que a la mayoría de nosotros nos hace querer
apartarnos, estar desligados? Puede que, para casi todos nosotros,
esa idea del desapego haya surgido porque tantos instructores
religiosos nos han hablado acerca de ello. “Debéis desprenderos de
todo para encontrar la realidad; debéis renunciar, debéis
abandonarlo todo, y sólo entonces hallaréis la realidad”. ¿Pero
es que en la convivencia podernos estar desligados? ¿Qué entendemos
por convivencia? Tendremos, pues, que ahondar esta cuestión con
cierto esmero.
Veamos
ahora por qué tenemos esa reacción instintiva, esa constante
propensión al desapego. Los diversos instructores religiosos han
dicho: “Debéis estar desligados”. ¿Por qué? El problema, en
primer lugar, es este “¿Por qué estamos apegados? “No se trata
de saber estar desligados, sino por qué estáis apegados. Es seguro
que si podéis hallar respuesta a eso, el problema del desapego no
existe, ¿verdad? ¿Por qué estamos apegados a las atracciones, a
las sensaciones, a las cosas de la mente o del corazón? Si podemos
descubrir por qué estamos apegados, entonces, tal vez, hallaremos la
respuesta justa, que no consiste en cómo lograr el desapego.
¿Por
qué estáis apegados? ¿Y qué sucedería si no lo estuvierais? Si
no estuvierais apegados a vuestro propio nombre, a vuestros bienes, a
vuestra posición ya lo sabéis, a todo ese cúmulo de cosas
que forman vuestro “yo”; vuestros muebles, vuestro coche vuestras
características e idiosincrasia, vuestras virtudes, creencias e
ideas- Qué ocurriría? Si no estuvierais apegados a esas cosas,
hallaríais que sois como la nada, ¿no es así? Si no estuvierais
apegados a vuestras comodidades, a vuestra posición, a vuestra
vanidad, os sentiríais súbitamente perdidos, ¿verdad? De modo que
el temor a ese vacío, el temor a no ser nada, hace que os apaguéis
a algo: vuestra familia, vuestro esposo o esposa, una silla, un
automóvil, vuestro país; no importa lo que sea. El temor de no ser
nada hace que uno se adhiera a algo; y el proceso de aferrarse
implica conflicto, dolor. Porque aquello a que os aferráis no tarda
en desintegrarse, en morir: vuestro coche, vuestra posición,
vuestros bienes, vuestro esposo. Así, pues, en el proceso de retener
hay dolor; y para evitar el dolor decimos que hay que estar
desligado. Examinaos a vosotros mismos, y veréis que ello es así.
El miedo a la soledad, el miedo a no ser nada, el miedo al vacío,
nos hace apegarnos a algo: a un país, a una idea, a un Dios, a
alguna organización, a un Maestro, a una disciplina, a lo que os
plazca. En el proceso de apego hay dolor; y, para evitar ese dolor,
tratamos de cultivar el desapego; y así persistimos en ese círculo
que siempre es doloroso, en el que siempre hay lucha.
Ahora
a bien: ¿por qué no podemos ser como la nada, algo inexistente, no
sólo en el nivel verbal sino en lo íntimo? Entonces ya no hay
problema de apego o desapego, ¿verdad? ¿Y en ese estado puede haber
convivencia ¿Eso, en efecto, es lo que este interlocutor desea
saber. El dice que sin relaciones con personas e ideas, uno vive en
un vacío deprimente. ¿Es cierto, eso? ¿La convivencia es un
proceso de apego? Cuando estáis apegados a alguien, ¿estéis
relacionados con esa persona? Cuando estoy apegado a vosotros, cuando
me aferro a vosotros, cuando os poseo, ¿estoy relacionado con
vosotros? Llegáis a ser una necesidad para mí porque sin vosotros
estoy perdido, me siento incómodo, desdichado, solo. Os convertís,
pues, en una necesidad para mí, en uno cosa útil, en algo para
llenar mi vacío. Vosotros no sois lo importante; lo que
importa es que llenéis mi necesidad. ¿Y existe convivencia alguno
entre nosotros cuando sois para mí una necesidad, una cosa
necesaria, tal como un mueble?
Dicho
de otra manera: ¿puede uno vivir sin relaciones? ¿Y es la vida de
relación un mero estimulo? Porque sin eso que llamáis distracción
os sentís perdidos, no os sentís vivir. Es decir, tratáis la
convivencia como una distracción que os hace sentir vivos. Eso es lo
que dice el autor de la pregunta.
Así,
pues, Puede uno vivir en el mundo sin convivencia? Evidentemente no.
No hay nada que pueda vivir en el aislamiento. A algunos de nosotros
quizá nos agradaría vivir aislados; pero ello no es posible. La
vida de relación, por lo tanto, se convierte en una simple
distracción, que os hace sentir como si estuvierais vivos. El reñir
unos con otros, el sostener luchas, disputas, etc., produce una
sensación de vida. De manera que la convivencia se convierte en mera
distracción. Y como dice el interlocutor, sin distracciones os
sentís muertos. Por eso utilizáis la convivencia como un simple
medio para distraeros; y es obvio que la distracción, ya se trate de
la bebida, de ir al cine, de acumular conocimientos cualquier
forma de distracción- embota la mente y el corazón, ¿no es así?
Cómo una mente embotada, un corazón insensible, puede tener
relación con otra persona? Sólo una mente sensible, un corazón
despierto al afecto, puede estar relacionado con algo.
De
modo que, mientras consideréis la convivencia como distracción,
viviréis evidentemente en un vacío porque os asusta salir de ese
estado de distracción. De ahí que temáis cualquier clase de
desapego, de separación. La convivencia es, pues, una distracción
que os hace sentiros vivos. La verdadera convivencia, en cambio, no
es, distracción; es, en realidad, un estado en el que os halláis
constantemente en proceso de entenderos a vosotros mismos en relación
con algo. Es decir, la convivencia no es una distracción sino un
proceso en el cual uno se revela a sí mismo; y esa autorevelación
es muy penosa porque en la convivencia no tardáis en descubriros a
vosotros mismos, si estáis abiertos a tal descubrimiento. Como casi
ninguno de nosotros, empero, desea descubrirse, como casi todos
preferimos ocultarnos a nosotros mismos en la convivencia, ésta
llega a ser ciegamente penosa, y procuramos desligarnos de ella. La
vida de relación no es un estímulo. Por qué queréis que la
convivencia os estimule ¿Si ello ocurre, entonces la convivencia
languidece, al igual que el estímulo. No sé si habéis notado que
cualquier clase de estímulo termina por embotar la mente y disminuir
la sensibilidad del corazón.
De
suerte que la cuestión del desapego nunca debiera plantearse, porque
sólo el que posee piensa en renunciar. Nunca, empero, se pregunta él
por qué posee, cuál es el “trasfondo” que ha hecho de él un
hombre posesivo. Cuando comprende el proceso de poseer, entonces,
naturalmente, se libra de la posesión; no que cultive un opuesto,
como el desapego. Y la vida de relación será mero estímulo, un
entretenimiento, mientras nos sirvamos de los demás como medio de
satisfacción propia, o como una necesidad, para huir de nosotros
mismos. Lleguéis a ser muy importantes para mí porque en mí mismo
yo soy muy pobre; en mí mismo nada soy, y, por lo tanto, vosotros lo
sois todo. Tal relación está llamada a ser un conflicto, un dolor;
y algo que produce dolor deja de ser una distracción. Deseamos, por
lo tanto, escapar a esa relación; y a esto le llamamos desapego.
Así,
pues, mientras nos sirvamos de la mente en la vida de relación, no
podremos entender la convivencia. Porque, después de todo, la mente
es la que nos hace desligarnos. Cuando hay amor no existe el problema
del apego o del desapego. El amor no es producto del pensamiento: no
podéis pensar acerca del amor. Es un estado de ser. Y cuando la
mente interviene por medio de sus cálculos, de sus celos, de
diversos y sutiles engaños, entonces surge el problema en la vida de
relación. La convivencia sólo tiene significación cuando es un
proceso en que uno se revela a sí mismo; y si en ese proceso uno
actúa en forma profunda, amplia y extensa, entonces hay paz en la
convivencia, no la lucha ni el antagonismo entre dos personas. Sólo
en esa quietud, en esa convivencia en la que existe la fruición del
conocimiento propio, está la paz.
Julio
16 de 1949.
II
Como
lo he insinuado ayer, deberíamos ser capaces de escuchar lo que se
está diciendo sin rechazarlo ni aceptarlo. Debiéramos poder
escuchar de modo que, si algo nuevo se dice, no lo rechacemos de
inmediato; lo cual tampoco significa que debamos aceptar todo lo que
oímos exponer. Eso, en realidad, sería absurdo, porque entonces no
haríamos sino erigir una autoridad; y donde ¿hay autoridad no puede
haber pensar ni sentir, no puede haber descubrimiento de lo nuevo. Y
como la mayoría de nosotros se inclina a aceptar tal o cual cosa
ávidamente sin verdadero entendimiento, existe el peligro ¿no
es así?- de que la aceptemos sin reflexión ni investigación, sin
examinarla profundamente. En la mañana de hoy quizá yo diga algo
nuevo, o exprese algo de manera diferente; y podríais pasarlo por
alto si no escucháis con esa naturalidad y esa quietud que traen
comprensión.
Quiero
dilucidar en la mañana de hoy un tema que tal vez sea difícil: el
problema de la ación, de la actividad y de la vida de relación.
Luego contestaré preguntas. Pero antes de hacerlo, tenemos que
comprender en primer término lo que entendemos por actividad, lo que
entendemos por acción. Como toda nuestra vida parece basada en la
acción, o, más bien, en la actividad, deseo establecer la
diferencia entre actividad y acción. Parecemos enteramente
embargados haciendo una serie de cosas; estamos siempre inquietos,
consumidos por el movimiento, haciendo algo a toda costa, avanzando,
logrando o luchando por el éxito. ¿Y qué lugar ocupa la actividad
en la convivencia? Porque, como lo hemos dilucidado ayer, la vida es
asunto de convivencia. Nada puede existir en el aislamiento; y si la
vida de relación es una simple actividad, entonces la convivencia no
tiene gran significación. No se si habéis notado que en cuanto
dejáis de estar activos, tenéis en seguida una sensación de
aprensión nerviosa; sentís como si no estuvierais vivos ni alertas,
por lo cual tenéis que continuar en actividad. Y os atemoriza el
estar a solas: el salir solos de paseo, el estar sin nadie, sin un
libro, sin un radio, sin conversar; sentís miedo de sentaros
tranquilamente, sin hacer algo en todo momento con las manos, con la
mente o con el corazón.
De
suerte que, para comprender la actividad, tenemos ciertamente que
entender la vida de relación, ¿no es así? Si consideramos la
convivencia como una distracción, como una huida de algo, entonces
la convivencia es simplemente una actividad. ¿Y nuestra vida de
relación no es en su mayor parte una distracción, y, por
consiguiente, tan sólo una serie de actividades involucradas en la
convivencia? Como lo he dicho, la convivencia sólo tiene verdadera
significación cuando es un proceso de autodescubrimiento, cuando es
el revelarse a uno mismo en la acción misma de convivir. Pero casi
ninguno de nosotros quiere ser puesto al descubierto en la
convivencia. Por el contrario, nos servimos de la convivencia como
medio de ocultar nuestra propia insuficiencia, nuestras propias
dificultades, nuestra propia incertidumbre. Así, la vida de relación
se convierte en simple movimiento, en mera actividad. No se si habéis
notado que la convivencia es muy penosa; y que mientras no sea un
proceso revelador en el cual os descubráis, ella será simplemente
un medio de huir de vosotros mismos.
Creo
que es muy importante comprender esto. En efecto, tal como lo hemos
discutido ayer, el problema del conocimiento propio estriba en el
despliegue de nuestras relaciones, ya sea con las cosas, con las
personas o con las ideas. ¿La convivencia puede basarse en una idea
¿No hay duda de que cualquier acto basado en una idea tiene
simplemente que ser continuación de esa idea; y eso es actividad. La
acción no se basa en una idea. La acción es inmediata, espontánea,
directa, y no lleva en sí el proceso del pensamiento. Pero cuando
basamos la acción en una idea, aquélla se convierte en actividad; y
si basamos nuestra convivencia en una idea, entonces, ciertamente,
trátase de una mera actividad desprovista de comprensión. Significa
simplemente aplicar una fórmula, una norma, una idea. Como deseamos
que la convivencia nos sirva para algo, ella resulta siempre
restrictiva, limitadora, coercitiva.
La
idea es el resultado de una necesidad, de un deseo, de un propósito,
¿no es así? Si yo estoy relacionado con vosotros porque os necesito
es un sentido fisiológico o psicológico, es obvio entonces que esa
relación se basa en una idea, ya que deseo algo de vosotros,
¿verdad? Y tal relación, basada en una idea, no puede ser un
proceso autorrevelador. Es simplemente un impulso, una actividad, una
monotonía en la cual se establece el hábito. De ahí que tal
relación sea siempre una tensión, un dolor, una contienda, una
lucha que nos causa zozobra.
¿Es
posible estar relacionado sin idea alguna, sin pedir nada, sin
dominio ni posesión? ¿Es posible la comunión de unos con otros la
cual significa convivencia real en los distintos niveles de la
conciencia- si nos relacionamos por medio de un deseo, de una
necesidad física o psicológicas ¿Y puede haber convivencia sin
esas causas condicionantes que surgen del deseo? Como ya lo he dicho,
este es un problema sumamente difícil. Hay que examinarlo muy
profunda y serenamente. No es cuestión de aceptar o rechazar.
Sabemos
lo que es nuestra interrelación en el presente: competencia, lucha,
dolor, o simple hábito. Si podemos entender de un modo pleno,
completo, la relación con una persona, entonces, tal vez, habrá una
posibilidad de comprender la relación con muchos, esto es, con la
sociedad. Si yo no entiendo mis relaciones con un individuo,
ciertamente no comprenderé mis relaciones con el todo, con la
sociedad, con los demás. Y si mi relación con uno se basa en una
necesidad, en mi satisfacción, mi relación con la sociedad será la
misma. De ello, por consiguiente, tienen que surgir disputas, con uno
y con los demás. ¿Y es posible vivir con uno o con muchos sin pedir
nada? Ese, por cierto, es el problema, ¿verdad? No sólo entre
vosotros y yo, sino entre la sociedad y yo. Y para comprender este
problema, para investigarlo profundamente, tenéis que ahondar la
cuestión del conocimiento propio; porque es obvio que sin conoceros
tal cuales sois, sin saber exactamente lo que es, no podéis tener
las debidas relaciones con los demás. No importa lo que hagáis:
evadiros, rezar, leer, ir al cine, sintonizar la radio; mientras no
os entendáis a vosotros mismos, vuestra convivencia no podrá ser
verdadera. De ahí las disputas, la batalla el antagonismo, la
confusión que hay no sólo en vosotros sino también fuera de
vosotros y en torno nuestro. No puede haber conocimiento propio
mientras utilicemos la convivencia como simple medio de satisfacción,
de escape, como distracción que es mera actividad. Pero el
conocimiento propio se comprende, se pone al descubierto, y su
proceso se revela mediante la vida de relación; esto es, si estáis
dispuestos a ahondar el problema de la convivencia y exponeros ante
ella. Porque, después de todo, sin relaciones no podéis vivir.
Queremos, sin embargo, valernos de esa convivencia para sentirnos
cómodos, satisfechos, para ser algo. Es decir, nos servimos de la
convivencia basada en una idea; lo que significa que la mente
desempeña el papel importante en la convivencia. Y como la mente
está siempre ocupada en protegerse a sí misma, en permanecer
siempre dentro de lo conocido, ella rebaja toda relación al nivel
del hábito o de la seguridad; y, por lo tanto, la convivencia se
convierte en mera actividad.
Vemos
así que la vida de relación puede ser, si le damos pie, un proceso
autorevelación, mas como no dejamos que así sea, ella se convierte
simplemente en una actividad que nos satisface. Mientras la mente se
sirva de la convivencia tan sólo para su propia seguridad, esa
interrelación tendrá forzosamente que engendrar confusión y
antagonismo. ¿Y es posible convivir sin la idea de exigencia, de
necesidad, de satisfacción? En otras palabras: ¿es posible amar sin
que intervenga la mente? Amamos con la mente, nuestro corazón está
lleno con las cosas de la mente; pero, sin duda alguna, las
elaboraciones de la mente no pueden ser amor. No podéis pensar en el
amor. Podéis pensar en la persona a quien amáis, pero ese
pensamiento no es amor; y así, gradualmente, el pensamiento va
ocupando el lugar del amor. ¿cuando la mente llega a ser suprema, lo
único importante, es obvio que entonces no puede haber afecto. Ese
es, por cierto, nuestro problema, ¿verdad? Hemos llenado nuestro
corazón con las cosas de la mente. Y las cosas de la mente son
esencialmente ideas: lo que debe ser y lo que no debe ser. ¿La
convivencia puede basarse en una idea? Y si lo puede, ¿no es ella
una actividad que se encierra en sí misma, y, por lo tanto, no
resulta inevitable que haya disputas, lucha y miseria? Pero si la
mente no interviene, ella no levanta una barrera, ni se disciplina,
ni se reprime, ni se sublima a sí misma. Esto resulta en extremo
difícil porque no es mediante la determinación, la práctica o la
disciplina, que la mente puede dejar de intervenir; sólo dejará de
intervenir cuando haya plena comprensión de su propio proceso. Sólo
entonces es posible que existan las debidas relaciones con uno y con
muchos, relaciones libres de contienda y de discordia.
Pregunta: De todo lo
que Ud. ha dicho, saco la conclusión definida de que la erudición y
el saber son impedimentos. ¿A qué es lo que obstan?
Krishnamurti:
Evidentemente, el saber y la erudición son impedimentos para la
comprensión de lo nuevo, de lo atemporal, de lo eterno. Es indudable
que el desarrollo de una técnica perfecta no os hace creadores.
Puede que sepáis pintar maravillosamente, que poseáis la técnica;
mas no es seguro que seáis creadores en materia de pintura. Tal vez
sepáis escribir poemas técnicamente perfectos, pero es posible que
no seáis poetas. Ser poeta significa ¿no es así?- tener
capacidad para recibir lo nuevo, ser lo bastante sensible para
responder a algo nuevo, a la lozanía de lo nuevo. Pero en la mayoría
de nosotros el saber o la erudición se han convertido en afición, y
creemos que por el hecho de saber seremos creadores. Una mente
que está repleta, ahogada en los hechos, en conocimientos, ¿será
capaz de recibir algo nuevo, súbito, espontáneo? Si vuestra mente
está atestada de lo conocido, ¿queda en ella espacio alguno para
recibir algo que sea de lo desconocido? Sin duda, el saber es siempre
de lo conocido; y con lo conocido tratamos de comprender lo
desconocido, algo que es inconmensurable.
Tomad,
por ejemplo, una cosa muy corriente que nos sucede a la mayoría de
nosotros. Aquellos que son religiosos sea cual fuere por el
momento el significado de esa palabra- tratan de imaginarse lo que es
Dios, o de pensar en lo que es Dios. Han leído innumerables libros,
han leído acerca de las experiencias de los diversos santos, de los
Maestros, “mahatmas”, y todo lo demás, y procuran imaginarse o
sentir lo que es esa experiencia ajena. En otras palabras: con lo
conocido tratáis de abordar lo desconocido. ¿Podéis hacerlo?
¿Podéis pensar en algo que no sea cognoscible? Sólo podéis pensar
en algo que conocéis. Pero en el mundo actual ocurre esta
extraordinaria perversión: creemos que habremos de comprender si
poseemos más información, más libros, más hechos, más material
impreso.
Sin
duda, para darnos cuenta de algo que no sea la proyección de lo
conocido, hay que eliminar lo conocido mediante la comprensión de su
proceso. Por qué es que la mente se aferra siempre a lo conocido,
¿No es porque constantemente busca certidumbre, seguridad ¿Su
naturaleza misma está asentada en lo conocido, en el tiempo; ¿y
cómo puede una mente así, cuyo fundamento mismo se sustenta en el
pasado, en el tiempo, tener la experiencia de lo atemporal? Tal vez
conciba, formule o imagine lo desconocido, pero todo eso es absurdo.
Sólo cuando lo conocido se comprende, se disuelve y se desecha,
puede surgir lo desconocido. Y eso es difícil en extremo, porque no
bien tenéis una experiencia de algo, la mente la traduce en términos
de lo conocido y la reduce al pasado. No sé si habéis notado que
cada experiencia es traducida de inmediato a lo conocido; recibe un
nombre, se la clasifica y se la registra. Así, pues, el saber es la
actividad de lo conocido. Y es obvio que tal saber, tal erudición,
es un obstáculo.
Suponed
que nunca hubierais leído un libro sobre religión o psicología, y
que tuvierais que hallar el sentido, la significación de la vida.
¿Cómo emprenderíais la tarea? Suponed que no hubiera Maestros, ni
organizaciones religiosas, ni Buda, ni Cristo, y tuvierais que
empezar desde el principio. ¿Cómo emprenderíais la tarea?
Tendríais primero que entender el proceso de vuestro pensar -¿no es
así?- y no proyectaros vosotros mismos, vuestro pensamiento, en lo
porvenir, creando un Dios que os agrade; eso sería demasiado pueril.
En primer término, pues, tendríais que comprender el proceso de
vuestro pensar. Esa, a no dudarlo, es la única manera de descubrir
algo nuevo, ¿no es cierto?
Cuando
decimos que la erudición o el saber es un impedimento; un estorbo,
seguramente no incluimos el conocimiento técnico: cómo guiar un
coche cómo hacer funcionar una máquina; tampoco incluimos la
eficiencia que trae el conocimiento. Tenemos en vista una cosa muy
distinta: ese sentimiento de felicidad creadora que ninguna suma de
conocimientos o de erudición puede traer. Y, ser creador en el
sentido cabal y verdadero de la palabra, es estar libre del pasado,
de instante en instante. Porque es el pasado lo que siempre obscurece
el presente. Limitarse a depender de la información, de las
experiencias ajenas, de lo que alguien haya dicho, por grande que él
sea, y tratar de que nuestra acción se aproxime a eso todo eso
es conocimiento, ¿verdad? Mas para descubrir cualquier cosa nueva,
debéis empezar por vosotros mismos; tenéis que emprender un viaje
completamente despojados de todo, especialmente de conocimientos.
Porque es muy fácil tener experiencias como resultado de la creencia
y del saber; pero esas experiencias no son sino el producto de la
autoproyección, y, por lo tanto, absolutamente falsas e ilusorias. Y
si habéis de descubrir por vosotros mismos qué es lo nuevo, de nada
sirve que carguéis con el peso de lo viejo, sobre todo del saber el
saber de otra persona, por grande que ella sea. Ahora bien: vosotros
hacéis uso del saber como medio de autoprotección, de seguridad, y
queréis estar enteramente seguros de que tendréis las mismas
experiencias de Buda, de Cristo o de X. Pero es obvio que el hombre
que constantemente se protege a sí mismo por medio del saber, no es
un buscador de la verdad.
No
hay camino que conduzca al descubrimiento de la verdad. Debéis
lanzaros al mar inexplorado, lo cual no es para deprimiros ni implica
intrepidez. Cuando queréis descubrir algo nuevo, por cierto, cuando
experimentáis con alguna cosa, vuestra mente tiene que estar muy
serena, ¿no es así ¿Pero si vuestra mente está abarrotada, llena
de hechos y conocimientos, éstos actúan como un estorbo para lo
nuevo; y la dificultad, para la mayoría de nosotros, estriba en que
la mente ha llegado a ser tan importante, de tan predominante
significación, que ella obsta de continuo a todo lo que pueda ser
nuevo, a todo lo que pueda existir simultáneamente con lo conocido.
Así, pues, el saber y la erudición son obstáculos para los que
quisieran buscar, para los que quisieran tratar de comprender lo
atemporal.
Preguntas: Deduzco de
sus diversas pláticas que el pensamiento debe cesar antes de que
pueda surgir el entendimiento. ¿Qué pensamiento es el que debe
terminar? ¿Qué entiende Ud. por pensar y por pensamiento?
Krishnamurti:
Espero que todo esto os interese. Después de todo, debería
interesaros; pues eso es lo que estéis haciendo, ya que el único
instrumento que poseemos es la mente, el pensamiento. ¿Y qué
entendemos por pensar? ¿Qué entendemos por pensamiento? ¿Cómo
surge éste? ¿Cuál es su función? Vamos, pues, a investigarlo
juntos. Aunque sea yo el que conteste, os ruego que penséis
en ello también vosotros. Reflexionemos juntos al respecto.
¿Qué
es el pensamiento? El pensamiento, sin duda, es el resultado
del pasado, del ayer, y de muchos, muchos, muchos “ayeres”. No
seriáis capaces de pensar si no hubiera “ayeres”. El pensamiento
es, pues, el resultado de las reacciones condicionadas, establecidas
en la mente como pasado. La mente es el resultado del pasado. Es
decir, el pensar es la respuesta de la memoria. Si no tuvieseis
memoria, no habría pensamiento. Si no tuvierais ningún recuerdo del
camino que lleva a vuestra casa, no podríais llegar a ella; así,
pues, el pensar es la respuesta de la memoria. La memoria es un
proceso, un residuo de experiencias, sean éstas inmediatas o del
pasado. El contacto, la sensación, el deseo, crean la experiencia.
Es decir, por el contacto, la sensación, el deseo, surge la
experiencia. Esa experiencia deja un residuo que llamamos memoria, ya
sea agradable o desagradable, provechosa o no provechosa. De ese
residuo surge una respuesta que nosotros llamamos “pensar”;
condicionada por diferentes influencias ambientales, y así
sucesivamente. En otros términos: la mente no sólo las capaz
superiores de la conciencia, sino el proceso completo- es el residuo
del pasado. Después de todo, vosotros y yo somos productos del
pasado. Todo nuestro proceso consciente de vivir, de pensar y de
sentir tiene sus cimientos en el pasado; y la mayoría de nosotros
vive en las capas superiores de la conciencia, en la mente
superficial. Es ahí donde estamos activos, que se nos plantean los
problemas, los innumerables conflictos y los asuntos del diario
vivir; y con todo ello nos sentimos satisfechos. Mas lo que está en
la superficie, lo poco que ahí se manifiesta, no es por cierto el
contenido total de la conciencia. Para entender todo el contenido de
la conciencia, la mente superficial debe estar serena, así sea unos
pocos segundos, unos cuantos minutos. Entonces -¿no es así?-
resulta posible recibir aquello que es lo desconocido.
Ahora
bien, si el pensamiento es solamente la respuesta del pasado,
entonces el proceso del pensamiento debe cesar para que surja algo
nuevo, ¿no es cierto? Si el pensamiento es el resultado del tiempo
y lo es- entonces, para recibir las insinuaciones de lo
atemporal, de algo que desconocéis, el proceso del pensamiento debe
cesar, ¿no es así? Para recibir algo nuevo, lo viejo debe cesar. Si
tenéis un cuadro moderno y no lo entendéis, inútil será que os
alleguéis a él con vuestra educación clásica, de la que habréis
de prescindir, por lo menos de momento, para entender lo nuevo. De la
misma manera, si habéis de comprender aquello que es nuevo, lo
atemporal, entonces la mente que es el instrumento del
pensamiento el residuo del pasado- debe cesar; ¿el proceso de
terminar con el pensamiento, aunque esto parezca en cierto modo
extravagante, no es asunto de disciplina, ni de eso que se llama
“meditación”. Ya discutiremos, en las próximas semanas, lo que
es la verdadera meditación y otras cosas más. Podemos ver, empero,
que todo lo que la mente haga para poner fin a sí misma, continúa
siendo un proceso de pensamiento.
De
suerte que este problema, en realidad, es sumamente sutil y difícil
de profundizar. Porque no puede haber felicidad, no puede haber dicha
ni bienaventuranza, a no ser que haya renovación creadora: ¿esta
renovación creadora no puede producirse si la mente se proyecta de
continuo en el futuro, en el mañana, en el próximo segundo. Y, como
la mente no cesa de hacer tal cosa, no somos creadores. Podemos
procrear hijos, mas no somos interiormente creadores ni tenemos ese
extraordinario sentido de renovación en el cual hay constante
novedad y lozanía, en el cual hay ausencia total de la mente. Ese
sentido de “creatividad” no puede surgir si la mente se proyecta
de continuo en el futuro, en el mañana. Por eso es importante
comprender todo el proceso del pensamiento. Si no comprendéis el
proceso del pensamiento todas sus sutilezas, sus variedades, su
profundidad- no podéis llegar a lo otro. Podréis hablar de
ello, pero tenéis que dejar de pensar, aunque os parezca una locura.
Para lograr esa renovación, esa lozanía, esa extraordinaria
sensación de ser “lo otro”, la mente debe entenderse a sí
misma. Y por eso es importante que tengamos más profunda y amplia
percepción del conocimiento propio.
Pregunta: Estoy de
acuerdo con Ud. en que el saber no ha traído felicidad. He tratado
de ser receptivo, de ser intuitivo, con un vivo interés por captar
insinuaciones del fuero intimo. ¿Estoy bien orientado?
Krishnamurti: Para
comprender esta cuestión debemos comprender lo que entendemos por
conciencia, porque eso que llamáis intuición puede ser la
proyección de vuestro propio deseo. Hay mucha gente que afirma: “Yo
creo en la reencarnación. Siento que es así. Mi intuición
me lo dice”. Trátase, evidentemente, de su deseo de continuidad,
de perpetuarse a sí mismo. Como le tienen tanto miedo a la muerte,
desean estar seguros de que hay una próxima vida, otra oportunidad,
etc. Por lo tanto, “intuitivamente” ellos sienten que eso es lo
correcto. Para comprender, pues, esta cuestión, debemos comprender
qué es lo que significan para vosotros las palabras “íntimo” y
“externo”. ¿Es posible recibir intimaciones de lo que está en
el fuero íntimo cuando buscáis continuamente un fin, cuando queréis
llegar, cuando deseáis cultivar algo, cuando queréis ser felices
¿Sin duda alguna, para recibir insinuaciones de lo íntimo, la mente
la mente superficial ha de estar libre en absoluto de
todo enredo y prejuicio, libre de todo deseo, de todo nacionalismo;
de otra manera, vuestras “intimaciones” os convertirán en
nacionalistas extremos, en un terror para el resto del mundo.
Se
trata, pues, de saber cómo es posible recibir la intimación de lo
desconocido sin torcerla, sin traducirla a nuestro tipo de
pensamiento condicionado. Para comprender esto, debemos dilucidar el
problema de lo que es la conciencia. ¿Qué entendemos por ser
conscientes? ¿Cuál es el proceso de la conciencia? ¿Cuándo decís
que sois conscientes? Decís, sin duda, “soy consciente”, cuando
experimentáis algo. ¿No es así? Cuando tenéis una experiencia
que sea o no agradable no viene al caso- os dais cuenta de que
sois conscientes de ella. A raíz de esa experiencia, el siguiente
paso es nombrarla, definirla, ¿no es así? Decís: “Es placer, no
es placer; esto lo recuerdo, aquello no lo recuerdo”. Le dais,
pues, un nombre. Después la registráis, ¿no es cierto? En el
proceso mismo de darle un nombre, la registráis. Estáis siguiendo
todo esto, u os resulta demasiado “de domingo por la mañana”
(Risas).
De
modo que sólo hay conciencia cuando hay vivencia, cuando se define y
se registra. No aceptéis lo que estoy diciendo; observadlo vosotros
mismos y veréis que es así como funciona. Esto continúa en todos
los niveles y en todo momento, consciente o inconscientemente. Y en
los niveles más profundos de la conciencia el proceso es casi
instantáneo, al igual que en la superficie. Pero la diferencia está
-¿no es así?- en que en el nivel superior hay opción, hay
selección; en el nivel más amplio y profundo hay reconocimiento
instantáneo, sin opción alguna. Y la capa superior o superficial de
la mente puede recibir intimaciones tan sólo cuando cesa el proceso
de definir, de nombrar, de registrar; y ello sucede cuando el
problema es demasiado grande o demasiado difícil. Tratáis de
resolver un problema, y no tenéis respuesta. Entonces lo dejáis.
Tan pronto lo dejáis, surge una respuesta, una intimación, porque
la mente la mente consciente- ya no forcejea tratando de hallar
una respuesta. Está serena. El propio agotamiento es un proceso de
quietud; y, por lo tanto, la mente es capaz de recibir la intimación.
Pero la así llamada “intuición” que tiene la mayoría de la
gente, es en realidad la realización de su propio deseo. Por eso hay
tantas guerras, creencias organizadas, antagonismos, tanta lucha;
porque cada uno cree que su intuición es tan verdadera, que por ella
está dispuesto a morir o a maltratar a los demás.
Temo
que la persona que cree obedecer a la intuición haya errado el
camino. Ello es obvio, ya que para comprender todo esto hay que
superar la razón. Y, para superar la razón, debéis primero
comprender qué es el proceso de razonar. No podéis ir más allá de
algo que no conocéis; para ir más allá, debéis saber qué es.
Debéis comprender él significado, total de la razón, cómo se
razona, cómo se la ahonda; no podéis saltar más allá de ella.
Esto no significa que hayáis de poseer un cerebro muy perspicaz, que
debáis ser grandes estudiosos, gente erudita. Para abrirse a lo que
es hace falta honestidad de pensar, claridad, deseo de ser receptivo,
no temer el sufrimiento. Entonces no existe barrera entre lo íntimo
y lo externo. Lo íntimo es lo externo, y lo externo es lo
íntimo. Para que se produzca, empero, esa integración, ha de haber
comprensión del proceso de la mente.
Pregunta: Explique
claramente, por favor, qué papel desempeña la memoria en nuestra
vida. Parece que Ud. establece una distinción entre dos formas de
memoria. ¿No existe en realidad, tan sólo la memoria que es nuestro
único medio de conciencia, y aquello que nos torna conscientes del
tiempo y del espacio? ¿Podemos, pues, hacer caso omiso de la
memoria, como Ud. parece sugerir?
Krishnamurti:
Investiguemos el asunto de nuevo. Olvidemos lo que ya se ha dicho y
procuremos averiguar qué es lo que queremos decir. Dijimos esta
mañana que el pensamiento es un resultado del pasado, lo cual es un
hecho evidente; os guste o no, es así. El pensamiento se basa en el
pasado. No puede haber pensamiento si no se es consciente; y, como he
dicho, la conciencia es un proceso de vivencia, de definición, es
decir, de registrar. Eso es lo que hacéis en todo instante. Si veis
aquello (señalando un árbol), lo llamáis “un árbol”; lo
nombráis, y pensáis que habéis tenido una experiencia. Este
proceso de nombrar es parte de la memoria, ¿no es así? Y es una
forma muy cómoda de experimentar. Creéis haber experimentado una
cosa por el hecho de nombrarla. Me llamáis hindú, y pensáis que
habéis comprendido a todos los hindúes; yo os llamo americanos, y
asunto terminado. Creemos así que comprendemos algo al darle un
nombre. Le damos un nombre para poder reconocerlo como especie, como
esto o lo otro; pero eso no es comprender, tener la vivencia de una
cosa. Y lo hacemos por pereza; es mucho más fácil hacer caso omiso
de las personas dándoles una denominación.
Así,
pues, este proceso de vivencia que es contacto, sensación,
deseo, conciencia, identificación y experiencia- este proceso que
incluye el nombrar, es considerado conciencia. ¿No es así? Parte de
esa conciencia está despierta, y el resto dormida. La mente
coeficiente, nuestra mente de todos los días, la capa superficial de
nuestra mente, está despierta. El resto duerme. Ahora bien, cuando
dormimos, la mente superficial, consciente, está callada; y, por lo
tanto, es capaz de recibir sugestiones, insinuaciones en forma de
sueños que requieren, empero, interpretación ulterior. Ahora el
autor de la pregunta quiere saber lo que entendemos por memoria, cuál
es su función, y si podemos prescindir de ella. De modo que, en
realidad, la pregunta es esta: ¿Cuál es la función del
pensamiento? La memoria no tiene función alguna independiente del
pensar. Por lo tanto, la pregunta es: ¿Cuál es la función del
pensamiento? ¿Puede el pensamiento dividirse en alguna forma? ¿Ha
de hacerse caso omiso de él?
¿Cuál
es, pues, la función del pensamiento? Decimos que el pensamiento es
la respuesta de la memoria, y lo es; y el recuerdo es la experiencia
incompleta, definida y evocada con fines de autoprotección, etc.
¿bien, si el pensamiento es el resultado de la memoria, ¿qué
función tiene el pensamiento en la vida? ¿Cuándo os servís del
pensamiento? Me pregunto si habéis considerado esto alguna vez.
Utilizáis el pensamiento cuando queréis ir a vuestra casa, ¿no es
así? Pensáis cómo habréis de llegar a vuestro hogar. Esta es una
clase de pensamiento. ¿Cuándo funciona vuestro pensamiento? Cuando
os protegéis a vosotros mismos, ¿verdad? Cuando buscáis seguridad:
económica, social, psicológica. ¿No es así? Cuando os queréis
proteger a vosotros mismos. Esto es, el pensamiento funciona cuando
nos mueve el instinto de autoprotección. Cuando sois bondadosos con
otra persona, ¿es eso un proceso de pensamiento? Cuando amáis a
alguien, ¿es eso un proceso de pensamiento? Cuando amáis a alguien
y utilizáis ese amor como medio de enriquecimiento propio, entonces,
evidentemente, eso es un proceso de pensamiento; ya no se trata de
amor. Así, pues, el proceso del pensamiento surge cuando hay temor,
cuando existe el deseo de poseer, cuando hay conflicto. En otras
palabras: el proceso del pensamiento nace cuando el “ego”, el
“yo”, adquiere importancia. ¿No es cierto? Porque, después de
todo, es conmigo que el pensamiento tiene que ver; cuando el “yo”,
el “ego”, predomina, el proceso del pensamiento empieza como
autoprotección. No siendo así, no pensáis, no os dais cuenta del
proceso de vuestro pensamiento, ¿verdad? Es sólo cuando hay
conflicto que os dais cuenta del proceso del pensamiento, ya sea para
proteger o descartar, para aceptar o negar.
Ahora
bien, el autor de la pregunta quiere saber qué papel desempeña la
memoria en nuestra vida Si comprendemos que el proceso del
pensamiento empieza solamente cuando el “yo” adquiere
importancia, y que el “yo” es importante tan sólo cuando desea
protegerse a sí mismo, vemos entonces que gastamos la mayor parte de
nuestra vida en protegernos a nosotros mismos. El pensamiento, por lo
tanto, desempeña un papel muy importante en nuestra vida, porque la
mayoría de nosotros nos preocupamos por nosotros mismos. A casi
todos lo que nos Aporta es cómo protegernos, cómo ganar, cómo
llegar, cómo lograr algo, cómo hacernos más perfectos, cómo tener
esta o aquella virtud, cómo desechar, cómo negar, cómo estar
desligados, cómo hallar la felicidad, cómo ser más hermosos, cómo
amar y ser amados. Bien sabéis cuán interesados estamos en nosotros
mismos.
Estamos,
pues, sumidos en el proceso del pensamiento. Somos el proceso
del pensamiento; no estamos separados del pensamiento. Y el
pensamiento es memoria; busca ser más esto o aquello.
Es decir, cuando surge el impulso de ser más o ser menos, de ser lo
positivo o lo negativo, entonces aparece el proceso del pensamiento.
El proceso del pensamiento no aparece cuando existe el reconocimiento
de lo que es. Un hecho no requiere un proceso de pensamiento;
mas si deseáis eludir un hecho, entonces empieza el proceso de
pensar. Si yo acepto que soy lo que soy, no hay pensamiento; pero
otra cosa ocurre cuando acepto lo que es. Interviene un proceso- muy
diferente, que no es el del pensamiento. De suerte que mientras se
desee lo más o lo menos, tiene que haber pensamiento, debe existir
el proceso de la memoria. Después de todo, si queréis ser hombres
muy ricos, hombres poderosos, hombres populares u hombres dedicados a
Dios, si queréis llegar a ser algo, os hace falta la memoria. Es
decir, tenéis que pensar en ello. Para llegar a ser algo, la mente
tiene que agudizarse constantemente.
Ahora
bien, ¿qué papel desempeña ese devenir en la vida? Ciertamente,
mientras querremos ser algo, tiene que haber lucha; mientras
nuestro deseo, nuestro instinto, nuestro empeño, sea el de ser más
o el de ser menos lo positivo o lo negativo- ha de haber
lucha, antagonismo. Pero es sumamente arduo, difícil en extremo, no
ser más o no ser menos. Verbalmente puede que lo desechéis,
diciendo: “Yo no soy nadie”. Pero eso es simplemente vivir en el
nivel verbal, ¿no tiene mucho sentido; es tener la cabeza hueca. Por
eso hay que comprender el proceso del pensamiento, que es la
conciencia; es decir, todo el problema del tiempo, del ayer, del
mañana. Y un hombre que está atrapado en el ayer, nunca podrá
comprender aquello que es atemporal. Y la mayoría de nosotros
estamos atrapados en la red del tiempo. Nuestro pensamiento está
fundamentalmente enredado en la malla del tiempo; él es la
malla del tiempo. Nuestro pensamiento es la red del tiempo; y
con ese proceso de pensamiento educado, cultivado, agudizado,
sutil y perspicaz- queremos encontrar algo que está más allá.
Vamos
de un instructor a otro, de héroe en héroe, de Maestro en Maestro.
Nuestra mente se agudiza en todas esas cosas, y de ese modo espera
descubrir aquello que está más allá. Pero el pensamiento jamás
podrá encontrar lo que está más allá, porque el pensamiento es el
resultado del tiempo, y aquello que pertenece a lo conocido no puede
recibir lo desconocido. Por eso el hombre que se halla enredado en lo
conocido, nunca es creador. Es posible que él tenga momentos de
“creatividad” como los tienen algunos pintores, algunos músicos,
algunos escritores; pero éstos se enredan en lo conocido: la
popularidad, el dinero, centenares de otras cosas; y entonces ya
están perdidos. Y es por eso que los que procuran entenderse a sí
mismos no encontrar, porque ese es un proceso erróneo:
no podéis encontrar- deben cesar en su búsqueda. Todo lo que
podéis hacer es entenderos a vosotros mismos, comprender los
embrollos, la extraordinaria sutileza de vuestro pensamiento y de
vuestro ser. Y eso puede ser comprendido tan sólo en la convivencia,
que es acción; y esa acción es denegada cuando la convivencia se
basa en una idea; entonces la vida de relación es mera actividad, no
acción. Y la actividad no hace más que embotar la mente y el
corazón. Sólo la acción torna alerta la mente y sutil el corazón,
capacitándolo para recibir, para ser sensible. Por eso resulta
importante, antes de emprender la búsqueda, que haya conocimiento
propio. Si buscáis, encontraréis; pero no será la verdad. Por lo
tanto esta locura, este temor, esta ansiedad por llegar, por buscar,
por descubrir, debe cesar. Entonces, con el conocimiento propio cada
vez más vasto y profundo, viene ese sentido de la realidad que no
puede ser invitado. Él adviene, y sólo entonces hay felicidad
creadora.
Julio
17 de 1949.
III
El
sábado y el domingo pasados estuvimos dilucidando la importancia del
conocimiento propio, porque, según expliqué, no veo cómo podemos
tener base alguna para el recto pensar sin el conocimiento de
nosotros mismos; ni cómo es posible que una acción cualquiera, por
inclusiva, colectiva o individualista que sea, resulte armoniosa y
verdadera sin el pleno conocimiento de uno mismo. Sin conocerse a uno
mismo, no hay posibilidad real de investigar qué es lo verdadero, lo
que tiene significación, cuáles son los justos valores en la vida.
Si uno no se conoce a sí mismo, no puede ir más allá de las
ilusiones proyectadas por la propia mente. El conocimiento propio,
como lo hemos explicado, implica no sólo conocer la acción en la
convivencia de un individuo y otro, sino también la acción en las
relaciones con la sociedad; y no puede haber sociedad completa y
armoniosa sin ese conocimiento. De modo que, en realidad, resulta de
mucha importancia y significación que uno se conozca a sí mismo tan
completa y plenamente como sea posible. ¿Y es posible ese
conocimiento? ¿Puede uno conocer, no en forma parcial sino
integralmente, el proceso total de uno mismo? Porque, como ya
lo dije, sin conocerse a sí mismo no tiene uno base para pensar. Uno
queda atrapado en ilusiones: políticas, religiosas, sociales y éstas
son ilimitadas, interminables. ¿Es posible conocerse a sí mismo? ¿Y
cómo puede uno conocerse a sí mismo? ¿Cuáles son los medios,
cuáles los procesos, qué camino seguir?
Creo
qué, para encontrar los medios debe uno averiguar primero ¿no
es así?- cuáles son los impedimentos. Y estudiando lo que
consideramos importante en la vida, las cosas que hemos aceptado los
valores, las normas, las creencias, las innumerables cosas que
mantenemos- examinándolas, tal vez descubriremos cómo funciona
nuestro pensamiento y de ese modo nos conoceremos a nosotros mismos.
Es decir, comprendiendo las cosas que aceptamos, poniéndolas en tela
de juicio, ahondando en ellas por ese proceso, precisamente,
conoceremos las modalidades de nuestro pensamiento, nuestras
respuestas nuestras reacciones; y conociéndolas nos conoceremos a
nosotros mismos tal como somos. Ese, sin duda, es el único medio que
tenemos para descubrir nuestra manera de pensar, nuestras reacciones:
estudiando, examinando por completo los valores, las normas y las
creencias que hemos aceptado durante generaciones. Y, viendo lo que
hay detrás de esos valores, podremos saber cómo respondemos, cuáles
son nuestras reacciones ante ellos; y así, tal vez, podremos
descubrir las modalidades de nuestro propio pensar. En otras
palabras: el conocerse a sí mismo significa, sin duda, estudiar las
respuestas, las reacciones que uno tiene en relación con algo. Uno
no puede conocerse a sí mismo aislándose. Eso es un hecho evidente.
Podéis retiraros a una montaña, a una caverna, o ir en pos de una
ilusión a orillas de un río; pero, si uno se aísla, la vida de
relación resulta imposible. Y el aislamiento es la muerte. Sólo en
la convivencia puede uno conocerse a sí mismo tal como es.
Estudiando, pues, las cosas que hemos aceptado, examinándolas
plenamente, no superficialmente, podremos quizá entendernos a
nosotros mismos.
Ahora
bien, una de las cosas en que a mi parecer uno lo acepta todo
ávidamente, lo da todo por sentado, es la cuestión de las
creencias. Yo no ataco las creencias. Lo que tratamos de hacer en la
tarde de hoy es descubrir por qué aceptamos las creencias; y si
podemos comprender los motivos, las causas de esa aceptación, quizá
podarnos no sólo entender por qué hacemos tal cosa, sino asimismo
librarnos de ella. Porque uno puede ver cómo las creencias
religiosas, políticas, nacionales y de diversos otros tipos, separan
a los hombres, cómo crean conflicto, confusión ¿antagonismo, lo
cual es un hecho evidente; y, sin embargo, no estamos dispuestos a
renunciar a ellas. Existe el credo hindú, el credo cristiano, el
budista, innumerables creencias sectarias y nacionales, diversas
ideologías políticas, todas en lucha unas con otras y procurando
convertirse unas a otras. Claramente podemos ver que las creencias
separan a la gente, crean intolerancia. ¿Pero es posible vivir sin
creencia? Eso puede descubrirse tan sólo si uno logra estudiarse a
sí mismo en relación con una creencia. ¿Es posible vivir en este
mundo sin una creencia; no cambiar de creencias, ni substituir una
por otra, sino estar enteramente libre de toda creencia, de
suerte que uno haga frente a la vida de un modo nuevo a cada minuto?
La verdad, después de todo, está en esto: en tener la capacidad de
enfrentar todas las cosas de un modo nuevo, de instante en instante,
sin la reacción condicionante del pasado, para que no haya ese
efecto acumulativo que obra como barrera entre uno mismo y aquello
que es.
Evidentemente,
la mayoría de nosotros acepta o adopta creencias ante todo porque en
nosotros hay temor. Sentimos que, sin una creencia, no sabremos qué
hacer. Entonces utilizamos la creencia como una norma de conducta,
como dechado de acuerdo con el cual encauzamos nuestra vida. Y
también creemos que puede haber acción colectiva gracias a la
creencia. Así, pues, en otras palabras, consideramos que para actuar
se necesita una creencia. ¿Y es ello así? ¿La acción requiere
creencia? Es decir, siendo la creencia una idea, ¿hace falta
ideación para actuar? ¿Qué está primero, la idea o la acción?
Primero, sin duda, está la acción, que es placentera o penosa; y
según eso elaboramos diferentes teorías. La acción,
invariablemente, aparece primero. ¿No es así? Y cuando hay temor,
cuando existe el deseo de creer para poder actuar, entonces
interviene la ideación.
Ahora
bien, si reflexionáis, veréis que el temor es una de las razones
para que haya deseo de aceptar una creencia. Porque, si no tuviéramos
creencia alguna, ¿qué nos sucedería? ¿No nos causaría pavor lo
que pudiera ocurrir? Si no tuviéramos ninguna norma de acción
basada en una creencia (ya sea en Dios, en el comunismo, en el
socialismo, en el imperialismo), o en tal o cual fórmula religiosa,
o en algún dogma que nos condicione, nos sentiríamos totalmente
perdidos, ¿no es así? Y esa aceptación de una creencia, la
ocultación do ese temor, ¿no es acaso el miedo de no ser realmente
nada, el miedo de estar vacío? Después de todo, una taza sólo es
útil cuando está vacía; y una mente repleta de creencias, de
dogmas, de afirmaciones y de citas, es en realidad una mente incapaz
de crear, y que lo único que hace es repetir. Y el huir de ese miedo
de ese miedo al vacío, a la soledad, al estancamiento, de ese
miedo de no llegar, de no triunfar, de no lograr, de no ser algo, de
no llegar a ser algo- es sin duda una de las razones por las cuales
aceptamos las creencias tan ávida y codiciosamente. ¿No es así? ¿Y
podemos entendernos a nosotros mismos mediante la aceptación de una
creencia? Todo lo contrario. Es obvio que una creencia, política o
religiosa, impide la propia comprensión. Obra a modo de pantalla a
través de la cual nos miramos a nosotros mismos. ¿Y podemos
mirarnos a nosotros mismos sin creencia alguna? Si suprimimos esas
creencias las muchas creencias que uno tiene- ¿queda algo para
mirar? Si no tenemos creencias con las cuales la mente se haya
identificado, entonces la mente, sin identificación alguna, es capaz
de mirarse a sí misma tal cual es; y ahí, ciertamente, está el
comienzo de la propia comprensión. Si uno tiene miedo, si,
encubierto por una creencia, existe el temor; y si, al comprender las
creencias uno se enfrenta con el miedo sin el tamiz de las creencias,
¿no es entonces posible librarse de esa reacción del miedo? Es
decir, ¿es posible saber que uno tiene miedo y permanecer ahí
sin escapatoria alguna? Estar con lo que es resulta mucho más
significativo y tiene más valor, por cierto, que huir de lo que es
mediante una creencia.
Uno
empieza, pues, a darse cuenta de que hay diversas maneras de huir de
uno mismo, de la propia vacuidad, de la pobreza del propio ser;
escapes tales como el saber, las diversiones, y las distintas formas
de afición y entretenimiento, cultas las finas y estúpidas las
otras, inteligentes o sin valor alguno. Esas cosas nos rodean, somos
esas cosas; y si la mente puede percibir el significado de las cosas
a las cuales está sujeta, entonces, quizá, estaremos frente a
frente con lo que somos, sea ello lo que fuere; y yo creo que
en el momento en que seamos capaces de hacer eso, habrá en nosotros
una verdadera transformación. Entonces, en efecto, el problema del
temor no se plantea, porque el temor sólo existe en relación con
algo. Cuando estáis vosotros y otra cosa con la cual os halláis en
relación, y cuando esa cosa os disgusta y tratáis de evitarla,
entonces surge el miedo. Mas cuando sois esa mismísima cosa
entonces nada hay que eludir. Un hecho infunde temor tan sólo cuando
reaccionáis emocionalmente ante él; pero si os enfrentáis a un
hecho tal cual es, no hay temor. Y cuando dejamos de darle un nombre
a lo que llamamos miedo y sin definirlo, solamente lo observamos,
entonces, por cierto, ocurre una revolución; ya no existe esa
sensación de eludir o de aceptar.
De
suerte que, para entender la creencia, no de un modo superficial,
sino profundamente, hay que descubrir la razón por ha cual la mente
se apega a varias formas de creencia, por qué las creencias han
adquirido tan grande importancia en nuestra vida: creencias sobre la
muerte, sobre la vida, sobre lo que pasa después de la muerte;
creencias que afirman o niegan a Dios, que afirman o niegan la
realidad, y distintas creencias políticas. ¿No indican todas esas
creencias nuestra propia sensación de pobreza íntima? ¿Y no
revelan ellas un proceso de evasión, o no actúan como una defensa?
Y al estudiar nuestras creencias, ¿no empezamos a conocernos tal
cuales somos, no sólo en los niveles superficiales de nuestra mente
de nuestra conciencia, sino mucho más hondo? Así, pues, mientras
más nos estudiamos en relación con alguna otra cosa, tal como las
creencias, más quieta se torna la mente, sin coacción, sin falsa
disciplina. Es obvio que cuanto más se conoce la mente a sí misma,
más serena está. Cuanto más conozcáis algo, cuanto más
familiarizados estéis con algo, más serena se tornará la mente. Y
la mente ha de estar realmente quieta no aquietada. Hay, sin
duda, una enorme diferencia entre una mente aquietada y una mente
quieta. Podéis forzar la mente a aquietarse mediante diversas
circunstancias, disciplinas, tretas, etc. Pero eso no es quietud, eso
no es paz; eso es muerte. Mas una mente que está serena porque
comprende las distintas formas del miedo y se entiende a sí misma
una mente así es creadora, una mente así se renueva sin
cesar. Sólo se estanca aquella mente que está encerrada en sus
propios temores y creencias. Pero una mente que comprende su relación
con los valores ambientes- no imponiendo una norma de valores sino
comprendiendo lo que es esa mente, sin duda, se
torna serena; es serena. No es cuestión de devenir. Sólo
entonces, por cierto, la mente puede percibir lo real de instante en
instante. La realidad, a buen seguro, no es algo que se encuentre en
último término, un resultado final de la acción acumulativa. La
realidad ha de percibirse tan sólo de instante en instante; y sólo
puede percibirse cuando no obra el efecto acumulativo del pasado
sobre el momento actual, sobre el “ahora”.
Hay
muchas preguntas, y contestaré algunas de ellas.
Pregunta: ¿Por qué
diserta usted?
Krishnamurti: Creo
que esta pregunta es muy interesante para que yo la conteste y
también para que vosotros la contestéis. No se trata de por
qué yo hablo, sino también de por qué escucháis vosotros. En
serio: si yo hablara para expresarme a mí mismo, os estaría
explotando. Si el disertar fuese una necesidad para mí con el objeto
de sentirme lisonjeado, egoístamente agresivo, y todo lo demás,
entonces tendría que servirme de vosotros; entonces no habría entre
nosotros convivencia, ya que seríais una necesidad para mi egoísmo.
En tal caso os necesitaría para encumbrarme, para sentirme
enriquecido, libre, aplaudido, al tener tanta gente escuchándome. Me
serviría entonces de vosotros; habría entonces mutua utilización.
No habría, pues, convivencia entre vosotros y yo, porque vosotros me
seríais de utilidad. Cuando me valgo de vosotros, ¿qué convivencia
hay entre vosotros y yo? Ninguna. Y si hablo porque tengo una serie
de ideas que deseo transmitiros, entonces las ideas adquieren suma
importancia; y yo no creo que las ideas jamás traigan un cambio
fundamental; radical, una revolución en la vida. Las ideas nunca
pueden ser nuevas; nunca pueden producir una transformación, una
oleada creadora, porque las ideas son meras respuestas modificadas
o alteradas- de un pasado que continúa; y ellas siguen siendo del
pasado. Si yo hablo porque quiero que cambiéis, o porque deseo que
aceptéis mi modo especial de pensar, que pertenezcáis a mi propia
sociedad, que os convirtáis en mis discípulos, entonces, como
individuos, sois inexistentes, porque en tal caso lo único que me
interesa es transformaros de acuerdo a una idea determinada. Entonces
vosotros no sois lo importante sino dicho ideal.
¿Por
qué, pues, estoy hablando? Si no es por ninguna de esas cosas, ¿por
qué hablo? Responderemos a eso en seguida. La pregunta es entonces:
¿por qué escucháis? ¿No es eso igualmente importante? Tal vez
más. Si escucháis para adquirir ideas nuevas o un nuevo modo de
encarar la vida, sufriréis un desencanto, puesto que no os daré
nuevas ideas. Si escucháis para experimentar algo que creéis que yo
he experimentado, no hacéis más que imitar, en la esperanza de
captar ese algo que a vuestro parecer yo tengo. De seguro, las cosas
reales de la vida no pueden experimentarse por interpósita persona.
O bien, por el hecho de hallaros en dificultades, de sufrir penas y
dolores, o de tener innumerables conflictos, venís aquí a buscar
cómo libraros de ellos. También en este caso temo no poder
ayudaros. Todo lo que yo puedo hacer es señalaros vuestra
propia dificultad, y entonces podemos discutirla; pero a vosotros
mismos os corresponde verla. Es muy importante, por consiguiente, que
descubráis vosotros mismos por qué venís a escucharme. Porque si
tenéis un propósito, una intención, y yo otro, nunca nos
entenderemos. Entonces no hay convivencia, no hay comunión, entre
vosotros y yo. Vosotros deseáis ir hacia el norte, y yo voy hacia el
sur. Nos ignoraremos mutuamente. Eso, empero, no es por cierto lo que
se persigue con estas reuniones. Lo que intentamos es emprender un
viaje juntos, convivir mientras proseguimos; no que yo os enseñe o
que vosotros me escuchéis, sino que juntos exploremos, si ello es
posible. Así seréis vosotros no sólo discípulos sino maestros, al
ir descubriendo y comprendiendo. Entonces no existe tal división
entre lo superior y lo inferior, entre la persona culta y la
ignorante, entre el que ha realizado y el que aún está por
realizar. Tales divisiones, evidentemente, falsean y pervierten la
vida de relación; y si no se entiende la convivencia no puede
comprenderse la realidad.
Os
he dicho por qué hablo. Tal vez pensaréis que os necesito para
poder descubrir. No es así, indudablemente. Yo tengo algo que decir;
vosotros podéis aceptarlo o rechazarlo. Y si lo aceptáis, no es que
lo aceptéis de mí. Yo actúo simplemente como un espejo en el cual
podéis veros a vosotros mismos. Puede que no os guste el espejo y
por eso lo descartéis; pero al miraros en el espejo, mirarlo muy
llanamente, sin emoción, sin que lo empañe el sentimentalismo.
Resulta importante, sin duda, descubrir por qué venís a escuchar,
¿no es así? Si es, simplemente, para entreteneros por la tarde, si
venís aquí en vez de ir al cine, entonces ello no tiene valor
alguno. Si es con el solo objeto de argumentar, o para captar nuevas
series de ideas que podáis utilizar cuando habléis en público, o
escribáis un libro, o discutáis, tampoco tiene valor. Pero si
realmente venís a descubriros en la vida de relación lo cual
podría ayudaros en vuestro trato con los demás- entonces ello tiene
significación, vale la pena; no será entonces como tantas otras
reuniones a que asistís. Estas reuniones, por cierto, no tienen por
objeto el que me escuchéis, sino que os veáis a vosotros mismos
reflejados en el espejo que yo procuro describir. No tenéis que
aceptar lo que veáis; eso sería una necedad. Sin embargo, si miráis
el espejo desapasionadamente, como si escucharais música, como si os
sentarais bajo un árbol a observar las sombras de la tarde, sin
condenar, sin ninguna clase de justificación mirándolo,
no más- esa misma percepción pasiva de lo que es surtirá un
efecto realmente extraordinario, siempre que no haya resistencia.
Eso, sin duda es lo que tratamos de hacer en todas estas pláticas.
Así es como llega la verdadera libertad, no mediante el esfuerzo;
éste nunca puede traer libertad. El esfuerzo puede traer tan sólo
substitución, supresión o sublimación; pero ninguna de esas cosas
es libertad. La libertad sólo llega cuando ya no hay esfuerzo por
ser algo. Entonces la verdad de lo que es actúa; y eso
es liberación.
Pregunta: ¿Hay alguna
diferencia entre mi intención de escuchar a Ud. y la de ir de un
instructor a otro?
Krishnamurti:
Indudablemente, a vosotros os toca averiguarlo, ¿no es así? ¿Por
qué vais de un instructor a otro, de una a otra organización, de
una creencia a otro? O bien, Por qué estéis tan encerrados en una
creencia, cristiana o la que sea? ¿Por qué? ¿Por qué hacemos eso?
Ello ocurre no sólo en América sino a través del mundo; hay
espantosa inquietud, deseo de encontrar algo. ¿Por qué? ¿Pensáis
que buscando encontraréis? Sin embargo, antes de que podáis buscar,
necesitáis el instrumento para la búsqueda. ¿No es así? Tenéis
que estar capacitados para buscar, no simplemente emprender la
búsqueda. Para buscar, para tener la capacidad de buscar, es
indudable que debéis comprenderos a vosotros mismos. ¿Cómo podéis
buscar sin conoceros primero a vosotros mismos, sin saber qué es lo
que buscáis, qué es aquello que busca? Los hindúes vienen aquí y
divulgan sus ideas; bien lo sabéis, los “yoguis”, los “swamis”.
Y vosotros vais allá a predicar y hacer prosélitos. ¿Por qué? El
mundo será feliz cuando no haya maestros ni discípulos.
¿Qué
es realmente lo que andamos buscando? Estamos cansados de la vida,
cansados de una serie de ceremonias, de una serie de dogmas y ritos
religiosos, y por eso pasamos a otra? ¿Es porque se trata de algo
nuevo, más excitante: palabras sánscritas, hombres de barba,
“togas” y todo lo demás? ¿Es esa la razón? ¿O es que deseamos
encontrar un escape, un refugio, en el budismo, en el hinduismo, o en
alguna otra creencia religiosa organizada? ¿O lo que buscamos es
satisfacción? Es muy difícil distinguir y darnos cuenta de lo que
un realidad buscamos, ya que cambiamos según el momento; cuando
estamos cansados, cuando nos sentimos desdichados, deseamos algo
fundamental, perdurable, final, absoluto. Muy pocos son los que
persisten en su búsqueda, en su indagación, mejor dicho. La mayoría
de nosotros desea distracción. Si somos intelectuales, deseamos
distracción intelectual, y así sucesivamente.
¿Puede
uno, pues, de un modo genuino, auténtico, descubrir por sí mismo
qué es lo que uno quiera? No se trata de descubrir lo que uno
debería tener, o cree que debería tener, sino de
averiguar por uno mismo, íntimamente, qué es lo que uno desea, qué
es lo que busca tan incesantemente. ¿Y cuando uno busca, puede
encontrar ¿Encontraremos, por cierto, lo que buscamos; pero cuando
logramos lo que queremos, ello no tarda en desvanecerse, en volverse
cenizas. Antes, pues, de empezar a buscar, coligiendo lo que
deseamos, resulta sin duda importante -¿no es así?- averiguar quién
es el que busca y qué es lo que busca; porque si el buscador no se
entiende a sí mismo, lo que él encuentre será tan sólo una
ilusión autoproyectada. Y podréis vivir felices en esa ilusión
durante el resto de vuestra vida, mas no por ello dejará de ser una
ilusión.
De
modo que, antes de que busquéis, antes de que vayáis de instructor
en instructor, de organización en organización, de creencia en
creencia, será sin duda importante que averigüéis quién es la
persona que busca, y qué es lo que busca; no que os limitéis a
vagar de tienda en tienda con la esperanza de encontrar el traje
conveniente. Así, pues, lo que por cierto resulta de primordial
importancia es que os conozcáis a vosotros mismos, no que os lancéis
a buscar; lo cual no significa que debáis tornaros introvertidos y
que evitéis toda acción, cosa imposible. Sólo podéis conoceros en
la vida de relación, no en el aislamiento. ¿Cuál es, pues, la
diferencia entre la intención que uno tiene de venir aquí a
escuchar, y la de recurrir a otro instructor? No hay diferencia
alguna, a buen seguro, si uno viene aquí simplemente para obtener
algo, para ser apaciguado, para hallar consuelo, para recibir ideas
nuevas, para que se lo persuada a ingresar en alguna organización o
a abandonarla, o Dios sabe para qué otra cosa. Indudablemente, aquí
no hay refugio ni organización. Aquí estamos tratando, vosotros y
yo, de ver exactamente lo que es, si ello resulta posible; de
vernos a nosotros mismos tal cuales somos, lo cual es en extremo
difícil, porque somos muy astutos. Son bien conocidas las
innumerables tretas que nos jugamos a nosotros mismos. Aquí
procuramos desnudarnos y vernos a nosotros mismos; porque es así,
despojándonos, como aparece la sabiduría; y es esa sabiduría lo
que brinda felicidad. Pero si vuestra intención es hallar consuelo,
algo que os esconda de vosotros mismos, algo que os ofrezca un
escape, entonces, evidentemente, existen muchas maneras de lograrlo:
mediante la religión, la política, las diversiones, el saber; ya
conocéis la gama completa. Y yo no veo cómo la afición o la
distracción en cualquiera de sus formas, como escape alguno, por
agradable o incómodo que sea al cual uno tan ansiosamente se
adapta porque promete una recompensa al final- pueda traer ese
conocimiento de uno mismo que es tan esencial y que es lo único que
puede darnos la paz creadora.
Pregunta: Nuestra
mente sólo conoce lo conocido. ¿Que es lo que en nosotros nos
impulsa a buscar lo desconocido, la realidad, Dios?
Krishnamurti:
¿Vuestra mente os impulsa hacia lo desconocido? ¿Existe en nosotros
apremio por lo desconocido, por la realidad, por Dios? Por favor,
pensad seriamente en ello. No se trata de una pregunta retórica;
averigüémoslo, realmente. ¿Existe en cada uno de nosotros un
apremio interior por encontrar lo desconocido? ¿Existe ese apremio?
¿Cómo podéis encontrar lo desconocido? Si no lo conocéis, ¿cómo
podéis encontrarlo? Por favor, esto no es agudeza de mí parte; no
lo desechéis de esta manera. ¿Trátase, pues, de un anhelo de
realidad? ¿O es simplemente un deseo de lo conocido, aumentador
¿Comprendéis lo que quiero decir? He conocido muchas cosas; no me
han dado felicidad, ni satisfacción, ni alegría. Por eso quiero
ahora otra cosa que me de mayor alegría, mayor felicidad,
mayor esperanza, mayor vitalidad lo que sea. ¿Y puede lo
conocido, que es mi mente porque mi mente es lo
conocido, el resultado de lo conocido, el resultado del pasado- puede
esa mente buscar lo desconocido? Si yo no conozco la realidad, lo
desconocido, ¿cómo puedo buscarlo? Debe, por cierto, venir a mí;
yo no puedo ir en pos de lo desconocido. Si voy en su búsqueda, voy
en pos de algo que es lo conocido, una proyección de mí mismo.
Nuestro
problema, pues, no es el de saber qué es lo que en nosotros nos
impulsa a hallar lo desconocido. Eso es bastante claro. El problema
es nuestro propio deseo de estar más seguros, de ser más
permanentes, más estables, más felices, de escapar al tumulto, al
dolor, a la confusión. Ese es, por cierto, nuestro evidente impulso.
Y cuando existe ese impulso, ese apremio’ hallaréis un escape
maravilloso, un maravilloso refugio, en Buda, en Cristo, o en las
banderías políticas y otras cosas más. Pero, indudablemente, eso
no es la realidad; eso no es lo incognoscible, lo desconocido. Por lo
tanto, el apremio por lo desconocido ha de terminar, la búsqueda de
lo desconocido ha de cesar; lo cual significa que tiene que haber
comprensión de lo conocido cumulativo, que es la mente. La mente
debe comprenderse a sí misma como lo conocido, porque eso es
todo lo que conoce. No podéis pensar en alguna cosa que no
conozcáis. Solamente podéis pensar en algo que conocéis.
Lo
difícil para nosotros es que la mente no prosiga en lo
conocido. Y eso puede ocurrir tan sólo cuando la mente se entiende a
sí misma y entiende que todo su movimiento proviene del pasado y se
proyecta a través del presente hacia el futuro. Es un movimiento
continuo de lo conocido; ¿y ese movimiento puede cesar? Sólo puede
cesar cuando el mecanismo de su propio proceso ha sido entendido,
sólo cuando la mente se comprende a sí misma y comprende su
funcionamiento, sus modalidades, sus propósitos, sus empeños, sus
exigencias no sólo las exigencias superficiales sino los
profundos anhelos y móviles del fuero íntimo. Esta es una tarea
sumamente ardua; no es en una simple reunión, o en una conferencia,
o leyendo un libro, que vais a comprender. Al contrario, ella
necesita vigilancia continua, constante percepción de todo
movimiento del pensar, y no sólo en estado de vigilia sino también
durante el sueño. Tiene que ser un proceso total, no un proceso
parcial y esporádico.
Asimismo,
la intención debe ser recta. Esto es, debe cesar la
superstición de que, interiormente, todos deseamos lo desconocido.
Es una ilusión pensar que buscamos a Dios; no hay tal. Nosotros no
tenemos que buscar la luz. Habrá luz cuando no haya
obscuridad; y a través de la obscuridad no podemos encontrar la luz.
Todo lo que podemos hacer es remover esas barreras que crean
obscuridad; y el removerlas depende de la intención. Si las
removéis con el propósito de ver la luz, entonces nada
removéis; sólo substituís la obscuridad por la palabra luz. Y
hasta el hecho de mirar más allá de la obscuridad es huir de la
obscuridad.
No
tenemos, pues, que considerar qué es lo que nos impulsa sino por qué
hay en nosotros tal confusión, tanta agitación, lucha y antagonismo
todas las cosas estúpidas de nuestra existencia. Cuando éstas
no existen, entonces hay luz y no tenemos que buscarla. Cuando
la estupidez desaparece, surge la inteligencia. Cuando el hombre que
es necio trata de volverse inteligente, sigue siendo necio. La
estupidez, a buen seguro, jamás podrá ser transformada en
sabiduría; sólo cuando cesa la estupidez hay sabiduría,
inteligencia. Pero es obvio que el hombre que es estúpido y trata de
volverse inteligente, sabio, nunca podrá serlo. Para saber lo
que es la estupidez hay que penetrarla, no de un modo superficial
sino pleno, completo, profundo. Hay que penetrar todas las distintas
capas de la estupidez; y cuando se produce el cese de la estupidez
hay sabiduría.
De
modo que resulta importante averiguar, no si existe algo más que lo
conocido, algo más grande que nos impulsa hacia lo desconocido, sino
ver qué es lo que en nosotros origina confusión, guerras,
diferencias de clases, “snobismo”, búsqueda de renombre,
acumulación de conocimientos, evasión por medio de la música, del
arte y de tantas otras maneras. Es importante, por cierto, ver esas
cosas como son, y volver a nosotros mismos tal cuales somos. Y desde
ahí podemos proseguir. Entonces resulta relativamente fácil
despojarse de lo conocido. Cuando la mente está en silencio, cuando
ya no se proyecta hacia el futuro, hacia el mañana, deseando algo,
cuando la mente está realmente serena, en una paz profunda, lo
desconocido se manifiesta. No tenéis que buscarlo. No podéis
atraerlo. Lo que podéis atraer es tan sólo aquello que conocéis.
No podéis invitar a un huésped desconocido; sólo podéis invitar a
alguien que conocéis. Pero no conocéis lo desconocido, Dios, la
realidad, o lo que sea. Ella debe advenir. Sólo puede advenir cuando
el campo está listo, cuando la tierra está labrada. Pero si
preparáis el terreno a fin de que aquello advenga, entonces
no lo tendréis.
Así,
nuestro problema no estriba en buscar lo incognoscible, sino en
comprender los procesos acumulativos de la mente, la cual siempre
está con lo conocido. Y esa es una ardua tarea: requiere atención,
requiere una percepción constante en la que no haya sentido alguno
de distracción, de identificación, de condenación; es estar
con lo que es. Sólo entonces puede la mente estar quieta.
Ninguna clase de meditación o disciplina puede aquietar la mente, en
el verdadero sentido de la palabra. Sólo cuando la brisa cesa, el
lago entra en calma. No podéis aquietar el lago. Nuestra tarea no
es, pues, la de buscar lo incognoscible, sino la de comprender la
confusión, el alboroto, la miseria que hay en nosotros. Y entonces
surge secretamente ese algo en el que esté la felicidad.
Julio
23 de 1949.
IV
Durante
la mañana de hoy quisiera dilucidar qué es la sencillez; y de allí
quizá podamos llegar al descubrimiento de la sensibilidad. Pensamos,
al parecer, que la sencillez es mera expresión externa, vida
retirada; tener pocas posesiones, andar de taparrabo, carecer de
hogar, usar poca ropa, tener una exigua cuenta bancaria. Eso,
evidentemente, no es sencillez. Eso es mero exhibicionismo. Y a mí
me parece que la sencillez es esencial. Pero la sencillez sólo puede
surgir cuando empezamos a comprender el significado del conocimiento
propio, tema que ya hemos tratado y que seguiremos tratando hasta
fines de agosto.
La
sencillez no es mera adaptación a un modelo. Se requiere mucha
inteligencia para ser sencillo, y no. simplemente, amoldarse a cierto
dechado, por meritorio que él sea en su aspecto externo. Por
desgracia, casi todos empezamos por ser sencillos en apariencia, en
las cosas externas. Es relativamente fácil tener pocas cosas y estar
satisfecho con ellas, contentarse con poco y hasta compartir ese poco
con los demás. Pero una mera expresión externa de sencillez en las
cosas, en las posesiones, no implica por cierto sencillez en el fuero
íntimo. Porque, tal como el mundo es actualmente, se nos incita
desde afuera, desde lo exterior, a tener más y más cosas. La vida
está haciéndose cada vez más compleja. Y, con el fin de escapar a
todo eso, tratamos de renunciar o de desprendernos de las cosas;
automóviles, casas, organizaciones, cines, y de las innumerables
circunstancias que desde lo externo ejercen presión sobre nosotros.
Creemos que seremos sencillos viviendo retirados. Muchos santos,
muchos instructores, han renunciado al mundo; y me parece que tal
renunciación por parte de cualquiera de nosotros no resuelve el
problema. La verdadera sencillez, la sencillez fundamental, sólo
puede originarse en el fuero íntimo; y de ahí proviene la expresión
externa. Cómo ser sencillos, es entonces nuestro problema; porque
esa sencillez nos hace más y más sensibles. Una mente sensible, un
corazón sensible, son esenciales, pues entonces uno es capaz de
percepción rápida, de pronta recepción.
Es,
pues, indudable, que sólo se puede ser interiormente sencillo cuando
uno comprende los innumerables impedimentos, apegos, temores, que a
uno lo tienen sujeto. Pero a la mayoría de nosotros nos gusta
estar sujetos a las personas, a las posesiones, a las ideas. Nos
gusta ser prisioneros. Interiormente somos prisioneros, aunque
en lo externo parezcamos muy sencillos. Interiormente somos
prisioneros de nuestros deseos, de nuestros apetitos, de nuestros
ideales, de innumerables móviles. Y la sencillez no puede hallarse a
menos que seamos interiormente libres. Ella, por lo tanto, ha de
empezar primero en lo interno, no en lo exterior.
Ayer
tarde dilucidábamos cómo estar libres de creencias. Hay, por
cierto, una extraordinaria libertad cuando uno comprende todo el
proceso del creer, cuando uno comprende por qué la mente se apega a
una creencia. Y, cuando uno se ve libre de creencias, hay sencillez.
Pero esa sencillez requiere inteligencia; y para ser inteligente hay
que darse cuenta de los propios impedimentos. Para darse cuenta hay
que estar constantemente en guardia, sin asentarse en determinada
rutina, en determinado tipo de acción o de pensamiento. Porque,
después de todo, lo que uno es en su interior influye sobre lo
externo. La sociedad, o cualquier forma de acción, es la proyección
de nosotros mismos; y, si no nos transformamos interiormente, la mera
legislación significa muy poco en lo externo; puede traer ciertas
reformas, ciertos reajustes, pero lo que uno es en su interior se
sobrepone siempre a lo externo. Si interiormente uno es codicioso,
ambicioso, si persigue ciertos ideales, esa complejidad íntima
terminará por trastornar, por demoler la sociedad externa, por
cuidadosamente planeada que ella pueda estar.
Por
eso, ciertamente, uno tiene que empezar por el fuero íntimo, sin
excluir ni rechazar lo externo. No hay duda de que llegáis a lo
interno al comprender lo externo, al descubrir por qué el conflicto,
la lucha, el dolor, existen en el mundo exterior; y a medida que esto
se investiga más y más, penetra uno naturalmente en los estados
psicológicos que producen los conflictos y miserias externas. La
expresión externa es mero indicio de nuestro estado interior; mas
para comprender ese estado íntimo, uno ha de enfocarlo a través de
lo externo. Eso es lo que casi todos hacemos. Y, al comprender lo
interno no en forma exclusiva, ni rechazando lo externo, sino
comprendiendo lo externo y de ese modo llegando a lo interno-
encontraremos que, al proseguir investigando las íntimas
complejidades de nuestro ser, nos hacemos cada vez más sencillos y
más libres. Es esa sencillez interior la que resulta esencial.
Porque esa sencillez crea sensibilidad. Una mente que no es sensible,
que no está alerta, que carece de percepción, es incapaz de
receptividad, de toda acción creadora. Por eso es que dije que la
conformidad, como medio de llegar a la sencillez, realmente embota e
insensibilizan la mente y el corazón. Cualquier forma de compulsión
autoritaria impuesta por el gobierno, por uno mismo, por el
ideal de realización, etc.- cualquier tipo de conformidad tiene que
contribuir a la insensibilidad, a que no seamos interiormente
sencillos. Exteriormente podéis someteros y dar la impresión de
sencillez, como lo hacen muchas personas religiosas. Ellas practican
diversas disciplinas, ingresan a distintas organizaciones, meditan de
una manera especial, etc., todo lo cual les confiere una apariencia
de sencillez. Pero tal conformidad no contribuye a la sencillez.
Ninguna forma de compulsión puede jamás llevar a la sencillez. Al
contrario: cuanto más reprimís, cuanto más substituís, cuanto más
sublimáis, menos sencillez existe. Cuanto mejor comprendáis,
empero, el preciso de la sublimación, de la represión, de la
substitución, mayor será la posibilidad de sencillez.
Nuestros
problemas sociales, ambientales, políticos, religiosos, son tan
complejos, que sólo podemos resolverlos siendo nosotros sencillos,
no volviéndonos extraordinariamente eruditos y sagaces. Porque una
persona sencilla ve mucho más directamente que la persona compleja;
su experiencia es más directa. Y nuestra mente está tan abarrotada
con un infinito conocimiento de hechos, de lo que otros han dicho,
que nos hemos incapacitado para ser sencillos y tener nosotros mismos
experiencia directa. Estos problemas requieren un nuevo enfoque, y
tal enfoque sólo es posible cuando somos sencillos, realmente
sencillos en nuestro fuero íntimo. Esa sencillez llega tan sólo con
el conocimiento propio, mediante la comprensión de nosotros mismos:
de las modalidades de nuestro pensar y sentir, de la actividad de
nuestros pensamientos, de nuestras respuestas; comprendiendo como nos
sometemos, por miedo, a la opinión pública, a lo que otros dicen, a
lo que ha dicho Buda, Cristo, los grandes santos todo lo cual
indica nuestra tendencia natural a someternos, a ponernos a salvo, a
estar seguros. Y, cuando uno busca seguridad, es evidentemente porque
uno se halla en un estado de temor. Y por lo tanto no hay sencillez.
Si
uno no es sencillo, no puede ser sensible: a los árboles, a los
pájaros, a las montañas, al viento, a todas las cosas que ocurren
alrededor nuestro en el mundo. Y si no hay sencillez, no puede uno
ser sensible a las profundas insinuaciones de las cosas. La mayoría
de nosotros vive muy superficialmente, en el nivel superior de la
conciencia. Allí tratamos de ser reflexivos o inteligentes, lo cual
es sinónimo de religiosidad; allí tratamos de que nuestra mente sea
sencilla, mediante la compulsión, mediante la disciplina. Pero eso
no es sencillez. Cuando forzamos la mente superficial a ser sencilla,
tal compulsión sólo consigue endurecer la mente, no la torna ágil,
flexible, lista. Ser sencillo en el proceso íntegro, total, de
nuestra conciencia, es extremadamente arduo. Porque no debe existir
ninguna reserva interior; tiene que haber profundo interés por
averiguar, por descubrir el proceso de nuestro ser. Y ello significa
estar alerta a toda insinuación, a toda sugerencia; darnos cuenta de
nuestros temores, de nuestras esperanzas investigar y libertarnos de
todo eso cada vez más y más. Sólo entonces, cuando la mente y el
corazón sean realmente sencillos, cuando estén limpios de
sedimentos, seremos capaces de resolver los múltiples problemas que
se nos plantean.
El
saber no habrá de resolver nuestros problemas. Podéis saber, por
ejemplo, que existe la reencarnación, que hay continuidad después
de la muerte. Puede que lo sepáis; no digo que lo sabéis; o
puede que estéis convencidos de ello. Pero eso no resuelve el
problema. A la muerte no podéis hacerla a un lado mediante vuestra
teoría o información, o con vuestras convicciones. Es mucho más
misteriosa, mucho más honda, mucho más creadora que todo eso.
Así,
pues, hay que tener capacidad para investigar todas esas cosas de un
modo nuevo, porque es sólo a través de la experiencia directa
como se resuelven nuestros problemas; y para tener experiencia
directa ha de haber sencillez, lo cual significa que tiene que haber
sensibilidad. El peso del saber embota la mente. Asimismo, la embotan
el pasado y el futuro. Sólo una mente capaz de adaptarse de continuo
al presente, de instante en instante, puede hacer frente a las
poderosas influencias y presiones que el medio ejerce constantemente
sobre nosotros.
Por
eso el hombre religioso no es, en realidad, el que viste una túnica
o un taparrabo, el que come tan sólo una vez al día, o el que ha
hecho innumerables votos de ser esto y de no ser aquello, sino aquel
que es interiormente sencillo, aquel que no está convirtiéndose en
algo. Una mente así es capaz de extraordinaria receptividad, porque
no tiene barreras, no tiene miedo, no va en pos de nada. Ella es, por
lo tanto, capaz de recibir la gracia, de recibir a Dios, la verdad o
como os plazca llamarle. Pero la mente que persigue la
realidad no es una mente sencilla. La mente que busca, que escudriña,
que anda a tientas, agitada, no es una mente sencilla. La mente que
se ajusta a cualquier norma de autoridad, interior o externa, no
puede ser sensible. Y sólo cuando la mente es de veras sensible,
cuando está alerta y es consciente de todo lo que en sí misma
ocurre, de sus propias respuestas, de sus pensamientos, cuando ya ha
cesado en su devenir, cuando ya no se regula a sí misma para ser
algo sólo entonces es capaz de recibir aquello que es la
verdad. Es sólo entonces que puede haber felicidad; porque la
felicidad no es un fin, es el resultado de la realidad. Y cuando la
mente y el corazón se han vuelto sencillos y por lo tanto sensibles
no mediante forma alguna de coacción o de imposición-
entonces veremos que es posible atacar nuestros problemas muy
sencillamente. Por complejos que sean, podremos abordarlos de un modo
nuevo y verlos en forma diferente. Y eso -¿verdad?- es lo que se
necesita actualmente: gente capaz de hacer frente a esta confusión
externa, a esa baraúnda y antagonismo, de un modo nuevo, creativo y
sencillo, no con teorías ni con fórmulas, sean de la izquierda o de
la derecha. Y no podéis hacer frente a eso de un modo nuevo
si no sois sencillos.
Ya
sabéis: un problema sólo puede ser resuelto cuando lo abordamos de
un modo nuevo. Pero no podemos abordarlo de un modo nuevo si pensamos
en términos de una u otra norma de pensamiento religioso, político
o de otra índole. Por consiguiente para a ser sencillos hemos de
librarnos de todas esas cosas. Por eso es tan importante que nos
demos cuenta, que tengamos la capacidad de comprender el proceso de
nuestro propio pensar, que nos conozcamos a nosotros mismos
totalmente. De ello proviene una sencillez, una humildad que no es ni
virtud ni disciplina. La humildad que se gana, deja de ser humildad.
Una mente que se torna humilde, ya no es humilde. Y es sólo cuando
se tiene humildad no una humildad cultivada- cuando uno puede
hacer frente a las cosas apremiantes de la vida; porque entonces no
es uno mismo lo importante, no mira uno a través de las propias
presiones y del sentido de la propia importancia. Uno mira el
problema en sí, y entonces puede resolverlo.
Pregunta: Yo he sido
miembro de diversas organizaciones religiosas, pero Ud. las ha
destruido todas. Estoy absolutamente fastidiado, y trabajo porque el
hambre me obliga. Me resulta difícil levantarme por la mañana, y no
tengo interés alguno en la vida. Me doy cuenta de que sólo existo
de un día para el otro, sin ningún sentido de valor humano; y no
siento entusiasmo alguno por nada. Temo suicidarme. ¿Qué tendré
que hacer? (Risas).
Krishnamurti:
Aunque riáis, ¿no está la mayoría de nosotros en esa situación?
Aunque aún pertenezcáis a muchas organizaciones religiosas,
políticas o de otra índole- o aunque las hayáis abandonado a
todas, ¿no hay acaso en vosotros la misma desesperación íntima?
Podéis consultar a los psicoanalistas, o confesaros, y de ese modo
sentiros en paz por algún tiempo: ¿pero no os aqueja el mismo dolor
de la soledad, una sensación de perplejidad, una desesperación
infinita? El ingresar en organizaciones, el entregarnos a varias
formas de diversión, el ser adictos al conocimiento, el practicar a
diario ceremonias y todo lo demás, nos brinda lealmente un escape de
nosotros mismos; mas cuando todo eso ha cesado cuando lo hemos hecho
a un lado inteligentemente, sin substituirlo por otras formas de
escape, el resultado es aquello, ¿verdad? Podéis haber leído
muchos libros, podéis estar rodeados de vuestros hijos, de nuestra
familia, de riquezas un nuevo automóvil cada año, la última
obra literaria, el último fonógrafo, y todo lo demás. Pero una vez
descartadas inteligentemente las distracciones, resulta inevitable
-¿no es así?- que os enfrentéis a eso: la sensación de
frustración íntima, de desesperación infinita y sin remedio. Quizá
la mayoría de vosotros no seáis conscientes de ello; o, si lo sois,
tal vez tratéis de eludirlo. Sin embargo, ahí está. ¿Qué hay,
pues, que hacer?
En
primer lugar, paréceme que es muy difícil llegar a esa situación,
darse cuenta hasta ese punto de que os enfrentéis directamente con
aquello. Muy pocos de nosotros somos capaces de hacer frente a
aquello directamente, tal cual es, porque resulta en extremo
doloroso; y cuando de verdad lo enfrentáis sentís tal ansiedad por
escapar, que podríais hacer cualquier cosa, hasta suicidaros, o huir
bien lejos, en pos de una ilusión o distracción cualquiera. Por lo
tanto, la primera dificultad está en daros cuenta cabal de que os
enfrentáis con aquello. Es indudable que uno tiene que sentirse
desesperado para poder hallar algo. Cuando lo habéis probado todo en
derredor vuestro, toda posible puerta de escape, y nada os ofrece una
salida, forzoso es que lleguéis a aquella situación.
Ahora
bien: si estáis en esa situación, real y verdaderamente no
por obra de la imaginación, no porque anheléis estar ahí
con el fin de hacer alguna cosa- si en efecto os enfrentáis a eso,
entonces podemos proseguir y discutir qué debe hacerse. Entonces
vale la pena proseguir. Si habéis dejado de substituir una
escapatoria por otra, de abandonar una organización para ingresar a
algo distinto, de perseguir una cosa tras otra; si todo eso ha
terminado y eventualmente habrá de terminar para todo hombre
inteligente- ¿entonces qué? Si ahora estáis en esa situación,
¿cuál es la próxima respuesta? Cuando ya no escapáis, cuando ya
no buscáis una salida, una forma de evasión, ¿entonces qué
ocurre? Si lo observáis, lo que hacemos es esto: debido a una
sensación de temor con respecto a ese estado, o al deseo de
comprenderlo, le damos un nombre. ¿No es así? Decimos: “Me siento
solo, desesperado; soy esto y deseo comprenderlo”. Es decir, al
darle un nombre, establecemos una relación entre nosotros y esa cosa
que llamamos soledad, vacío. Espero que comprendáis lo que estoy
diciendo. Al expresar verbalmente nuestra relación con eso, le damos
un significado neurológico y también psicológico. Pero si no le
damos un nombre, y simplemente lo consideramos, si lo observamos,
entonces nuestra relación será distinta; entonces eso no está
fuera de nosotros sino que es nosotros mismos. Decimos, por ejemplo:
“Tengo miedo de ello”. El miedo sólo existe en relación con
algo; ese algo se manifiesta cuando lo reprimimos, cuando le damos un
nombre, como por ejemplo “estar solos”. Existe, por lo tanto, la
sensación de que vosotros y esa soledad son dos cosas distintas.
¿Pero es eso así? Vosotros el observador- estáis observando
el hecho, al que denomináis “estar solos”. ¿Es el observador
diferente de lo que él observa? Sólo es diferente mientras le da un
nombre; pero si no le dais un nombre, el observador es lo
observado. El nombre, el término, no hace más que dividir; y
entonces tenéis que luchar con esa cosa. Pero si no hay separación,
si hay integración entre el observador y lo observado la cual
sólo existe cuando se le de un nombre; podéis hacer la prueba y lo
veréis- entonces la sensación de miedo desaparece por completo. Es
el miedo lo que os impide observar eso, cuando decís que estáis
vacíos, que sois esto, que sois aquello, que estáis desesperados. Y
el miedo sólo existe como memoria, la cual aparece cuando
definíamos; más cuando somos capaces de mirarlo sin darle nombre,
entonces, sin duda, esa cosa es uno mismo.
Así
pues, cuando llegáis a ese punto, cuando dejáis de dar un nombre a
la cosa que teméis, entonces vosotros sois esa cosa. Cuando sois esa
cosa, no hay problema, ¿no es así? Solamente cuando no queréis ser
esa cosa, o cuando deseáis hacer que esa cosa sea diferente de lo
que ella es, surge el problema. Pero si sois esa cosa,
entonces el observador es lo observado, ambos son un mismo
fenómeno, no fenómenos separados. Entonces no hay problema,
¿verdad?
Por
favor, experimentad con esto, y veréis cuán pronto ese algo se
resuelve y queda superado, y otra cosa sobreviene. Nuestra dificultad
está en llegar al punto en que podemos observar eso sin miedo. El
miedo aparece tan sólo cuando empezamos a reconocerlo, cuando
empezamos a darle un nombre, cuando deseamos hacer algo a su
respecto. Pero cuando el observador ve que él no es diferente de lo
que él llama vacío, desesperación, entonces la palabra ya no tiene
significación alguna. La palabra ha desaparecido, no es ya
desesperación. Cuando se elimina la palabra con todo lo que ella
implica, entonces no hay ya sensación de miedo ni de desesperación.
Entonces, si seguís adelante, cuando no hay ya miedo ni
desesperación, cuando la palabra no tiene ya importancia, se produce
sin duda una grandiosa liberación; entonces hay libertad. Y en esa
libertad está el estado creativo del ser, que brinda renovación a
la vida.
Para
expresarlo de otra manera: abordamos este problema de la
desesperación por las vías habituales. Es decir, nos valemos de los
recuerdos del pasado para interpretar ese problema; y el pensamiento,
que es producto de la memoria, que se funda en el pasado, jamás
puede resolver ese problema, por tratarse de un problema nuevo. Todo
problema es nuevo; y cuando lo abordáis agobiados por el peso del
pasado, el problema no puede ser resuelto. No podéis abordarlo a
través del velo de las palabras, es decir, del proceso de pensar;
mas cuando cesa la “verbalización” y porqué habéis
comprendido el proceso total de la misma, la abandonáis- entonces
sois capaces de enfrentaros al problema de manera nueva; entonces el
problema no es lo que creéis que es.
Así,
pues, podríais decir al final de esta pregunta, “¿Qué habré de
hacer? Heme aquí confundido, sumido en la desesperación, en el
sufrimiento; no me ha dado Ud. un método que pueda seguir para
libertarme”. Pero, a no dudarlo, si habéis comprendido lo que he
dicho, ahí está la clave: es una llave que abre mucho más de lo
que podéis concebir, si sois capaces de usarla. Podéis ver
en seguida el papel extraordinariamente importante que desempeñan
las palabras en nuestra vida, palabras tales como “Dios”,
“nación”, “líder político”, “comunismo”, “catolicismo”
palabras, palabras, palabras... ¡Qué extraordinaria
significación tienen ellas en nuestra vida! Y son esas palabras las
que impiden que comprendamos los problemas de un modo nuevo. Ser
realmente sencillo significa estar libre de la confusión de todas
esas impresiones, de todas esas palabras y de su significado; y
encarar el problema en forma nueva. Y yo os aseguro que podéis
hacerlo; es todo un entretenimiento si lo hacéis, porque es mucho lo
que revela. Y yo siento que esta es la única forma de atacar
cualquier problema fundamental. Un problema que es muy hondo, tenéis
que atacarlo en lo profundo, no en el nivel superficial. Y este
problema de la soledad, de la desesperación, con el cual casi todos
nosotros estamos un tanto familiarizados en nuestros momentos
excepcionales, no es cosa para ser disuelta con sólo correr a
refugiaros en alguna clase de distracción o de culto. Ahí estará
siempre hasta que seáis capaces de encararlo y vivirlo
directamente: sin “verbalización” alguna, sin que haya tamiz
aluno entre vosotros y él.
Pregunta: ¿Qué tiene
Ud. que decir a una persona que, en momentos de quietud, ve la verdad
de lo que Ud. dice, que tiene el anhelo de mantenerse despierta, pero
que repetidamente se ve sumida en un mar de impulsos y pequeños
deseos?
Krishnamurti: Eso
es lo que nos pasa a la mayoría de nosotros, ¿no es cierto? Hay
momentos en que estamos despiertos, y otros en que estamos dormidos.
En ciertas ocasiones vemos todas las cosas claramente, con
significado para nosotros; en otras, todo está confuso, oscuro,
nebuloso. A veces alcanzamos extraordinarias alturas de júbilo, sin
relación con ninguna clase do acción; otras, luchamos por
alcanzarlas. Ahora bien: ¿qué hay que hacer? ¿Debemos mantenernos
despiertos a esas cosas que hemos vislumbrado, retenerlas de memoria
y asirnos a ellas obstinadamente? ¿O tenemos que habérnoslas con
los pequeños deseos, con los impulsos, con las cosas sombrías de
nuestra vida, según vayan apareciendo de instante en instante? Yo sé
que la mayoría de nosotros prefiere apegarse a ese júbilo; nos
esforzamos, nos disciplinamos para resistir, para sobreponernos a las
pequeñas cosas de la vida, y tratamos de mantener nuestros ojos
fijos en el horizonte. Eso es lo que la mayoría de nosotros desea,
¿no es así? Porque eso es tanto más fácil; al menos así lo
creemos. Preferimos volver los ojos hacia una experiencia que ha
pasado, que nos ha brindado un gran deleite, una alegría, y
quedarnos apegados a ella, como esas personas de edad que añoran su
juventud; o como esa otra gente que tiene sus ojos puestos en el
futuro, en la próxima vida, en alguna grandeza que va a alcanzar la
próxima vez, mañana o dentro de cien años. Esto es, hay quien
sacrifica el presente en aras del pasado, embelleciendo el pasado; y
los hay que adornan el futuro. Unos y otros son la misma cosa. Se
emplean diferentes series de palabras, pero el fenómeno es el mismo.
Ahora
bien: ¿qué tiene uno que hacer? En primer término, averigüemos
por qué deseamos asirnos a una experiencia placentera o evitar algo
que no es agradable. ¿Por qué pasamos por ese proceso del apego, de
la adhesión a algo que nos ha proporcionado una gran alegría,
física o psicológica? ¿Por qué hacemos eso? ¿Por qué la
experiencia ya pasada tiene una importancia tanto mayor? ¿No será
porque sentimos que, sin esa experiencia extraordinaria, el presente
nada contiene? El presente es un horrible fastidio, una dura prueba;
pensemos, por lo tanto, en el pasado. El presente es tedioso,
engorroso, molesto; por consiguiente, al menos en el futuro, seamos
un Buda, un Cristo, o Dios sabe que.
Así,
pues, el pasado y el futuro se vuelven útiles o placenteros, tan
sólo cuando no comprendemos el presente. Y es contra el presente que
nos disciplinamos, es al presente que resistimos. Por que si
elimináis el pasado, si elimináis todas vuestras experiencias,
vuestro saber, vuestras acumulaciones, vuestros adornos. ¿qué sois?
Con ese pasado encaráis el presente. Nunca, por lo tanto, os
enfrentáis de verdad con el presente: lo único que hacéis es
eclipsar el presente con el pasado o con el futuro. Luego nos
disciplinamos para entender el presente. Decimos: “No debo pensar
en el pasado, no debo pensar en el futuro, me voy a concentrar en el
presente”. Viendo lo falaz, lo absurdo, lo infantil que es el
creeros entes maravillosos en el futuro o en el pasado, decís:
“Ahora debo comprender esto”. ¿Es que podéis comprender algo
mediante la disciplina, mediante la compulsión? Podéis, mediante la
disciplina, obligar a un niño a estar exteriormente quieto;
interiormente, empero, él está agitado, ¿no es así? Del mismo
modo, ¿hay acaso comprensión cuando nos forzamos a comprender? Mas
si podemos ver que nuestro apego al pasado es realmente inútil, si
podemos ver el significado de ese apego o del que sentimos por llegar
a ser algo en el futuro si realmente lo comprendemos- ello da
sensibilidad a la mente para enfrentarse con el presente.
Nuestra
dificultad no es, pues, la comprensión del presente. Nuestra
dificultad está en nuestro apego al pasado o al futuro. Es por ello
que debemos investigar el porqué de ese apego. ¿Por qué es el
pasado tan importante para las personas de edad, como lo es el futuro
para otras personas? ¿Por qué estamos tan apegados a eso? Porque
creemos que las experiencias nos han enriquecido; por eso el pasado
tiene significación, ¿no es cierto? Cuando éramos jóvenes,
percibíamos un resplandor sobre el mar; y en ese vislumbre había
una lozanía que hoy se ha desvanecido. Pero uno puede al menos
recordar esa visión fugaz, ese extraordinario sentido de excelsitud,
esa sensación de ser otro, de juventud. Uno vuelve, pues, hacia
atrás, y en eso vive. Es decir, vivimos en una experiencia muerta.
Ya pasó, está muerta, se fue; pero uno le imparte vida al pensar en
ella, al vivir en ella. Es, empero, una cosa muerta. De modo, pues,
que cuando uno hace eso, está también muerto en el presente como
tanta gente lo está- o en el futuro. En otras palabras: tememos no
ser nada en el presente, tememos ser sencillos, sensibles a lo
actual, y por eso deseamos enriquecernos con las experiencias de
ayer. ¿Pero eso es enriquecimiento? ¿Nos enriquecen las
experiencias pasadas? Guardáis, indudablemente, recuerdo de ellas.
¿La memoria enriquece? ¿O consiste ella en meras palabras con
escaso contenido? Si experimentáis, seguramente podréis ver eso por
vosotros mismos. Cuando nos volvemos al pasado para enriquecernos,
estamos viviendo de palabras. Nosotros le impartimos vida al pasado.
El pasado carece de vida propia; sólo tiene vida en relación con el
presente. Y cuando el presente es desagradable, vivificamos el
pasado. Pero eso, sin duda, no es enriquecimiento. Cuando os dais
cuenta de que sois ricos, ciertamente sois pobres. El daros cuenta de
que sois algo, evidentemente, niega aquello que sois. Si os dais
cuenta de que seis virtuosos, es obvio que ya no lo sois; si os dais
cuenta de que sois felices, ¿dónde está la felicidad? La felicidad
sólo aparece cuando nos olvidamos de nosotros mismos, cuando no
existe sentido alguno del “yo” como cosa importante. Pero el
“yo”, el “ego”, cobra importancia cuando el pasado o el
futuro es lo que tiene suprema significación. Así, pues, el mero
hecho de disciplinarse con el fin de ser algo, nunca puede
traer ese estado en el cual no hay conciencia de uno mismo, del “yo”.
Pregunta: Yo no estoy
interesado en nada, pero la mayoría de la gente anda ocupada con
muchos intereses. No tengo necesidad de trabajar, y por lo tanto no
lo hago. ¿Debo emprender algún trabajo útil?
Krishnamurti:
Dedíquese al servicio social, a la acción política, o a la vida
religiosa. ¿Es eso, no? Como Ud. no tiene otra cosa que hacer, se
hace reformador... (Risas). Señor, si nada tiene Ud. que
hacer, si está aburrido, ¿por qué no estarlo? ¿Por qué no ser
eso? Si estáis sumidos en la aflicción, estad afligidos. No
tratéis de hallarle una salida. Porque el que estéis fastidiados
tiene un significado inmenso, si es que podéis comprenderlo,
vivirlo. Pero si decís “estoy aburrido, y por lo tanto voy a hacer
otra cosa”, lo único que hacéis es tratar de escapar al
aburrimiento. Y como casi todas nuestras actividades son
escapes, evasiones, hacéis mucho daño en el terreno social y en
todos los otros. El daño es mucho mayor cuando escapáis que cuando
sois lo que sois y os quedáis con el tedio. La dificultad estriba en
quedarse con el tedio y en no huir; y como la mayoría de nuestras
actividades son un proceso de evasión, os resulta inmensamente
difícil dejar de escapar y hacer frente al tedio. Así, pues, me
alegro de que Ud. esté realmente aburrido, y le digo; punto final,
quedémonos ahí y examinemos el asunto. ¿Por qué habría Ud. de
hacer algo? ¿Cómo sabe Ud. que en ese estado, mientras escapa, no
está ocasionando mucho más daño al prójimo? El huir y buscar
refugio en algo es una ilusión; y cuando Ud. recubre a una ilusión
y propaga esa ilusión, hace mucho más daño que si continúa
simplemente aburrido. ¿No es así? Señor: si Ud. está aburrido y
sigue estándolo, ¿qué puede hacer? Esta persona dice que tiene
suficiente dinero para vivir, de modo que, por el momento, ese no es
su problema.
Si
estáis aburridos, ¿por qué lo estáis? ¿Qué es eso que llamáis
aburrimiento? ¿Por qué es que nada os interesa? Tiene que haber
causas y razones por las cuales estáis sin ánimo: los sufrimientos,
las escapatorias, las creencias, la actividad incesante, os han
embotado la mente y endurecido el corazón. El averiguar cuáles son
las causas que os han embotado no equivale a analizar. Este es un
problema muy diferente que discutiremos en otra ocasión. Pero si
pudierais descubrir por qué estáis aburridos, por qué carecéis de
interés, entonces, seguramente, podríais resolver el problema. ¿No
es así? Entonces, despierto, funcionará el interés. Pero si no os
interesa el porqué de vuestro aburrimiento, no podéis interesaros a
la fuerza en una actividad, simplemente para hacer algo, como una
ardilla que da vueltas en una jaula. Yo sé que esta es la clase de
actividad a que se entrega la mayoría de nosotros. Sin embargo,
podemos descubrir en nuestro fuero interior, psicológicamente, por
qué nos hallamos en ese estado de total aburrimiento; podemos ver
por quien se halla en ese estados la mayoría de nosotros: nos hemos
agotado emocional y mentalmente, hemos probado tantas cosas, tantas
sensaciones, tantas diversiones, tantos experimentos, que nos hemos
embotado y hastiado. Ingresamos a una agrupación, hacemos todo lo
que se nos pide, y luego la abandonamos; entonces pasamos a otra cosa
y la probamos. Si fracasamos con un psicólogo, recurrimos a otra
persona o a un sacerdote; si allí fracasamos, recurrimos a otro
instructor, y así sucesivamente; siempre seguimos en lo mismo. Este
constante proceso de esforzarse y aflojar es agotador, ¿verdad? Como
todas las sensaciones, no tarda en embotar la mente.
Esto
es, pues, lo que hemos hecho: hemos ido de sensación en sensación,
de una excitación a otra, hasta llegar a un punto en que estamos
realmente agotados. Ahora bien, dándoos cuenta de ello, no
prosigáis: tomad un descanso. Aquietáos. Dejad que la mente se
fortalezca u sí misma; no la forcéis. Así como la tierra se
renueva durante el invierno, así también se renueva la mente cuando
se le permite aquietarse. Pero es muy difícil dejar que la mente se
aquiete, que permanezca en barbecho después de todo esto, ya que la
mente desea en todo momento hacer algo. Y cuando lleguéis al punto
en que realmente admitís que sois lo que sois aburridos, feos,
horribles, lo que fuere- entonces hay una posibilidad de habéroslas
con todo ello.
¿Qué
ocurre cuando aceptáis algo, cuando aceptáis lo que sois? Cuando
aceptáis ser lo qué sois, ¿dónde está el problema? El problema
existe únicamente cuando no aceptamos una cosa tal cual es, y
deseamos transformarla, lo cual no significa que yo abogue por la
resignación; al contrario. Por eso, si aceptamos lo que
somos, entonces vemos que la cosa que nos aterraba, la cosa que
llamábamos aburrimiento, desesperación, miedo, ha sufrido un cambio
completo. Hay una transformación completa de la cosa que nos
infundía temor.
Por
eso es importante, como ya lo dije, que se comprenda el proceso, las
modalidades de nuestro propio pensar. El conocimiento propio no puede
adquirirse por ningún libro, ni de ninguna confesión, psicología o
psicoanalista. Tiene que ser descubierto por vosotros mismos, porque
es vuestra vida; y sin ampliar y ahondar ese conocimiento del
“yo”, hagáis lo que hagáis, así alteréis cualesquiera de las
circunstancias e influencias internas o externas ello será
siempre una fuente de desesperación, de pena y de dolor. Para ir más
allá de las actividades en que la mente se encierra a sí misma,
tenéis que comprenderlas; y el comprenderlas significa darse cuenta
de la acción en la vida de relación: relación con las cosas, con
las personas y con las ideas. En esa vida de relación, que es el
espejo, empezamos a vernos a nosotros mismos sin condenación ni
justificación; y partiendo de ese conocimiento más amplio y
profundo de las modalidades de nuestra mente, es posible proseguir
adelante. Entonces es posible que la mente esté quieta y reciba
aquello que es lo real.
Julio
24 de 1949.
V
Durante
las últimas pláticas o discusiones hemos considerado el problema
del conocimiento propio. Porque, como hemos dicho, si uno no se da
cuenta del propio proceso de pensar y sentir, es obvio que no resulta
posible actuar ni pensar rectamente. Así, pues, el propósito
esencial de estas asambleas, discusiones o reuniones, consiste
realmente en ver si uno puede, por sí mismo, experimentar de un modo
directo el proceso del propio pensar y darse cuenta de él
integralmente. La mayoría de nosotros nos damos cuenta del mismo
superficialmente, en el nivel superior o superficial de la mente,
pero no como un proceso total. Es este proceso total el que da
libertad, el que da comprensión, el que da entendimiento; no el
proceso parcial. Puede que algunos de nosotros nos conozcamos
parcialmente, o al menos creemos que nos conocemos un poco; pero ese
poco no es suficiente, porque el conocerse a la ligera obra más bien
como estorbo que como ayuda. Y sólo conociéndose uno mismo como
proceso total (lo fisiológico y lo psicológico: las capas ocultas,
inconscientes, las más profundas tanto como las superficiales); sólo
cuando conocemos el proceso total, podemos habérnoslas con los
problemas que inevitablemente surgen.
Esta
habilidad para enfrentarse con el proceso total es lo que me gustaría
dilucidar en la tarde de hoy; y también si es cuestión de cultivar
una capacidad determinada, lo cual implica cierta clase de
especialización. ¿El entendimiento, la felicidad, o la realización
de algo que esté más allá de las meras sensaciones físicas, nos
vienen por conducto de alguna especialización? Porque la capacidad
implica especialización. En un mundo de especialización siempre
creciente, dependemos de los especialistas. Si alguna cosa marcha mal
en un automóvil, recurrimos al mecánico; si algo anda mal
físicamente, consultamos a un médico. Si existe un desajuste
psicológico, (y si tenemos el dinero y los medios), corremos en
busca de un psicólogo o de un sacerdote, y así sucesivamente. Es
decir, esperamos la ayuda del especialista en nuestros fracasos y
miserias.
Ahora
bien: La comprensión de nosotros mismos exige especialización? El
especialista sólo conoce su especialidad en el nivel que sea. ¿Y
exige especialización el conocimiento de nosotros mismos? Yo no lo
creo así; por lo contrario. La especialización implica -¿no es
así?- una reducción del proceso integro y total de nuestro ser a un
punto determinado, y el ceñirse a ese punto. Dado que tenemos que
comprendernos a nosotros mismos como proceso total, no podemos
especializarnos. Porque, evidentemente, la especialización implica
exclusión; en tanto que el conocernos a nosotros mismos no exige
exclusión de ninguna índole. Por el contrario, exige una percepción
completa de nosotros mismos como proceso integral; y para eso la
especialización es un obstáculo.
Después
de todo, ¿qué es lo que tenemos que hacer? Conocernos a nosotros
mismos, lo que sin duda significa conocer nuestra relación con el
mundo, no sólo con el mundo de las ideas y de las personas, sino
también con la naturaleza, con las cosas que poseemos. Eso es
nuestra vida; la vida es la relación con el todo. ¿Y exige
especialización el comprender esa relación? Evidentemente no. Lo
que se requiere es alerta percepción, para hacer frente a la vida en
su conjunto. ¿Cómo puede uno percibir de ese modo? Ese es nuestro
problema. ¿Cómo va uno a tener esa alerta percepción si es
que puedo usar ese término sin que él signifique especialización?
¿Cómo va uno a ser capaz de enfrentarse a la vida como un todo?
Ello implica no sólo relaciones personales con el prójimo sino
también con la naturaleza, con las cosas que poseéis, con las
ideas, y con las cosas que la mente elabora, tales como ilusiones,
deseos, etc. ¿Cómo puede uno darse cuenta de todo ese proceso de
relaciones ¿Eso sin duda, es nuestra vida, ¿no es así? No hay vida
sin relación; y comprender esa relación no significa aislamiento,
como lo he explicado con insistencia, constantemente. Ello requiere,
por el contrario, un pleno reconocimiento o percepción de la
interrelación como proceso total.
Ahora
bien: ¿cómo va uno a tener esa alerta percepción? Cómo nos damos
cuenta de alguna cosa? ¿Cómo os dais cuenta de vuestra relación
con una persona? Cómo percibís estos árboles, el mugido de aquella
vaca? ¿Cómo os dais cuenta de vuestras reacciones cuando leéis un
periódico, si es que leéis alguno? ¿Y acaso nos damos cuenta de
las respuestas superficiales de la mente, así como de las respuestas
íntimas? Cómo nos damos cuenta de cualquier cosa? Primero, sin
duda, nos damos cuenta de una respuesta a un estímulo, lo cual es un
hecho evidente ¿no es así? Yo veo los árboles y hay una respuesta;
luego viene la sensación, el contacto, la identificación y el
deseo. Ese es el proceso corriente, ¿verdad? Podemos observar lo que
de hecho ocurre, sin estudiar libro alguno.
De
suerte que, por la identificación, sentís placer y dolor. Y nuestra
“capacidad” es ese interés por el placer y por evitar el dolor,
¿no es así? Si algo os interesa, si os brinda placer,
inmediatamente surge la “capacidad”; hay inmediata percepción de
ese hecho; y si él es doloroso, desarróllase la “capacidad”
para evitarlo. De modo que, mientras dependamos de la “capacidad”
para comprendernos a nosotros mismos, creo que fracasaremos, porque
la comprensión de nosotros mismos no depende de la capacidad. No es
una técnica que, a fuerza de pulirla constantemente, desarrolláis,
cultiváis y acrecentáis a través del tiempo. Esta alerta
percepción de uno mismo puede ponerse a prueba, seguramente, en la
convivencia. Puede ponerse a prueba en nuestra manera de hablar, en
nuestro modo de conducirnos. Observáos a vosotros mismos luego de
terminar esta reunión; observáos cuando estéis en la mesa.
Observad simplemente, sin condenar, sin ninguna identificación, sin
comparación alguna. Observad simplemente, y veréis que ocurre una
cosa extraordinaria. No sólo ponéis término a una actividad que es
inconsciente porque la mayoría de nuestras actividades son
inconscientes- no solamente ponéis término a eso, sino que, además,
percibís los motivos de lo que habéis hecho, sin inquirir, sin
ahondar en ello.
Ahora
bien, cuando estáis alertas veis el proceso total de vuestro pensar
y de vuestra acción; pero esto puede ocurrir tan sólo cuando no hay
condenación alguna. Es decir, cuando yo condeno algo, no lo
comprendo; y éste es un modo de evitar toda comprensión. Creo que
la mayoría de nosotros lo hace adrede; condenamos inmediatamente y
creemos haber comprendido. Si en vez de condenar algo lo
consideramos, nos damos cuenta de lo que es, entonces el contenido de
esa acción, su significado, empieza a revelarse. Experimentad con
esto y lo veréis por vosotros mismos. Daos cuenta simplemente, sin
sentido alguno de justificación; lo cual podría aparecer más bien
negativo, pero no lo es. Por el contrario, tiene la cualidad de la
pasividad, que es acción directa. Esto lo descubriréis si lo ponéis
a prueba.
Después
de todo, si queréis comprender algo debéis estar en estado de ánimo
pasivo, ¿no es así? No podéis continuar pensando en ello,
especulando al respecto, poniéndolo en tela de juicio. Tenéis que
ser lo bastante sensibles para captar su contenido. Es como si
fuerais una placa fotográfica sensible. Si yo deseo comprenderos,
tengo que ser pasivamente perceptivo; entonces empezáis a contarme
vuestra historia. Eso, por cierto, no es cuestión de capacidad ni de
especialización. En ese proceso empezamos a comprendernos a nosotros
mismos; no sólo las capas superficiales de nuestra conciencia, sino
las más profundas, lo cual es mucho más importante; porque es allí
donde están nuestros móviles o intenciones, nuestros ocultos y
confusos deseos, ansiedades, temores, apetitos. Puede que
exteriormente tengamos dominio sobre todo eso, pero en nuestro
interior todo eso está en ebullición. Mientras no lo hayamos
comprendido por completo, mediante una alerta percepción, es
evidente que no puede haber libertad, no puede haber felicidad, ni
hay inteligencia.
¿Es,
pues, la inteligencia cuestión de especialización? ¿Entendemos por
inteligencia la percepción total de nuestro proceso. ¿Y ha de
cultivarse esa inteligencia mediante alguna forma de especialización?
Porque eso es lo que ocurre, ¿verdad? Me escucháis y pensáis
probablemente que soy un especialista; espero que no sea así. El
sacerdote, el médico, el ingeniero, el industrial, el hombre de
negocios, el profesor: nosotros tenemos la mentalidad de todas esas
especialidades. Y creemos que para realizar la más alta forma de
inteligencia que es la verdad, que es Dios, que no puede ser
descrita tenemos que hacernos especialistas. Estudiamos,
buscamos a tientas, investigamos, y, con mentalidad de especialista,
o ateniéndonos al especialista, nos estudiamos a nosotros mismos
para desarrollar una capacidad que ayude a aclarar nuestros
conflictos, nuestras miserias.
De
suerte que nuestro problema si es que de alguna manera nos
damos cuenta de ello consiste en saber si los conflictos, las
miserias y las penas de nuestra existencia diaria pueden ser
resueltos por otra persona; y si no pueden serlo, ¿cómo nos será
posible atacarlos? Es obvio que, para comprender un problema, se
requiere cierta inteligencia; y esa inteligencia no puede derivarse
de la especialización ni cultivarse mediante la especialización.
Ella surge tan sólo cuando nos damos cuenta pasivamente del proceso
total de nuestra conciencia, lo cual consiste en darnos cuenta de
nosotros mismos sin opción, sin escoger entre lo bueno y lo malo.
Cuando estéis pasivamente alertas, en efecto, veréis que como
consecuencia de esa pasividad que no es pereza, que no es
somnolencia sino extrema vigilancia el problema tiene un
sentido completamente distinto; y ello significa que no hay ya
identificación con el problema, y, por lo tanto no hay juicio
alguno; y así el problema empieza a revelar su contenido. Si podéis
hacer eso constantemente, en forma continua, todo problema puede ser
resuelto de manera fundamental, no superficialmente. Y esa es la
dificultad, porque la mayoría de nosotros somos incapaces de estar
pasivamente alertas, dejando que el problema revele su significación
sin que lo interpretemos. No sabemos cómo considerar un problema
desapasionadamente, si es que os agrada emplear esa palabra. Por
desgracia, no somos capaces de hacer eso, porque queremos que el
problema nos brinde un resultado, deseamos una respuesta, buscamos un
fin; o tratamos de interpretar el problema de acuerdo con nuestro
placer o dolor; o ya tenemos la respuesta de cómo habérnoslas con
el problema. Por lo tanto abordamos un problema, que siempre es
nuevo, con una vieja pauta. El reto es siempre lo nuevo, pero nuestra
respuesta es siempre lo viejo; y nuestra dificultad consiste en
enfrentarnos al reto adecuadamente, esto es, plenamente. El es
siempre un problema de interrelación; no existe otro problema. Y
para hacer frente a este problema de interrelación, con sus
exigencias siempre variables, para encararlo como es debido,
adecuadamente, uno tiene que percibir de un modo pasivo; y esa
pasividad no es cuestión de voluntad, de determinación, de
disciplina. El darnos cuenta de que no estamos pasivos, es el
comienzo. En la percepción de que deseamos una respuesta determinada
a un problema dado, está, sin duda, el comienzo; es decir, en
conocernos a nosotros mismos en relación con el problema, viendo
cómo lo encaramos. Entonces, según vamos conociéndonos a nosotros
mismos en relación con el problema cómo respondemos, cuáles
son nuestros diversos prejuicios y exigencias, qué perseguimos, al
hacer frente al problema esta alerta percepción revelará el
proceso de nuestro propio pensar, de nuestra propia naturaleza
interior; y en ello hay liberación.
La
vida es, pues, cuestión de interrelación; y para comprender esa
interrelación, que no es estática, tiene que existir una percepción
que sea flexible, un estado de conciencia alerta y pasiva, no
agresivamente activa. Y, como ya lo he dicho, esa percepción pasiva
no adviene por medio de disciplina o práctica alguna. Consiste
simplemente en darse cuenta, de instante en instante, de nuestro
pensar y sentir, y no sólo cuando estamos despiertos; porque
veremos, a medida que penetremos en ello más a fondo, que empezamos
a soñar, que empezamos a proyectar a lo consciente toda clase de
símbolos, que interpretamos como sueños. Abrimos, pues, la puerta
hacia lo inconsciente, que entonces se convierte en lo conocido; mas
para encontrar lo desconocido, tenemos que continuar más allá de la
puerta. Esa, por cierto, es nuestra dificultad. La realidad no es
algo que pueda ser conocido por la mente, porque la mente es el
resultado de lo conocido, del pasado. La mente, por lo tanto, tiene
que comprenderse a sí misma y su funcionamiento, tiene que
comprender su verdad; y sólo entonces es posible que lo desconocido
sea.
Pregunta: Todas las
religiones han insistido en alguna clase de autodisciplina para
moderar los instintos del bruto en el hombre. Los santos y los
místicos han afirmado haber alcanzado la Divinidad por medio de la
autodisciplina. Ahora bien, Ud. parece dar a entender que tales
disciplinas son un obstáculo para la realización de Dios. Estoy
perplejo. ¿Quién está en lo cierto en este asunto?
Krishnamurti: En
este asunto, ciertamente no se trata de saber quién está en lo
cierto. Lo importante es descubrir por nosotros mismos la verdad al
respecto, no de acuerdo a lo que diga tal o cual santo, o una persona
procedente de la India o de otro lugar, cuanto más exótico mejor.
Examinemos juntos la cuestión.
Vosotros
estáis atrapados entre estas dos cosas: alguien dice “disciplina”,
otro dice “no disciplina”. Ocurre en general que elegís lo más
cómodo, lo más satisfactorio: os gusta la persona, su aspecto, su
personal idiosincrasia, favoritismo y todo lo demás. Descartando,
pues, todo eso, examinemos esta cuestión directamente y descubramos
la verdad a su respecto por nosotros cinismos. Porque esta cuestión
implica muchas cosas, y tenemos que abordarla con mucha cautela y a
modo de ensayo.
Casi
todos deseamos que alguien con autoridad nos diga lo que debemos
hacer. Buscamos directivas para nuestra conducta porque nuestro
instinto es estar a salvo, no sufrir más. Se dice que alguien ha
realizado la felicidad, la suprema dicha, o lo que sea, y esperamos
que él nos diga qué hay que hacer para llegar a ese estado. Eso es
lo que queremos: deseamos esa misma felicidad, esa misma quietud
interior, ese júbilo; y en ese insano mundo de confusión queremos
que alguien nos diga lo que debemos hacer. Ese es, en realidad, el
instinto fundamental de casi todos nosotros; y, conforme a ese
instinto, establecemos nuestra norma de acción. ¿Se alcanza a Dios,
ese algo supremo, innominable y que no puede medirse con palabras se
alcanza eso por medio de la disciplina, siguiendo determinada norma
de acción? Por favor, estamos dilucidando esto juntos: no os
preocupéis de la lluvia por ahora. Si os interesa el tema,
ahondémoslo. Deseamos llegar a una meta determinada, a un fin
establecido, y creemos que con la practica, mediante la disciplina,
reprimiendo o dando rienda suelta, sublimando o substituyendo,
seremos capaces de encontrar lo que buscamos.
¿Qué
hay implícito en la disciplina? ¿Por qué nos disciplinamos, si es
que lo hacemos? Dudo que lo hagamos, ¿pero por qué lo hacemos? No,
seriamente, ¿por qué lo hacemos? ¿Pueden ir juntas la disciplina y
la inteligencia? Investiguemos esto plenamente, y veamos hasta qué
punto si la lluvia nos lo permite podemos ahondar el
tema. Porque casi todos sienten que debemos, mediante alguna clase de
disciplina, subyugar o dominar al bruto, a eso repugnante que hay en
nosotros. ¿Y ese bruto, esa faz repugnante, puede dominarse mediante
la disciplina? ¿Qué entendemos por disciplina? Una línea de acción
que promete una recompensa; una línea de acción que, si la
seguimos, nos dará lo que deseamos, ya sea positivo o negativo. Una
norma de conducta que, si se la pone en práctica de un modo
diligente, asiduo y lleno de ardor, me dará al final lo que yo
deseo. Puede que sea doloroso, pero estoy dispuesto a pasar por ello
para conseguir lo que quiero. Es decir, al “yo”, que es
agresivo, egoísta, hipócrita, impaciente, miedoso, todo lo
que sabéis; a ese “yo” que es la causa del bruto en nosotros, lo
queremos transformar, subyugar, destruir. ¿Y esto, cómo se va a
hacer? ¿Ha de hacerse por medio de la disciplina, o de una
comprensión inteligente del pasado del “yo”, de lo que es el
“yo”, de cómo surge a la existencia, etc.? Es decir,
¿destruiremos al bruto en el hombre por medio de la coacción o por
medio de la inteligencia? ¿Y es la inteligencia cuestión de
disciplina? Olvidemos por ahora lo que han dicho los santos y
todo el resto de la gente; yo no sé si lo han dicho, pues no
soy especialista en santos. Pero ahondemos el asunto por nosotros
mismos, como si por primera vez considerásemos este problema; y
entonces, al final quizá podamos obtener algo creador, no meras
citas de lo que otras personas han dicho, todo lo cual es tan vano e
inútil.
Primero
decimos que en nosotros hay conflicto: lo negro contra lo blanco, la
codicia contra la “no codicia”, y todo lo demás. Yo soy
codicioso, lo cual trae dolor: y para librarme en esa codicia, debo
disciplinarme. Eso es, debo resistir cualquier forma de conflicto que
me cause dolor, conflicto que en este caso llamo codicia. Luego digo
que él es antisocial, inmoral, que no es santo, etc. las
diversas razones de índole social y religiosa que damos para
resistirle. ¿Nuestra codicia se destruye o se elimina por la
coacción? Examinemos, en primer lugar, el proceso que implica la
represión, la compulsión, el eliminar la codicia, el resistirle.
¿Qué ocurre cuando hacéis eso, cuando ofrecéis resistencia a la
codicia? ¿Qué es oso que resiste a la codicia? Esa es la primera
cuestión, ¿no es así? ¿Por qué ofrecéis resistencia a la
codicia, y cuál es el ente que dice “yo debo estar libre de
codicia”? El ente que dice “yo debo estar libre”, es también
codicia, ¿no es así? Porque hasta aquí la codicia le ha traído
ventaja, pero ahora ella resulta penosa, y por lo tanto dice: “debo
librarme de la codicia”. El motivo para librarse de ella continúa
siendo un proceso de codicia, porque él quiere ser algo que no es.
La “no codicia” es ahora provechosa, y por ello busco la “no
codicia”; pero el móvil, la intención, sigue siendo el ser
algo, el ser “no codicioso”, lo cual continúa siendo
codicia, indudablemente. Y ello es asimismo una forma negativa de la
acentuación del “yo”.
Encontramos,
pues, que por diversas razones que son obvias, el ser codicioso causa
dolor. Mientras disfrutamos de ello, mientras vale la pena ser
codicioso, no hay problema. La sociedad nos estimula de diferentes
maneras a ser codiciosos; también nos estimulan de diverso modo las
religiones. Mientras resulta provechoso, mientras no causa dolor,
proseguimos con ello. Pero no bien se vuelve penoso, deseamos
resistirla. Esa resistencia es lo que llamamos “disciplina contra
la codicia”. ¿Pero acaso nos libramos de la codicia por la
resistencia, por la sublimación, por la represión? Cualquier acto
por parte del “yo” con el deseo de librarse de la codicia, sigue
siendo codicia. Es obvio, por lo tanto, que ninguna reacción de mi
parte respecto a la codicia es la solución.
Antes
que nada se necesita una mente serena, una mente no perturbada, para
comprender cualquier cosa, especialmente algo que uno no conoce, algo
en lo que la mente no puede penetrar: eso que el interlocutor dice
que es Dios. Para comprender cualquier cosa, cualquier problema
intrincado de la vida o de la interrelación, cualquier
problema, en realidad la mente necesita cierta serena
profundidad. ¿Y a esa serena profundidad se llega por alguna forma
de coacción? La mente superficial puede forzarse, hacerse serena;
pero, sin duda, esa serenidad es la quietud de la decadencia, de la
muerte. No es capaz de adaptabilidad, de flexibilidad, de
sensibilidad. La resistencia, pues, no es el camino.
Ahora
bien, para ver eso se requiere inteligencia, ¿no es así? Comprender
que la mente se embota con la coacción, es ya el principio de la
inteligencia ¿verdad? Lo es el ver que la disciplina es mera
conformidad a una norma de acción, por obra del temor. Porque eso es
lo que está implícito en el hecho de disciplinarnos a nosotros
mismos: tememos no conseguir lo que deseamos. ¿Y qué ocurre cuando
disciplináis la mente, cuando disciplináis vuestro ser? No hay duda
¿verdad?- de que él se torna muy duro, inflexible, falto de
agilidad, inadaptable. ¿No conocéis personas que se han
disciplinado, si es que tales personas existen? El resultado,
evidentemente, es un proceso de decadencia. Hay un conflicto interior
que uno echa a un lado, que uno oculta: pero siempre está ahí,
candente.
Vemos
pues que la disciplina, que es resistencia, crea un hábito, y el
hábito evidentemente, no puede ser productor de inteligencia: el
hábito jamás lo es, la práctica jamás lo es. Podéis ser muy
hábiles con los dedos practicando en el piano todo el día, haciendo
algo con las manos; pero se requiere inteligencia para dirigir las
manos, y ahora estamos investigando esa inteligencia.
Si
veis a alguien que consideráis feliz o que creéis ha realizado, y
él hace ciertas cosas, vosotros, deseando esa felicidad, lo imitáis.
Esa imitación se llama disciplina, ¿no es así? Imitamos a fin de
recibir lo que otro tiene; copiamos a fin de ser felices, como nos
figuramos que él es. ¿La felicidad se encuentra por medio de la
disciplina? Y poniendo en práctica cierta regla practicando cierta
disciplina, una norma de conducta, ¿sois libres alguna vez? Para
descubrir, tiene sin duda que haber libertad, ¿no es así? Si habéis
de descubrir algo, debéis ser interiormente libres, lo cual es
obvio. ¿Acaso sois libres dirigiendo vuestra mente de un modo
determinado, cosa que llamáis disciplina? No lo sois, evidentemente.
Sois una simple máquina de repetir; resistís de acuerdo a cierta
conclusión, a cierto modo de conducta. La libertad, pues, no puede
llegar por medio de la disciplina. La libertad sólo puede surgir con
la inteligencia; y esa inteligencia se despierta o tenéis esa
inteligencia, tan pronto veis que cualquier forma de coacción niega
la libertad, interior o externa.
De
modo que el primer requisito no se trata de disciplina es
evidentemente la libertad; y sólo la virtud brinda esa libertad. La
codicia es confusión; la ira es confusión; la amargura es
confusión. Cuando eso lo veis, es obvio que ya estáis libres
de tales, cosas. No es que vayáis a resistirles; veis que
solo siendo libres podéis descubrir, que ninguna forma de coacción
es libertad, y que así no hay descubrimientos. Lo que la virtud
hace, por cierto, es daros libertad. La persona que no es virtuosa
está confundida; ¿y cómo podéis descubrir cosa alguna en medio de
la confusión? ¿Cómo lo podréis? La virtud no es, pues, el
producto final de una disciplina; la virtud, es libertad, y la
libertad no puede surgir mediante acción alguna que no sea virtuosa,
que no sea verdadera en sí misma. Nuestra dificultad consiste en que
la mayoría de nosotros hemos leído tanto, hemos seguido
superficialmente tantas disciplinas: levantarnos todas las mañanas a
cierta hora, sentarnos en cierta postura, tratando de sujetar la
mente de cierta manera. Ya lo sabéis: práctica, práctica,
disciplina. Porque se os ha dicho que si hacéis esas cosas llegaréis
a la meta; si hacéis esas cosas durante un cierto número de anos,
al final tendréis a Dios. Puede que yo lo exprese con crudeza, pero
esa es la base de nuestro pensar. Pero Dios, a buen seguro, no llega
con tanta facilidad. Dios no es artículo negociable: yo hago esto y
tú me das aquello.
La
mayoría de nosotros está tan condicionado por influencias externas,
por doctrinas religiosas por creencias y por nuestra propia exigencia
íntima de llegar a algo, de ganar algo, que es muy difícil para
nosotros pensar de un modo nuevo sobre este problema, sin hacerlo en
términos de disciplina. Así, pues, primero debemos ver muy
claramente lo que implica la disciplina, cómo reduce la mente, cómo
la limita, cómo la obliga a una acción determinada por obra de
nuestro deseo, de las influencias y de todo lo demás. Y no es
posible que una mente condicionada sea libre, por “virtuoso” que
sea ese “condicionamiento”: y ella, por lo tanto, no puede
comprender la realidad. Y Dios, la realidad, o como os plazca
llamarla el nombre no importa sólo puede manifestarse
cuando hay libertad, y no hay libertad donde hay coacción, positiva
o negativa, por causa del temor. No hay libertad si buscáis un fin,
porque ese fin os ata. Puede que estéis libres del pasado, pero el
futuro os retiene; y eso no es libertad. Y sólo en la libertad puede
uno descubrir algo: una nueva idea, un sentimiento nuevo, una nueva
percepción. Y toda formable disciplina basada en la coacción, niega
esa libertad, ya sea política o religiosa. Y puesto que la
disciplina que es adaptación a una acción con un fin en
vista ata la mente, ésta nunca puede ser libre. Sólo puede
funcionar dentro de esa ranura, a semejanza de un disco de fonógrafo.
De
suerte que por la práctica, por el hábito, por el cultivo de un
dechado, la mente sólo logra lo que tiene en vista. No es libre, por
lo tanto; no puede realizar aquello que es inconmensurable. El darse
cuenta de ese proceso total, de por qué os disciplináis
constantemente de acuerdo con la opinión pública con ciertos santos
(es cosa bien sabida eso de adaptarse a la opinión, ya sea la de un
santo o la del vecino, que lo mismo da); el darse cuenta de toda esa
conformidad por medio de la práctica, de los modos sutiles de
someteros, de negar, de afirmar, de reprimir, de sublimar, todo lo
cual implica adaptación a un modelo: el darse cuenta de todo eso es
ya el principio de la libertad, de la cual surge la virtud. La
virtud, por cierto, no es el cultivo de una idea en particular. La
“no codicia”, por ejemplo, si se la persigue como un fin, ya no
es virtud, ¿verdad? En otras palabras: ¿sois virtuosos si tenéis
conciencia de no ser codiciosos? Y, sin embargo, eso es lo que
hacemos por medio de la disciplina.
De
modo que la disciplina, la conformidad, la práctica no hacen más
que acentuar la. autoconciencia de ser algo. La mente
practica la “no codicia”, y, por tanto, no está libre de su
propia conciencia de ser “no codiciosa”; ella no es pues, en
realidad, “no codiciosa”. Lo que ha hecho es ponerse un nuevo
manto, que denomina “no codicia”. Podemos ver el proceso total de
todo esto: la “motivación”, el deseo de un resultado, la
adaptación a un modelo, el deseo de seguridad siguiendo una norma;
todo eso no es más que el movimiento de lo conocido a lo conocido,
siempre dentro de los limites del proceso por el que la mente se
aprisiona a sí misma. El ver todo eso, el percibirlo, es el
principio de la inteligencia; y la inteligencia no es en si virtuosa
ni “no virtuosa”; no se la puede acomodar dentro de un molde en
calidad de virtud o de “no virtud”. La inteligencia trae
libertad, que no es libertinaje ni desorden. Sin esa inteligencia no
puede haber virtud; y la virtud da libertad, y en la libertad surge
la realidad. Si veis todo el proceso integralmente, en su totalidad,
descubriréis que no hay conflicto. Es por que estamos en conflicto,
y porque deseamos escapar a ese conflicto, por lo que recurrimos a
diversas formas de disciplinas, abnegaciones y ajustes. Mas cuando
vemos lo que es el proceso del conflicto, ya no hay problema de
disciplina porque entonces comprendemos de instante en instante las
modalidades del conflicto. Eso requiere estar muy alerta, vigilándose
sin cesar; y lo curioso de ello es que, aunque no os vigiléis de
continuo, interiormente continúa un proceso de registro, una vez que
la intención existe. La sensibilidad la sensibilidad interior
registra toda impresión a cada instante, de modo que lo interno
proyectará esas impresiones en el momento en que estemos serenos.
Nuevamente:
no se trata de disciplina. La sensibilidad jamás puede manifestarse
por la fuerza. Podéis obligar a un niño a hacer algo, sentarlo en
un rincón, y puede que él esté quieto; pero en su fuero íntimo
estará furioso, mirando por la ventana, haciendo algo para
escaparse. Eso es lo que seguimos haciendo. De suerte que el problema
de la disciplina, y el de decidir quién está en lo cierto y quién
está equivocado, sólo uno mismo puede resolverlo. Porque en esto se
halla involucrado mucho más de lo que acabo de decir.
Observad
que tememos equivocarnos porque deseamos tener éxito. El temor está
en lo profundo del deseo de ser disciplinado; pero lo desconocido no
puede apresarse en la red de la disciplina. Todo lo contrario. Lo
desconocido requiere libertad, no el molde de vuestra mente. Por eso
es que la tranquilidad de la mente es esencial. Cuando la mente es
consciente de que está tranquila, deja de estarlo; cuando es
consciente de ser “no codiciosa “de que está libre de codicia,
se reconoce a sí misma en su nuevo atavío de “no codicia”; pero
eso no es quietud. Por tal motivo debe uno también comprender el
problema que implica este asunto de la persona que controla y aquello
que es controlado. No son, por cierto, fenómenos separados, sino un
fenómeno conjunto: el controlador y lo controlado son uno solo. Es
un engaño creer que son dos procesos diferentes. Pero esto lo
discutiremos en otra oportunidad.
Pregunta: ¿Cómo
podemos domar el tigre que hay en nosotros y en nuestros hijos, si no
tenemos la pauta de una causa y de un claro propósito, mantenida por
una práctica vigorosa?
Krishnamurti: Esto
significa que conocéis vuestro propósito, y también que conocéis
la causa. ¿No es así? ¿Conocéis el propósito? ¿Conocéis acaso
el propósito de la vida, el objetivo de la vida, y el modo de
lograrlo? ¿Es por eso que habéis de seguir una vigorosa línea de
acción apoyada en la disciplina en la práctica, para alcanzar lo
que queréis? ¿No resulta muy difícil descubrir lo que deseáis, el
propósito que tenéis en vista? Los partidos políticos pueden tener
un propósito, pero, aún así, ellos encuentran sumamente difícil
mantenerlo. ¿Podéis en verdad decir “yo conozco el propósito”?
¿Y existe algo que pueda llamarse propósito? Observad que esto hay
que pensarlo detenidamente; y no es que yo arroje duda sobre vuestros
propósitos. Es preciso que lo comprendamos. Hay un período de
nuestra vida en que tenemos un propósito: ser conductor de
locomotora o de tranvía, bombero, esto o aquello; luego llegamos a
tener un objetivo diferente. Cuando entramos en años, así mismo,
perseguimos un propósito distinto. El propósito varía
continuamente ¿no es así? según sean nuestros dolores
y placeres. Podréis tener por propósito el de ser muy ricos, muy
poderosos, pero eso, sin duda, no es por el momento lo que aquí
estamos dilucidando. El hombre ambicioso puede tener un propósito,
pero él es antisocial; nunca podrá encontrar la realidad. Hombre
ambicioso es simplemente el que se proyecta a sí mismo en el futuro
y desea ser algo, espiritual o secularmente. Es obvio que tal hombre
no es capaz de descubrir la realidad, porque a su mente solo le
interesa el triunfo, el logro, el convertirse en algo. El se interesa
en sí mismo en relación con lo que desea. Pero la mayoría de
nosotros, aunque seamos algo ambiciosos deseamos un poco más
de dinero, un poco más de amistad, de amor, de belleza, un poco más
de esto y de aquello, muchas cosas, en suma ¿sabemos acaso lo
que deseamos al final de cuentas, no por efecto de pasajeros
caprichos? La mayoría de la gente religiosa dice que sí, que lo
sabe: ellos desean la realidad, desean a Dios, desean lo supremo. Mas
para desear lo supremo, necesitéis saber qué es; puede que sea
completamente distinto de lo que imagináis, y, probablemente, lo es.
No podréis, por lo tanto, desear eso. Si lo deseáis, ello es otra
forma de ambición, otra forma de seguridad. No es por consiguiente
la realidad lo que deseáis. Así, pues, cuando preguntáis: “¿Cómo
podemos domar el tigre que hay en nosotros y en nuestros hijos, si no
tenemos la pauta de una causa y de un claro propósito, mantenida por
la práctica?”, queréis preguntar ¿no es así? cómo
podemos mantener la convivencia con el prójimo y no ser
antisociales, egoístas, no estar atados por nuestros prejuicios,
etc. Para domar el tigre, necesitamos primero saber de qué clase de
animal se trata, no simplemente darle un nombre y tratar de domarlo.
Tenéis que saber de qué está hecho. De suerte que, si le llamáis
tigre, eso basta para que sea tigre, ya que tenéis la imagen, la
idea, de lo que es el tigre, de lo que es la codicia: pero si no le
dais nombre, sino que lo observáis, entonces a no dudarlo, tiene él
una significación por completo diferente. No sé si estéis
siguiendo todo esto. Discutiremos el mismo problema en varias
oportunidades, porque el problema es uno solo, planteado de
diferentes maneras.
Así,
pues, sin llamarle “tigre”, sin decir “tengo un propósito y
para realizarlo ha de haber disciplina”, investiguemos el proceso
en su totalidad. No lo abordéis con una conclusión; porque, como ya
he dicho, el problema siempre es nuevo, y se requiere una mente nueva
para observarlo, una mente que no verbalice, lo cual es sumamente
difícil. Porque sólo podemos pensar en términos verbales: nuestro
pensamiento es palabra. Tratad de pensar sin palabras, y
veréis cuán difícil es.
Así,
pues, el punto que disentimos es como domar el tigre en nosotros y en
nuestros hijos si somos padres sin disciplina. Para domar
algo, necesitáis comprenderlo, conocerlo. Basta que no conozcáis
una cosa para que ella os asuste. Decís “Siento que en mí existe
un conflicto, un deseo opuesto que llamo tigre; ¿y a eso cómo se lo
doma, cómo se lo calma?”. Solamente comprendiéndolo; y sólo
puedo comprenderlo cuando lo observo. No puedo observarlo si lo
condeno, o si le doy un nombre, o si lo justifico, o si me identifico
con ello. Sólo puedo comprenderlo cuando pasivamente lo percibo como
es ; y no hay percepción pasiva mientras lo condene. De modo
que el problema está en comprenderlo, no en darle un nombre. Tengo
que comprender por que condeno. Por que es mucho más fácil
¿verdad? empezar por condenar algo. Es uno de los medios
par a librarse de ello, para alejarlo; se le llama alemán, japonés,
hindú, cristiano, comunista, o Dios sabe qué otra cosa, y se le
rechaza. Y nos figuramos que al darle nombre lo hemos comprendido. De
modo que el nombre, el nombrar, impide la comprensión. Eso es un
hecho.
Asimismo,
el juzgar impide la comprensión, porque miramos una cosa teniendo ya
una preferencia, un prejuicio, un deseo, una exigencia. Observamos
una cosa porque de ella deseamos un resultado. Tenemos un propósito:
deseamos domarla, dominarla, para que sea una cosa distinta. Tan
pronto veis eso, por cierto, vuestra mente está pasivamente quieta,
observando la cosa. Al “tigre” de antes ya no le llama tigre. La
cosa carece de nombre, y, por lo tanto, vuestra relación con ella es
directa, no a través de las palabras. Es porque no tenemos relación
directa con ella, que el temor existe. No bien os relacionáis con
alguna cosa, no bien experimentáis algo de un modo directo,
inmediato y pleno, ya no hay temor, ¿no es así? De modo que habéis
eliminado la causa del temor, y, por consiguiente, sois capaces de
comprenderla, lo cual os permite disolverla. Aquello que habéis
comprendido, está resuelto; lo que no ha sido comprendido continúa
siendo un problema. Esto es un hecho. Y nuestra dificultad está en
ver siempre lo que es, sin interpretación alguna; porque la función
de la mente es comunicar, almacenar, traducir, conforme a sus
fantasías y deseos, no comprender. Para comprender, ninguna de esas
cosas debe ocurrir. Para comprender tiene que haber quietud; y una
mente que esté ocupada juzgando, condenando, traduciendo, no es una
mente quieta.
Pregunta: Yo no puedo
dominar mis pensamientos. ¿Debo dominarlos? ¿No significa esto
selección? ¿Y cómo puedo yo confiar en mi juicio, a menos que
tenga una norma basada en las enseñanzas de los Grandes Seres?
Krishnamurti:
Bueno, para comprender cómo dominar vuestros pensamientos, tenéis
que saber primero qué son vuestros pensamientos, ¿no es así? ¿no
es ese el problema? Decís: “no puedo dominar mis pensamientos”.
Para descubrir por qué no podéis dominar vuestros pensamientos,
tenéis que daros cuenta de lo que es el pensar, ¿verdad? ¿Qué es
pensar? ¿Quién es el pensador? El problema es ese, ciertamente.
¿Quién es el pensador? ¿Son los pensamientos diferentes del
pensador? Luego surge para el pensador el problema de dominar sus
pensamientos. Si el pensador y el pensamiento son un solo proceso, no
dos procesos separados, entonces no surge el problema de que el
pensador controle su pensamiento. ¿Existe pensador sin pensamiento?
Si no hay pensamiento, ¿existe el pensador? El pensador, es, pues
inexistente aparte del pensamiento: sólo tenemos pensamiento. Los
pensamientos han creado al pensador, para adquirir permanencia,
seguridad, y todo lo demás, dice entonces: “Yo soy distinto de los
pensamientos, que deben ser controlados”. De suerte que mientras no
resolváis este problema, mientras no tengáis una vivencia directa
del problema que consiste en saber si el pensador es distinto del
pensamiento, el problema del control existirá; pero en cuanto veis
que el pensador es el pensamiento, tan pronto lo experimentáis
directamente, entonces vuestro problema es completamente distinto.
Ahora
la pregunta siguiente es esta: cuando controláis los pensamientos
una serie de ellos opuesta a otra hay selección.
Escogéis ciertos pensamientos y deseáis concentraros en ésos y no
en otros. ¿Por qué? Lo que nos interesa es el pensar, no una serie
de pensamientos. Si decís: “prefiero este pensamiento a aquél”,
surge entonces la opción; ¿pero por qué preferís? ¿Y qué
cosa es ésa, capaz de preferir? Señores, esto no es muy complicado;
esto no es metafísica ni palabras mayores; miradlo, simplemente, y
veréis la dificultad. Primero tenemos que ver la dificultad antes de
poder resolverla. Cuando escogéis, ¿quién es el que escoge? Y si
el que escoge tiene una norma conforme a las enseñanzas de los
Grandes Seres, según se afirma en la pregunta, entonces el escogedor
cobra mucha importancia, ¿no es así? Porque, si escoge de acuerdo
con las normas de los Instructores, entonces él cultiva, acentúa al
escogedor. ¿No es eso?
Señor,
presentemos el problema un poco más sencillamente. Mis pensamientos
vagan por doquiera. Deseo pensar tranquilamente en un tema
determinado, pero mis pensamientos huyen en distintas direcciones.
Ahora bien, ¿por qué huyen? Porque mis pensamientos están
interesados también en otras cosas, no sólo en esa cosa particular.
Eso es un hecho, ¿verdad? De otro modo no se desviarían. Mi mente
ahora no se desvía porque estoy interesado en el tema que estoy
tratando. No es cuestión de esfuerzo, ni de disciplina, ni de
control; ninguna otra cosa me interesa.
De
suerte que debemos descubrir el significado de cada interés, y no
excluir otros intereses en beneficio de uno. Si puedo descubrir el
significado de cada interés, y su valor, entonces mi mente no se
desviará. ¿No es eso? Pero sí se desviará si me opongo a los
diversos intereses y trato de concentrarme en uno sólo. Digo pues,
“está bien, que divague”. Observo todos los intereses que
surgen, uno tras otro, de modo que mi mente se hace flexible al
seguir el giro total del interés, sin reducirse por obra de un
interés específico. ¿Qué ocurre, entonces? Veo que mi mente es
sólo un haz de intereses que se oponen a otros intereses; opta por
poner énfasis en un interés y excluir todos los demás.
Cuando
la mente reconoce que es un haz de intereses, entonces todo interés
cobra significación; y, por lo tanto, no hay exclusión. No se trata
ya de escoger; y la mente, por tal causa, empieza a comprender el
proceso íntegro, total, de sí misma. Pero si tenéis una norma de
selección de acuerdo con los Grandes Seres, según la cual tratáis
de vivir, ¿qué ocurre, entonces? Acentuáis al pensador, al
escogedor, ¿no es cierto? Ello es obvio. Ahora bien, ¿Quién es el
que opta? ¿Y es él distinto de la opción? Como ya lo he dicho, no
hay pensador aparte del pensamiento; y es una treta de la mente la de
dividirse a sí misma en pensamiento y pensador. Cuando esto lo
comprendamos realmente, cuando veamos su verdadero significado,
cuando lo experimentemos no cuando lo afirmemos verbalmente,
porque entonces no tiene sentido veremos operase en nosotros
una completa transformación. Entonces no haremos nunca esta
pregunta. La norma de los Grandes Instructores, las enseñanzas de
los Grandes Seres, o lo que sea vosotros sois el resultado de
todo eso, ¿no es así? Sois el resultado del proceso íntegro,
total, del hombre, no sólo de América sino de todo el mundo. Y
vosotros no sois distintos de la norma. Sois la norma y es una
treta de la mente el dividirse a sí misma de continuo.
Como
veis que todo es transitorio, que nada es permanente, deseáis tener
la sensación de que al menos existe la permanencia del “yo”.
Decís “yo soy diferente”. En esa acción separatista de la mente
hay conflicto: ella crea un aislamiento para sí y entonces
dice: “Yo soy diferente de mi pensamiento. Debo dominar mi
pensamiento. ¿Cómo he de dominarlo?”. Semejante pregunta no es
válida. Si lo examináis, veréis que sois un haz de intereses, un
manojo de pensamientos; y escoger un pensamiento y descartar los
otros, escoger un interés y rechazar otro, es continuar con la treta
de separaros a vosotros mismos del pensamiento. Mientras que si
reconocéis que la mente es interés, que la mente es
pensamiento, que no existe un pensador y un pensamiento, entonces
abordaréis el problema en una forma enteramente nueva. Veréis
entonces que no existe conflicto entre el pensador y el pensamiento;
entonces todo interés tiene significación, y es tratado,
considerado y resuelto plena y completamente. Entonces no existe el
problema de un interés central, fuera del cual hay distracción.
Julio
30 de 1949.
VI
En
la mañana de hoy quisiera dilucidar qué es la verdadera religión.
Mas para descubrir lo que ella es, debemos primero examinar nuestra
vida y no sobreponerle algo que creemos espiritual, romántico,
sentimental. Examinemos, pues, nuestra vida para saber qué
entendemos por religión, y si hay algún modo de descubrir qué es
la verdadera religión.
En
primer lugar, la vida de la mayoría de nosotros está llena de
conflictos; estamos sumidos en el dolor, en el sufrimiento. Nuestra
vida es aburrida, vacía; la muerte nos espera, y hay explicaciones a
granel. La vida es principalmente una repetición constante de cosas
habituales. Considerada en su totalidad, es penosa y cansada, pesada
y dolorosa; y esa es la suerte que corre la mayoría de nosotros.
Para escapar a eso recurrimos a las creencias, a los rituales, al
saber, a las distracciones, a la política, a la actividad: nos
acogemos gustosos a cualquier medio de evitar nuestra diaria rutina,
tediosa y pesada. Estos escapes, ya sean políticos o religiosos,
tienen por su propia naturaleza que volverse igualmente causadores,
rutinarios, habituales. Nos movemos de una sensación a otra; y toda
sensación termina por ser tediosa, aburrida. Como nuestra vida es
principalmente una reacción de nuestros centros físicos, y como
ello causa perturbación y dolor, tratamos de huir hacia lo que
llamamos religión, hacia el reino del espíritu.
Ahora
bien, mientras busquemos la sensación en alguna forma, ésta ha de
conducir eventualmente al fastidio; porque uno se harta, se cansa de
ello, lo cual es asimismo un hecho evidente. Mientras más
sensaciones experimentáis, más fatigosas se vuelven ellas al final;
más tediosas, más habituales. ¿Y acaso la religión es cosa de
sensación? Por religión entendemos la búsqueda de la realidad, el
descubrimiento, la comprensión o vivencia de lo supremo. ¿Es todo
eso asunto de sensación, de sentimiento, de simpatía? Para la
mayoría de nosotros, la religión es una serie de creencias, dogmas,
rituales, una constante repetición de fórmulas organizadas, etc. Si
examináis esas cosas, creéis que ellas también son resultado del
deseo de sensación. Concurrís a iglesias, a templos o a mezquitas,
repetís ciertas frases y os entregáis a ciertas ceremonias. Todas
ellas son estímulos, os producen cierta clase de sensación: y
vosotros, al sentiros satisfechos con esa sensación. Le dais un
nombre altisonante, no obstante lo cual ella es esencialmente
sensación. Sois prisioneros de la sensación, os agradan las
impresiones, la emoción de ser buenos, la repetición de ciertas
plegarias, etc. Pero si esto re analiza de un modo profundo e
inteligente, descúbrese que en el fondo esas cosas son mera
sensación; y aunque varíen en la forma de expresarse y os den una
impresión de novedad, ellas son esencialmente sensación, y, por lo
tanto; al final de cuentas, resultan pesadas, tediosas, creadoras de
hábito.
Así,
pues, la religión no es evidentemente ceremonia. La religión no es
dogma. La religión no es la continuación de ciertos principios o
creencias inculcadas desde la niñez. Que creáis en Dios o no creáis
en Dios, ello no os convierte en personas religiosas. La creencia,
por cierto, no os torna religiosos. El hombre que lanza una bomba
atómica y destruye en pocos minutos a miles y miles de personas,
puede que crea en Dios; y ni el que lleva una vida estúpida y
también cree en Dios, ni la persona que no cree en Dios, son sin
duda personas religiosas. El creer o el no creer, nada tiene que ver
con la búsqueda de la realidad o con el descubrimiento y vivencia de
esa realidad, lo cual es religión. La vivencia de la realidad es
religión ¿y esa vivencia no se alcanza mediante ninguna creencia
organizada, ninguna iglesia, ningún conocimiento, sea de Oriente o
de Occidente. Religión es la capacidad de experimentar directamente
aquello que es inconmensurable, que no puede expresarse en palabras;
pero eso no puede experimentarse mientras huyamos de la vida, de esa
vida que hemos convertido en algo tan torpe, tan vacío, tan
rutinario. La vida, que es interrelación, ha llegado a ser cuestión
de rutina porque en lo íntimo no hay intensidad creadora, porque
interiormente somos pobres; y es por eso que exteriormente tratamos
de llenar ese vacío con creencias, con diversiones y conocimientos,
con diversas formas de excitación.
Ese
vacío, esa pobreza interior, sólo podrá cesar cuando dejemos de
escaparnos; y dejamos de escaparnos cuando ya no buscamos sensación.
Entonces podemos enfrentar ese vacío. Ese vacío no es distinto de
nosotros: somos ese vacío. Como lo dilucidábamos ayer, el
pensamiento no es distinto del pensador. El vacío no es distinto del
observador que siente dicho vacío. El observador y lo observado son
un fenómeno conjunto. Y cuando eso lo experimentéis directamente,
encontraréis que esa cosa que habéis temido como vacío y que
os hace buscar escapatorias en diversas formas de sensación, la
religión, inclusive cesa; y podéis hacerle frente y ser
ese vacío. No habiendo comprendido lo que significan y cómo han
surgido los escapes, y dado que no los hemos examinado ni ahondado
plenamente, ellos han llegado a ser mucho más importantes, más
significativos, que aquello que es. Los escapes nos han
condicionado; y, por haber escapado, no somos creadores en nosotros
mismos. Hay “creatividad” en nosotros cuando experimentamos la
realidad constantemente pero no de un modo continuo; porque hay una
diferencia entre la continuidad y el experimentar de instante en
instante. Lo que continúa decae. Aquello que se experimenta de
instante en instante, ni muere ni decae. Si podemos experimentar algo
de instante en instante, ello tiene vitalidad, posee vida; si podemos
enfrentar la vida en todo momento de un modo nuevo, en ello hay
“creatividad”. Pero tener una experiencia cuya continuidad
deseáis, es algo en que hay decadencia.
Muchas
personas que han tenido alguna clase de experiencia placentera,
quieren que esa experiencia continúe. Vuelven pues, a ella, la
reviven, la buscan, la añoran y son infelices porque ella no
continúa; y así se produce un constante proceso de decadencia. Por
el contrario, si hay vivencia de instante en instante, hay
renovación. Esa es la renovación creadora; y no podéis tener esa
renovación, ese impulso creador, si vuestra mente se ocupa en
escapar y se ve atrapada en todas esas cosas que damos por sabidas.
Por eso tenemos que examinar de nuevo todos los valores que hemos ido
acumulando: y uno de los principales valores de nuestra vida es la
religión, la cual se halla muy organizada. Pertenecemos a una u otra
de las varias religiones, sectas, sociedades o grupos organizados,
porque ello nos da cierto sentido de seguridad. El estar
identificados con la organización más vasta, o con la más pequeña,
o con la más exclusiva, nos brinda satisfacción. Sólo cuando
seamos capaces de reexaminar todas esas influencias que nos
condicionan, que nos ayudan a huir de nuestro fastidio, de nuestra
vacuidad, de nuestra falta de responsabilidad creadora y de júbilo
creador; sólo cuando las hayamos examinado y estemos de vuelta
después de desecharlas y de haber encarado lo que es sólo
entonces, sin duda, seremos capaces de penetrar realmente en la
totalidad del problema de lo que es la verdad. Porque, al hacer esto,
hay una posibilidad de conocimiento propio. Todo el proceso es
conocimiento propio: y sólo cuando existe el conocimiento de ese
proceso, hay una posibilidad de pensar, sentir y actuar rectamente.
No podemos practicar el recto pensar a fin de librarnos del
proceso del pensamiento; para ser libre, uno debe conocerse a sí
mismo. El conocimiento propio es el principio de la sabiduría; y sin
conocimiento propio no puede haber sabiduría. Puede haber
conocimiento, sensación; pero la sensación es tediosa y pesada,
mientras que la sabiduría, que es eterna, nunca decae ni puede tener
fin.
Pregunta: Yo hallo que
por medio del esfuerzo puedo concentrarme. Puedo desechar o suprimir
pensamientos que me vienen a la mente sin que los llame. Yo no veo
que la represión sea un obstáculo a mi bienestar. Por supuesto, yo
sueño; pero puedo interpretar los sueños y resolver el conflicto.
Un amigo me dice que me estoy volviendo presuntuoso. ¿Cree Ud. que
él pueda estar en lo cierto? (Risas).
Krishnamurti:
Comprendamos primero lo que entendemos por esfuerzo y por
concentración. ¿Comprendemos algo mediante el esfuerzo? El esfuerzo
es ejercicio de la voluntad, acción de la voluntad. Lo cual es
deseo. Ejercitando la voluntad para comprender, esto es, haciendo
deliberadamente un esfuerzo, ¿comprendemos acaso? ¿O es la
comprensión, algo enteramente distinto, que no llega por medio del
esfuerzo sino de una alerta pasividad? Y esta no es acción de la
voluntad. ¿Cuándo es que comprendéis? ¿Lo habéis investigado
alguna vez? ¿Cuándo comprendéis? No cuando estáis batallando con
algo, con algún objeto que queréis comprender. Ciertamente,
no hay comprensión cuando estáis de continuo escudriñando,
inquiriendo, desmenuzando analizando; en eso no hay comprensión.
Sólo cuando la mente está pasivamente perceptiva y alerta, es
decir, en contacto directo con algo, viviéndolo, existe por cierto
la posibilidad de comprender. Es claro que para algunos de vosotros
lo que estoy diciendo puede ser nuevo o resultar chocante; pero
experimentad con ello, no lo rechacéis de plano.
¿Hay
acaso comprensión cuando estamos en lucha, en conflicto, los unos
con los otros? Sólo cuando vosotros y yo nos sentamos
tranquilamente, cuando discutimos y tratamos de descubrir, existe una
posibilidad de comprensión. Es obvio, por lo tanto, que el esfuerzo
resulta perjudicial a la comprensión. Es decir, podéis tener un
problema, ahondar en él, preocuparos por él, desmenuzarlo y
observarlo desde distintos ángulos. En ese proceso no hay
comprensión. Sólo cuando la mente se desentiende del problema,
cuando deja que él se desvanezca; sólo cuando la mente se aquieta
con relación al problema, hay comprensión del mismo. Pero que el
conflicto, el análisis, sea necesariamente un paso hacia la
comprensión, es un asunto muy diferente en el que no entraremos por
ahora.
Luego
está la concentración. ¿Qué entendéis por concentración? Fijar
la mente en un objeto determinado excluyendo otros intereses, ¿no es
así? Eso es lo que entendemos por concentración: fijar la mente en
una idea, en una imagen, en un interés, y excluir todos los demás
intereses, lo cual es una forma de represión. Y el autor de la
pregunta dice que ello no le hace daño alguno; que aunque él tiene
sueños, puede fácilmente interpretarlos y desecharlos.
Ahora
bien ¿qué papel desempeña esa concentración? “Qué logra la
exclusión? ¿Cuál es el resultado de la exclusión? Ella trae
conflicto, evidentemente. ¿No es así? Yo puedo tener capacidad para
concentrarme en una cosa y excluir otras; pero las otras están ahí
todavía, deseando entrar. Por lo tanto, hay un conflicto en
progreso; que yo sea o no consiente de él, no viene al caso. Lo
cierto es que hay conflicto. Y mientras continúe ese
conflicto, no habrá ciertamente comprensión. Tal vez yo pueda
concentrarme; pero mientras haya conflicto dentro de mí entre lo que
atrae mi atención y lo que yo excluyo mientras en mí haya
conflicto, éste ha de tener un efecto perjudicial. Porque la
represión de cualquier clase tiene que lacerarme psicológicamente,
ocasionándome una dolencia física o un desequilibrio mental. Lo que
se reprime tiene finalmente que salir a luz, y una manera de que ello
ocurra es por medio de los sueños. El autor de la pregunta dice que
puede interpretar sus sueños, y de ese modo librarse de ellos.
Aparentemente, él se siente satisfecho con esto, y quiere saber si
es presuntuoso. Mientras estéis satisfechos con el resultado, tenéis
evidentemente que ser presuntuosos. La mayoría de nosotros detesta
caer en el descontento: y estando interiormente disgustados, como a
casi todos nos ocurre, encontramos medios y maneras de encubrir ese
descontento, eso que nos quema. Y uno de los escapes, uno de los
mejores medios de encubrirlo, es aprender la concentración, de modo
que podáis ocultar con éxito nuestro descontento. Entonces podéis
fijar vuestra mente en un interés, y seguirlo, y creer que por fin
habéis vencido, canalizado vuestro descontento. Pero el descontento,
sin duda, no puede ser canalizado por la mente, ya que ésta por su
propia naturaleza, es descontento. Por eso la mera
concentración, que es exclusión, no nos trae liberación del
descontento, es decir, comprensión del mismo. La concentración, que
es un proceso de exclusión, no trae comprensión: pero, como lo
explicaba ayer, si seguís cada interés a medida que surge, si
ahondéis en él, si lo examináis, si lo comprendéis entonces
existe la posibilidad de llegar a una clase distinta de atención,
que no es exclusión. Luego dilucidaremos esto con motivo de otra
pregunta.
Pregunta: ¿Cómo
podremos alguna vez empezar de nuevo, según Ud. lo insinúa
constantemente, si la copa de nuestra experiencia está siempre
manchada? ¿Cómo podremos olvidar realmente lo que somos? ¿Tendría
Ud. la bondad de explicar qué significa el olvido de uno mismo?
¿Cómo puedo yo arrojar esa copa que soy?
Krishnamurti: La
renovación es posible solamente si no hay continuidad. Lo que
continúa no tiene posibilidad de renovarse: lo que termina sí tiene
posibilidad de renovación. Aquello que muere tiene posibilidad de
renacer. Y, cuando decís que sois permanentemente impuros (lo cual
es un simple aserto verbal), entones no hay duda de que sólo
continuáis. Cuando decís que sois permanentemente impuros,
¿se trata de un hecho? ¿Y cómo es posible olvidar lo que somos? No
lo podemos. Lo que sí podemos es examinar lo que somos: podemos
darnos cuenta, sin justificación ni identificación, de lo que
somos. Daos cuenta de ello, y veréis que se opera una
transformación. Pero la dificultad consiste en estar pasivamente
alerta, sin condenación; sólo entonces hay terminación. Pero si lo
único que hacéis es identificaros o condenar, entonces impartís
continuidad a esa condición especial; y aquello que continua no
tiene realidad, no tiene renovación.
“¿Tendría
Ud. la bondad de explicar qué significa el olvido de uno mismo?”
¿Acaso no lo sabéis? ¿No conocéis esos momentos en que uno es
dichoso, en que uno está tranquilo, verdaderamente sereno? ¿No
surge acaso un estado que no implica esfuerzo alguno, en el cual cesa
el proceso del pensamiento que constituye el “yo”? Mientras
exista la autoconciencia, en el sentido del “yo”, no podrá haber
olvido de las actividades del “yo”. Es obvio que toda acción de
la voluntad, del deseo, tiene que cultivar y fortalecer el “yo”;
y el “yo” es el haz de recuerdos, características e
idiosincrasias que engendra conflicto. Mientras haya conflicto, tiene
que haber conciencia del “yo”; y habiendo conflicto nunca puede
haber paz, por profundamente oculto que esté dicho conflicto, y sea
cual fuere el nivel a que se encuentre.
“¿Cómo
puedo yo arrojar esa copa que soy?” ¿Por qué deseáis arrojar la
copa? No podéis arrojarla, por cierto, lo único que podéis hacer
es conocerla: todos los embrollos, las sutilezas, la extraordinaria
hondura de uno mismo. Cuando conocéis algo, os libráis de ello;
pero el mero hecho de rechazarlo, de reprimirlo, de sublimarlo, de
traducirlo a diferentes expresiones verbales, no es sin duda
comprensión. Y sólo comprendiendo una cosa es posible librarse de
ella. No podéis comprender cosa alguna si os identificáis
continuamente con ella. Por lo tanto, sólo hay renovación cuando no
hay continuidad. Pero la mayoría de nuestras intenciones,
propósitos, pensamientos, son en el sentido de continuar. En el
nombre, en la propiedad, en la virtud, en todas las cosas, luchamos
por establecer permanencia, y, por lo tanto, continuidad; mas en eso
no hay renovación, no hay “creatividad”. Ciertamente, la
“creatividad” sólo surge de instante en instante.
Pregunta: ¿Querría
Ud. explicar en detalle qué es la verdadera meditación? Hay muchos
Temas de meditación. ¿Son ellos realmente distintos en el fondo, o
sus diferencias se deben a la idiosincrasia personal de sus
partidarios?
Krishnamurti: Esta
es en verdad una pregunta importante, y si se me permite la
insinuación, examinémosla entre todos. Porque la meditación tiene
gran importancia. Puede ser la puerta del verdadero conocimiento
propio, y puede abrir la puerta a la realidad; y en el hecho de abrir
la puerta y experimentar directamente, está la posibilidad de
comprender la vida, que es interrelación. La meditación el
verdadero tipo de meditación es esencial. Averigüemos, pues,
cuál es el tipo correcto de meditación; y para averiguar qué; es
lo verdadero, debemos abordarlo en forma negativa. Decir simplemente
que ésta o aquélla es la verdadera meditación, os dará tan
sólo una norma, que adoptaréis y pondréis en práctica; mas esa no
será la verdadera meditación. De modo que, mientras hable de ello,
tened a bien seguirme atentamente y experimentar a medida que
prosigamos juntos. Porque hay diferentes tipos de meditación. No sé
si alguno de vosotros los ha puesto en práctica o se ha entregado a
ellos retirándose a una habitación cerrada, sentándose en un
rincón oscuro, etc. Examinemos, pues, el proceso total de lo que
llamamos meditación.
Consideremos
en primer lugar la meditación en la que está incluida la
disciplina. Cualquier forma de disciplina sólo fortalece el “yo”;
y el “yo” es fuente de contienda, de conflicto. Esto es, si nos
disciplinamos para llegar a ser algo, tal como lo hace mucha
gente “este mes voy a ser bondadoso, voy a practicar la
bondad”, etc.-, tal disciplina, tal práctica, no puede sino
fortalecer el “yo”. Puede que seáis bondadosos en lo exterior,
pero no hay duda de que un hombre que practica la bondad y tiene
conciencia de su bondad, no es bondadoso. De modo que esa práctica
que la gente también llama “meditación” no es, evidentemente,
la verdadera meditación; porque, como ayer fue dilucidado, si
practicáis algo, en eso la mente queda atrapada, y así no hay
libertad. Pero la mayoría de nosotros desea un resultado, es decir,
esperamos ser bondadosos a fin de mes o al final de cierto período,
porque los instructores han dicho que al final debemos ser buenos
para encontrar a Dios: Dado que nuestro deseo es encontrar a Dios
como fuente definitiva de nuestra seguridad y felicidad, compramos a
Dios mediante la benevolencia lo cual evidentemente, es
fortalecer el “yo” y “lo mío”, un proceso por el que uno se
encierra en sí mismo; y nada que limite, ninguna acción que ate,
podrá jamás dar libertad. Eso sin duda, es evidente. Quizá podamos
discutirlo en otra ocasión, si ahora no resulta claro.
Luego
viene todo ese proceso de concentración que también se llama
meditación. Os sentáis con las piernas cruzadas (porque así se usa
en la India), o en una silla, en un cuarto oscuro, frente a un cuadro
o imagen, y tratáis de concentraros en una palabra, o en una frase,
o en uno imagen mental, excluyendo todos los demás pensamientos.
Estoy seguro que muchos de vosotros lo habéis hecho. Pero los demás
pensamientos continúan afluyendo, y vosotros los rechazáis; y en
esa lucha seguís hasta que sois capaces de concentraros en un
pensamiento con exclusión de todo lo demás. Entonces os sentís
complacidos: por fin habéis aprendido a fijar vuestra mente en un
punto, cosa que creéis esencial. De nuevo os pregunto: ¿descubrís
algo por medio de la exclusión? ¿Puede la mente aquietarse mediante
la exclusión, reprimiendo, negando? Porque, como lo he dicho, sólo
puede haber comprensión cuando la mente está realmente quieta, no
reprimida, no tan concentrada en una idea que ésta llegue a ser
exclusiva ya sea la idea de un Maestro, o le alguna virtud, o
lo que os plazca. La mente nunca puede estar quieta mediante la
concentración. Superficialmente, en las primeras capas de la
conciencia, puede que por la fuerza logréis quietud, que aquietéis
perfectamente vuestro cuerpo, vuestra mente; pero, de seguro, eso no
es la quietud de todo vuestro ser. Nuevamente: tampoco eso es
meditación. Eso es mera coacción: cuando la máquina desea correr a
toda velocidad, la sujetáis, le ponéis freno. Al paso que, si sois
capaces de examinar todo interés, todo pensamiento que acuda a
vuestra mente; si lo ahondáis de manera plena, completa; si
reflexionáis sobre todo pensamiento, entonces la mente ya no
divagará porque ella habrá descubierto el valor de cada
pensamiento. Dejará, por lo tanto, de sentirse atraída, lo cual
significa que ya no habrá distracción. Una mente susceptible de ser
distraída y que se resiste a la distracción, no esté capacitada
para meditar. ¿Qué es, en efecto, la distracción? Espero que
pongáis a prueba lo que estoy diciendo, que lo experimentéis
mientras hablo, para descubrir la verdad al respecto. Es la verdad lo
que trae liberación, no mis palabras ni nuestras opiniones.
Llamamos
distracción cualquier movimiento que nos aleje de aquello en lo cual
creemos que debemos estar interesados. Escogéis así, un interés
determinado lo que suele llamarse un “noble interés”- y
fijáis vuestra mente en él; pero cualquier movimiento que os aleje
de él es una distracción, y por lo tanto resistís a la
distracción. ¿Por qué, empero, escogéis ese interés particular?
Porque él os resulta grato, evidentemente; porque él os da una
sensación de seguridad, de plenitud, una sensación de ser otro.
Decís por lo tanto: “debo fijar mi mente en eso”, y todo
movimiento que de ello os aleje, es una distracción. Pasáis vuestra
vida batallando con las distracciones, y fijáis vuestra mente en
algo distinto. Mientras que, si examináis toda distracción y no
sólo fijáis vuestra mente en una atracción determinada, veréis
que la mente ya no será susceptible de ser distraída, porque ha
comprendido tanto la distracción como la atracción. Y, por lo
tanto, la mente es capaz de percepción extraordinaria y extensiva
sin excluir nada.
Así,
pues, la concentración no es meditación, y disciplinar no es
meditar.
Luego
están las plegarias todo ese problema de orar y recibir. También a
eso se le llama meditación. ¿Qué entendemos por orar? En su forma
burda, la oración es súplica; y hay formas sutiles en distintos
niveles de la oración. Todos conocemos la forma burda. Estoy en
apuros, me siento desagraciado, física o psicológicamente, y
necesito ayuda. Entonces imploro, suplico; y, evidentemente, hay una
respuesta. Si no hubiera respuesta alguna, la gente no rezaría.
Millones de personas rezan. Sólo rezáis cuando estáis en apuros,
no cuando sois, felices, ni cuando hay en vosotros esa extraordinaria
sensación de ser otro.
Ahora
bien, ¿qué ocurre cuando, oráis? Tenéis una formula, ¿no es así?
Con la repetición de una fórmula, la mente superficial se aquieta,
¿verdad? Intentadlo, y lo y veréis. Repitiendo ciertas frases o
palabras, gradualmente veréis que vuestro ser se aquieta. Esto es,
vuestra conciencia superficial se calma; y entonces, en ese estado,
sois capaces de recibir las insinuaciones de algo diferente, ¿no es
así? De tal modo, calmando la mente por medio de la palabra
repetida, por medio de las llamadas oraciones, puede que recibáis
indicaciones e insinuaciones no sólo del subconsciente, sino de
cualquiera de las cosas que os rodean; pero eso, por cierto, no es
meditación. Porque lo que recibís tiene que ser agradable; de lo
contrario lo rechazaríais. Así, cuando oráis, aquietando de ese
modo la mente, vuestro deseo es resolver un problema dado, o una
confusión, o algo que os causa dolor. Por lo tanto, buscáis una
respuesta que sea satisfactoria. Y cuando eso lo veis, decís: “No
debo buscar satisfacción; me abriré a algo que sea doloroso”. A
tal punto la mente es capaz de jugarse tretas a sí misma, que hay
que darse cuenta del contenido total de este problema de la oración.
Uno ha aprendido una treta: la de aquietar la mente de modo que pueda
recibir ciertas respuestas, agradables o desagradables. Pero eso no
es meditación, ¿verdad?
Está
luego ese asunto de la devoción por alguien del amor que prodigáis
a Dios, a una imagen, a algún santo o algún Maestro. ¿Es eso
meditación? ¿Por qué fluye vuestro amor hacia Dios, hacia eso que
no os es posible conocer? ¿Por qué nos sentimos tan atraídos por
lo desconocido y le consagramos nuestra vida, nuestro ser? ¿Acaso
este problema de la devoción no indica que, siendo desgraciados en
nuestra vida, no teniendo relaciones vitales con otros seres humanos,
tratamos de proyectarnos en algo, en lo desconocido, y adoramos lo
desconocido? Bien sabéis que las personas devotas a alguien, a algún
Dios, a alguna imagen, a algún Maestro, son generalmente crueles,
obstinadas. Son intolerantes con los demás, dispuestas a
destruirlos, porque se han identificado en grado sumo con esa imagen,
con ese Maestro, con esa experiencia. Por tanto, lo repito, el fluir
de la devoción hacia un objeto, creado por uno mismo o por otra
persona, no es ciertamente meditación.
¿Qué
es, pues, la meditación? Si ninguna de esas cosas lo es la
disciplina, la concentración, la devoción ¿qué es entonces
la meditación? Esas son las formas que conocemos, con las cuales
estamos familiarizados. Mas para descubrir aquello con lo cual no
estamos familiarizados, primero hemos de estar libres de las cosas
que nos son familiares, ¿no es cierto? Si no son verdaderas, deben
desecarse. Sólo entonces seréis capaces de descubrir qué es la
verdadera meditación. Si nos hemos acostumbrado a los falsos
valores, esos falsos valores deben cesar ¿no es así? a
fin de encontrar el nuevo valor, y no porque yo lo diga, sino porque
vosotros mismos lo habéis pensado y lo habéis sentido. Y cuando
esos valores se han ido, ¿qué os queda? ¿Qué residuo queda del
examen de esas cosas? ¿No revelan ellas el proceso de vuestro propio
pensar? Si os habéis entregado a esas cosas y veis que son falsas,
descubrís por qué os habéis entregado a ellas; y, por lo
tanto, el examen mismo de todo eso revela el rumbo de vuestro propio
pensar. De modo que el examen de estas cosas es el principio
del conocimiento propio. ¿No es así?
La
meditación, pues, es el principio del conocimiento propio. Sin ese
conocimiento, podéis sentaros en un rincón, meditar en los
Maestros, desarrollar virtudes; todo ello es ilusión y no tiene
sentido alguno para la persona que realmente desea descubrir qué es
la verdadera meditación. Porque, no habiendo conocimiento propio
vosotros mismos proyectáis una imagen que llamáis el Maestro; y esa
imagen se convierte en el objeto de vuestra devoción, por el cual
estáis dispuestos a sacrificaros, a construir, a destruir. Por
consiguiente, tal como lo he explicado, sólo hay una posibilidad de
conocernos a nosotros mismos en la medida en que examinamos nuestra
relación con esas cosas, lo cual revela el proceso de nuestro propio
pensar; y por lo tanto surge la claridad en todo nuestro ser. Este es
el principio de la comprensión, del conocimiento de uno mismo. Sin
conocimiento propio no puede haber meditación; y sin meditación no
puede haber conocimiento propio. Encerraros en un rincón, sentaros
frente a un cuadro, desarrollar virtudes mes tras mes una
virtud distinta cada mes: verde, púrpura, blanco y todo lo demás-
ir a la iglesia, celebrar ceremonias: ninguna de esas cosas es
meditación o verdadera vida espiritual. La vida espiritual nace al
ser comprendida la interrelación, con lo cual comienza el
conocimiento propio.
Ahora
bien, cuando habéis pasado por eso y habéis abandonado todos esos
procesos, que sólo revelan el “yo” y su actividad, existe una
posibilidad; la de que la mente pueda estar serena no sólo en a
superficie sino también interiormente, ya que entonces cesan todas
las exigencias. No se persigue la sensación, no hay sentido alguno
de devenir, de que llegue a ser algo en el futuro, en el mañana. El
Maestro, el iniciado, el discípulo, el Buda: ya sabéis que eso es
escalar los peldaños del éxito, llegar a ser algo. Todo eso ha
cesado porque implica el proceso del devenir. Sólo hay cesación del
devenir cuando existe la comprensión de lo que es, y la
comprensión de lo que es nos viene por medio del conocimiento
propio, el cual revela exactamente lo que uno es. Y cuando cesa todo
deseo (lo que sólo puede ocurrir mediante el conocimiento propio),
la mente está serena.
La
terminación de todo deseo no puede ser obra de la coacción, de la
devoción, de la oración de la concentración. Todo ello acentúa
simplemente el conflicto del deseo en los opuestos. Mas cuando todo
eso cesa, la mente está de veras serena, y no sólo de manera
superficial, en los niveles superiores, sino en lo íntimo y
profundo. Sólo entonces es posible que ella reciba aquello que es
inconmensurable. La comprensión de todo esto, no sólo de una
parte, es meditación. Porque si no sabemos meditar, tampoco sabremos
actuar. La acción, después de todo, es el conocimiento
propio en la vida de relación; y el mero hecho de encerrarse en un
recinto sagrado quemando incienso, leyendo acerca de ajenas
meditaciones y de su significación, es absolutamente inútil, carece
de sentido. Es una maravillosa evasión. Pero el percibir toda esa
actividad humana que somos nosotros mismos: el deseo de lograr, el
deseo de triunfar, el deseo de tener ciertas virtudes todo lo cual
acentúa el “yo” cómo lo importante ahora o en el futuro, el
devenir del “yo” el percibir todo eso en su totalidad, es
el principio del conocimiento propio y el comienzo de la meditación.
Entonces, si estáis realmente alertas, veréis que ocurre una
transformación maravillosa que no es una expresión verbal, que no
es “verbalización”, mera repetición, sensación. De un modo
efectivo, real, vigoroso, ocurre algo que no se puede denominar, que
no se puede definir. Y eso no es el don de unos pocos, ni un don de
los Maestros. El conocimiento propio es posible para todos, si
estáis dispuestos a experimentarlo, a intentarlo. No tenéis que
ingresar a ninguna sociedad, leer libro alguno ni sentaros a los pies
de ningún Maestro, pues el conocimiento propio os libra de todos
esos absurdos, de las estupideces de invención humana. Y sólo
entonces, mediante el conocimiento propio y la verdadera meditación,
surge la libertad. En esa libertad se manifiesta la realidad, pero no
podéis lograr la realidad por medio de procesos mentales. La
realidad debe venir a vosotros; y sólo puede venir a vosotros cuando
estáis libres del deseo.
Julio
31 de 1949.
VII
Durante
los tres últimos fines de semana hemos estado discutiendo en
diversas formas el problema del conocimiento propio, y cuán
necesario es comprender el proceso de nuestro propio pensar y sentir.
El recto pensar no es posible sin comprenderse uno mismo de manera
clara y definida. Desgraciadamente, empero, esto parece haber dejado
una impresión en muchos (o por lo menos en aquellos que están
entregados a una forma particular de prejuicio que llaman “pensar”),
de que este enfoque es individualista, totalmente egoísta y
egocéntrico, y que no conduce a la realidad; de que hay muchos
senderos hacia la realidad, y que este modo particular de abordar el
conocimiento propio ha de conducir invariablemente a la inacción, al
egocentrismo y a la rudeza individual.
Ahora
bien, si penetráis en ello cabalmente, con gran claridad e
inteligencia, veréis que para la verdad no puede haber sendero
alguno. Nos hay sendero que sea el vuestro o que sea el mío: el
sendero del servicio, el sendero del conocimiento, el sendero de la
devoción, y los demás innumerables senderos que los filósofos han
inventado de acuerdo a su propia idiosincrasia y a sus reacciones
neurológicas. Pues bien, si uno puede pensar claramente sobre este
asunto, sin prejuicio y entiendo por prejuicio el estar
entregado a una u otra línea de acción, de pensamiento o de
creencia, sin darse cuenta en modo alguno que una forma determinada
de pensamiento, un enfoque especial, tiene inevitablemente que
limitar, ya se trate del sendero del conocimiento, del sendero de la
devoción o del sendero de la acción verá que cualquier
sendero tiene invariablemente que causar limitación, y que, por lo
tanto no puede conducir a la realidad. Porque no hay duda de que
ningún sendero de acción, de conocimiento o de devoción, resulta
suficiente por sí mismo. Si a un hombre ilustrado, por erudito que
sea y por enciclopédicos que resulten sus conocimientos, le falta
amor, su saber carece ciertamente de valor: es mera cultura libresca.
El hombre creyente, como lo hemos dilucidado, tiene inevitablemente
que regular su vida de acuerdo con el dogma, con el principio que
sostiene; y, por lo tanto, su experiencia ha de ser limitada. Porque
uno experimenta conforme a las propias creencias, y tal experiencia
jamás puede ser libertadora. Por el contrario, ella es una traba. Y
como ya hemos dicho, sólo en la libertad podemos descubrir algo
nuevo, algo fundamental.
A mi
parecer, pues, la dificultad en que nos hallamos la mayoría de
nosotros proviene de habernos entregado a muchas creencias y dogmas
que nos impiden mirar de un modo nuevo toda cosa nueva; y, por lo
tanto, dado que la realidad, Dios, o lo que sea, debe ser algo
inimaginable, algo inconmensurable, no hay posibilidad de que la
mente pueda comprender. Haga lo que haga, la mente no puede ir
más allá de sí misma. Puede crear la realidad a su propia imagen;
pero eso no será la realidad. Será solamente la proyección de sí
misma. Y, por tanto, para comprender la realidad, o para que esa
inmensidad se manifieste, uno debe comprender el proceso de su propio
pensar. Ese es, sin duda, el enfoque obvio. No es mi enfoque ni
vuestro enfoque: es el único enfoque inteligente. Y la inteligencia
no es vuestra ni mía: está mucho más allá de todos los países y
todos los senderos, más allá de toda actividad religiosa, social y
política. No pertenece a ninguna sociedad o grupo en particular. La
inteligencia sólo se manifiesta con la comprensión de uno mismo, lo
cual por cierto, no significa poner énfasis en el individuo. Es todo
lo contrario. Es la insistencia en un sendero o en una creencia, en
una ideología, lo que pone el acento sobre el individuo, aunque ese
individuo pertenezca a un vasto grupo o esté identificado con dicho
grupo. La mera identificación con lo colectivo no significa que uno
está libre de la individualidad limitada.
De
modo que es importante, sin duda, comprender que la realidad, o Dios,
o lo que os plazca, no ha de encontrarse siguiendo un sendero
determinado. Los hindúes muy hábilmente han dividido a los seres
humanos en varios tipos, y han establecido senderos para ellos. Y,
ciertamente, ningún sendero que es la acentuación de la
individualidad y no el estar libre de individualidad puede
conducir a lo real, porque cultiva una particularidad; es la
liberación del egoísmo, del prejuicio, necesaria para la
comprensión. Por eso hemos estado discutiendo, en las tres últimas
semanas, la importancia del conocimiento propio, que no es en modo
alguno acentuación de la individualidad, de lo personal. Si yo no me
conozco a mí mismo, no tengo base para pensar; cualquier cosa que
piense es simplemente una imposición, una aceptación de diversas
influencias externas, una coacción circunstancial. Eso,
indudablemente, no es pensar. El hecho de que se me haya criado en
una sociedad determinada, de izquierda o de derecha, y haya aceptado
desde mi niñez cierta ideología, no significa que yo sea capaz de
pensar en la vida de un modo nuevo. Funciono, simplemente, en ese
molde especial, y rechazo cualquiera otra cosa que se me de. Mientras
que, para pensar de un modo justo, verdadero, profundo, debo empezar
por poner en tela de juicio todo el proceso del medio ambiente y la
influencia externa del medio del que formo parte. Si no comprendo
todo ese proceso en toda su sutileza, carezco ciertamente de base
para pensar.
Es,
pues, absolutamente esencial ¿verdad?- que el proceso de la
mente sea cabalmente comprendido, y no sólo la parte consciente el
nivel superficial de la mente sino los niveles más profundos.
Porque es relativamente fácil comprender la mente superficial,
observar sus reacciones, sus respuestas, ver cómo piensa y actúa
instintivamente. Pero eso es tan sólo, el principio, ¿no es así?
Es mucho más difícil penetrar más a fondo, más hondamente, el
proceso completo de nuestro pensar; y no conociendo el proceso
íntegro, el proceso total, entonces lo que creéis, lo que no
creéis, lo que pensáis ya sea que creáis o no en los
Maestros, que creáis o no en Dios todo eso, en realidad, no
viene al caso, es casi infantil.
Resulta
ahora relativamente fácil, mientras se escucha a otro, ver en esa
relación un espejo en el cual nos descubrimos a nosotros mismos;
pero es también nuestro problema investigarlo mucho más
profundamente, y es ahí donde se halla nuestra dificultad. Quizá
unos cuantos de nosotros podamos desprendernos de nuestras creencias
y prejuicios superficiales, abandonar unas cuantas sociedades e
ingresar en nuevas organizaciones las muchas cosas que uno
hace pero es por cierto mucho más importante ¿verdad,
penetrar hasta las más profundas capas de la conciencia y descubrir
exactamente lo que ahí ocurre: cuáles son nuestros compromisos de
los que no tenemos noción alguna, nuestras creencias, nuestros
temores de los cuales no nos damos la menor cuenta, pero que en
realidad guían y regulan nuestros actos. Porque lo interior se
sobrepone siempre a lo externo. Puede que con astucia examinéis lo
externo, pero lo interior termina por destruir lo externo. En
cualquier sociedad utópica podréis edificar un orden social con
mucho esmero y mucha astucia; pero sin esta comprensión psicológica
de toda la naturaleza del hombre lo externo resulta siempre
destrozado.
¿Cómo
es posible, entonces, penetrar las capas más profundas de la
conciencia? Porque es ahí donde se oculta la mayor parte de nuestra
idiosincrasia, la mayoría de maestros temores que engendran
creencias, la mayoría de nuestros deseos y ambiciones. ¿Cómo es
posible hacerlas accesibles, desencubrirlas y comprenderlas? Si
pudiéramos tener la capacidad de ahondar en todo esto y experimentar
estas cosas realmente, no sólo verbalmente, entonces sería posible
librarnos de ellas, ¿no es así?
Consideremos,
por ejemplo la ira. ¿Es posible experimentar la ira y darse cuenta
de ella sin designarla con un nombre? No se si lo habéis intentado
alguna vez si alguna vez habéis experimentado un estado que no sea
designado con un nombre. Si tenemos una experiencia, le aplicarnos un
término; y la definimos con objeto de explotarla, o de comunicarla,
o de fortalecerla. Pero nunca experimentamos algo sin darle nombre.
Eso es en extremo difícil para la mayoría de nosotros ¿no es así?
La “verbalización” casi viene antes de la experiencia. Pero si
no le ponemos nombre a la experiencia entonces tal vez sea posible
penetrar en las capas más profundas de la conciencia. Y es por eso
que, aun en el nivel más superficial, debemos darnos cuenta de
nuestros prejuicios, temores y ambiciones: de nuestra persistencia en
una rutina determinada, ya seamos jóvenes o viejos, ya pertenezcamos
a la izquierda o a la derecha. Por lo tanto, tiene que haber
cierto descontento del cual, evidentemente, a menudo se ven
privadas las personas mayores porque ellas no desean estar
descontentas. Ellas están fijas, habrán de desaparecer lentamente;
por eso se establecen, se cristalizan en una rutina determinada y
niegan todo lo nuevo. Pero, indudablemente, el descontento es
necesario; no el desagrado que fácilmente se canaliza en una rutina
especial, en una acción determinada, en una u otra creencia, sino el
descontento que nunca se satisface. Porque casi todo nuestro
descontento nace de la falta de satisfacción. Tan pronto hallamos
satisfacción, el desagrado cesa, el descontento llega a su término.
De suerte que casi todo nuestro desagrado es en realidad una búsqueda
de satisfacción. Mientras que el descontento es, ciertamente, un
estado en el cual no existe la búsqueda de satisfacción. No bien me
satisfago con facilidad, el problema desaparece. Si acepto la
ideología de izquierda, o la de derecha, o alguna creencia
particular, mi falta de satisfacción se soluciona fácilmente; pero
el descontento es, sin duda, de otra calidad. El estado de contento
es aquél en el cual se comprende lo que es. Para comprender lo que
es no debe haber prejuicio. El ver las cosas como son requiere que la
mente se halle en un estado de extrema vigilancia. Pero si nos
satisfacemos fácilmente, entorpecemos, amortiguamos ese estado de
vigilancia.
De
modo, pues, que nuestro problema en todo esto que es asunto de
interrelación consiste en darnos cuenta de nosotros mismos en
lo que hacemos, en lo que pensamos, en lo que decimos, para que en la
vida de relación nos descubramos a nosotros mismos y nos veamos tal
como somos. Pero sobreponer nuestras creencias a lo que somos, no nos
ayuda, por cierto, a lograr esa comprensión de lo que somos. Es
necesario, por lo tanto, que estemos libres de esa imposición
política, sociológica o religiosa que sólo puede
sernos revelada en la convivencia. Y mientras no se comprenda la vida
de relación, tiene que haber conflicto, entre dos o entre muchos.
Para que termine ese conflicto ha de haber conocimiento de uno
mismo ; y cuando la mente está quieta no aquietada-
sólo entonces os posible comprender la realidad.
Muchas
son las preguntas que se me han hecho y, naturalmente, no todas
podrán ser contestadas; pero tratare de contestar tantas preguntas
representativas como me sea posible, aunque algunas veces puede que
ellas sean formuladas en palabras distintas, con un cambio de
términos. Espero, pues, que en ello no halléis inconveniente
alguno.
Pregunta: Si he de ser
perfectamente honesto, debo admitir que casi todo el mundo me provoca
resentimiento y a veces odio. Eso hace que mi vida sea muy desdichada
y penosa. Entiendo intelectualmente que soy ese resentimiento, ese
odio, pero no puedo hacerle frente. ¿Puede Ud. mostrarme el camino?
Krishnamurti:
Veamos qué entendemos por “intelectualmente”. Al afirmar que
comprendemos algo intelectualmente, ¿qué queremos decir con eso?
¿Existe algo que pueda llamarse comprensión intelectual? ¿O es que
la mente sólo comprende las palabras, porque ese es nuestro único
medio de comunicarnos unos con otros? ¿Comprendemos algo
verbalmente? Eso es lo primero en que tenemos que ser bien claro: si
la llamada “comprensión intelectual” no es un impedimento a la
comprensión. La comprensión, por cierto es integral, no dividida ni
parcial. O comprendo algo, o no lo comprendo. El decirse a uno mismo:
“yo comprendo algo intelectualmente”, es sin duda una barrera
para la comprensión. Es un proceso parcial, y, por lo tanto, no es
en modo alguno comprensión.
Pues
bien, la pregunta es esta: yo, que estoy resentido, que estoy lleno
de odio, ¿cómo he de librarme de ese problema, o cómo he de
hacerle frente? ¿Cómo hacemos frente a un problema? ¿Qué es
un problema? Sin duda, un problema es algo que perturba. Por favor,
¿me permitís que os insinúe algo? Prestad simplemente atención a
lo que estoy diciendo. No tratéis de resolver vuestro problema de
odio y resentimiento; observadlo, no más. Aunque es difícil
penetrar el problema de modo que al final os veáis libres de él,
veamos si podemos hacerlo ahora. Será un experimento bastante
interesante si lo intentamos juntos.
Yo
estoy resentido, lleno de odio; detesto a la gente, y eso me causa
dolor. Y me doy cuenta de ello. ¿Qué he de hacer? Este es un factor
que perturba mucho mi vida. ¿Qué tendré que hacer? ¿Cómo estaré
realmente libre de ello? No se trata tan sólo de desprenderme de
ello por el momento, sino de librarme fundamentalmente de ello. ¿Cómo
habré de proceder?
Ahora
bien, esto para mí es un problema porque me perturba. Si no fuera
una cosa perturbadora, no sería problema para mí, ¿verdad? Porque
causa dolor, perturbación, ansiedad, porque creo que es feo, quiero
librarme de él. Por consiguiente, es a la perturbación que yo me
opongo, ¿no es así? Le doy diferentes nombres en distintos
momentos, en diferentes estados de ánimo; un día lo llamo esto, y
otro día otra cosa. Pero el deseo, en el fondo, es no verme
perturbado. ¿No es eso? Como el placer no perturba, lo acepto. No
deseo librarme del placer porque en él no hay perturbación, al
menos por el momento. Pero el odio, el resentimiento, son factores
muy perturbadores en mi vida, y yo deseo librarme de ellos.
De
suerte que mi interés es no ser perturbado, y estoy buscando una
manera de no ser nunca perturbado. ¿Y por qué no he de
serlo? Yo tengo que ser perturbado para descubrir algo, ¿no
es cierto? Yo tengo que pasar por tremendos trastornos,
disturbios, ansiedades, para poder descubrir, ¿no es así? Porque si
no me veo perturbado, me quedaré dormido. Y tal vez sea eso lo que
la mayoría de nosotros desea en realidad: que se nos apacigüe, que
se nos hada dormir, alejarnos de toda perturbación, hallar
aislamiento, reclusión, seguridad. Si a mí no me importa pues, ser
perturbado (realmente, no superficialmente); si no me importa ser
perturbado porque deseo descubrir, entonces mi actitud hacia el odio,
hacia el resentimiento, sufre un cambio, ¿verdad? Si no me preocupa
el estar perturbado, entonces el nombre no tiene importancia, ¿no es
así? La palabra “odio” no es importante; ¿lo es acaso? O el
“resentimiento” contra la gente carece de importancia, ¿no es
así? Porque entonces experimento directamente el estado que llamo
resentimiento, sin verbalizar esa experiencia. No sé si me explico
bien.
En
otros términos: la ira es una condición muy perturbadora, como lo
son el odio y el resentimiento; y muy pocos de nosotros
experimentamos la ira directamente sin verbalizaría. Si no la
verbalizamos, si no la llamamos “ira”, la experiencia es por
cierto distinta, ¿verdad? Como la definimos, con ello reducimos la
experiencia nueva a lo viejo o la fijamos en términos de lo viejo.
Mientras que si no la nombramos, hay entonces una experiencia que se
comprende directamente, y esta comprensión efectúa una
transformación en el momento de esa vivencia ¿Me explico con
claridad? Por favor esto no es sencillo.
Consideremos
por ejemplo, la mezquindad. La mayoría de nosotros no nos damos
cuenta si somos mezquinos mezquinos en cuestiones de dinero,
mezquinos para perdonar a la gente; mezquinos, simplemente, bien lo
sabéis. Estoy seguro que esto nos resulta familiar. Ahora bien,
dándonos cuenta de ello, ¿cómo vamos a librarnos de esa condición?
No se trata de llegar a ser generosos que no es lo importante. El
estar libre de mezquindad implica generosidad: no necesitáis
volveros generosos. De suerte que, evidentemente hay que darse
cuenta de ello. Puede que seáis muy generosos al hacer un gran
donativo a vuestra sociedad, a vuestros amigos, pero terriblemente
mezquinos en cuanto a dar más propina; bien sabéis lo que yo
entiendo por “mezquino”. Uno no es consciente de ello. Cuando uno
llega a darse cuenta de ello, ¿que ocurre? Nos esforzamos por ser
generosos, tratamos de vencer nuestra mezquindad, nos disciplinamos
con el fin de ser generosos etc. Pero, después de todo, el ejercitar
la voluntad para ser algo sigue siendo parte de la mezquindad,
dentro un círculo mayor. Así, pues, si no hacemos ninguna de esas
cosas y simplemente nos damos cuenta de lo que implica la mezquindad,
sin aplicarle un término, veremos que ocurre una transformación
radical. Consideremos la ira: si no le dais un nombre y simplemente
la experimentáis, no a través de la “verbalización”, ya que la
“verbalización” es un proceso que menoscaba la experiencia si no
le dais un nombre, entonces ella se agudiza, se torna muy violenta y
actúa como una sacudida; y sólo entonces es posible ser libre.
Tened
a bien experimentar con esto. Primero, uno tiene que ser
perturbado; y es obvio que a casi ninguno de nosotros le gusta ser
perturbado. Creemos haber hallado una norma de vida el Maestro,
la creencia, lo que sea- y ahí nos establecemos. Es lo mismo que
tener un buen puesto burocrático y en él vegetar por el resto de la
vida. Con esa misma mentalidad abordamos diversas cualidades de las
cuales queremos deshacernos. No vemos la importancia de ser
perturbados, de estar interiormente inseguros, de no ser
dependientes. Es sólo en la inseguridad, sin duda, que descubrís,
que podéis ver, que comprendéis. Queremos tener, como el hombre de
mucho dinero, una vida fácil. Pero él, por cierto, no está
perturbado; él no quiere ser perturbado.
Así,
pues, la perturbación es esencial para el entendimiento, y cualquier
intento de hallar seguridad es un obstáculo a la comprensión; y
cuando queremos librarnos de algo que nos perturba, ello es por
cierto un obstáculo. Mas si podemos experimentar un sentimiento
directamente, sin nombrarlo, creo que es mucho lo que en ello
encontraremos. Entonces, ya no hay pugna con el sentimiento, porque
el experimentador y lo experimentado son una misma cosa; y eso es
esencial. Mientras el experimentador verbalice el sentimiento, la
experiencia, él se separará de ella y actuará sobre ella; y tal
acción es artificial, ilusoria. Pero si no hay “verbalización”,
el experimentador y lo experimentado son una sola cosa. Esa
integración es necesaria, y hay que enfrentarla radicalmente. Espero
que esto sea claro. Si no lo es, lo dilucidaremos en otras reuniones.
Pregunta: Yo le
escuché a Ud. algunos años atrás, y ello no significó mucho para
mí; pero escucharle ahora parece que significa mucho. ¿Cómo es
esto?
Krishnamurti: Hay
varias explicaciones para esto: que habéis madurado, que habéis
progresado, que la vida ha golpeado a vuestra puerta, que habéis
sufrido mucho, etc. Es decir, si lo que estamos debatiendo tiene
algún sentido para vosotros. Si creéis que todo ello es una
tontería, entonces es muy sencillo. Ahora bien, la gente que cree en
el progreso ofrecerá un tipo de explicación: que habéis madurado
lentamente, que os hace falta tiempo, no sólo unos cuantos años
sino otra vida; que el tiempo es esencial para la comprensión; y
que, aun cuando no hayáis comprendido al principio, comprenderéis
más tarde, a medida que la experiencia madure gradualmente. Conocéis
todas las diversas teorías que existen. Pero, sin duda, hay un modo
más sencillo de ver esto, ¿no es cierto?
Por
alguna razón desconocida, tal vez un amigo vuestro os ha traído
aquí, y vosotros casualmente escucháis y os marcháis. Ello no
significa mucho para vosotros, salvo que hay lindos árboles, que
habéis hecho un paseo agradable, y todo lo demás que sabéis. Y
luego os marcháis. Pero inconscientemente, sin duda, algo habéis
asimilado. ¿No habéis notado, cuando guiáis un automóvil, o
paseáis, que aun cuando vuestra mente consciente pueda estar
atendiendo a la conducción o mirando una cosa determinada, la otra
parte de vuestra mente está absorbiendo inconscientemente? Algo ha
sucedido, se ha sembrado una semilla, de lo cual no tenéis
conciencia. Pero ella germinará más tarde. Esta ahí. Así, pues,
lo que en un comienzo puede no haber significado mucho, ya que habéis
escuchado algo de lo cual no tuvisteis conciencia, más tarde
reacciona sobre y vosotros.
Ese
es, por cierto, todo el propósito de la propaganda. Yo no soy
propagandista; me horroriza la propaganda. Pero eso es lo que está
ocurriendo el mundo, con los periódicos, las revistas, el cine, la
radio y todo lo demás. ¿No es cierto? Vosotros continuáis
realmente interesados en lo que hacéis, y la radio o el periódico
os van dando propaganda. Vuestra mente se halla en otra parte, pero
absorbéis sin daros cuenta; y más tarde, cuando esa absorción se
ve estimulada, manifiéstase como respuesta automática a la guerra,
al nacionalismo, a la aceptación de ciertas creencias, ya sean de la
derecha o de la izquierda. ¿Cómo creéis que los niños se
impregnan de ciertas ideas? Es por e1 constante impacto de esas ideas
en lo inconsciente. Y ellos las aceptan; cuando crecen, siguen siendo
los mismos, de derecha o de izquierda, de esta o aquella religión,
con innumerables creencias y mentes condicionadas. El inconsciente ha
estado absorbiendo todo el tiempo. Y puede absorber tanto lo feo como
lo bello, lo verdadero como lo falso. Y nuestra dificultad consiste
en libertarnos de esas impresiones y en mirar la vida de un modo
nuevo, ¿no es así? ¿Es posible libertarse de la influencia de esos
continuos impactos, es decir, darse cuenta de esos impactos y no
dejarse influenciar por ellos? Porque ellos están presentes. Podemos
ser lo suficientemente sensibles, lo suficientemente alertas, como
para saber qué es falso, qué es engañoso, de suerte que ni
siquiera haya resistencia ¿Porque tan pronto hacéis resistencia,
fortalecéis aquello que resistís y así os convertís en parte de
ello? Mas si lo comprendéis, entonces no hay duda de que ya no
influirá en lo consciente o en lo inconsciente.
¿Es,
pues, posible libertarse de todas las influencias condicionantes en
las cuales se nos ha educado? ¿Del nacionalismo, de las diferencias
de clase, de las innumerables creencias religiosas, de las ideologías
políticas? Hay que ser libre, por cierto; de lo contrario, no se
puede descubrir lo que está más allá de la libertad. Mas para ser
libre hay que examinar todas esas cosas y no aceptar ninguna, lo cual
no es cultivar la duda, ¿no es así? De suerte que para ese proceso
mismo, hay que comprender el contenido de la propia conciencia, de lo
que uno es.
Pregunta :
¿Querría Ud. hablarnos sobre pecado?
Krishnamurti: Por
desgracia toda religión organizada ha cultivado, con fines de
civilización, el sentimiento de culpa. La mayoría de nosotros lo
tiene; y cuanto más sensibles somos, más agudo es ese sentimiento.
Mientras más responsables, más culpables os sentís. Veis la
confusión que reina en el mundo, las guerras inminentes y toda la
trapacería que continúa; y si sois sensibles, si estáis alertas,
si ello os interesa bastante y sois inteligentes, os sentís
responsables. Y como uno muy poco puede hacer, se siente culpable.
Ese es un aspecto del problema. Luego, para mantener al hombre dentro
de límites civilizados, ese sentido de culpabilidad ha sido
cultivado muy cuidadosa y asiduamente, ¿no es así? De lo contrario,
nos extralimitaríamos. Porque, si no tuviéramos normas, si no
tuviéramos sanciones ni códigos morales no es que haya mucho
de ello hoy en día- sería peor. Así, la religión, la creencia
organizada, ha sostenido y cultivado con esmero este sentido de que
debéis andar derechos, de que no debéis pecar, de que no debéis
hacer cosas feas. Nos ha mantenido dentro de un molde; son tan sólo
unos pocos los que pueden salirse del molde, ya que queremos
permanecer en él. Queremos ser respetables; el miedo a la opinión
pública y muchas cosas más nos retienen en el molde. Y como tenemos
miedo y no dependemos de nuestro propio entendimiento, la mayoría de
nosotros confiamos en otra persona: el sacerdote, el psicólogo, el
caudillo, el político; conocéis las innumerables dependencias que
uno fomenta. Todas ellas, naturalmente, fortalecen nuestra ansiedad
inherente por hacer lo correcto. De todo esto surge el sentido de
culpa.
Luego
tenemos el galimatías de la religión acerca del pecado. Pero hay
ciertas cosas evidentes -¿no es así?- por ejemplo, que la virtud es
esencial. Pero la virtud cultivada deja de ser virtud; es tan sólo
el fortalecimiento de uno mismo con diferente nombre. La virtud
aparece únicamente cuando se está libre del deseo de ser
algo; cuando no se teme ser nada. Y es la repetición de una
perturbación determinada, de una acción dada que ha traído
infortunio a los demás y a uno mismo, lo que puede llamarse pecado.
Eso, sin duda, es lo primero, ¿verdad? Ver muy claramente algo que
se descubre en la vida de relación, y no repetirlo. En la
repetición, por cierto, está el error, no en la primera acción: y
para comprender eso, que es la cualidad reiterativa del deseo, tiene
uno que comprender la estructura íntegra de sí mismo.
De
suerte que existe esa cosa llamada pecado, el sentimiento de culpa.
Puede que uno haya hecho algo malo, como vejar a alguien o chismear,
pero lo peor que uno pueble hacer, seguramente, es continuar en ello.
Si notáis que habéis cometido un error, observadlo, examinadlo a
fondo y libraos de él; no continuéis repitiéndolo. Porque, sin
duda, esa sensación de ansiedad por algo que uno ha hecho en el
pasado o que pueda hacer al minuto siguiente esa constante
preocupación al respecto, ese temor, no hace más que acrecentar la
inquietud de la mente, ¿no es así? La murmuración, la zozobra,
indican desasosiego de la mente. Cuando no hay desasosiego ni
distracción, sino un estado de alerta, de vigilancia, entonces el
problema desaparece, ¿no es cierto? El sentimiento de culpa, a la
mayoría de nosotros nos mantiene a raya. Pero eso no es sino miedo;
y el miedo, sin duda alguna, no produce claridad de comprensión. En
el miedo no hay comunión. Y es ese miedo el que tiene que arrancarse
de raíz, no el sentimiento de que uno está pecando.
Pregunta: Sin un plan
coordinado no existe posibilidad de acción colectiva, la cual
implica subordinación de la voluntad del individuo a un propósito
común. Si los individuos careciesen de egoísmo, ni el control ni la
autoridad harían falta. ¿Cómo podemos nosotros alcanzar un
propósito común sin poner freno a la voluntad errática del
individuo, aunque a veces sea éste bien intencionado?
Krishnamurti: Para
lograr una acción colectiva, recurrimos a la fuerza o al
autoritarismo; o a una forma de temor, amenaza o recompensa, con lo
cual estamos todos familiarizados. El Estado, o un grupo de
individuos, establece cierto propósito y entonces compele, coacciona
o persuade a los demás para que cooperen, dándoles recompensas o
castigos: todas las diversas formas de lograr la acción coordinada
que conocemos. Y el interlocutor quiere saber si el énfasis en el
individuo, implícito en la pregunta, impide la acción coordinada.
Ello significa: si hay un propósito común con el cual todos estamos
de acuerdo, ¿no debemos someternos a él, dejando de lado nuestra
propia voluntad?
¿Cómo
es posible la cooperación? eso es realmente lo esencial del
asunto, ¿no es así? La cooperación, la acción coordinada, son
obra del miedo o de la inteligencia y el amor. Cuando tal o cual
nación está en guerra, hay cooperación basada en el miedo; y, al
parecer, el miedo, el odio, los celos, unen a los hombres con más
rapidez que la inteligencia y el amor. Los estadistas y políticos
perspicaces se dan cuenta de ello y lo instigan, lo cual, asimismo,
nos resulta familiar. ¿Pero será posible unir a las personas de un
modo inteligente, por medio del afecto? Ese es realmente el problema,
¿no es así? En efecto, vemos cada vez más que la gente se une por
obra del odio, del miedo, de la coacción: movimientos de masa, uso
de medios psicológicos para persuadir, propaganda, y todo lo demás.
Y si ese es el camino, entonces resulta vano todo lo que estamos
discutiendo. Pero si no cooperáis, si no os unís por medio de la
codicia, ¿hay alguna otra manera de hacerlo? Y si existe un medio,
¿no debéis subordinar la voluntad del individuo a un propósito más
elevado?
Digamos,
por ejemplo: todos estamos de acuerdo en que debe haber paz en el
mundo. ¿Y cómo es posible esa paz? La paz sólo es posible cuando
no hay egoísmo, por cierto; cuando el “yo “no es importante.
Como soy pacífico en mí mismo, mis actos serán pacíficos; no
seré, por lo tanto, antisocial. Y alejaré de mí todo lo que
contribuya al antagonismo. Por consiguiente, tengo que pagar el
precio de la paz, ¿no es así? Pero la paz debe originarse en mí
mismo. Y cuanto mayor sea el número de nosotros que tenga esa
actitud, mayor será, por cierto la posibilidad de paz en el mundo
-lo cual no significa subordinación de la voluntad individual al
todo, a un propósito, a un plan, a una utopía. Veo, en efecto, que
no puede haber paz mientras yo no sea pacífico. Ello significa: nada
de nacionalismo, nada de clase. Conocéis todas las cosas que implica
el hecho de ser pacíficas, el cual significa ser completamente
exento de egoísmo. Cuando eso exista, entonces cooperaremos.
Entonces será inevitable que haya cooperación. Cuando hay coacción
extraña para obligarme a cooperar con el Estado, con un grupo, puede
que yo coopere, pero en mi fuero íntimo estaré en lucha, no habrá
alivio alguno. O puede que yo me valga de la utopía como medio de
hallar plena satisfacción, lo cual es también expansión de uno
mismo.
Así,
pues, mientras la voluntad del individuo se someta a determinada idea
por causa de la codicia, de la identificación, tiene que haber
finalmente conflicto entre el individuo y lo colectivo. De suerte que
el énfasis, sin duda, no ha de ponerse en el individuo y lo
colectivo como opuestos entre sí, sino en la liberación del sentido
del “yo” y de “lo mío”. Habiendo esa libertad, no hay
problema del individuo en oposición a lo colectivo. Pero como eso
parece casi imposible, se nos induce a que nos unamos a lo colectivo
a fin de producir una acción determinada, a que sacrifiquemos al
individuo en aras del todo; y ese sacrificio nos lo exigen otros
hombres, los líderes. Es posible, mientras tanto, considerar todo
este problema inteligentemente, no como relativo a lo individual y a
lo colectivo, y darnos cuenta de que no puede haber paz mientras
vosotros y yo no seamos pacíficos en nosotros mismos; y que la paz
no puede comprarse a ningún precio. Vosotros y yo tenemos que vernos
libres de las causas que producen conflicto en nosotros mismos. Y el
centro del conflicto es el “ego”, el “yo”. Pero la mayoría
de nosotros no quiere librarse de ese “yo”. Esa es la dificultad.
Casi
todos gustamos de los placeres y las penas que trae el “yo”; y
mientras estemos dominados por el placer y las penas del “yo”,
habrá conflicto entre el “yo” y la sociedad, entre el “yo” y
lo colectivo; y lo colectivo dominará al “yo” y lo destruirá,
si puede. Pero el “yo” es mucho más fuerte que lo colectivo; por
tanto, siempre lo embauca y trata de asegurarse una posición para
él, para expandirse, para satisfacerse.
La
verdadera función del hombre, a no dudarlo, consiste en libertarse
del “yo”; y por lo tanto en la búsqueda de la realidad, en el
descubrimiento y el advenimiento de la realidad. Las religiones
juegan con ello en sus ritos y jerigonzas; ya conocéis todo ese
negocio. Pero si uno llega a darse cuenta de todo este proceso que
hemos estado dilucidando durante años, surge una posibilidad de que
funcione la inteligencia recién despierta. En ello no hay
autoliberación ni autorrealización, sino “creatividad”. Es esta
acción creadora de la realidad, que no está sujeta al tiempo, la
que a uno lo emancipa de todo este problema de lo colectivo y lo
individual. Entonces esta uno realmente en condiciones de ayudar a
crear lo nuevo.
Agosto
6 de 1949.
VIII
Estoy
seguro que muchos de vosotros creéis en la inmortalidad, en el alma,
o en el “atman” y otras cosas más. Y tal vez algunos de vosotros
hayáis tenido ama experiencia fugaz de esas cosas. Pero, si se me
permite, me agradaría enfocar en la mañana de hoy todo esto desde
un punto de vista distinto. Investiguémoslo con mucha seriedad y
empeño, y descubramos la verdad al respetó, no de acuerdo a ningún
tipo determinado de creencia o dogma religioso, ni a vuestra propia
experiencia personal, por vasta, hermosa y romántica que pueda ser.
Os ruego, pues, que examinéis inteligentemente y sin ningún
prejuicio lo que vamos a dilucidar, no con la intención de
rechazarlo o defenderlo, sino más con la de descubrir. Porque es un
problema de muy difícil discusión. Son muchas las cosas que él
implica, y si podemos pensar en ello de un modo nuevo, tal vez
nuestro enfoque de la acción y de la vida resulte diferente.
Creemos,
al parecer, que las ideas son muy importantes. Nuestra mente está
llena de ideas. Nuestra mente es idea; no hay mente sin idea,
sin pensamiento, sin “verbalización”. Y las ideas desempeñan un
papel extraordinariamente importante en nuestra vida; es decir, lo
que pensamos, lo que sentimos, las creencias e ideas en las cuales
estamos condicionados. Las ideas tienen un sentido extraordinario
para la mayoría de nosotros: ideas que parecen coherentes, lógicas,
inteligentes, y también ideas que son románticas, estúpidas, sin
mucha significación. Estamos abarrotados de ideas; toda nuestra
estructura se basa en ellas. Y estas ideas surgen, evidentemente, por
obra de influencias externas y del “condicionamiento “ambiental,
como asimismo por exigencias internas. Podemos ver muy bien cómo
surgen las ideas. Las ideas son sensaciones. No existe idea sin
sensación. Y como la mayoría de nosotros se alimenta de la
sensación, toda nuestra estructura se basa en ideas. Siendo
limitados y procurando agrandarnos mediante la sensación, las ideas
se tornan muy importantes: ideas sobre Dios, sobre la moral ideas
sobre diversas formas de organización social, etc.
De
suerte que las ideas informan nuestra experiencia, lo cual es un
hecho evidente. Es decir, las ideas condicionan nuestra acción. La
acción no es la que crea las ideas; son las ideas que
engendran la acción. Primero lo pensamos, luego actuamos; y la
acción se basa en las ideas. De modo que la experiencia es el
resultado de las ideas; pero la experiencia es diferente de la
vivencia. Si lo habéis advertido, en el estado de vivencia no hay
ideación, en absoluto. Existe tan sólo el hecho de experimentar, de
actuar más tarde viene la ideación gustos y aversiones-
derivada de esa vivencia. Deseamos que la experiencia continúe o que
no continúe. Si nos gusta, retrocedemos hacia la experiencia que
está en la memoria, lo cual es reclamar la sensación de esa
experiencia, no experimentar de nuevo. Existe, sin duda, una
diferencia entre vivencia y experiencia, y eso debe ser
suficientemente aclarado. En la vivencia no hay experimentador y
experiencia; hay tan sólo estado de vivencia. Pero después
de esa vivencia, las sensaciones de la misma se reclaman, se anhelan;
y de ese deseo nace la idea.
Digamos,
por ejemplo, que habéis tenido una experiencia agradable. Ha pasado,
y suspiráis por ella. Es decir, anheláis la sensación, no el
estado de vivencia; y la sensación crea ideas, basadas en el placer
y el dolor, en evitar y aceptar, en la negación y la continuación.
Ahora bien, las ideas no son de importancia fundamental, ya que, como
lo vemos, ellas tienen continuidad. Podéis morir, pero las ideas que
habéis tenido, el manojo de ideas que sois, continúa parcial o
totalmente, manifestándose de un modo pleno o sólo escasamente. Es
obvio que ellas tienen una forma de continuidad.
De
suerte que, si las ideas son el resultado de la sensación, y lo son,
y si la mente está llena de ideas, si la mente es idea,
entonces hay una continuación de la mente como manojo de ideas. Pero
eso, sin duda, no es inmortalidad; porque las ideas son mero
resultado de las sensaciones, del placer y del “no placer”; y la
inmortalidad tiene que ser algo que esté más allá de las
ideas, algo sobre lo cual no es posible que la mente especule; porque
la mente sólo puede especular en términos de placer y de dolor, de
evasión y de aceptación. Como la mente sólo puede pensar en esos
términos, por más extensiva y profundamente que lo haga ella sigue
basándose en la idea; pero el pensamiento, la idea, tiene
continuidad, y es obvio que aquello que continúa no es inmortalidad.
De modo que para conocer o experimentar la inmortalidad, o para la
vivencia de ese estado, no debe haber ideación. Uno no puede pensar
acerca de la inmortalidad. Si podemos vernos libres de la ideación,
es decir, si no pensamos en términos de ideas, entonces hay tan sólo
un estado de vivencia, un estado en que la ideación ha cesado por
completo. Podéis experimentar con esto vosotros mismos; no aceptéis
lo que os digo. Porque hay mucho involucrado en todo esto. La mente
ha de estar del todo quieta, sin moverse hacia atrás ni hacia
adelante, sin ahondar ni encumbrarse. Es decir, la ideación debe
cesar por completo. Y eso es sumamente difícil. Por tal causa nos
apagemos a palabras como “alma”. “inmortalidad”,
“continuidad”, “Dios”, todas las cuales tienen efectos
neurológicos que son sensaciones. Y de esas sensaciones se alimenta
la mente. Privad a la mente de esas cosas, y está perdida. Por eso
se aferra con gran fuerza a las experiencias pasadas, ahora
convertidas en sensaciones.
¿Es
posible que la mente esté serena no parcialmente sino en su
totalidad- hasta el punto de tener experiencia directa de aquello que
no puede pensarse, que no puede ser expresado en palabras? Es obvio
que aquello que continúa está dentro de los limites del tiempo; y,
a través del tiempo, lo atemporal no puede manifestarse. Por tanto,
Dios, o lo que sea, no puede ser objeto de pensamiento. Si pensáis
al respecto, lo que hay es sólo una idea, una sensación por lo
tanto ya no es verdadero. Es simplemente una idea que continúa, que
es heredada o condicionada; y tal idea no es eterna, inmortal,
atemporal. Es esencial que esto lo sintamos realmente, que
veamos su verdad a medida que lo vamos dilucidando. No digáis “esto
es así, aquello no es así”; “creo en la inmortalidad, y Ud.
no”; “es Ud. agnóstico y yo religioso”. Todas esas expresiones
son irreflexivas, sin madurez, y no tienen significación alguna.
Estamos tratando de algo que no es simple asunto de opinión, de
simpatía o de aversión, ni de prejuicio. Procuramos descubrir qué
es la inmortalidad, mas no como lo hace la gente llamada “religiosa”,
que pertenece a uno u otro culto. Nosotros intentamos experimentar
ese estado, percibirlo, porque en él hay creación. Una vez que se
lo ha experimentado, vivido, entonces el problema entero de la vida
sufre un cambio significativo, revolucionario; y, sin eso, todas las
disputas y opiniones triviales carecen en realidad de significación.
Es
preciso, pues, darse cuenta de todo este proceso, de cómo surgen las
ideas, de cómo la acción emana de las ideas, y cómo éstas, que
dependen de la sensación, dominan la acción y por lo tanto la
limitan. No importa de quien sean las ideas, si de la
izquierda o de la extrema derecha. Mientras nos aferremos a las
ideas, permaneceremos en un estado en que no puede haber vivencia
alguna. Entonces vivimos tan sólo en la esfera del tiempo: en el
pasado, que brinda más sensación; o en el futuro, que es otra forma
de sensación. Sólo cuando la mente está libre de ideas, puede
haber vivencia. Escuchad esto, simplemente; no lo rechacéis ni lo
aceptéis. Escuchadlo como escucharíais el viento entre los árboles.
No ponéis objeciones al viento entre los árboles; resulta
agradable. Si os desagrada, os alejáis. Haced lo mismo aquí. No
rechacéis: averiguad, simplemente. Porque son muchas las personas
que han expresado sus opiniones sobre esta cuestión de la
inmortalidad. Los instructores religiosos hablan de ella, como lo
hace todo predicador a la vuelta de la esquina. Son tantos los
santos, tantos los autores que niegan o afirman; dicen que hay
inmortalidad, o que el hombre es tan sólo el resultado de
influencias del medio ambiente, etc. Las opiniones abundan. Pero las
opiniones no son la verdad; y la verdad es algo que ha de ser
experimentado directamente, de instante en instante; no es una
experiencia que deseáis, lo cual resulta entonces mera
sensación. Y sólo cuándo se logra ir más allá del manojo de
ideas que es el “yo”, la mente, y que tiene una continuidad
parcial o completa, sólo cuando se puede ir más allá de eso, sólo
cuando el pensamiento está totalmente callado, sólo entonces hay un
estado de vivencia. Entonces uno sabrá lo que es la verdad.
Pregunta: ¿Cómo va
uno a conocer o sentir inequívocamente la realidad, el significado
exacto e inmutable de una experiencia que sea la verdad? Siempre que
tengo una realización y siento que es la verdad, alguien a quien la
comunico me dice que no hago mas que engañarme a mí mismo. Siempre
que creo haber comprendido, aparece alguien que me dice que estoy en
la ilusión. ¿Existe algún modo de conocer cuál es la verdad
acerca de mí mismo, sin error, sin engañarme a mí mismo?
Krishnamurti:
Cualquier forma de identificación tiene que conducir a la ilusión.
Está la ilusión psiquiátrica y la ilusión psicológica. Con la
primera ya sabemos qué hacer. Cuando uno se cree Napoleón o un gran
santo, ya sabéis lo que tenéis que hacer. Pero la identificación e
ilusión psicológica es completamente distinta. El político o la
persona religiosa se identifican con la patria o con Dios. Él es
la patria; y, si tiene talento, resulta una pesadilla para el resto
del mundo, ya sea de un modo pacífico o violento. Hay varias formas
de identificación: identificación con la autoridad, con su país,
con una idea; identificación con una creencia, lo que lo obliga a
uno a hacer toda clase de cosas; con una ideología, por la cual
estáis dispuestos a sacrificar a todo el mundo y a todas las cosas,
inclusive a vosotros mismos y a vuestro país, a fin de lograr lo que
deseáis; identificación con una utopía, por la cual encajáis a
los demás en determinado molde. Existe además la identificación
del actor al representar diferentes papeles. Y la mayoría de
nosotros estamos en esa actitud de ejecutantes, afectando
algo, consciente o inconscientemente.
Nuestra
dificultad, pues, consiste en que nos identificamos con un país, con
un partido político, con la propaganda, con una creencia, con una
ideología, con un líder; todo eso es un tipo de identificación.
Existe
luego la identificación con nuestras propias experiencias. He tenido
una experiencia, algo emocionante; y mientras más me ocupo de ella,
más intensa, más romántica, más sentimental, más nebulosa se
vuelve. Y a eso le llamamos Dios; ya conocéis los innumerables modos
de engañarse a sí mismo. La ilusión surge, por cierto, cuando uno
se aferra a algo. Si he tenido una experiencia que está totalmente
terminada y vuelvo a ella, estoy en la ilusión. Si quiero que algo
se repita, si me apego a la repetición de una experiencia, ello
forzosamente me llevará a la ilusión. Así, pues, la base de la
ilusión es la identificación: la identificación con una imagen,
con una idea de Dios, con una voz, o con experiencias a las cuales
nos adherimos apasionadamente. No es a la experiencia que nos
aferramos, sino a la sensación que de ella tuvimos en el momento de
experimentará. Vive en la ilusión un hombre que ha creado en torno
suyo diversos métodos de identificación. Un hombre que cree a causa
de una sensación, de una idea a la cual se apaga, está sujeto a
vivir en la ilusión, en el engaño de sí mismo. Por lo tanto,
cualquiera experiencia acerca de vosotros o rechacéis, tiene que
conduciros a la ilusión. La ilusión solamente cesa cuando
comprendéis una experiencia y no os aferráis a ella. Este deseo de
poseer es la base de la ilusión, del engaño de uno mismo. Deseáis
ser algo, y este deseo ha de ser comprendido, a fin de
comprender el proceso de la ilusión, del engaño de uno mismo. Si
creo que en mi próxima vida seré un gran instructor, un gran
Maestro, el Buda, X, Y o Z, o si creo que ahora soy eso, y a eso me
aferró, estaré sin duda en la ilusión porque vivo de una
sensación, la cual es una idea; y mi mente se alimenta de ideas,
falsas o verdaderas.
¿Y
cómo vamos a saber si una experiencia en un momento dado es la
verdad? Eso es parte de la pregunta. ¿Por qué deseáis saber
si es la verdad? Un hecho es un hecho: no es falso ni verdadero. Sólo
cuando deseo traducir un hecho conforme a mi sensación, a mi
ideación, es que entro en el engaño. Cuando estoy enojado, ello es
un echo; no es cuestión de autoengaño. Cuando soy lujurioso,
codicioso, cuando estoy irritado, ello es un hecho; sólo cuando
empiezo a justificarlo, a buscarle explicaciones, a evitarlo, a
traducirlo conforme a mi prejuicio en mi favor, únicamente entonces
tengo que preguntar: “¿que es la verdad?” Es decir, no bien
abordamos un hecho emocionalmente, sentimentalmente, a base de
ideación, entramos en el mundo de la ilusión y del autoengaño. El
mirar un hecho y estar libre de todo eso, requiere extraordinaria
vigilancia. Es por lo tanto de la mayor importancia que descubramos
por nosotros mismos, no si estamos en la ilusión o engañados, sino
si estamos libres del deseo de identificarnos, del deseo de tener una
sensación (que llamáis experiencia), del deseo de repetir, de
poseer o de volver a una experiencia. Al fin y al cabo, de instante
en instante podéis conoceros tal cuales sois, de hecho, no a través
del tamiz de la ideación, que es sensación. Para conoceros a
vosotros mismos, no hay necesidad de conocer la verdad o lo que no es
la verdad. Para miraros en el espejo y ver que sois feos o hermosos,
efectivamente, no en un sentido romántico, la verdad no es
requisito. Pero la dificultad en que se halla la mayoría de nosotros
es que, cuando vemos la imagen, la expresión, deseamos hacer algo a
su respecto, deseamos alterarla, darle un nombre diferente. Si es
agradable nos identificamos con ella; si es dolorosa, la esquivamos.
En este proceso estriba, sin duda el autoengaño, con lo cual estáis
un tanto familiarizados. Los políticos hacen eso. Lo hacen los
sacerdotes cuando hablan de Dios en nombre de la religión. Y lo
hacemos nosotros cuando estamos atrapados en la sensación de las
ideas y nos aferramos a ellas: esto es verdadero, esto es falso, los
Maestros existen o no existen, todo lo cual es absurdo, falto de
madurez, pueril. Mas para descubrir lo que es un hecho hace falta una
vigilancia extraordinaria, una percepción en la que no halla
condenación ni justificación.
Puede
decirse, pues, que uno se engaña a sí mismo y que está en la
ilusión cuando se identifica con un país, con una creencia, con una
idea, con una persona, etc.; o cuando existe el deseo de repetir una
experiencia, que es la sensación de la experiencia; o cuando,
al recordar la niñez, uno desea repetir sus experiencias: el
deleite, la amistad estrecha, la sensibilidad; o cuando uno desea ser
algo. Es sumamente difícil no ser engañado, ya sea por uno mismo o
por otro; y el engaño cesa tan sólo cuando no existe el deseo de
ser algo. Entonces la mente es capaz de ver las cosas tal cuales son,
de ver el significado de lo que es; entonces no hay lucha
entre lo falso y lo verdadero; entonces no hay búsqueda de la verdad
como distinta de lo falso. Lo importante, pues, es comprender el
proceso de la mente; y esa comprensión es de hecho, no teórica,
sentimental ni romántica; no consiste en encerrarse en un cuarto
oscuro y meditar sobre todo ello, ni en tener imágenes visiones;
nada de todo eso tiene que ver con la realidad. Y como casi todos
somos sentimentales, románticos, como buscamos sensación. estamos
atrapados en las ideas; y las ideas no son lo que es. Por lo
tanto, la mente que está libre de ideas que son sensaciones
está libre de ilusión.
Pregunta: La
experiencia demuestra que la comprensión sobreviene únicamente
cuando cesa la argumentación y el conflicto, cuando se logra en
cierto modo una tranquilidad o simpatía intelectual. Esto es cierto
hasta en la comprensión de problemas técnicos y matemáticos. Sin
embargo, esta tranquilidad ha sido experimentada tan solo después de
haberse hecho todos los esfuerzos de análisis, examen o
experimentación. Significa eso que dicho esfuerzo es un requisito
previo, aunque no suficiente, para la tranquilidad?
Krishnamurti:
Espero que hayáis comprendido la pregunta. Para expresarlo
brevemente: el interlocutor quiere saber si para que haya
tranquilidad de la mente, no es necesario primero esforzarse,
ahondar, analizar, examinar. ¿No hace falta esfuerzo para que la
mente pueda comprender? Es decir, ¿no es la técnica requisito
previo para la “creatividad”? Si se me plantea un problema, ¿no
debo investigarlo, considerarlo detenida y completamente,
escudriñarlo, analizarlo, desmenuzarlo, preocuparme por él y
librarme de él? Entonces, cuando la mente está quieta, se halla la
respuesta. Este es el proceso por el cual pasamos. Tenemos un
problema, lo consideramos, lo examinamos, lo discutimos; y luego,
cansada de él, la mente se aquieta. Entonces, sin saber cómo,
hallamos la respuesta. Este proceso nos resulta familiar. Y el
interlocutor pregunta: “¿No es eso necesario en primer término?”
¿Por
qué pasamos por ese proceso? No nos equivoquemos preguntando si ello
es o no necesario; preguntemos por qué pasamos por ese proceso. Yo
paso por ese proceso, evidentemente, a fin de hallar una respuesta.
Lo que ansío es hallar una respuesta, ¿no es así? Y ese temor de
no hallarla, me obliga a hacer todas esas cosas; y luego, después de
pasar por dicho proceso, me siento agotado y digo: “no tengo
respuesta”. Entonces la mente se aquieta y surge una respuesta,
siempre o a veces.
La
pregunta no es, pues, si el proceso preliminar es necesario, sino por
qué yo paso por ese proceso. Evidentemente, porque busco una
respuerta. No estoy interesado en el problema sino en cómo alejarme
de él. No busco la comprensión del problema sino la respuesta
al problema. Hay ciertamente una diferencia, ¿no es así? Porque la
respuesta está en el problema, no fuera de él. Paso por el proceso
de escudriñar, analizar, desmenuzar, para huir del problema. Pero si
no escapo del problema y trato de mirarlo sin ningún temor o
ansiedad, si no hago más que considerar el problema, ya sea
matemático, político, religioso o de cualquiera otra índole, y no
busco una respuesta, entonces el problema empezará a revelárseme.
Eso, sin duda, es lo que ocurre. Pasamos por ese proceso, y
eventualmente la rechaza porque no tiene salida. Así, pues, ¿no
podemos empezar directamente desde el principio, es decir, sin buscar
una respuesta al problema? Ello es sumamente arduo, ¿verdad? Porque,
cuanto más comprendo el problema, más significación él posee.
Para comprenderlo, he de abordarlo serenamente, sin imponer al
problema mis ideas, mis sentimientos de simpatía o antipatía.
Entonces el problema revelará su significado.
¿Por
qué no es posible tener la mente quieta desde el principio mismo?
Sólo habrá tranquilidad cuando yo no busque una respuesta, cuando
no le tenga miedo al problema. Nuestra dificultad estriba en el temor
que el problema encierra sí, pues; cuando uno pregunta si es
necesario o no hacer un esfuerzo, recibe una respuesta falsa.
Veámoslo
de manera distinta. Un problema exige atención, no distracción por
temor; y no hay atención cuando buscamos una respuesta fuera del
problema, una respuesta que nos convenga, que nos resulte preferible,
que nos ofrezca satisfacción o escape. En otras palabras, si podemos
enfocar el problema sin nada de esto, entonces es posible
comprenderlo.
De
suerte que la cuestión no es si debemos pasar por este proceso de
analizar, examinar, escudriñar, o si ello es necesario para tener
tranquilidad. La tranquilidad se manifiesta cuando no tenemos temor;
y es porque tememos al problema, al asunto que el problema encierra,
que estamos atrapados en los deseos propios de nuestras actividades,
en las actividades nacidas de nuestros deseos.
Pregunta: Ya no
reprimo mis pensamientos, y me siento chocado por lo que a veces
surge en mí. ¿Puedo ser malo hasta tal punto? (Risas).
Krishnamurti: Es
bueno sentirse chocado, ¿verdad? Ello implica sensibilidad, ¿no es
así? Pero si no os sentís chocados, si sólo decís que hay en
vosotros tal o cual cosa que no os gusta, y que vais a disciplinarla,
a cambiarla. entonces estáis a prueba de choques, ¿no es así?
(Risas). No, por favor, no lo toméis a risa. Porque la
mayoría de nosotros desea estar a prueba de sacudidas; no queremos
saber lo que somos, y por eso es que hemos aprendido a reprimir, a
disciplinar, a destruirnos y a destruir al prójimo, por nuestra
patria y por nosotros mismos. No queremos conocernos tal cuales
somos. El descubrirse, pues, tal como uno es, resulta chocante; y
debe serlo. Deseamos, en efecto, ser diferentes; nos agrada
pensar de nosotros mismos, imaginarnos como algo hermoso, noble, como
esto o aquello, todo lo cual es resistencia. Nuestra virtud ha
llegado a ser mera resistencia, y, por lo tanto, ya no es virtud.
Para ser sensible a lo que uno es, requiérese cierta espontaneidad;
y es en esa espontaneidad que uno descubre. Pero si habéis
reprimido, disciplinado vuestros pensamientos y sentimientos tan
completamente que no existe espontaneidad, entonces no es posible
descubrir nada; y yo no estoy muy seguro de que no sea eso lo que la
mayoría de nosotros quiere: llegar a estar interiormente muertos.
Porque es mucho más fácil vivir de ese modo: entregarnos a una
idea, a una organización, al servicio, o a Dios sabe qué, y
funcionar automáticamente. Es mucho más fácil. Pero el ser
sensibles, el darnos cuenta interiormente de todas las posibilidades,
es demasiado peligroso, demasiado penoso; y empleamos un método
respetable para insensibilizarnos, una forma aceptada de disciplina,
de represión, de sublimación, de negación. Bien conocéis las
diversas prácticas que nos hacen torpes, insensibles.
Ahora
bien, cuando descubráis lo que sois lo cual, según el
interlocutor, es malo- ¿qué haréis con ello? Antes habíais
reprimido, y por lo tanto nunca habéis descubierto: ahora ya no
reprimís, y descubrís lo que sois. ¿Cuál es vuestra siguiente
reacción? Eso, por cierto, es mucho más importante: cómo os las
habéis con ello, cómo lo abordáis. ¿Qué ocurre luego, cuando
descubrís que sois lo que llamáis “malo”? ¿Y qué hacéis? En
el momento mismo en que descubrís, ya vuestra mente está ocupada
con ello, ¿no es así? ¿No lo habéis notado? Descubro que soy
mezquino; ello me resulta chocante. ¿Qué hago, pues? La mente dice
entonces: “no debo ser mezquino”, y por lo tanto cultiva la
generosidad. La generosidad de la mano es una cosa, y la generosidad
del corazón es otra. La generosidad que se cultiva es la de la mano;
la generosidad del corazón no podéis cultivarla. Si os
ponéis a cultivar la generosidad del corazón, entonces llenáis el
corazón de las cosas de la mente. ¿Qué hacemos, pues, cuando
descubrimos ciertos rasgos que no son generosos? Observáos a
vosotros mismos, por favor; no aguardéis mi respuesta, mi
explicación. Observad, experimentad eso mientras proseguimos juntos.
No es que sea ésta una clase de psicología; pero, indudablemente,
escuchando cosas como éstas, debemos experimentar y ser libres a
medida qué proseguimos, no continuar día tras día con la misma
necia rutina.
¿Qué
hacemos, pues? La respuesta instintiva consiste en justificar o
negar, lo cual nos torna insensibles. Pero el ver la cosa tal cual
es, el ver que soy mezquino y ahí parar, sin dar explicación
alguna: el saber simplemente que uno es mezquino, es algo
extraordinario, lo cual significa que no hay “verbalización”,
que ni siquiera se nombra ese sentimiento que uno tiene. Si uno
realmente se detiene ahí, verá producirse una transformación
extraordinaria. Entonces uno percibe extensivamente lo que implica
ese sentimiento y nada tiene que hacer a su respecto. Porque, cuando
no le dais nombre a una cosa, ella se desvanece. Experimentad con
ello y descubriréis qué cualidad de extraordinaria percepción se
manifiesta cuando no nombráis ni justificáis, cuando sólo miráis,
cuando observáis en silencio el hecho de que no sois generosos, o de
que sois mezquinos. Empleo las palabras “generoso”, “mezquino”,
con meros fines de comunicación. La palabra no es la cosa, no os
dejéis, pues, llevar por las palabras. Observad, en cambio, esa
cosa. Resulta importante descubrir lo qué uno es, sorprenderse y
sentirse chocado al descubrir lo que uno es, cuando uno se creía tan
maravilloso. Es del todo romántico, idiota y estúpido pensar que
uno es esto o aquello. De suerte que, cuando desechéis todo eso y
simplemente observéis lo que es lo cual no requiere
valor ni virtud sino una vigilancia extraordinaria cuando
dejéis de reprimirlo, de condenarlo, de justificarlo o darle nombre,
entonces veréis producirse una transformación.
Pregunta: ¿Que es lo
que determina el intervalo entre la percepción de nuestro
pensamiento sentimiento y la modificación o desaparición
permanente de la condición percibida? En otros términos ¿por qué
es que ciertas condiciones indeseables en uno mismo no se desvanecen
tan pronto como son observadas?
Krishnamurti: Eso,
por cierto, depende de la debida atención, ¿no es así? Cuando uno
percibe una cualidad indeseable y empleo estas palabras
simplemente para comunicarme, sin dar un significado especial al
término “percibir”- Hay un intervalo de tiempo antes de que se
opere una transformación; y el interlocutor desea saber por qué.
Indudablemente, el intervalo entre la percepción y el cambio depende
de la atención. ¿Hay acaso atención si no hago más que resistir a
aquella cualidad, si la condeno o la justifico? No hay atención,
ciertamente. Eludo la cosa, nada más. Si procuro sobreponerme a
ella, disciplinarla, cambiarla, eso no es atención, ¿verdad? Sólo
hay atención cuando estoy plenamente interesado en la cosa misma, no
en cómo transformarla, porque entonces lo único que hago es eludir,
distraerme, huir. Lo importante, pues, no es lo que ocurre sino el
tener esa capacidad de verdadera atención cuando uno descubre una
cosa indeseable; y no existe la debida atención si hay alguna forma
de identificación, algún sentimiento de placer o desagrado. Eso sin
duda, es muy claro: tan pronto me distrae el placer de desear o no
desear aquello no hay atención. Si esto está bien claro,
entonces el problema es sencillo. Entonces no hay intervalo. Pero el
intervalo nos agrada. Nos gusta pasar por todo ese galimatías,
recurrir a todos esos modos intrincados de eludir aquello que tenemos
que atacar. Y hemos cultivado las escapatorias maravillosa y
asiduamente; y las escapatorias se han vuelto más importantes que la
cosa misma. Pero si uno ve las evasiones, no en forma verbal sino
viendo realmente que uno escapa, entonces existe la debida atención;
entonces uno no tiene que luchar contra las escapatorias. Cuando veis
algo venenoso, no necesitáis escapar; es algo venenoso y lo dejáis
de lado. De igual modo, la verdadera atención es espontánea cuando
el problema es realmente grande, cuando la sacudida es intensa.
Entonces la respuesta es inmediata. Pero cuando la sacudida, cuando
el problema no es grande y bien que nos cuidamos de no agrandar
demasiado ningún problema- entonces nuestra mente se embota y se
hastía.
Pregunta: ¿La
ocupación del artista, del músico, es cosa vana? No hablo de uno
que se dedica al arte o a la música, sino del que es artista de
alma. ¿Querría Ud. dilucidar esto?
Krishnamurti: El
problema es muy complicado, de modo que hay que examinarlo con calma.
Según el interlocutor, hay dos tipos de personas: los que son
artistas de alma y aquellos que se dedican al arte o a la música.
Los que así lo hacen evidentemente, obran por afán de sensación,
por elevarse, para escapar de diversas maneras, o simplemente como
entretenimiento o por afición. Podríais dedicaros a ello como otro
se entrega a la bebida, a un “ismo” o a algún dogma religioso;
tal vez sea menos perjudicial, ya que estáis en vuestra propia
compañía. Viene luego el otro tipo, el del artista, si es que tal
persona existe. Esa persona pinta, toca o compone música, o practica
otras formas del arte, por el arte mismo. ¿Qué le ocurre a esa
persona? Es seguro que conocéis gente de ese tipo. ¿Qué le ocurre
como individuo, como entidad social? ¿Qué le sucede a tal persona?
El peligro que corren todos los que poseen una capacidad, un don, es
que se creen superiores. Eso en primer lugar. Creen que son la sal de
la tierra. Son gente especialmente elegido desde lo alto; y, con esa
sensación de ser distintos, de ser los elegidos, vienen todos los
males: son antisociales, individualistas, agresivos,
extraordinariamente egocéntricos; casi todas las personas que poseen
algún don son así. De suerte que el don, la capacidad, resulta un
peligro, ¿no es así? No es que uno pueda evitar el talento o la
capacidad; pero hay que darse cuenta de todo lo que ello implica, de
los peligros que presenta. Tales personas pueden reunirse en un
laboratorio o en una asamblea de músicos y artistas, pero siempre
está esa barrera entro ellos y los demás. ¿No es cierto? Vosotros
sois legos y yo el especialista: somos el hombre que sabe más y el
hombre que sabe menos; y viene luego toda la identificación
relacionada con ello.
No
hablo con desprecio para nadie, porque sería demasiado estúpido:
pero hay que darse cuenta de todas estas cosas. Señalarlas no
significa ofender ni ridiculizar a nadie. Pocos de nosotros, en
primer lugar, son artistas natos. Nos gusta jugar con ello porque
resulta provechoso o porque da cierto lustre, cierta apariencia, o se
presta a ciertas expresiones verbales que hemos aprendido. Nos
confiere rango, posición. Y si realmente somos artistas, si lo somos
de un modo genuino, hay sin duda en nosotros una cualidad de
sensibilidad, no de aislamiento. El arte no pertenece a ningún país
ni a persona alguna en particular; pero el artista no tarda en hacer
de su don algo personal: él pinta, es su obra, su
poema. Eso lo infla como a cualquiera de nosotros. Y, por lo tanto,
se vuelve antisocial: él es una persona más importante. Y como la
mayoría de nosotros, por suerte o por desgracia, no está en esa
situación, nos valemos de la música o del arte tan sólo como
sensación. Podemos tener una rápida experiencia cuando oímos algo
deleitoso; pero la repetición de eso una y otra vez embota pronto
nuestra sensibilidad. Nos entregamos a la sensación, simplemente. Si
no nos Entregamos a eso, entonces la belleza tiene un significado
completamente distinto. Entonces la abordamos siempre de un modo
nuevo. Y es este modo nuevo de abordar las cosas en todo momento,
sean ellas hermosas o feas, lo que resulta importante, lo que
contribuye a la sensibilidad; pero no podéis ser sensibles si
sois prisioneros de vuestra propia afición o capacidad, de vuestro
propio deleite, de vuestra propia sensación. Sin duda, la persona
realmente creadora se allega a las cosas de un modo nuevo; no
se limita a repetir lo que el locutor de radio le ha dicho, o lo que
dicen los críticos.
La
dificultad, pues, estriba en mantener esa sensibilidad en todo
momento, en estar alertas, ya seáis artistas o simplemente juguéis
con el arte. Y esa sensibilidad se embota cuando os dais importancia
a vosotros mismos como artistas. Podéis tener visión y
podéis poseer la facultad de expresar esa visión en pintura, en el
mármol, en palabras; pero no bien os identificáis con ella, estáis
perdidos, ella ha terminado. Perdéis esa sensibilidad. Al mundo le
encanta ensalzaros, decir cuán maravillosos sois como artistas, y a
vosotros eso os agrada. Y, para la mayoría de nosotros, que no somos
grandes artistas natos, nuestra dificultad está en no perdernos en
las sensaciones, porque las sensaciones embotan; por medio de éstas
no podéis “vivenciar”. La vivencia sólo se produce cuando hay
relación directa; y no hay relación directa cuando existe el velo
de la sensación, el deseo de ser, de cambiar, de continuar. Nuestro
problema, pues, está en mantenernos alertas y sensibles; y eso
resulta imposible cuando lo único que buscamos es sensación y
repetir la sensación.
Agosto
7 de 1949.
IX
Creo
que esta tarde me limitaré a contestar preguntas y que no daré la
plática preliminar acostumbrada; pero antes de hacerlo, me gustaría
indicar una o dos cosas respecto a estas preguntas y respuestas.
En
primer lugar, la mayoría de nosotros está muy inclinada a creer. La
mente es muy astuta al inducirnos a pensar de un modo diferente, a
adoptar un nuevo punto de vista, o a creer en cosas que no son
fundamentalmente verdaderas. Ahora bien, al contestar estas preguntas
quisiera advertir que yo no trato de induciros a seguir mi propia
línea de pensamiento. Procuramos descubrir juntos la respuesta
correcta. Yo no contesto para que sólo aceptéis o neguéis. Vamos
juntos a descubrir lo que es verdadero, y ello requiere una mente
abierta, inteligente, una mente inquisitiva, alerta; no una mente que
esté tan prevenida que sólo niegue, o tan ansiosa que todo lo
acepte. Y al contestar estas preguntas, una cosa fundamental debe
tenerse presente. Es que ellas sólo son un reflejo de las
modalidades de nuestro propio pensar; ellas nos revelan lo que
pensamos. Deben servir de espejo en el cual nos percibamos a nosotros
mismos. Estos debates, estas pláticas, tienen después de todo un
solo propósito, que es la búsqueda del conocimiento propio. Porque,
como he dicho, sólo conociéndonos a nosotros mismos primero - honda
y fundamentalmente, no de manera superficial es que podemos conocer
la verdad. Y es en extremo arduo conocernos a nosotros mismos
profundamente, no superficialmente. No es una cuestión de tiempo,
sino de intensidad; la percepción y la experiencia directa son lo
importante. Y estas discusiones y pláticas persiguen ese fin, de
modo que cada uno de nosotros pueda experimentar directamente todo lo
que se discute y no sólo entenderlo en el plano verbal. También es
importante tener presente que cada uno de nosotros debe encontrar la
verdad; cada uno de nosotros debe ser el maestro y el discípulo; y
eso requiere una gran dosis de humildad, no la mera aceptación de la
seguridad o negación que yo formule.
Así,
pues, cuando contesto estas preguntas, tened presente todo eso, por
favor. Porque todos nosotros tenemos innumerables problemas. La vida
no es muy agradable ni sencilla; es muy complicada, y sólo podemos
comprenderla cuando comprendemos su proceso íntegro, total; y el
proceso total está en nosotros, no fuera de nosotros. Por tanto, es
importante comprendernos a nosotros mismos. Entonces podremos
habérnoslas con las cosas que afrontamos todos los días, con las
influencias cuyo choque constantemente soportamos.
Pregunta: La
murmuración tiene importancia en el descubrimiento de uno mismo,
especialmente para que los demás se nos revelen. En serio: ¿por qué
no emplear la murmuración como un medio para descubrir lo que es? Yo
no tiemblo ante la palabra murmuración simplemente porque haya sido
condenada durante siglos.
Krishnamurti:
Desearía saber por qué murmuramos. No porque ello nos revele lo que
son los demás. ¿Y por qué los demás habrían de sernos revelados?
¿Por qué deseáis conocer a los demás? ¿Por qué ese interés
extraordinario en los demás? En primer lugar, señor, ¿por qué
murmuramos? Es una forma de inquietud, ¿no es cierto? Al igual que
la preocupación, indica una mente intranquila. ¿Y por qué ese
deseo de meterse con los demás, de saber qué hacen o dicen? Es una
mente muy superficial la que murmura, ¿no es así? Es una mente
inquisitiva que está mal encaminada. El interlocutor parece creer
que los demás le son revelados porque él se interesa en ellos: en
sus obras, en sus pensamientos, en sus opiniones. ¿Pero conocemos a
caso a los demás si no nos conocemos a nosotros mismos? ¿Podemos
juzgar a los demás si no conocemos el derrotero de nuestro propio
pensar, el modo como actuamos, nuestra manera de comportarnos? ¿Y
por qué ese extraordinario interés en los demás? ¿No es en
realidad un escape, ese deseo de averiguar lo que el prójimo piensa
y siente, y acerca de qué murmura? ¿Eso no ofrece una evasión de
nosotros mismos? ¿Y no está también en eso el deseo de
inmiscuirnos en la vida de los demás? ¿No es nuestra propia vida
bastante difícil, bastante compleja, bastante dolorosa, aun sin
ocuparnos de los demás, sin meternos con ellos? ¿Hay acaso tiempo
para pensar acerca de los demás de esa manera chismosa, fea cruel?
¿Por qué hacemos eso? Bien sabéis que todo el mundo lo hace. Toda
persona, prácticamente, murmura acerca de alguien. ¿Por qué?
Creo,
en primer lugar, que murmuramos de los demás porque no estamos
bastante interesados en el proceso de nuestro propio pensar y de
nuestros propios actos. Deseamos ver lo que otros hacen, y, para
decirlo con suavidad, imitarlos. En general, cuando murmuramos es
para condenar a los demás. Pero, haciendo una concesión caritativa,
tal vez sea para imitarlos. ¿Por qué queremos imitar a los demás?
¿No indica todo eso una extraordinaria superficialidad de parte
nuestra? Es una mente en extremo torpe la que desea excitación y la
busca fuera de sí misma. En otras palabras la murmuración es una
forma de sensación en la que nos complacemos, ¿no es así? Puede
que sea otra clase de sensación, pero siempre existe ese deseo de
excitarse, de distraerse. Y así, ahondando realmente en esta
cuestión, uno vuelve a sí mismo, lo cual demuestra cuán
superficial es uno en realidad, ya que, al hablar de los demás, lo
que busca es excitación fuera de sí mismo. Sorprendeos a vosotros
mismos la próxima vez que murmuréis de alguien, y si os dais cuenta
de ello, muchísimo os será revelado acerca de vosotros mismos. No
lo disimuléis diciendo que sois simplemente inquisitivos acerca del
prójimo. Eso indica inquietud, cierta tendencia a la excitación,
superficialidad, falta de interés real y profundo en las personas,
que nada tiene que ver con la murmuración.
Ahora
el siguiente problema es este: ¿cómo poner fin a la murmuración?
Esa es la segunda cuestión, ¿no es así? Cuando os dais cuenta de
que murmuráis, ¿cómo pondréis coto a la murmuración? ¿Si ésta
se ha convertido en un hábito, en una cosa repugnante que continúa
día tras día, ¿cómo acabaréis con ella? ¿Pero surge acaso ese
interrogante? Cuando sabéis que murmuráis, cuando os dais cuenta de
que murmuráis y de todo lo que ello implica, ¿os decís a vosotros
mismos “cómo he de terminar con esto”? ¿No termina acaso
espontáneamente, tan pronto os dais cuenta de que murmuráis? El
“cómo” no surge en absoluto. El “cómo” sólo surge cuando
no os dais cuenta; y, sin duda, la murmuración indica falta de
percepción. Experimentad con esto por vosotros mismos la próxima
vez que murmuréis, y observad que la murmuración termina sin
tardanza, de inmediato, cuando os dais cuenta de lo que estáis
diciendo, cuando percibís que vuestra lengua os arrastra. No hace
falta acción alguna de la voluntad para poner coto a la murmuración.
Lo único que se requiere es que os deis cuenta, que seáis
conscientes de lo que decís y que veáis lo que ello implica. No
tenéis que condenar ni justificar la murmuración. Daos cuenta de
ella, y veréis cuán rápidamente dejáis de murmurar, porque la
murmuración le revela a uno las modalidades de la propia acción, la
propia conducta, el propio tipo de pensamiento. Y en esa revelación
uno se descubre a sí mismo, lo cual es mucho más importante que
murmurar de los demás, de lo que hacen, de lo que piensan, de cómo
se comportan.
La
mayoría de nosotros, que leemos la prensa diaria, nos llenamos de
murmuración, de murmuración global. Todo ello es una evasión de
nosotros mismos, de nuestra propia pequeñez, de nuestra propia
fealdad. Creemos que interesándonos de un modo superficial en los
acontecimientos mundiales, nos hacemos cada vez más sabios, más
capaces de enfrentarnos a nuestra propia vida. Todas esas cosas, sin
duda, son medios de huir de nosotros mismos, ¿no es cierto? Porque
en nuestro fuero íntimo somos sumamente vacíos, superficiales; nos
asustamos de nosotros mismos. Somos interiormente tan pobres, que la
murmuración actúa como una forma de variado entretenimiento, como
un escape de nosotros mismos. Tratamos de llenar ese vacío interior
con conocimientos, con ritos, con murmuración, con reuniones de
grupos, con innumerables medios de evasión. De suerte que los
escapes llegan a ser lo más importante, no la comprensión de lo que
es. La comprensión de lo que es exige atención. Para
saber que uno es vacío, que uno está acongojado, se necesita enorme
atención, no escapatorias. Pero a la mayoría de nosotros nos gustan
estas evasiones, porque son mucho más agradables, más placenteras.
Asimismo cuando nos conocemos tal cuales somos, es muy difícil
habérnoslas con nosotros mismos; y ese es uno de los problemas con
los cuales nos enfrentamos. No sabemos qué hacer. Cuando sé que soy
vacío, que sufro, que estoy acongojado, no sé qué hacer, no sé
cómo habérmelas con ello. Recurrimos, pues, a toda clase de
escapatorias.
La
pregunta es, pues: ¿qué hacer? Es obvio, por supuesto, que uno no
puede escapar, ya que eso es lo más absurdo y pueril. Mas cuando os
enfrentáis con vosotros mismos tal cuales sois ¿qué debéis hacer?
Ante todo, ¿es posible no negarlo ni justificarlo, sino quedaros
simplemente con lo que sois? Ello es sumamente arduo, porque la mente
busca explicaciones, condenación, identificación. Si no hace
ninguna de esas cosas sino que se queda con lo que sois, entonces es
como admitir algo. Si yo admito que soy moreno, todo termina ahí;
pero si estoy deseoso de cambiar a un color más claro, entonces
surge el problema. Aceptar, pues, lo que es, resulta sumamente
difícil; y uno puede hacer eso tan sólo cuando no hay escapatoria;
y la condenación o la justificación son modos de evadirse. De ahí
que, cuando uno comprende por qué murmura, el proceso total de ese
hecho, y percibe lo absurdo que es, la crueldad y todas las cosas que
encierra, entonces queda uno reducido a lo que uno es; y eso lo
encaramos siempre para destruirlo o para transformarlo. Mas si no
hacemos ninguna de esas dos cosas, y abordamos el hecho con la
intención de comprenderlo, de estar en un todo con él, entonces
encontraremos que ya no es la cosa que temíamos. Entonces existe una
posibilidad de transformar aquello que es.
Pregunta: Tenemos una
colección de ideales; un amplio surtido. Tratamos de realizarlos por
diversos métodos. Este es un camino largo y que toma tiempo.
Escuchándole a usted, siento que la diferencia o espacio entre el
ideal y la practica es ilusorio: ¿Es esto así?
Krishnamurti: En
primer lugar, ¿nos damos cuenta cada uno de nosotros de que tenemos
ideales, y de que, teniendo esos ideales, procuramos ponerlos en
práctica o vivir en conformidad con ellos, o aproximarnos a ellos?
Consideremos el problema de la violencia. Tenemos el ideal de la “no
violencia” y tratamos de practicar ese ideal en nuestra vida
diaria. O considerad cualquier otro ideal de los que tenéis.
Tratamos de vivir de acuerdo con él en todo momento, de ponerlo en
práctica, si somos sinceros y si no vivimos tan sólo en el nivel
verbal. Y eso implica tiempo, una dedicación constante, una serie de
fracasos, y así sucesivamente.
¿Por
qué tenemos ideales? ¿Por qué tenemos toda una colección de
ellos? ¿Acaso mejoran nuestra vida? ¿Y la virtud ha de lograrse por
una disciplina constante? ¿La virtud es un resultado? ¿O es algo
enteramente distinto? Considerad la humildad. ¿Podéis practicar la
humildad? ¿O la humildad nace cuando el “yo” no es importante?
Entonces el “yo” y “lo mío” no predominan. Pero si hacemos
de eso un ideal, es decir, que el “yo” no debe predominar,
entonces surge la pregunta: ¿cómo llegar a ese estado? De suerte
que todo ese proceso es muy complicado y quimérico, ¿verdad? Tiene
que haber un enfoque diferente del problema, ¿no es así? ¿Una
colección de ideales no resulta un escape? Ella, en efecto, nos da
tiempo para entretenernos. Decimos: “Estoy poniéndolo en práctica;
me estoy disciplinando; un día seré tal cosa; es necesario ir poco
a poco, para evolucionar hacia ello”. Bien conocéis todas las
diversas explicaciones que damos.
Ahora
bien, ¿existe un enfoque diferente? Porque podemos ver que eso de
disciplinarse constantemente en pos de un ideal, eso de aproximarse a
un ideal, no ofrece, en realidad, la solución del problema. No somos
más bondadosos. No somos menos violentos. Tal vez lo seamos
superficialmente, pero no en el fondo. ¿Cómo ha de estar uno, pues,
exento de codicia, sin tener el ideal de la “no codicia”?
Suponed, por ejemplo, que soy codicioso o que soy mezquino, o
iracundo, o cualquiera de esas cosas. El proceso corriente es tener
un ideal y tratar de acercarse a ese ideal en todo momento, mediante
la práctica, la disciplina, etc. ¿Me libra eso de la codicia, de la
ira, de la violencia? Lo que me librará de la violencia es estar
libre de mi deseo de ser algo, de mi deseo de ganar
algo, de proteger algo, de lograr un resultado, etc.
Así,
pues, nuestra dificultad estriba en que, teniendo esos ideales,
existe ese constante deseo de ser algo, de llegar a ser algo; y esa
es, en realidad, la médula de la cuestión, ¿no es así? Después
de todo, la codicia o la ira es una de las expresiones del “yo”,
del “ego”; y mientras ese “yo” persista, la ira continuará.
Disciplinarlo, simplemente, para que funcione de un modo determinado,
no lo libra de la ira. Ese proceso sólo acentúa el “ego”, el
“yo”, ¿no es cierto?
Ahora
bien, si me doy cuenta de que soy iracundo o codicioso, ¿necesito
pasar por todo ese proceso disciplinario a fin de librarme de esa
falla? ¿No hay otra manera de abordarla, un modo distinto de
atacarla? Sólo puedo atacarla de manera distinta cuando ya no siento
placer en la sensación. La ira me produce una sensación de placer,
¿no es así? Aunque después pueda disgustarme, de momento hay en
ella excitación. Es un desahogo. Paréceme, pues, que lo primero es
darse cuenta de ese proceso, ver que el ideal nada extirpa. Es,
simplemente, una forma de aplazamiento. Es decir, para comprender
algo, debo prestarle completa atención; y un ideal es simplemente
una distracción que me impide consagrar plena atención a ese
sentimiento o a esa condición en un momento dado. Si me doy cuenta
plenamente, si presto plena atención a la condición
que llamo codicia, sin que me distraiga un ideal, ¿no estoy entonces
en situación de comprender la codicia y de ese modo disolverla? Como
veis, estamos demasiado acostumbrados al aplazamiento, y los ideales
nos ayudan a aplazar; mas si podemos descartar todos los ideales
porque comprendemos los escapes y la cualidad dilatoria de los
mismos, y encaramos la cosa tal cual es, directa e inmediatamente,
prestándole nuestra plena atención, entonces, de seguro,
existe una posibilidad de transformarla.
Si
me doy cuenta de que soy violento, si lo percibo sin tratar de
transformar dicha condición ni de volverme “no violento”; si
simplemente me doy cuenta de ello, entonces, por el hecho de
consagrarle mi plena atención, descubro las diversas cosas que la
violencia implica, y a causa de ello prodúcese sin duda en mí una
transformación interior. Pero si practico la “no violencia” o la
“no codicia”, o lo que os plazca, entonces no hago más que
postergar -¿no es así?- porque no presto atención a lo que es,
o sea a la codicia o violencia. Como sabéis, casi todos tenemos
ideales, ya sea como un medio de aplazar, o para ser algo,
para lograr un resultado. El deseo mismo de llegar a ser el ideal,
evidentemente, encierra violencia. En el esfuerzo mismo de llegar a
ser algo, en el hecho mismo de avanzar hacia una meta, está sin duda
involucrada la violencia, ¿no es verdad? Observad que todos deseamos
ser algo. Deseamos ser felices, deseamos ser más bellos, deseamos
ser más virtuosos, deseamos ser más y más. Ciertamente, el deseo
mismo de algo más, encierra violencia, codicia. Pero si nos damos
cuenta de que, mientras más deseamos ser algo, mayor conflicto
existe, entonces podemos ver que el ideal contribuye tan solo a
acrecentar nuestro conflicto, lo cual no significa que yo esté
satisfecho con lo que soy. Por el contrario. Mientras yo desee ser
algo más, tiene que haber conflicto, dolor, ira, violencia. Si eso
lo siento realmente, si me afecta profundamente, si lo veo, si me doy
cuenta de ello, entonces soy capaz de habérmelas de inmediato con el
problema, sin tener una colección de ideales que me estimulen a ser
esto o aquello. Entonces mi acción es inmediata, mi relación con
ello es directa.
Pero
en esto también surge otro problema: el del experimentador y la
experiencia. Para la mayoría de nosotros, el experimentador y la
experiencia son dos procesos diferentes. El ideal y yo somos dos
estados distintos. Yo deseo llegar a ser eso. Por lo tanto el “yo”,
el experimentador, el pensador, es diferente del pensamiento. ¿Es
cierto eso? ¿El pensador es diferente del pensamiento? ¿O existe
tan solo pensamiento, el cual crea al pensador? Mientras yo esté,
pues, separado del pensamiento, podré manipular el pensamiento,
podré cambiarlo, podré transformarlo. ¿Pero el “yo que actúa
sobre un pensamiento, es acaso diferente del pensamiento? Son, por
cierto, un fenómeno conjunto. ¿No es así? El pensador y el
pensamiento son uno, no están separados. Cuando uno está enojado,
uno es enojo; hay un sentimiento integrado que llamamos enojo,
ira. Entonces yo digo: “estoy enojado”; y, por lo tanto, me
separo de ese enojo y puedo actuar sobre él, hago algo a su
respecto. Pero si me doy cuenta de que soy ira, de que soy esa
condición misma y que la condición no es separable de mí, cuando
experimento eso, es obvio que existe una acción del todo diferente,
un enfoque enteramente distinto. Ahora bien, nosotros nos separamos
del pensamiento, del sentimiento, de la condición. El “yo”, por
lo tanto, es en tal caso una entidad distinta de la condición; y es
por eso que el “yo“ puede obrar sobre la condición. Pero la
condición no es diferente del “yo”, del pensador; y cuando
existe esa experiencia integrada en la que el pensador y el
pensamiento son uno, no separados, entonces, sin duda, el enfoque es
muy distinto y la respuesta diferente. Una vez más os digo:
experimentad con esto y veréis. Porque en el momento de la vivencia
no existe el experimentador ni la experiencia. Solamente cuando la
vivencia se desvanece, es que hay experimentador y experiencia.
Entonces el experimentador dice: “me gusta aquello”, o “no me
gusta”; “de eso quiero más”, o “de eso quiero menos”.
Entonces él desea cultivar un ideal, convertirse en el ideal. Pero
si el pensador es el pensamiento y no existen dos procesos
separados, entonces su actitud se transforma íntegramente, ¿no es
así? Entonces hay una respuesta enteramente distinta con respecto al
pensamiento; entonces ya no es cuestión de aproximar el pensamiento
a un ideal o de librarse del pensamiento; entonces no existe el que
hace el esfuerzo. Y creo que es en realidad muy importante descubrir
esto por uno mismo, experimentarlo directamente, no porque yo lo diga
o porque lo diga otra persona. Es importante llegar a esta
experiencia: que el pensador es el pensamiento. No dejéis que
eso se convierta en una nueva jerga, en una serie de palabras de uso
corriente. Por medio de la “verbalización no experimentamos;
tenemos meras sensaciones, y las sensaciones no son experiencia. Y si
uno puede darse cuenta de este fenómeno conjunto, de este proceso en
el que el pensador y el pensamiento son uno, creo que entonces se
comprenderá el problema mucho más profundamente que cuando sólo
tenemos ideales o no tenemos ninguno, lo cual, en realidad, está
fuera de discusión.
Si
yo soy mis pensamientos, y si mis pensamientos no son diferentes de
mí mismo, entonces no existe el que hace el esfuerzo, ¿verdad?
Entonces yo no me convierto en aquello; entonces ya no
cultivo la virtud. No es que yo sea ya virtuoso. No bien tengo
conciencia de que soy virtuoso, no lo soy. En cuanto soy
consciente de que soy humilde, cesa sin duda la humildad. Así, pues,
si yo puedo comprender al que hace el esfuerzo al “yo” que
se convierte en sus propios deseos y exigencias autoproyectadas, las
cuales son yo mismo- entonces se opera ciertamente una transformación
radical en toda mi perspectiva. Por eso es importante que haya
verdadera meditación, saber qué significa la verdadera meditación.
No es la aproximación a un ideal, no es el esfuerzo para conseguir
algo, no es lograr, concentrarse, desarrollar ciertas cualidades,
etc., cosa que ya hemos dilucidado. La recta meditación es la
comprensión de todo ese proceso del “yo”. Porque, como lo he
dicho, la verdadera meditación es conocimiento propio; y sin
meditación no puede uno descubrir qué es el proceso del “yo”.
No habiendo meditador que medite sobre algo, la meditación es
la vivencia de aquello que es, el proceso total del
pensamiento como pensamiento. Sólo entonces existe una
posibilidad de que la mente pueda estar realmente quieta.
Entonces es posible descubrir si hay algo más allá de la
mente lo cual no es una mera afirmación verbal de que lo hay o
de que no lo hay, de que hay atman, alma, o lo que sea; no
estamos discutiendo esas cosas. Es ir más allá de toda expresión
verbal. Entonces la mente está quieta no sólo en las primeras
capas, en su nivel superficial, sino que está quieto su contenido
íntegro, la conciencia en su totalidad. Pero no hay quietud si hay
quien hace un esfuerzo, y lo habrá, habrá voluntad de acción,
mientras él se crea distinto del pensamiento. Esto requiere una gran
dosis de investigación, de ponderación; no basta experimentarlo en
forma superficial y sensacional. Y cuando uno tiene esa experiencia
directa, resulta ilusorio y carece de todo sentido el convertirse en
el ideal. Ese es un enfoque totalmente erróneo. Uno ve entonces que
todo ese proceso de llegar a ser lo más, lo más grande, nada tiene
que ver con la realidad. La realidad sólo se manifiesta cuando la
mente está enteramente quieta, cuando no hay esfuerzo. La
virtud es ese estado de libertad en que no existe el que hace
esfuerzos. La virtud, por consiguiente, es un estado en el cual el
esfuerzo ha cesado por completo; pero si os esforzáis por llegar
a ser virtuosos, ello deja evidentemente de ser virtud. ¿No es
así?
De
suerte que mientras no comprendamos, mientras no experimentemos que
el pensador y el pensamiento son uno, todos esos problemas existirán.
Pero tan pronto experimentemos eso, el que hace esfuerzos desaparece.
Para experimentar eso, uno debe darse completa cuenta del proceso del
propio pensar y sentir, del propio deseo de devenir. Y por eso es
importante, si uno busca de veras la realidad, o a Dios, o lo que os
plazca ver que debe terminar esa mentalidad que nos lleva a
encaramarnos, a crecer, a lograr. Somos demasiado mundanos. Con la
mentalidad del empleado que se convierte en jefe, del capataz que se
convierte en director, con esa mentalidad abordamos la realidad.
Creemos que haremos lo mismo: trepar la escala del éxito. Temo que
ello no pueda hacerse de esa manera. Si lo hacéis, viviréis en un
mundo de ilusión, y por lo tanto, de conflicto, dolor, miseria y
lucha. Pero si uno descarta toda esa mentalidad, tales pensamientos,
tales puntos de vista, llega a ser realmente humilde. Es, no
llega a ser. Existe entonces una posibilidad de tener una experiencia
directa de la realidad, que es lo único que disolverá todos
nuestros problemas, pues no los disolverán nuestros astutos
esfuerzos, nuestro gran intelecto, nuestro profundo y amplio saber.
Pregunta: Estoy libre
de ambición. ¿Hay algo malo en eso? (Risas).
Krishnamurti: Si
es Ud. consciente de que está libre de ambición, entonces
hay algo malo. (Risas). Entonces uno se vuelve
afectado, “respetable”, falto de imaginación, irreflexivo. ¿Por
qué habríais de estar libres de ambición? ¿Y cómo sabéis que
estáis libres de ambición? Tener el deseo de estar libre de algo,
es por cierto el principio de la ilusión, de la ignorancia, ¿no es
así? Observad esto: encontramos que la ambición resulta dolorosa:
deseamos ser algo y hemos fracasado. Ahora decimos, pues: “es
demasiado doloroso, me libraré de ello”. Si triunfarais en vuestra
ambición, si lograrais vuestro íntimo anhelo en aquello que queréis
ser, entonces este problema no se plantearía. Pero al no tener
éxito, y al ver que en eso no hay realización, lo descartáis y
condenáis la ambición. Evidentemente, la ambición no es
cosa que valga. Un hombre que es ambicioso, no puede, por cierto,
descubrir la realidad. Puede llegar a ser presidente de algún club,
de alguna sociedad o de algún país. Pero él, sin duda, no busca la
realidad. La dificultad, en la mayoría de nosotros, está en que si
no triunfamos en lo que deseamos, nos amargamos y nos volvemos
cínicos, o tratamos de hacernos espirituales. De modo que decimos:
“eso está mal hecho”, y lo descartamos. Pero nuestra mentalidad
es la misma. Tal vez no triunfemos en el mundo, y en él no seamos
grandes personas, pero “espiritualmente” seguimos deseando el
éxito en una pequeña agrupación, como dirigentes. La
ambición es la misma, ya sea en el mundo o dirigida hacia Dios.
Saber conscientemente que estáis libres de ambición, es ciertamente
una ilusión, ¿verdad? Y si estáis realmente libres de ella, ¿puede
acaso surgir el problema de si estáis libres o no lo estáis? Cuando
uno es ambicioso, lo sabe sin duda en su fuero íntimo, ¿no es
cierto? Y todos los efectos de la ambición en el mundo son bien
visibles: su carácter despiadado, su crueldad, el deseo de poder, de
posición, de prestigio. Pero si uno está conscientemente libre de
algo, ¿no existe el peligro de volverse muy “respetable”, de ser
afectado, satisfecho de sí mismo?
Yo
os aseguro que es cosa muy difícil estar alerta, darse cuenta,
actuar con delicadeza y sensibilidad, sin verse atrapado en los
opuestos. Se requiere gran vigilancia, inteligencia y observación.
Además, aun cuando estéis libres de ambición, ¿qué hay
con eso? ¿Sois más bondadosos, más inteligentes, más sensibles a
los acontecimientos externos e interiores? Hay, por cierto, un
peligro en todo esto, ¿no es así? Es el peligro de embrutecerse, de
volverse estático, torpe, pesado; y cuanto más sensible, alerta,
vigilante, mayor posibilidad existe de que uno sea realmente libre,
no libre de esto o aquello. La libertad requiere inteligencia, y la
inteligencia no es cosa para ser asiduamente cultivada. Es algo que
puede experimentarse directamente en la vida de relación, no a
través del tamiz de lo que creéis que debe ser la convivencia.
Después de todo, nuestra vida es un proceso de interrelación. La
vida es interrelación. Y ella requiere una vigilancia y
atención extraordinarias, no el especular acerca de si estáis o no
libres de ambición. La ambición pervierte la convivencia. El hombre
ambicioso es un hombre aislado; no puede, por lo tanto, convivir ni
con su esposa ni con la sociedad. La vida es relación, ya sea
con uno o con muchos, y esa relación se pervierte, se destruye, se
corrompe por la ambición; y cuando uno se da cuenta de esa
corrupción, no surge por cierto el problema de si estamos libres de
ella.
De suerte que, en todo
esto, nuestra dificultad estriba en estar vigilantes, atentos a lo
que pensamos, sentimos, decimos, no para transformarlo en alguna otra
cosa, sino tan sólo para darnos cuenta de ello. Y si así nos damos
cuenta en lo cual no hay ni condena, ni justificación, sino
mera atención, pleno conocimiento de lo que es- esa
percepción tiene en sí misma un efecto extraordinario. Pero si sólo
tratáis de llegar a ser menos, o más, entonces hay torpeza, hastío,
una afectada respetabilidad; y un hombre que es “respetable”
nunca puede, evidentemente, descubrir la realidad. La alerta
percepción exige una gran dosis de descontento intimo, el cual no se
canaliza fácilmente a través de ninguna satisfacción ni de ningún
placer.
Ahora
bien, si todo esto lo vemos, si vemos todo lo que hemos discutido
esta tarde, no sólo en el nivel verbal sino experimentándolo
realmente, no a ratos perdidos ni cuando se nos arrincona como tal
vez algunos de vosotros estéis ahora, sino todos los días, de
instante en instante; si nos damos cuenta, observando en silencio,
entonces nos volvemos en extremo sensibles no sentimentales, lo
cual sólo sirve para confundir y tergiversar. Para ser interiormente
sensible se necesita gran sencillez, no vestir de taparrabo, o poseer
poca ropa, o no tener automóvil, sino la sencillez en la que el “yo”
y “lo mío” no son importantes, en la cual no hay sentido de
posesión; que ya no existe el que hace esfuerzos. Entonces es
posible experimentar esa realidad, o que esa realidad se manifieste.
Después de todo, esto es lo único que puede traer felicidad
verdadera y perdurable. La felicidad no es un fin en sí misma. Es un
producto accesorio, y sólo nace con la realidad. No se trata de ir
en pos de la realidad; no lo podéis. Ella ha de venir a
vosotros. Y sólo puede venir a vosotros cuando existe completa
libertad y silencio. No que uno se vuelva silencioso. Ese es
un proceso erróneo de meditación. Hay una enorme diferencia entre
ser silencioso y volverse silencioso. Cuando hay verdadero silencio,
no un silencio artificial, entonces surge algo inexplicable, entonces
la creación se manifiesta.
Agosto
13 de 1949
X
Durante
las últimas cinco semanas, hemos dilucidado la importancia del
conocimiento propio, pues si uno no se conoce a sí mismo plena e
integralmente, no sólo en parte, no es posible pensar rectamente ni
por lo tanto actuar como es debido. Sin conocimiento propio no puede
haber acción completa, integrada. Sólo puede haber acción parcial
si no hay conocimiento propio; y como la acción parcial conduce
invariablemente al conflicto y al infortunio, resulta importante,
para los que en verdad quisieran comprender los problemas de la vida
completamente, que comprendan el problema de la convivencia no
sólo la relación con uno o con dos sino con el todo, que es la
sociedad. Para comprender este problema de la interrelación, debemos
comprendernos a nosotros mismos; y comprendernos a nosotros mismos es
acción, no retiro de la acción. Sólo hay acción cuando
comprendemos la interrelación no sólo la relación con las
personas y las ideas, sino con las cosas, con la naturaleza. La
acción, pues, es interrelación con respecto a las cosas, a los
bienes, a la naturaleza, a las personas y a las ideas. Sin la
comprensión de todo ese proceso que llamamos vida, ésta tiene que
ser contradictoria, dolorosa, un conflicto constante. Para
comprender, pues, este proceso de la vida, que somos nosotros,
tenemos que comprender toda la significación de nuestros
pensamientos y sentimientos; y es por eso que hemos estado
discutiendo la importancia del conocimiento propio. Tal vez algunos
de nosotros hayamos leído unos pocos libros de psicología y
tengamos cierto conocimiento superficial de frases psicoanalíticas;
pero me temo que el mero conocimiento superficial no sea suficiente.
La expresión verbal de un entendimiento que proviene del mero saber,
del mero estudio, no es suficiente. Lo importante es comprendernos a
nosotros mismos en la interrelación; y ésta no es estática, está
en constante movimiento. Para seguir esa interrelación, por lo
tanto, no debe haber fijación en una idea. La mayoría de nosotros
somos esclavos de las ideas. Somos ideas. Somos un manojo de
ideas. Las ideas informan nuestros actos y condicionan toda nuestra
perspectiva. De modo que las ideas informan nuestras relaciones. Esa
regulación de la convivencia por una idea impide que se comprenda la
interrelación. Para nosotros la idea es muy importante,
extraordinariamente significativa. Vosotros tenéis vuestras ideas, y
yo tengo las mías, y estamos en conflicto constante sobre ideas, ya
sean políticas, religiosas o de otra índole, cada una en oposición
a las demás. Las ideas invariablemente crean oposición, porque son
el resultado de las sensaciones; y mientras nuestra interrelación
esté condicionada por las sensaciones, por la idea, no se
comprenderá esa interrelación. En consecuencia, las ideas impiden
la acción. Las ideas no promueven la acción; la limitan, cosa que
vemos en la vida diaria.
Así,
pues, ¿es posible que haya acción sin idea? ¿Podemos actuar sin
ideación previa? Sabemos, en efecto, cómo las ideas separan a las
personas; ideas que son creencias, prejuicios, sensaciones, opiniones
políticas o religiosas. Ellas dividen a los hombres y despedazan al
mundo en la actualidad. El cultivo del intelecto se ha convertido en
el factor predominante, y nuestro intelecto guía e informa nuestra
acción. ¿Es posible, pues, actuar sin ideas? Sí actuamos sin ideas
cuando el problema es realmente intenso, muy profundo, cuando exige
toda nuestra atención. Puede que tratemos de ajustar el acto a una
idea; pero si penetramos el problema, si procuramos realmente
comprender el problema mismo, empezaremos a descartar la idea, el
prejuicio, el punto de vista particular, y encararemos el problema de
un modo nuevo. Esto es ciertamente lo que hacemos cuando tenemos un
problema: tratamos de resolverlo conforme a una idea determinada, o
con sujeción a tal o cual resultado, etc. Cuando el problema no
puede resolverse de ese modo, entonces echamos a un lado todas las
ideas, abandonamos nuestras ideas y, por lo tanto, abordamos el
problema de un modo nuevo, con una mente serena. Esto lo hacemos
inconscientemente. Sin duda es eso lo que ocurre, ¿verdad? Cuando
tenéis un problema os preocupáis por él. Queréis que de ese
problema resulte algo en particular, o interpretáis el problema de
acuerdo a determinadas ideas. Pasáis por todo ese proceso, y sin
embargo el problema no se resuelve. De ahí que la mente, al
fatigarse, deje de pensar acerca del problema. Entonces está quieta,
aliviada; el problema no le preocupa. Y de pronto, como sucede a
menudo, la solución del problema se percibe inmediatamente, surge
una insinuación con respecto a dicho problema.
No
hay duda, pues, de que la acción no estriba en ajustarse a una idea
determinada. En ese caso es sólo una continuación del pensamiento;
no es acción. ¿Y acaso no podemos vivir sin ajustar la acción a
una idea? Porque las ideas continúan; y si ajustamos la acción a
una idea, damos continuidad a la acción, y por lo tanto hay
identificación del “yo” con la acción: yo y “mi” acción.
De ahí que la ideación fortalezca el “yo”, origen de todo
conflicto y miseria.
La
inmortalidad no es, por cierto, una idea. Es algo que está más allá
de la ideación, del pensamiento, más allá de ese has de recuerdos
que constituye el “yo”. Y sólo hay vivencia de ese estado cuando
cesa la ideación, cuando el proceso del pensamiento se detiene. La
vivencia de aquello que llamamos lo inmortal, del estado atemporal,
no es producto del pensamiento: porque el pensamiento es simple
continuación de la memoria, la respuesta de la memoria; y la
vivencia de ese estado extraordinario sólo puede surgir con la
comprensión del “yo”, no tratando de alcanzar dicho estado,
porque eso sería un simple intento de experimentar algo que uno
mismo proyecta, y que, por lo tanto, es irreal. Por esta razón es
importante comprender el proceso íntegro, total, de nuestra
conciencia, que llamamos el “yo” y “lo mío”, que sólo puede
ser comprendido en la convivencia, no en el aislamiento.
Por
eso es imperativo que aquellos que realmente desean comprender la
verdad, o la realidad, o Dios, o lo que sea, capten plenamente el
significado de la interrelación; porque esa es la única acción. Si
la interrelación se basa en una idea, entonces no es acción. Si yo
trato de circunscribir mi vida de relación, ajustarla o limitarla a
una idea, cosa que casi todos hacemos, entonces eso no es acción, no
hay comprensión en la convivencia. Pero si vemos que ese es un
proceso falso que conduce a la ilusión, a la limitación, al
conflicto, a la separación las ideas siempre separan- entonces
empezaremos a comprender directamente la interrelación, y no
le impondremos un prejuicio, una condición. Entonces veremos que el
amor no es un proceso de pensamiento. No podéis pensar acerca del
amor. Pero la mayoría de nosotros lo hacemos, y por eso resulta mera
sensación. Y si limitamos la interrelación a una idea basada en la
sensación, entonces descartamos el amor, entonces llenamos nuestro
corazón con las cosas de la mente. Aunque podamos sentir la
sensación y llamarla amor; no es amor. El amor, por cierto, es algo
que está más allá del proceso del pensamiento, pero sólo puede
descubrirse comprendiendo el proceso del pensamiento en la vida de
relación; no negándolo, sino percibiendo toda la significación de
las modalidades de nuestra mente y de nuestra acción en la
convivencia. Si podemos proseguir más hondamente, entonces veremos
que la acción no está relacionada con la idea. Entonces la acción
es de instante en instante; y en esa vivencia, que es recta
meditación, está la inmortalidad.
Pregunta: ¿Qué lugar
ocupa la crítica en la vida de relación? ¿Cuál es la diferencia
entre critica constructiva y destructiva?
Krishnamurti:
En primer lugar, ¿por qué criticamos? ¿Es con el fin de
comprender? ¿O es simplemente un proceso de irritante censura? Si yo
os critico, ¿acaso os comprendo? ¿Llégase a la comprensión a
través del juicio crítico? Si yo deseo comprender, si yo deseo
entender, no de un modo superficial sino profundo, todo el
significado de mi relación con vosotros, ¿empiezo por criticaros?
¿O me doy cuenta de esa relación entre vosotros y yo observándola
en silencio, no proyectando mis opiniones, críticas, juicios,
identificaciones o condenaciones, sino observando calladamente lo que
ocurre? ¿Y qué sucede si no critico? Uno puede dormirse, ¿no es
así? Lo cual no significa que no nos durmamos cuando regañamos con
insistencia. Tal vez eso se convierta en un hábito, y por hábito
nos quedemos dormidos. ¿Lógrase una comprensión más amplia y más
profunda de la convivencia por medio de la crítica? No importa que
la crítica sea constructiva o destructiva, eso, por cierto, no viene
al caso. Por lo tanto, la pregunta es ésta ¿qué estado de la mente
y del corazón se necesita para comprender la convivencia? ¿Cuál es
el proceso de la comprensión? ¿Cómo comprendemos algo? ¿Cómo
comprendéis a vuestro hijo, si él os interesa? Lo observáis, ¿no
es cierto? Lo observáis cuando juega; lo estudiáis en sus
diferentes estados de ánimo; no proyectáis vuestras opiniones sobre
él. No decís que él debe ser esto o aquello. Estáis activamente
vigilantes, activamente perceptivos, ¿no ea así? Entonces, tal vez,
empezaréis a comprender al niño. Pero si criticáis constantemente,
si inyectáis en todo instante vuestra propia personalidad, vuestra
idiosincrasia, vuestras opiniones, decidiendo cómo debe ser o no
debe ser el niño, y todo lo demás, es obvio que erigís una barrera
en vuestra relación con él. Pero, por desgracia, casi todos
criticamos para dirigir, para intervenir; y nos produce cierto
placer, cierta satisfacción, el dar forma a algo, a vuestra relación
con vuestro esposo, con vuestro hijo, o con quien sea. Con ello
experimentáis una sensación de poder, sois el que manda; y en eso
hay una tremenda satisfacción. Evidentemente, no es a través de
todo ese proceso que se comprende la convivencia. Lo único que hay
es imposición, deseo de formar a otro en el molde de vuestra
idiosincrasia, de vuestro deseo, de vuestro anhelo. Todo eso impide
que se comprenda la interpelación, ¿no es así?
Además,
existe la autocrítica. El asumir una actitud critica hacia uno
mismo, el criticarse, condenarse o justificarse, ¿trae acaso
comprensión de uno mismo? ¿Guando empiezo a criticarme, no limito
el proceso de comprender, de explorar? ¿Es que la introspección,
que es una forma de autocrítica, revela el “yo’’? ¿Qué es lo
que hace posible la revelación del “yo”? Ser constantemente
analítico, temeroso, crítico eso, ciertamente, no ayuda a
poner nada en claro. Lo que pone de manifiesto al “yo” de modo
tal que empezáis a comprenderlo, es la constante percepción del
mismo sin condenación, sin identificación alguna. Ha de haber
cierta espontaneidad; no podéis estar analizándolo constantemente,
disciplinándolo, regulándolo. Esta espontaneidad es esencial para
la comprensión. Si lo único que hago es limitar, dominar, condenar,
detengo el movimiento del pensar y del sentir, ¿no es así? Es en el
movimiento del pensar y del sentir que descubro, no en el simple
control. Y cuando uno descubre, resulta importante saber cómo hemos
de actuar al respecto. Ahora bien, si yo actúo de acuerdo con una
idea, con una norma, con un ideal, encajo al “yo” en un molde
determinado. En eso no hay comprensión, no hay superación. Pero si
puedo observar el “yo” sin condenación alguna, sin ninguna
identificación, entonces es posible ir más allá. Por eso es que
todo este proceso de aproximarse a un ideal es tan enteramente
erróneo. Los ideales son dioses de fabricación casera; y ajustarse
a una imagen proyectada por uno mismo no es, por ciertos una
liberación.
De
modo que sólo puede haber comprensión cuando la mente percibe en
silencio, cuando observa; y ello es arduo, porque nos complace el
estar activos, inquietos, el criticar, condenar, justificar. Esa es
toda la estructura de nuestro ser, y a través del tamiz de las
ideas, prejuicios, puntos de vista, experiencias, recuerdos, tratamos
de comprender. ¿Será posible libertarnos de todos esos tamices, y
comprender directamente? Hacemos eso, sin duda, cuando el problema es
muy intenso. No pasamos por todos esos métodos: encaramos el
problema directamente. Así, pues, la comprensión de la convivencia
se logra tan sólo cuando ese proceso de autocrítica se comprende y
la mente está serena. Si me escucháis, y si tratáis de seguir sin
gran esfuerzo lo que deseo transmitir, existe una posibilidad de que
nos entendamos. Pero si no hacéis más que criticar, si exponéis
con énfasis vuestras opiniones, lo que habéis aprendido en los
libros, lo que alguien os ha dicho, etc., entonces vosotros y yo no
convivimos porque entre nosotros se alza esa mampara. Pero si todos
tratamos de descubrir las ramificaciones del problema, que se hallan
en el problema mismo, si todos estamos ansiosos de ir hasta el fondo
del problema, de saber la verdad a su respecto, de descubrir lo que
es entonces convivimos. Entonces vuestra mente está a
la vez alerta y pasiva, observando para ver lo que hay de verdadero
en esto. Vuestra mente, pues, tiene que ser en extremo ágil, no debe
estar anclada en ninguna idea ni ideal, en ningún criterio, en
ninguna opinión que hayáis consolidado a través de vuestras
propias experiencias. La comprensión llega, sin duda, cuando existe
la ágil ductilidad de una mente que está pasivamente alerta.
Entonces es capaz de recibir, entonces es sensible. Una mente no es
sensible cuando está atestada de ideas, prejuicios, opiniones, a
favor o en contra de algo.
De
suerte que para comprender la interrelación, debe haber percepción
alerta y pasiva la cual no destruye la convivencia. Por el contrario,
ella hace que la interrelación sea mucho más vital, mucho más
significativa. Entonces, en esa relación existe una posibilidad de
verdadero afecto; hay una cordialidad. Una impresión de proximidad
que no es mero sentimiento o sensación. Y si podemos abordarlo todo
de ese modo, estar en esa clase de relación con todo, nuestros
problemas serán fácilmente resueltos los problemas de la
propiedad, de la posesión-. Porque nosotros somos aquello que
poseemos. El hombre que posee dinero es dinero. El hombre que
se identifica con la propiedad, es la propiedad, o la casa, o
los muebles. De igual modo con las ideas o con las personas; y cuando
hay espíritu posesivo no hay convivencia. Pero la mayoría de
nosotros poseemos porque de otro modo nada tenemos. Somos cascarones
vacíos si nada poseemos, si no llenamos nuestra vida con muebles,
con música, con conocimientos, con esto o con aquello. Y ese
cascarón hace mucho ruido, y a ese ruido le llamamos vivir; y con
eso nos satisfacemos. Y cuando eso se nos desbarata, cuando se nos
escapa, sentimos pena; porque entonces os descubrís tal cuales sois:
cascarones vacíos sin mayor significación. Así, pues el darse
cuenta del contenido total de la interrelación es acción: y de ésta
surge una posibilidad de verdadera convivencia, una posibilidad de
descubrir su gran hondura, su gran significación, y de saber lo que
es el amor.
Pregunta: Cuando Vd.
habla de “atemporalidad”, parece que quiere significar algo
además de una serie de acontecimientos. El tiempo, a mi entender, es
necesario para la acción, y no puedo imaginar la existencia sin una
serie de acontecimientos. ¿Quiere Vd. decir, tal vez, que al conocer
qué parte de uno es eterna, el tiempo ya no es un medio para llegar
a un fin, o un medio de progreso?
Krishnamurti: En
primer lugar, no podemos discutir qué es lo “atemporal”. Una
mente que es el producto del tiempo, no puede pensar en algo que es
atemporal. Porque mi mente, vuestra mente, después de todo, es un
resultado del pasado, el cual es tiempo Y con ese instrumento
tratamos de pensar en algo que no es del tiempo; y eso, ciertamente,
no es posible. Podemos especular, escribir libros al respecto,
podemos imaginárnoslo, hacer con ello toda clase de tretas; pero eso
no será lo real. Así, pues, no especulemos al respecto. No hablemos
siquiera de eso. Especular sobre qué es el estado atemporal, resulta
absolutamente inútil, carece de sentido. Pero podemos hacer otra
cosa: descubrir cómo libertar la mente de su propio pasado, de su
propia autoproyección; podemos descubrir qué es lo que le da
continuidad, una serie de acontecimientos como medio de progreso,
como medio de comprensión, o lo que os plazca. Es visible que una
cosa que continúa, tiene que decaer. Aquello que continúa no puede
renovarse; solo aquello que termina puede renovarse. Para una mente
limitada por un hábito o una opinión particular, o atrapada en la
red de los ideales, de las creencias, de los dogmas para esa
mente no puede, por cierto, haber renovación. Ella no puede mirar la
vida de un modo nuevo. Solamente cuando esas cosas han sido
descartadas y la mente está libre, puede ella mirar la vida de un
modo nuevo. Hay renovación, impulso creador, tan sólo cuando el
pasado ha terminado, es decir, cuando ya no hay identificación que
dé continuidad al “yo” y a “lo mío: “mi” propiedad, “mi”
hogar, “mi” esposa, “mi” hijo, “mi” ideal, “mis”
dioses, “mis” opiniones políticas. Es esta constante
identificación lo que da continuidad a la serte de acontecimientos
que van haciendo del “yo” algo más amplio, más grande, más
noble, más digno, más inteligente, etc.
¿La
vida, la existencia, es cuestión de acontecimientos sucesivos? ¿Qué
entendemos por “serie de acontecimientos”? ¿Sé que estoy vivo
porque recuerdo el día de ayer? ¿Sé que estoy vivo porque conozco
el camino de mi casa? ¿O sé que estoy vivo porque voy a ser
alguien? ¿Como sé que estoy vivo? Sólo en el presente, sin duda,
sé que soy consciente ¿Es la conciencia el mero resultado de la
serie de acontecimientos? Para la mayoría de nosotros lo es. Sé que
estoy vivo, que soy consciente, a causa de mi pasado, de mi
identificación con algo. ¿Es posible, sin ese proceso de
identificación, saber que uno es consciente? ¿Y por qué es que uno
se identifica? ¿Por qué me identifico a mí mismo como mi
propiedad, mi nombre, mi ambición, mi progreso? ¿Por qué? ¿Y qué
ocurriría si no nos identificáramos? ¿Negaría eso toda
existencia? Tal vez, si no nos identificásemos, habría un campo de
acción más vasto, mayor hondura de sentimiento y pensamiento. Nos
identificamos porque eso nos da una sensación de estar vivos como
entidades, como entes separados. Así, pues, la sensación de que uno
está separado ha cobrado importancia porque mediante el estado de
separación disfrutamos más; y si negamos ese estado, tememos no ser
capaces de gozar, de tener placeres. Esa, sin duda, es la base del
deseo de continuidad, ¿no es así? Pero también opera un proceso
colectivo. Dado que el estado separativo implica mucha destrucción y
otras cosas, en oposición a eso está el colectivismo, que descarta
la separación individual. Pero el individuo se convierte en lo
colectivo mediante otra forma de identificación, reteniendo su
estado separativo, como podemos observarlo.
Mientras
haya continuidad por medio de la identificación, no puede haber
renovación. Sólo cuando cesa la identificación hay posibilidad de
renovarse. A la mayoría de nosotros nos asusta llegar al fin. A casi
todos la muerte nos causa pavor. Se han escrito innumerables libros
acerca de lo que hay después de la muerte. Estamos más interesados
en la muerte que en el vivir. Porque parece que con la muerte hay un
fin: el fin de la identificación. Para aquello que continúa no hay
ciertamente renacimiento, renovación. Sólo en morir está la
renovación; y, por lo tanto, es importante morir cada minuto, no
esperar morir de vejez y enfermedad. Eso significa morir para todas
nuestras acumulaciones e identificaciones, para nuestras experiencias
acumuladas; y eso es la verdadera sencillez no la acumulada
continuidad de la identificación.
Así,
pues, cuando cesa este proceso de identificación que hace
revivir la memoria y le da continuidad en el presente- entonces hay
posibilidad de renacimiento, de renovación, de “creatividad”; y
en esa renovación no hay continuidad. Aquello que se renueva no
puede continuar. Es de instante en instante.
El
interlocutor pregunta también: “¿Quiere Ud. decir, tal vez, que
al conocer qué parte de uno es eterna, el tiempo ya no es un medio
para llegar a un fin?” ¿Hay alguna parte de vosotros que
sea eterna? Aquello en lo cual podéis pensar sigue siendo producto
del pensamiento, y por lo tanto, no es eterno. Porque el pensamiento
es el resultado del pasado, del tiempo. Y si postuláis algo eterno
en vosotros, ya habéis pensado en ello. No estoy argumentando con
astucia sobre esta cuestión. Muy bien podéis ver que lo eterno no
es cosa acerca de la cual podáis pensar. No podéis progresar, no
podéis evolucionar hacia lo eterno; si lo hacéis, ello es
simplemente una proyección del pensamiento, y, por lo tanto, sigue
estando dentro de la red del tiempo. Ese camino conduce a la ilusión,
a la miseria, a toda la fealdad del engaño lo cual nos agrada,
porque la mente sólo puede funcionar dentro de lo conocido, de
seguridad en seguridad, de salvaguardia en salvaguardia. No es lo
eterno, si está dentro del cautiverio del tiempo; y tan pronto la
mente piensa en lo eterno, ello está en el cautiverio del tiempo, y
por tanto no es lo real.
De
suerte que, cuando percibáis todo este proceso de identificación,
cuando veáis cómo el pensamiento da continuidad a las cosas para
estar en seguridad; cómo el pensador se separa del pensamiento y de
ese modo adquiere seguridad cuando veáis todo ese proceso del
tiempo y lo comprendáis (no sólo verbalmente sino profundamente),
cuando lo sintáis y lo experimentéis íntimamente, entonces
descubriréis que ya no pensáis en lo atemporal. Entonces la mente
está quieta, no sólo superficial sino profundamente, entonces llega
a estar tranquila: es tranquila. Entonces hay una experiencia directa
de aquello que es inconmensurable. Pero el mero hecho de especular
sobre lo que es atemporal, es una pérdida de tiempo. Podríais lo
mismo jugar al póker. Toda especulación la desecháis en el momento
en que tenéis una experiencia directa. Y eso es lo que estamos
dilucidando: cómo tener esa experiencia directa sin intervención de
la mente. Pero tan pronto existe esa vivencia directa, la mente se
apega a las sensaciones de la misma, y entonces desea una
repetición de esa experiencia; lo que en realidad significa que la
mente está interesada en la sensación, no en la vivencia. Es por
eso que la mente jamás puede experimentar; sólo puede conocer
sensaciones. La vivencia sólo ocurre cuando la mente no es el
experimentador. Por tanto, lo eterno no puede ser conocido, ni
imaginado, ni experimentado a través de la mente. Y como ése es el
único instrumento que hemos cultivado, a expensas de todo lo demás,
estamos perdidos cuando miramos el proceso de la mente. Tenemos
que estar perdidos. Tenemos que morir para ese proceso, lo cual no es
desesperación ni temor. Conoced el proceso de la mente ved lo que
es; y cuando veis lo que es, el proceso termina sin coacción alguna.
Sólo entonces existe una posibilidad de esa renovación que es
eterna.
Pregunta: ¿Existe una
laguna, un intervalo de alguna duración, entre mi percepción de
algo y el que yo sea ese algo o lo realice? ¿No significa ese
intervalo un ideal en un extremo y su realización en el otro, por
medio de la práctica y de la técnica? Es este “cómo”, o sea el
método, lo que deseamos que Ud. nos diga.
Krishnamurti:
¿Existe un intervalo entre la percepción y la acción? Casi todos
diríamos que sí. Decimos que hay un intervalo: veo, y después
actúo. Comprendo eso intelectualmente, ¿pero cómo voy a ponerlo en
práctica? Veo lo que Ud. quiere decir, pero no se cómo llevarlo a
efecto. ¿Es acaso necesario ese resquicio, esa laguna, ese
intervalo? ¿O es que sólo nos engañamos a nosotros mismos? Cuando
digo “veo”, en realidad no veo. Si veo, entonces no
hay problema. Si veo algo, la acción sigue. Si veo una serpiente
venenosa, no digo “veo”, y “¿cómo voy a actuar?” Actúo.
Pero no vemos; y no vemos porque no deseamos ver;
porque el ver es demasiado inminente, demasiado peligroso, demasiado
vital. El ver trastornaría todo nuestro proceso de pensar, de vivir.
Por eso decimos: “yo veo, y por favor, indíqueme cómo he de
actuar”. Estáis, por lo tanto, interesados en el método, en “cómo
hacerlo”, en la práctica. Por eso decimos: “veo la idea,
comprendo, ¿pero cómo he de actuar? “Entonces tratamos de unir,
de conectar la acción con la idea, y nos perdemos. Y buscamos
métodos. Consultáis a diferentes instructores, psicólogos “gurús”,
o lo que os plazca, e ingresáis a sociedades que os ayudarán a unir
la acción con la idea. Ese es un método muy cómodo de vivir, un
escape feliz, una manera muy respetable de evitar la acción. Y en
ese proceso estamos todos apresados. Me doy cuenta de que debo ser
virtuoso, de que no debo enojarme ni ser mezquino; “pero por favor,
dígame cómo debo proceder”. Y ese proceso de “cómo hacerlo”
se convierte en una inversión religiosa, en una explotación, y todo
lo demás y viene luego; vastas propiedades, y, como bien lo sabéis,
toda una serie de combinaciones. En otras palabras: no vemos y
no queremos ver. Pero no decimos eso honradamente. En el
momento en que admitimos eso, tenemos que actuar. Entonces sabemos
que nos engañamos a nosotros mismos, lo que es muy desagradable.
Decimos, pues: “Por favor, estoy aprendiendo gradualmente, todavía
soy débil, no soy lo bastante fuerte; es cuestión de progreso, de
evolución, de desarrollo; finalmente, llegaré”. Nunca deberíamos,
pues, decir que vemos, o que percibimos, o que comprendemos; porque
la mera “verbalización” no tiene sentido. No hay intervalo
alguno entre ver y actuar. En el momento en que veis, actuáis. Lo
hacéis cuando conducís un automóvil; si no lo hicieseis, habría
peligro. Pero hemos inventado muchos modos de eludir. Hemos llegado a
ser lo bastante hábiles y astutos para no cambiar radicalmente. No
hay, empero, intervalo entre la percepción y la acción. Cuando veis
una serpiente venenosa, reaccionáis de inmediato; la acción es
instantánea. Cuando hay un intervalo, ello indica pesadez de la
mente, pereza, evasión. Y esa evasión, esa pereza, se vuelve muy
respetable porque todos incurrimos en ella. Buscáis, pues, un método
para unir la idea a la acción, y de ese modo vivís en la ilusión.
Y tal vez ello os agrade. Mas para un hombre que realmente percibe,
no hay problema; hay acción. No percibimos a causa de nuestros
innumerables prejuicios, de nuestro desafecto, de nuestra pereza, de
nuestras esperanzas de que algo lo modificará.
Así,
pues, resulta obvio que el pensar en términos de idea y acción
separadas, es prueba de ignorancia. Decir “yo seré algo” el
Buda, el Maestro, o lo que os plazca- es evidentemente un proceso
erróneo. Lo importante es comprender lo que sois ahora; y eso no
puede comprenderse si aplazáis, si mantenéis un intervalo entre el
ideal y vosotros. Y como casi todos vosotros os entregáis a esa
forma particular de excitación, es obvio que prestaréis escasa
atención a todo esto. Las ideas jamás pueden libertar la acción;
por el contrario, las ideas limitan la acción; y sólo hay acción
cuando comprendo a medida que prosigo, de instante en instante, sin
atarme a una u otra creencia ni a un ideal determinado que vaya a
realizar. Eso es morir de instante en instante, en lo cual hay
renovación. Y esa renovación resolverá el siguiente problema. Esa
renovación da nueva luz, nuevo significado a todas las cosas. Y sólo
puede haber renovación cuando uno se libra del resquicio, de la
laguna, del intervalo, entre la idea y la acción.
Pregunta: Habla Ud. a
menudo de vivir, de “vivenciar”, y, no obstante, ser como la
nada. ¿Tiene esto algo que ver con la humildad, con el estar abierto
a la gracia de Dios?
Krishnamurti: Ser
conscientemente algo, es no ser libre. Si soy consciente de que no
soy codicioso, de que he superado la ira, no estoy, ciertamente,
libre de la codicia ni de la ira. La humildad es algo de lo cual no
podéis ser conscientes. Cultivar la humildad es cultivar la
autoexpansión en forma negativa. Es obvio, por lo tanto, que
cualquier virtud deliberadamente cultivada, practicada, vivida, no es
virtud. Es una forma de resistencia, una forma de autoexpansión que
encierra su propio placer. Pero eso ya no es virtud. La virtud es
simplemente una libertad en la que se descubre lo real. Sin virtud no
puede haber libertad. La virtud no es un fin en sí misma. Ahora
bien, no es posible “ser como la nada” por esfuerzo deliberado y
consciente, porque entonces sería otra adquisición. La inocencia no
es el resultado de un cultivo esmerado. Ser como la nada, es
esencial. Así como una copa es útil solamente cuando está vacía,
solo es posible recibir la gracia de Dios, o la verdad, o lo que sea,
cuando uno es como la nada. ¿Es posible no ser nada en el sentido de
llegar a ello? ¿Podéis lograrlo? Tal como habéis construido una
casa, o acumulado dinero, ¿podéis también conseguir esto? Sentarse
a meditar acerca de la nada, desechando conscientemente todas las
cosas, haciéndonos receptivos, es, por cierto, una forma de
resistencia, ¿verdad? Esa es una acción deliberada de la voluntad,
y la voluntad es deseo; y cuando deseáis no ser nada, de antemano,
ya sois algo. Por favor, ved la importancia de esto: cuando deseáis
cosas positivas, sabéis que ello implica lucha dolor, y por eso las
rechazáis y os decís a vosotros mismos: “ahora no seré nada”.
El deseo sigue siendo el mismo, es el mismo proceso en otra
dirección. La voluntad de no ser nada es como la voluntad de ser
algo. De suerte que el problema no consiste en no ser nada, o en ser
algo, sino en comprender el proceso íntegro del deseo: el anhelo de
ser o de no ser. En ese proceso, la entidad que desea es diferente
del deseo. No decís “el deseo soy yo”, sino “yo estoy deseoso
de algo”. Existe por lo tanto, una separación entre el
experimentador (el pensador) y la experiencia (el pensamiento). No
hagáis de esto, por favor, algo metafísico y difícil. Podéis
mirarlo muy sencillamente sencillamente en el sentido de que
uno puede, con cautela, hallar el modo de penetrar en ello.
Así,
pues, mientras exista el deseo de no ser nada, sois algo. Y ese deseo
de ser algo os divide en experimentador y experiencia; y en esas
condiciones no hay posibilidad de vivencia. Porque, en el estado de
vivencia, no hay experimentador ni experiencia. Cuando tenéis la
vivencia de algo, no pensáis que vosotros estáis
experimentando. Cuando sois realmente felices, no decís “soy
feliz”. En el momento en que lo decís, la felicidad ya ha
desaparecido. De suerte que nuestro problema no estriba en cómo no
ser nada, lo cual, en realidad, es muy pueril, ni en cómo aprender
una nueva jerga y tratar de ser esa jerga, sino en cómo entender el
proceso total del deseo, del anhelo. Y él es tan sutil, tan
complejo, que tenéis que abordarlo muy sencillamente, no con todos
los conflictos que implica la condenación, la justificación, lo que
debería ser, lo que no debería ser, cómo ha de ser destruido, cómo
debe ser sublimado todo lo cual habéis aprendido de los libros
y de las organizaciones religiosas. Si podemos descartar todo eso y
sólo observar en silencio el proceso del deseo, que es uno mismo no
es que vosotros experimentéis el deseo; es la vivencia del
deseo- entonces veremos que nos libramos de esa ansia constante y
ardiente de ser o de no ser, de devenir, de ganar, de ser el Maestro,
de tener virtud, y de toda la idiotez del deseo y sus actividades.
Entonces puede haber una vivencia directa, es decir, la vivencia sin
el observador. Sólo entonces existe la posibilidad de ser
completamente abierto, de ser como la nada; y es entonces que ocurre
la recepción de lo real.
Agosto
14 de 1949.
XI
Durante
las últimas semanas hemos estado dilucidando el problema de la
propia comprensión. Porque, cuanto más se piensa en los muchos y
contradictorios problemas de la vida privada y social, siempre en
aumento, más se ve que, a menos que haya una transformación
radical, fundamental, dentro de uno mismo, no es posible,
evidentemente, encarar esos problemas que a cada uno de nosotros se
nos plantean. Resulta, pues, esencial, si hemos de resolver
cualquiera de esos problemas de nuestra vida, atacarlos uno mismo
directamente, estar en relación con ellos, y no simplemente depender
de los especialistas, peritos, dirigentes religiosos o políticos,
que ofrecen panaceas. Y a medida que nuestra vida, nuestra cultura y
civilización, se complican cada vez más, tórnase difícil
habérnoslas directamente con los problemas siempre en aumento.
Ahora
bien, entre los problemas que a mi parecer la mayoría de nosotros no
hemos afrontado de un modo profundo y fundamental. está la cuestión
del dominio y la sumisión. Y, si se me permite, antes de proceder a
contestar las preguntas, me agradaría discutir breve y sucintamente
esta noble naturaleza de la dominación.
¿Por
qué es que dominamos, consciente o inconscientemente: el hombre a la
mujer, la mujer al hombre, etc.? Hay dominación en formas
diferentes, y no sólo en la vida privada, pues la tendencia de los
gobiernos es también, en un todo, la de dominar. ¿Por qué continúa
constantemente, de época en época, este espíritu de dominación?
Sólo muy pocos parecen escapar a él. ¿Podemos pensar a su respecto
en un sentido diferente? Es decir, ¿podemos comprenderlo sin ir a lo
opuesto? Porque, no bien lo reconocemos, no bien nos damos cuenta de
este problema de la dominación, empezamos a someternos, o
consideramos el problema en términos de lo opuesto, la sumisión.
¿No podemos pensar sin considerar lo opuesto, y encarar el problema
directamente? Tal vez entonces seremos capaces de comprender todo
este complejo problema de la dominación: por qué uno trata de
ejercer poder sobre otros o se somete a otros. Después de todo, el
sometimiento es otra forma de dominio. El someterse uno a otro, ya
sea a un hombre o a una mujer, es la forma negativa del dominio. Por
la negación misma del dominio, uno se vuelve sumiso; y no creo que
podamos resolver este problema pensando en términos de lo opuesto.
Investiguémoslo, pues, y veamos por qué existe.
Ante
todo, uno debe darse cuenta de la forma cruda y evidente de la
dominación, ¿no es así? Por poco que estemos alertas, casi todos
la percibimos. Pero existe la dominación inconsciente, de la cual la
mayoría no nos damos cuenta. Es decir, el deseo inconsciente de
dominar asume la apariencia o emplea la excusa del servicio, del
amor, de la bondad, etc. El deseo inconsciente de dominar existe bajo
diversas formas; y creo que es mucho más importante comprender este
hecho que tratar simplemente de regular la dominación superficial de
uno por otro.
Ahora
bien, ¿por qué es que inconscientemente deseamos dominar?
Probablemente la mayoría de nosotros no nos damos cuenta de que
dominamos en distintos niveles, no sólo en la familia, sino asimismo
en el nivel verbal; y también existe ese deseo íntimo de buscar
poder, de buscar el éxito, todo lo cual es indicio de dominación.
¿Por qué? ¿Por qué deseamos dominar a otra persona o
subordinarnos a ella? Si uno deliberada y conscientemente se hace esa
pregunta, ¿cuál sería la respuesta? La mayoría de nosotros no
sabría por qué desea dominar. En primer lugar, hay en ello la
sensación, el placer inconsciente de dominar a alguien. ¿Es ese el
único motivo que nos induce a querer dominar? En parte lo es, por
cierto; pero hay en ello mucho más, una significación mucho más
profunda. Me pregunto si alguna vez os habéis observado dominando en
vuestra vida de relación, ya sea como hombre o como mujer. Y si
habéis sido conscientes de ello, ¿cuál fue vuestra respuesta,
vuestra reacción? ¿Y por qué no deberíamos dominar? En la
interrelación, que es la vida, ¿acaso comprendemos mediante la
dominación? Si en la vida de relación yo os domino o vosotros me
domináis, ¿nos comprendemos acaso unos a otros? Después de todo,
eso es la vida, ¿verdad? La interrelación es vida, es
acción; y si sólo vivo en el acto de dominar, que me encierra en mí
mismo, ¿hay acaso convivencia? ¿No es la dominación un proceso de
aislamiento que niega la convivencia? ¿No es el dominio un proceso
de separación que destruye la convivencia? ¿Y es eso, realmente, lo
que yo busco? ¿Y puede haber convivencia de dos personas si hay
sentido alguno de dominio o de sometimiento? La vida es
interrelación; uno no puede vivir en el aislamiento. ¿Pero no
intentamos inconscientemente aislarnos, disimulándolo con ese
sentimiento de afirmación agresiva que es la dominación?
¿El
proceso de dominar no es, pues, un proceso de aislamiento? ¿Y no es
esto lo que casi todos deseamos? La mayoría de nosotros cultivamos
esto asiduamente. Porque el estar abierto en la convivencia es muy
doloroso, requiere inteligencia y adaptabilidad extraordinarias,
viveza, comprensión; y cuando eso no existe, tratamos de aislarnos.
¿Y no es el proceso del dominio un proceso de aislamiento? Lo es,
evidentemente. Es un proceso de encierro en uno mismo. Y cuando estoy
encerrado, encastillado en mi propia opinión, en mis propios deseos,
en mis propias ambiciones, en mi afán de dominar, ¿hago acaso vida
de relación? ¿Y si no hay convivencia, cómo es posible existir
realmente? ¿No hay entonces constante rozamiento, y, por tanto,
dolor? Así, pues, nuestro deseo inconsciente en la vida de relación
es no sufrir daño, buscar seguridad, refugio; y cuando eso se
desbarata, nuestro anhelo no se cumple: Entonces empiezo a aislarme.
Y uno de los procesos del aislamiento es la dominación. Y ese temor
que lleva al aislamiento asume también otra forma, ¿no es cierto?
No sólo existe el deseo de afirmar, de dominar o de ser sumiso, sino
que en ese proceso de aislamiento existe también la conciencia de
estar solo, de ser solitario. Después de todo, la mayoría de
nosotros somos solitarios. No emplearé la palabra “unitotal”
porque esa palabra tiene un sentido diferente. Casi todos estamos
aislados, vivimos en nuestro propio mundo, aun cuando estemos
relacionados. Aun siendo casados y teniendo hijos, vivimos en nuestro
propio mundo. Y ese es un mundo muy solitario. Es un mundo doloroso,
con ocasionales destellos de alegría y diversión, felicidad y otras
cosas; pero es un mundo solitario. Y para escapar a eso, tratamos de
ser algo, tratamos de afirmarnos, de dominar. De ahí que, para
esquivar lo que somos, la dominación se convierta en un medio por el
cual podemos huir de nosotros mismos.
¿Todo
este proceso de dominio no ocurre, pues, no sólo cuando hay deseo de
evitar enfrentarnos a lo que somos, sino también cuando deseamos
estar aislados? Si podemos observar este proceso en nosotros, no con
ánimo condenatorio lo cual es simplemente tomar el extremo
opuesto- sino comprendiendo por qué tenemos ese extraordinario deseo
de dominar o de volvernos muy sumisos; si podemos darnos cuenta de
ello sin sentido alguno de hacer lo opuesto, creo que
experimentaremos de un modo real ese estado de aislamiento del cual
tratamos de huir; y entonces podremos resolverlo. Es decir, cuando
comprendemos, algo, nos libramos de ello. Solamente cuando no
comprendemos, es que hay temor.
¿Podremos,
pues, mirar este problema sin condenación? ¿Podemos simplemente
observar, vigilar silenciosamente este proceso que opera dentro de
nosotros? Puede ser observado muy fácilmente en todas nuestras
relaciones. Observad en silencio, nada más, cómo se va
desenvolviendo todo el fenómeno. Encontraréis que cuando no hay
condenación ni justificación para vuestro dominio, el fenómeno
empieza a revelarse sin obstáculos. Entonces empezaréis a ver todo
lo que implica no sólo la dominación personal, sino también la de
carácter público, la dominación de un grupo por otro, de un país
por otro, de una ideología por otra, y así sucesivamente. El
conocimiento propio es esencial para cualquier clase de comprensión.
Si esto lo encaráis como es debido, y dado que nuestra interrelación
es vida sin interrelación no puede haber existencia- empezáis
a ver que este proceso de dominación se expresa de muchas maneras; y
cuando comprendéis la totalidad de este proceso, tanto consciente
como inconsciente, os libertáis de él. Indudablemente, tiene
que haber libertad; y sólo entonces existe una posibilidad de ir más
allá. Porque una mente que sólo se ocupa en dominar, en afirmar,
que está atada a una forma especial de creencia, a una opinión
determinada, no puede ir más lejos, no puede emprender un largo
viaje, no puede remontarse. ¿No es, pues, esencial para la
comprensión de uno mismo, comprender este problema de la dominación,
tan complejo y difícil? El adopta formas muy sutiles; y cuando asume
una forma virtuosa, llega a ser muy pertinaz. Cuando el deseo de
servir va unido al deseo inconsciente de dominar, resulta mucho más
difícil habérselas con él. ¿Puede haber amor cuando existe
dominio? ¿Podéis convivir con alguien que decís amar y a quien sin
embargo domináis? En tal caso, sin duda, no hacéis más que
utilizar a la persona; y cuando os valéis de alguien, no hay
convivencia. ¿No es así?
Para
comprender, pues, este problema, uno ha de ser sensible a todo lo
relacionado con la dominación. No es que no debáis dominar, o que
debáis ser sumisos, sino que debéis daros cuenta de todo este
problema. Para darse cuenta, uno debe enfocarlo sin ninguna
condenación, sin tomar partido; y esa es cosa muy difícil de hacer,
porque casi todos nos inclinamos a condenar. Y condenamos porque
creemos comprender. Pero no comprendemos. En el momento en que
condenamos, cesa la comprensión. Uno de los modos más sencillos de
deshacerse de las cosas, consiste en condenar a alguna persona. Mas
para comprender todo este proceso, se requiere una gran vigilancia de
la mente; y una mente no está alerta cuando condena o justifica, o
cuando simplemente se identifica con lo que siente.
De
suerte que el conocimiento propio es un constante descubrimiento, de
instante en instante; pero ese descubrimiento no es posible si el
pasado emite una opinión o levanta una barrera. La acción
acumulativa de la mente impide la comprensión inmediata.
Tengo
varias preguntas, pero antes de contestarlas, permítaseme decir a
aquellos que toman notas que no deben hacerlo. Explicaré por qué:
yo me dirijo al individuo, a cada uno de vosotros, no a un grupo. Hay
algo que vosotros y yo estamos viviendo juntos. No tomáis notas de
lo que yo digo sino que lo experimentáis. Vamos juntos de viaje; y
si sólo os interesa tomar notas, no escucháis realmente. Lo fijáis
por escrito a fin de pensarlo, según diréis, o de explicárselo a
algunos de vuestras amigos que no se encuentran aquí. Pero eso, a
buen seguro, no es lo importante, ¿verdad? Lo importante es que
vosotros y yo comprendamos: y para comprender, debéis prestar toda
vuestra atención. ¿Y cómo podéis prestar vuestra plena atención
cuando tomáis notas? Os ruego que veáis la importancia de esto, y
entonces os abstendréis naturalmente de tomar notas. No se os tiene
que obligar; nadie os lo debe decir. Porque lo que importa en estas
reuniones no son tanto las palabras, sino lo que hay detrás de
ellas, su contenido psicológico: y no podréis comprender lo que
ellas implican a no ser que prestéis vuestra plena atención,
vuestra atención consciente.
Pregunta: ¿No es la
experiencia del pasado una contribución a la libertad y a la recta
acción en el presente? ¿No puede ser el conocimiento un factor de
liberación, y no un obstáculo?
Krishnamurti:
¿Comprendemos el presente a través del pasado? ¿Comprendemos algo
a través de la acumulación de experiencias? ¿Qué entendemos por
conocimiento? ¿Qué entendemos por acumulación de experiencia, la
cual, según decís, os da comprensión? ¿Qué queremos decir con
todo eso? ¿Y qué entendemos por experiencia pasada? Investiguemos
esto un poco, porque es muy importante descubrir si el pasado, que es
la acumulación de vuestros recuerdos de incidentes y experiencias,
os dará comprensión de una experiencia en el presente.
Veamos
qué ocurre cuando hay una experiencia. ¿Cuál es su proceso? ¿Qué
es una experiencia? Un reto y una respuesta, ¿no es cierto?
Eso es lo que llamemos experiencia. Ahora bien, el reto siempre ha de
ser nuevo, pues de lo contrario no es reto ; ¿y acaso yo lo
enfrento de manera adecuada, plena y total si respondo conforme a mi
pasado “condicionamiento”? ¿Acaso lo comprendo? Después de
todo, la vida es un proceso de reto y de respuesta. Ese es el proceso
constante. Y hay discrepancia entre el reto y la respuesta cuando la
respuesta es inadecuada; hay sufrimiento, dolor. Cuando la respuesta
es adecuada al reto, entonces hay armonía; hay integración entre el
reto y la respuesta. Pues bien, ¿puede ser adecuada mi respuesta a
un reto si se basa en las diversas experiencias del pasado? ¿Puede
hacerle frente al reto en el mismo nivel? ¿Y cuál es la respuesta?
La respuesta es el resultado de la acumulación de diversas
experiencias el recuerdo, la sensación de diferentes
experiencias; no la experiencia misma, sino el recuerdo y la
sensación de la experiencia. Lo que se enfrenta al reto, por lo
tanto, es la sensación, es la memoria. Eso es lo que llamamos
conocimiento acumulado, ¿no es así? Por lo tanto, el conocimiento
es siempre lo conocido, lo pasado, lo condicionado; lo condicionado
se enfrenta a lo incondicionado, al reto, y por eso no hay relación
entre ambos; entonces interpretáis el reto de acuerdo con la mente
condicionada, con las respuestas condicionadas. ¿Y no es eso un
impedimento?
De
suerte que la cuestión es cómo enfrentar el reto adecuadamente. Si
lo hago con mis experiencias pasadas, puedo ver muy bien que ello no
resulta adecuado. Y mi mente es el pasado; mi pensamiento es
el resultado del pasado. Así, pues, ¿puede el pensamiento enfrentar
el reto el pensamiento-, que es el resultado del conocimiento,
de diversas experiencias, etc.? ¿Puede el pensamiento hacer frente
al reto? Siendo el pensamiento condicionado, ¿cómo puede hacerla
frente? Puede enfrentarlo parcialmente, y, por tanto, inadecuadamente
y de ahí que haya rozamiento, dolor y todo lo demás. Hay,
pues, un modo diferente de enfrentar el reto, ¿no es así? ¿Y cuál
es ese modo, ese proceso? Eso es lo que implica esta pregunta.
Ante
todo, uno ha de ver que el reto es siempre nuevo; tiene que
ser nuevo, pues de lo contrario no es un reto. Un problema es siempre
un problema nuevo, porque varía de instante en instante; y si no
varía no es un problema. Es estático. De modo que si el reto es
nuevo, la mente también ha de ser nueva; ha de allegársele de un
modo nuevo y no con la carga del pasado. Mas la mente es el pasado;
por lo tanto, la mente debe estar en silencio. Esto lo hacemos
instintivamente, casi sin pensar, cuando el problema es muy grande;
cuando el problema es realmente nuevo, la mente esta en silencio. Ya
no parlotea, ya no está agobiada por el cocimiento acumulado.
Responde entonces con esa calidad de lo nuevo, y por lo tanto hay
comprensión del reto. Es así, por cierto, que surge toda
“creatividad”. La creación, o ese sentido de “creatividad”,
es de instante en instante; carece de acumulación. Podéis poseer la
técnica para la expresión de esa “creatividad”; pero ese
sentimiento de “creatividad” sólo se manifiesta cuando la mente
está absolutamente quieta, cuando ya no está agobiada por el
pasado, por las innumerables experiencias y sensaciones que ha
acumulado.
Así,
pues, el que la respuesta sea adecuada al reto no depende del
conocimiento ni de recuerdos previos, sino de su novedad, de su
originalidad; y esa originalidad, es cualidad de renovación, es
incompatible con la continuidad de la experiencia acumulada. Tiene
que haber, por lo tanto, cesación a cada minuto, una muerte en todo
instante.
Es
posible que algunos de vosotros sientan que esto está muy bien para
decirlo. Pero si realmente lo experimentáis, veréis de qué modo
extraordinario y con cuánta rapidez se comprende el reto y no sólo
se le responde, cuán profunda es la relación que uno tiene con el
reto. No hay duda de que uno comprende tan sólo cuando la mente es
capaz de renovarse, de ser nueva, original, no “abierta”.
Entonces es como un tamiz. Y como el problema es siempre nuevo el
sufrimiento es siempre nuevo si es verdadero dolor y no mero recuerdo
de alguna otra cosa- tenéis que comprenderlo, que encararlo de un
modo nuevo: debéis tener una mente nueva. Es por eso que el
conocimiento, como acumulación de experiencias individuales o
colectivas, es un obstáculo para la comprensión.
Pregunta: ¿Es mi
creencia en la supervivencia después de la muerte, hecho ya aceptado
como auténtico, un estorbo para la liberación por medio del
conocimiento propio? No es esencial que se distinga entre la creencia
basada en evidencia objetiva y la creencia que surge de estados
psicológicos internos?
Krishnamurti: Lo
importante, por cierto, no es si hay o si no hay continuidad después
de la muerte, sino por qué creemos. ¿Cuál es el estado psicológico
que exige creer en algo? Seamos bien claros, por favor. No discutimos
ahora si hay o si no hay vida después de la muerte. Esa es otra
cuestión, de la que habremos de ocuparnos después, en otro momento.
Pero el problema es éste: ¿cuál es en mí el factor compulsivo, la
necesidad psicológica que me hace creer? Un hecho no exige creencia
de parte vuestra, por cierto. El sol se pone, el sol sale: eso no
exige creencia. La creencia sólo se origina cuando queréis
interpretar el hecho de acuerdo con vuestros deseos, con vuestros
estados psicológicos, para satisfacer vuestros propios prejuicios,
vanidades e idiosincrasia. Lo importante, pues, es como encarar el
hecho, ya se trate de la vida después de la muerte o de cualquiera
otro hecho. De modo que no es cuestión de saber si hay supervivencia
del individuo después de la muerte después que muere su
cuerpo- sino por qué creéis, qué impulso psicológico os hace
creer. Eso es claro, por cierto, ¿no es así? Investiguemos, pues,
si esa creencia psicológica no es un estorbo para la comprensión.
Si
uno se ve confrontado con un hecho, no hay nada más que decir al
respecto. Es un hecho, el sol se pone. Pero el problema es este: ¿por
qué existe en mí ese instinto incesante de creer en algo en
Dios; en una ideología, en una futura utopía, en esto o en aquello?
¿Por qué? ¿Por qué creemos? ¿Por qué existe ese impulso
psicológico de creer? ¿Qué ocurriría si no creyésemos, si
simplemente observásemos los hechos? ¿Podemos hacerlo? Ello se
vuelve casi imposible -¿no es así?- porque queremos interpretar los
hechos de acuerdo con nuestras sensaciones. De suerte que las
creencias se convierten en sensaciones, las cuales se interponen
entre el hecho y yo. La creencia se convierte, pues, en un estorbo.
¿Somos diferentes de nuestras creencias? Creéis que sois
americanos, o que sois hindúes, creéis en esto y en aquello, en la
reencarnación, en docenas de cosas. Y eso sois, ¿no es así? Sois
eso que creéis. ¿Y por qué creéis? Lo cual no quiere decir que yo
sea ateo, o que niegue a Dios, y todas esas estupideces; no es eso lo
que discutimos. La realidad nada tiene que ver con la creencia.
El
problema es, pues, este: ¿por qué creéis? ¿Por qué esa necesidad
psicológica, ese interés en la creencia? ¿No será porque sin
creencia no sois nada? Sin el pasaporte de la creencia, ¿qué sois?
Si no os clasificáis como algo, ¿qué sois? Si no creéis en
la reencarnación, si no os llamáis esto o aquello, si no tenéis
rótulos, ¿qué sois? La creencia, por consiguiente, actúa como un
rótulo, como una tarjeta de identificación: y eliminada la tarjeta,
¿qué queda de vosotros? ¿No es ese temor fundamental, esa
sensación de estar perdido, lo que torna necesaria la creencia?
Pensadlo bien, por favor; no lo rechacéis. Experimentemos juntos las
cosas que estamos tratando; no escuchemos simplemente para luego
marcharnos y continuar con nuestras creencias y “no creencias”
habituales. Estamos discutiendo todo el problema de la creencia.
De
suerte que la creencia, la palabra, ha llegado a ser importante. El
rótulo ha adquirido importancia. Si yo no me llamara hindú, con
todo lo que ello implica, estaría perdido, no tendría identidad.
Pero el identificarme con la India, como hindú, me da un prestigio
tremendo, me confiere rango, me fija una posición, me atribuye
valor. La creencia, pues, se convierte en una necesidad cuando
psicológicamente me doy cuenta, consciente o inconscientemente, de
que sin el rótulo estoy perdido. Entonces el rótulo llega a ser lo
importante no lo que soy, sino el rótulo: cristiano, budista,
hindú. Y entonces tratamos de vivir de acuerdo con esas creencias,
las cuales son autoproyectadas, y, por lo tanto, ilusorias.
Indudablemente, para el hombre que cree en Dios, su Dios es un Dios
proyectado por él mismo, un Dios de su propia hechura. Pero el
hombre que no cree en Dios es lo mismo. Para comprender lo que es
aquello, ese algo supremo, uno ha de llegar a él renovado, como
nuevo, no atado a una creencia. Y me parece que esa es nuestra
dificultad en lo social, en lo económico, en lo político y en
nuestras relaciones individuales. Es decir, abordamos todos estos
problemas con un prejuicio; y como los problemas son vitales, vivos,
sólo pueden encararse adecuadamente cuando la mente es nueva, cuando
no está sujete a una creencia autoproyectada, a una creencia de su
propia hechura.
Es
obvio que la creencia se convierte en un estorbo cuando no ha sido
comprendido el deseo de creer; y una vez comprendido éste, el
problema de la creencia ya no existe. Entonces podéis encarar los
hechos tal cuales son. Pero aun cuando haya continuidad
después de la muerte, ¿resuelve eso el problema de la vida en el
presente? Si yo sé que voy a vivir después que esta cosa (el
cuerpo) muera, ¿acaso he comprendido la vida? La vida es ahora,
no mañana, Y para comprender el presente, ¿tengo que creer? Para
comprender el presente, que es vida, que no es sólo un período de
tiempo, no hay duda de que he de tener una mente que sea capaz de
enfrentar ese presente en su totalidad, prestándole plena atención.
Pero si mi atención se distrae con una creencia es seguro que no
encaro el presente de un modo completo, pleno.
La
creencia, pues, se convierte en un impedimento para la comprensión
de la realidad. Siendo la realidad lo desconocido, y la creencia lo
conocido, ¿cómo puede lo conocido encontrar lo desconocido? Pero
nuestra dificultad está en que deseamos lo desconocido junto con lo
conocido. No queremos desprendernos de lo conocido porque ello
resulta demasiado aterrador; en nosotros hay gran inseguridad, gran
incertidumbre. Y es por eso que, para protegernos, nos rodeamos de
creencias. Es tan sólo en el estado de incertidumbre, de inseguridad
en el que no hay sensación alguna de refugio- que descubrís.
Por eso es que, para encontrar, debéis estar perdidos. Pero no
queremos estar perdidos. Y, para evitar perdernos, tenemos creencias
y dioses de nuestra propia hechura, que nos protegen. Y cuando llega
el momento de la verdadera crisis, esos dioses y creencias carecen de
valor. De ahí que las creencias sean un impedimento para el que
quiere realmente descubrir lo que es.
Pregunta: ¿Por qué
es que, a pesar de todo lo que Ud. ha dicho contra la autoridad,
ciertos individuos se identifican con Ud. y con su estado de ser, y
así logran autoridad para sí mismos? ¿Cómo pueden los inexpertos
evitar ser atrapados en la red de estos individuos? (Risas).
Krishnamurti:
Señor, esta es una pregunta muy importante porque la cuestión que
plantea es nuestro deseo de identificarnos con algo. En primer lugar,
¿por qué deseáis identificaros conmigo, o con mi estado de ser, o
con lo que fuere? ¿Cómo lo conocéis? ¿Acaso porque hablo o porque
tengo un nombre? Es evidente que os identificáis con algo que habéis
proyectado. No os identificáis con algo viviente. Os identificáis
con algo creado por vosotros mismos, y le ponéis un rótulo; y
ocurre que ese rótulo es bien conocido o conocido de unos pocos; y
esa identificación os da prestigio. Y entonces podéis explotar a la
gente. Ya sabéis: llamándoos amigos de alguien, o discípulos de
alguien, lográis una gloria reflejada. Recorréis todo el camino
hasta la India para encontrar a vuestro dios o a vuestro Maestro, y
entonces os identificáis con ese culto o esa idea en particular, y
ello os brinda cierta prominencia. Y entonces podéis explotar a los
que os rodean. Es un procedimiento estúpido. Os da una sensación de
autoridad, de poder, el creer que sois la única persona que
comprende. Nadie más comprende; sois el discípulo más allegado.
Bien conocéis los diferentes procedimientos de que nos valemos para
explotar a los ciegos.
Lo
primero, pues, que hay que comprender, es el deseo de explotar a la
gente, es decir, el deseo de obtener para vosotros poder, posición,
prestigio. Y como todo el mundo quiere eso, tanto el inexperto como
el experto, todos quedan atrapados en la misma red. Todos queremos
explotar a alguien. No lo presentamos tan brutalmente; lo encubrimos
con palabras suaves. Como todos dependemos de los demás, no sólo
para nuestras necesidades físicas sino también para nuestras
necesidades psicológicas, todos nos servimos de los demás. Si yo me
valiera de vosotros para expresarme en estas reuniones, ello os
gustaría mucho más; y yo me sentiría satisfecho, y nos
explotaríamos unos a otros, por cierto. Pero ese proceso impide la
búsqueda de la verdad, la búsqueda de la realidad. No podéis
impedir que el inexperto sea atrapado en la red de esos individuos
que pretenden comprender, que son los más “allegados”. Señor,
tal vez Ud. mismo esté atrapado en ello; porque no queremos
libertarnos de toda identificación. Es evidente que la verdad nada
tiene que ver con individuo alguno; no depende de la interpretación
de nadie. Tenéis que experimentarla directamente, no por
intermedio de alguien; y no es cuestión de sensación ni de
creencia. Pero si estamos atrapados en la sensación y la creencia,
nos serviremos de los demás. De modo que si uno realmente busca la
verdad, honrada y directamente, entonces no es cuestión de explotar
a nadie. Pero eso requiere una gran dosis de honradez; eso trae
consigo una “unitotalidad” que sólo puede comprenderse cuando
uno ha pasado por la soledad y la ha profundizado plena y
completamente. Y como la mayoría de nosotros no quiere pasar por el
dolor, por el sufrimiento de hacer frente a las complicaciones de
nuestros estados psicológicos, nos vemos distraídos por esos
explotadores; y nos agrada ser explotados. Se requiere una gran dosis
de percepción paciente, el estar libre de toda identificación, para
comprender, para captar el significado total de la realidad.
Agosto
20 de 1949.
XII
No
se con qué actitud se escuchan estas pláticas. Me temo que haya
propensión a escucharlas con la intención de desarrollar un método,
una técnica, una línea de conducta; y me parece que es muy
importante comprender esa tendencia, porque, si somos prisioneros de
una técnica, de una línea de conducta, de un método, perderemos
enteramente la liberación creadora. Es decir, cultivando una
técnica, un método, perderemos la “creatividad”. Y me gustaría
discutir en la mañana de hoy qué es lo que implica el cultivo de
una técnica, de un método, de una línea de conducta, y cómo
entorpece la mente no sólo en el nivel verbal sino en los niveles
psicológicos más profundos. La mayoría de nosotros, en efecto, no
somos creadores. Puede que pintemos un poco, que escribamos uno o dos
poemas de vez en cuando, o que en raras ocasiones disfrutemos de los
bellos paisajes, pero casi siempre nuestra mente está tan apegada a
la línea de conducta, al hábito lo cual es una forma de
técnica- que al parecer no podemos ir más lejos. Los problemas de
la vida no exigen un método, porque son tan vitales, tan vivos, que
si abordamos cualquiera de ellos con una norma fija, con un método,
con una línea de conducta, todo lo tomaremos en sentido erróneo y
no haremos frente de manera adecuada a dicho problema. Y casi todos
queremos una técnica, un método; porque el problema, el movimiento
de la vida, es tan vivo, tan vital, tan veloz, que nuestra mente es
incapaz de hacerle frente rápidamente, con prontitud, con claridad;
y creemos que podremos hacerle frente si sabemos cómo. Por
eso tratamos de aprender de alguien el “cómo”, el método, la
técnica, el modo, los medios.
No
estoy nada seguro de que a la mayoría de los aquí presentes no les
preocupen los medios. No lo neguéis, porque es sumamente difícil
estar libre del deseo de una técnica para el logro. Cuando poseemos
los medios, en efecto, damos énfasis al fin, al resultado. Nos
interesa más el resultado que la comprensión del problema en sí,
sea cual fuere el resultado. ¿Por qué es que la mayoría de
nosotros busca un método para la felicidad, para el recto pensar,
para la paz de la mente o la paz del alma, o lo que fuere?
En
primer lugar, es con mentalidad de técnicos industriales que hacemos
frente a la vida. Esto es, queremos enfrentarnos a la vida
eficientemente, y para ello creemos necesario un método; y casi
todas las sociedades religiosas, casi todos los instructores, ofrecen
un método: cómo ser pacíficos, cómo ser felices, cómo tener una
mente serena, cómo concentrarse, etc. Ahora bien, donde hay
eficiencia hay crueldad; y cuanto más eficientes seáis, más
intolerantes, más encastillados, más obstinados seréis. Esto
desarrolla gradualmente un sentido de orgullo; y el orgullo,
evidentemente, nos aisla y resulta destructivo para el entendimiento.
Admiramos a las personas eficientes; y los gobiernos del mundo entero
se interesan en el fomento y la organización de la eficiencia:
eficiencia para producir, para matar, para poner en práctica la
ideología de un partido, de una iglesia o de tal o cual religión.
Todos queremos ser eficientes: de ahí que cultivemos la exigencia
psicológica de una norma a la cual nos ajustaremos con el objeto de
lograr eficiencia. La eficiencia, que significa cultivo de una
técnica, de un método, implica psicológicamente la práctica
constante de un hábito. Sabemos acerca de los hábitos industriales,
pero muy poco del hábito psicológico de la resistencia. Y no estoy
del todo seguro de que eso no sea lo que la mayoría de nosotros esté
buscando: el cultivo de un hábito que nos haga eficientes para hacer
frente a la vida, que es tan veloz. De suerte que si podemos
comprender, no sólo verbalmente sino también en los niveles
psicológicos más profundos, todo este proceso del cultivo de la
técnica, del método, de los medios, entonces, a mi parecer,
podremos comprender qué es lo que significa el que uno sea creador.
Porque, cuando hay impulso creador, él hallará su propia técnica o
su propio medio de expresión. Pero es obvio que si estamos
consumidos, embebidos, en el cultivo de una técnica, jamás
encontraremos lo otro. ¿Y por qué es que queremos una técnica, la
norma psicológica de acción que nos de certeza, eficiencia,
continuidad, un esfuerzo sostenido? Al fin y al cabo, si habéis de
leer libros religiosos, casi todos ellos, estoy bastante seguro,
contienen la línea de conducta y no es que yo haya leído
alguno. El camino a seguir adquiere importancia porque él
indica la meta; por tanto, la meta es distinta del camino. ¿Es
cierto eso? ¿Los medios son diferentes del fin? Si psicológicamente
cultiváis un hábito, un método, un medio, una línea de conducta,
una técnica, ¿el fin no está proyectado, cristalizado de antemano?
Los medios y el fin, por lo tanto, no son distintos. Es decir, no
podéis tener paz en el mundo por medios violentos, en el terreno que
fuere. Los medios y el fin son inseparables; y la mente que cultiva
un hábito creará el fin que ya está previsto, cultivado, que ya
existe, proyectado por la mente. Y eso es lo que casi todos queremos.
La técnica es tan sólo el cultivo de lo conocido, de la seguridad,
de la certeza; y con lo conocido la mente quiere percibir lo
desconocido; por lo tanto, jamás podrá comprenderlo. Así, pues, lo
que importa son los medios, no el fin; porque el fin y los
medios son una sola cosa. Así, pues, la mente que cultiva un hábito,
una línea de conducta, una técnica, impide la “creatividad”,
ese extraordinario sentido de descubrimiento espontáneo.
Nuestro
problema, entonces, no consiste en utilizar una nueva técnica, un
nuevo hábito, o descubrir un nuevo camino, sino en librarnos por
completo de la búsqueda psicológica de una técnica. Si tenéis
algo que decir, lo diréis; las palabras adecuadas aparecerán. Mas
si nada tenéis que decir, y si cultiváis una elocuencia maravillosa
ya lo sabéis: asistiendo a escuelas donde se aprende oratoria-
entonces lo que proyectáis, lo que decís, tendrá escasa
significación.
Así,
pues, ¿por qué es que casi todos buscamos un método, una técnica?
Evidentemente, queremos estar seguros, tener certeza de no ir por mal
camino; no queremos experimentar, descubrir. La práctica de una
técnica impide descubrir de instante en instante; porque la verdad,
o lo que sea, es de instante en instante, no es un arco continuo que
crece, que aumenta. ¿Podemos, pues, librarnos del impulso
psicológico de estar seguros, de cultivar un hábito, una práctica?
Todas esas cosas son resistencias, defensas; y con este mecanismo
defensivo queremos comprender algo que es vital, veloz. Ahora bien,
si podemos ver eso, ver lo que implica el cultivo o la búsqueda de
un medio, si podemos ver la significación psicológica de tal
búsqueda, no simplemente la significación superficial o la
significación industrial, que es evidente; si podemos comprenderla
de manera cabal, según voy explicándolo y según vosotros y yo lo
vamos experimentando, entonces, tal vez, podremos descubrir lo que
significa estar libre de ella. ¿Y es posible librarse del deseo de
estar psicológicamente en seguridad? La técnica, un medio, ofrece
seguridad. Caéis en una rutina, y entonces no es cuestión de
acertar o fracasar; funcionáis, simplemente, de manera automática.
¿Es posible que una mente adiestrada durante siglos en el cultivo de
un hábito, de un medio, pueda ser libre? Sólo es posible cuando nos
damos cuenta del pleno significado del hábito, del proceso total de
su impulso. Es decir, observad en silencio, mientras yo hablo,
vuestro propio proceso; daos cuenta del efecto acumulativo de todos
vuestros deseos de triunfar, de ganar, de lograr, todo lo cual niega
la comprensión. Porque la comprensión de la vida, de este proceso
total, no llega por medio del deseo; tiene que haber un encuentro
espontáneo con ella. Si uno puede ver todo este proceso psicológico,
así como su expresión externa cómo todos los gobiernos, toda
la sociedad, todas las diversas comunidades, exigen eficiencia, con
toda la crueldad que la acompaña- entonces, tal vez, la mente
empezará a desprenderse de sus hábitos corrientes. Entonces será
realmente libre; ya no buscará un medio. Entonces, cuando la mente
está quieta, surge ese “algo” creador que es la creación misma.
Esta encontrará su propia expresión; no tenéis que escogérsela.
Si sois pintores, pintaréis. Ese entendimiento creador, no la
expresión técnica de algo que habéis aprendido, es lo vital, lo
que trae la gracia, lo que brinda felicidad.
Así,
pues, la realidad, o Dios, o lo que os plazca, es algo que no puede
llegar por conducto de una técnica, de un medio, mediante una larga
práctica y una resuelta disciplina. No es un curso trazado con un
fin conocido. Hay que lanzarse al mar inexplorado. Tiene que haber
“unitotalidad”. La “unitotalidad” no implica medio alguno. No
sois “unitotales” cuando disponéis de un medio. Ha de haber
completa desnudez, ausencia total de todas estas prácticas,
esperanzas, placeres y deseos de seguridad acumulados, todo lo cual
mantiene consistentemente un medio, un método, una técnica. Sólo
entonces surge “lo otro”, y entonces el problema se resuelve. El
hombre que muere de instante en instante, y que, por lo tanto, se
renueva, es capaz de enfrentar la vida. No es que él sea distinto de
la vida; él es la vida.
Pregunta: ¿Cómo
puede uno darse cuenta de una emoción sin darle nombre o sin
clasificarla? Si percibo un sentimiento, parece que sé lo que ese
sentimiento es, casi inmediatamente después que surge. ¿O quiere
Ud. significar algo diferente cuando dice “no nombréis”?
Krishnamurti: Este
es un problema muy difícil, que requiere una gran dosis de
reflexión, percepción de su contenido total; y espero que a medida
que lo explico lo iréis sintiendo, no sólo verbalmente sino
viviéndolo. En mi sentir, mucho habremos comprendido si logramos
entender este problema plenamente, profundamente. Trataré de enfocar
el problema desde distintos ángulos, si me lo permite el tiempo de
que dispongo, porque es un problema muy intrincado y sutil. Ello
requiere toda vuestra atención, porque vosotros experimentáis lo
que discutimos y no escucháis simplemente con la intención de
experimentar después. No hay “después”: experimentáis ahora,
siempre ahora, o nunca.
Ahora
bien, ¿por qué le ponemos nombre a alguna cosa? ¿Por qué le
ponemos rótulo a una flor, a una persona, a un sentimiento? Uno hace
eso para comunicar el propio sentimiento, para describir la flor,
etc., o para identificarse con ese sentimiento. ¿No es así? Yo
nombro algo, un sentimiento, para comunicarlo. “Estoy enojado”. O
me identifico con ese sentimiento para fortalecerlo, para disolverlo,
o para hacer algo a su respecto. Es decir, le damos nombre a algo, a
una rosa, para comunicarlo a otros; o al darle un nombre creemos que
la hemos comprendido. Decimos “eso es una rosa”, la miramos
rápidamente, y continuamos nuestro camino. Al darle un nombre
creemos haberla comprendido; la hemos clasificado y creemos que por
eso hemos comprendido el contenido total y la belleza de esa flor.
Ahora
bien, no siendo sólo para comunicar, ¿qué ocurre cuando damos
nombre a una flor, a alguna cosa? Por favor, seguid lo que estoy
diciendo, pensad conmigo sobre ello. Aunque sea yo el que hable en
voz alta, vosotros también participáis en la conversación. Al
darle un nombre a alguna cosa, la hemos puesto simplemente en una
categoría, y creemos haberla comprendido; no la miramos más de
cerca. Pero si no le damos un nombre, nos vemos obligados a
examinarla. Es decir, nos acercamos a la flor, o a lo que fuere, en
actitud nueva, con una nueva cualidad de examen; la miramos como si
nunca la hubiésemos visto antes. Como bien lo sabéis, el poner
nombre es un medio muy cómodo de deshacerse de la gente, diciendo
que se trata de alemanes, de japoneses, de americanos, de hindúes.
Les ponéis un rótulo y destruís el rótulo. Pero si no les ponéis
un rótulo a las personas, os veis obligados a observarlas, y
entonces resulta mucho más difícil matar a alguien. Podéis
destruir el rótulo con una bomba, y sentir que obráis con rectitud.
Pero si no le ponéis rótulo, y, por lo tanto, tenéis que mirar la
cosa individualmente ya sea un hombre o una flor, un incidente
o una emoción- entonces os veis forzados a considerar vuestra
relación con ella y la acción que de ahí resulte. De suerte que el
definir o poner un rótulo, es un modo muy cómodo de deshacerse de
tal o cual cosa, de negarla, condenarla o justificarla. Ese es un
aspecto de la cuestión.
¿Cuál
es, entonces, el centro desde el cual nombráis? ¿Cuál es el centro
que siempre está nombrando, escogiendo clasificando? Todos sentimos
que hay un centro, un núcleo, desde el cual actuamos, juzgamos y
denominamos, ¿no es así? ¿Qué es ese centro, ese núcleo? A
algunos les agradaría pensar que es una esencia espiritual, Dios o
lo que os plazca. Por lo tanto, descubramos qué es ese núcleo, ese
centro que nombra, define, juzga. Ese centro, por cierto es la
memoria, ¿no es así? Una serie de sensaciones identificadas y
encerradas; el pasado, vivificado a través del presente. Ese núcleo,
ese centro, se alimenta del presente al nombrar, al clasificar, al
recordar. Espero que sigáis todo esto. Pronto veremos, según vamos
poniéndolo de manifiesto, que mientras exista ese núcleo, ese
centro, no puede haber comprensión. Sólo con la disipación de ese
núcleo surge la comprensión. Porque, al fin y al cabo, ese núcleo
es memoria, recuerdo de diversas experiencias a las que se ha dado
nombres, rótulos, identificaciones. Con esas experiencias nombradas
y rotuladas desde ese centro, se acepta y se rechaza, se toma la
determinación de ser o de no ser, conforme a las sensaciones,
placeres y penas del recuerdo de la experiencia. Ese centro es, pues,
la palabra. Si no le dais nombre a ese centro, ¿hay un centro? Esto
es, si no pensáis con palabras, si no empleáis palabras, ¿podéis
pensar? El pensar surge con la verbalización; o bien la
verbalización empieza a responder al pensar. De suerte que el
centro, el núcleo, es el recuerdo de innumerables experiencias de
placer y dolor, verbalizadas. Observadlo en vosotros mismos, por
favor, y veréis que las palabras, los rótulos, se han vuelto mucho
más importantes que la substancia; y vivimos de palabras. No lo
neguéis, os lo ruego; no digáis que ello está bien o mal. Estamos
explorando. Si sólo exploráis un lado de una cosa, o permanecéis
inmóviles en un lugar, no comprenderéis su contenido total. Por
tanto, enfoquémoslo desde distintos ángulos.
Las
palabras tales corno verdad, Dios, o los sentimientos que esas
palabras representan, han adquirido para nosotros gran importancia.
Cuando decimos la palabra “americano”, “cristiano”, “hindú”,
o la palabra “ira”, somos la palabra que representa el
sentimiento. Pero no sabemos qué es ese sentimiento, porque lo que
se ha vuelto importante es la palabra. Cuando decís que sois
budistas, cristianos, ¿qué significa la palabra, qué sentido hay
detrás de esa palabra que nunca habéis examinado? Nuestro centro,
el núcleo, es la palabra, el rótulo. Si el rótulo no hace al caso,
si lo que importa es aquello que está detrás del rótulo,
entonces podéis inquirir; pero si estáis identificados con el
rótulo y confundidos con él no podéis proseguir. Y nosotros
estamos identificados con el rótulo: la casa, la forma, el
nombre, el mobiliario, la cuenta bancaria, nuestras opiniones,
nuestros estimulantes, etc. Somos todas esas cosas; y esas cosas
están representadas por un nombre. Las cosas, los nombres,
han llegado a ser importantes; y, por lo tanto, el centro, el núcleo,
es, la palabra.
Ahora
bien, si no hay palabra ni rótulo, no hay centro, ¿no es así? Hay
disolución, hay un vacío no el vacío del miedo, lo cual es
una cosa enteramente distinta. Hay una sensación de ser como la
nada; y puesto que habéis eliminado todos los rótulos o más bien,
habiendo comprendido por qué les ponéis rótulos a los sentimientos
y a las ideas sois completamente nuevos, ¿verdad? No hay centro
desde el cual actuéis. El centro, que es la palabra, ha sido
disuelto. El rótulo ha sido eliminado, ¿y dónde estáis vosotros
como centros? Estáis ahí, pero ha habido una transformación. Y esa
transformación os asusta un poco; por eso no proseguís con lo que
continúa involucrado en ella; ya estáis empezando a juzgarla, a
decidir si os gusta o no. No proseguís con la comprensión de lo que
va a venir, sino que ya estáis juzgando; lo cual significa que
tenéis un centro desde el cual actuáis. Por lo tanto, os quedáis
estancados tan pronto juzgáis; las palabras “me gusta” y “no
me gusta” se vuelven importantes. ¿Pero qué ocurre cuando no
nombráis? Observáis más directamente la emoción, la sensación,
y, por lo tanto, os relacionáis con ella de manera muy distinta,
igual que con una flor cuando no le dais nombre. Estáis obligados
a mirarla de un modo nuevo. Cuando no dais nombre a un grupo de
personas, os veis obligados a mirar cada rostro individual y no a
tratarlos a todos ellos como “masa”. Estáis, por lo tanto, mucho
más alertas, mucho más atentos, sois más comprensivos, tenéis un
sentido de piedad, de amor, más profundo; mas si a todos los tratáis
como “masa”, se acabó.
Si
no le ponéis rótulo, tenéis que considerar cada sentimiento a
medida que surge. Ahora bien, cuando ponéis rótulos, ¿es el
sentimiento diferente del rótulo? ¿O el rótulo despierta el
sentimiento? Por favor, pensadlo bien. Cuando le asignamos un rótulo,
casi todos nosotros intensificamos el sentimiento. El sentimiento, y
el darle un nombre, son instantáneos. Si hubiera un intervalo entre
el nombrar y el sentimiento, podríais descubrir si el sentimiento es
diferente de la denominación, y entonces podríais habéroslas con
el sentimiento sin ponerle nombre. ¿Se está tornando demasiado
difícil todo esto? Me alegro. Me temo que deba ser difícil.
(Risas).
El
problema es este: ¿cómo librarnos de un sentimiento que nombramos,
tal como la ira? No se trata de subyugarlo, de sublimarlo, de
reprimirlo, todo lo cual es idiota y falto de madurez; se trata de
cómo librarse realmente de él. Y para estar realmente libres de él,
tenemos que descubrir si la palabra es más importante que el
sentimiento. La palabra “ira” tiene más significación que el
sentimiento mismo. Y, para descubrir eso, tiene que haber un
intervalo entre el sentimiento y su denominación. Esa es una parte.
Entonces,
si no nombro un sentimiento, es decir, si el pensamiento no funciona
solamente a causa de las palabras, o si no pienso en términos de
palabras, imágenes o símbolos, lo que casi todos hacemos ¿qué
ocurre entonces? Entonces la mente, por cierto, no es mero
observador. Esto es, cuando la mente no piensa en términos de
palabras, símbolos, imágenes, no hay pensador distinto del
pensamiento, es cual es la palabra. Entonces la mente está quieta,
¿no es así? No está aquietada sino quieta. Y cuando la
mente está realmente quieta, es posible enfrentarse de inmediato a
los sentimientos que surgen. Es tan sólo cuando les damos nombres a
los sentimientos y con ello los fortalecemos, que los sentimientos
tienen continuidad; se acumulan en el centro desde el cual seguimos
poniéndoles rótulos, ya sea para fortalecerlos o para comunicarlos.
Así,
pues, cuando la mente ya no es, en calidad de pensador, el centro
hecho de palabras, de experiencias pasadas todas las cuales son
recuerdos, rótulos, acumulados y colocados en categorías, en
casillas- cuando no hace ninguna de esas cosas, entonces es obvio que
la mente está quieta. Ya no está atada, ya no tiene el “yo”
como centro -“mi” casa, “mi” logro, “mi” trabajo- que
siguen siendo palabras, las cuales dan ímpetu al sentimiento y con
ello fortalecen la memoria. Cuando ninguna de esas cosas ocurre, la
mente está muy quieta. Ese estado no es negación. Por el contrario,
para llegar a ese punto tenéis que pasar por todo eso, lo cual es
una empresa enorme. Ello no consiste simplemente en aprender unas
cuantas series de palabras y repetirlas como lo haría un escolar: no
nombrar, no nombrar. Seguir a fondo todo lo que ello implica,
experimentarlo, ver cómo la mente funciona y así llegar al punto en
que ya no ponéis nombres lo cual significa que ya no hay un
centro distinto del pensamiento- todo este proceso, sin duda, es
verdadera meditación. Y cuando la mente está de veras tranquila,
entonces es posible que se manifieste aquello que es inconmensurable.
Cualquier otro proceso, cualquiera otra búsqueda de la realidad, es
mera autoproyección, cosa de nuestra propia hechura, y, por tanto,
ilusoria. Pero este proceso es arduo, y él significa que la mente
tiene en todo instante que darse cuenta de todo lo que íntimamente
le ocurre. Para llegar a ese punto, no puede haber condenación ni
justificación desde el principio hasta el fin, sin que esto sea un
fin. No existe un fin, porque hay algo extraordinario que aún
continúa. No hay promesa alguna. A vosotros os toca experimentar,
penetrar de más en más profundamente en vosotros mismos, de suerte
que todas las innumerables capas del centro sean disueltas; y eso lo
podéis hacer rápida o perezosamente. Pero es en extremo interesante
observar el proceso de la mente, cómo depende de las palabras, cómo
las palabras estimulan la memoria, resucitan la experiencia muerta y
le infunden vida. Y en ese proceso la mente vive en el futuro o en el
pasado. Por tanto, las palabras tienen un enorme significado, tanto
necrológico como psicológico. Os ruego que no aprendáis todo esto
de mí o de un libro. No podéis aprenderlo de otra persona ni
hallarlo en un libro. Lo que aprendáis o encontréis en un libro no
será lo real. Pero podéis experimentarlo, podéis observaros en la
acción, observaros al pensar, ver cómo pensáis, cuán rápidamente
le dais nombre al sentimiento a medida que surge; y la observación
de todo este proceso librará a la mente de su centro. Entonces la
mente, estando quieta, puede recibir aquello que es eterno.
Pregunta: ¿Cuál es
la verdadera relación, si la hay, entre el individuo y lo colectivo,
la masa?
Krishnamurti:
¿Creéis que hay alguna relación entre el individuo y la masa,
entre vosotros y lo colectivo? Al Estado, al gobierno le gustaría
que nosotros fuésemos tan sólo ciudadanos, lo colectivo. Pero
primero somos hombres y después ciudadanos, no ciudadanos primero y
hombres después. Al Estado le agradaría que no fuésemos hombres,
individuos, sino masa. Porque, cuando más ciudadanos seamos, mayor
será nuestra capacidad, mayor nuestra eficiencia; nos convertimos en
el instrumento que los burócratas, los Estados autoritarios, los
gobiernos, quieren que seamos.
Debemos,
pues, distinguir entre el individuo particular y el ciudadano, entre
el hombre y la masa. El individuo, el hombre, tiene sus propios
sentimientos, esperanzas, fracasos, decepciones, anhelos,
sensaciones, placeres. Y existe el punto de vista que quiere reducir
todo eso a lo colectivo, porque es muy sencillo habérselas con lo
colectivo. Se pasa un edicto, y ya está. Se da un decreto, y él se
cumple. De suerte que, cuanto más agrupaciones haya, y más
eficientemente estén organizadas, más se desconoce al individuo, ya
sea por la iglesia o por el Estado. Entonces somos todos cristianos
todos hindúes, no individuos. Y con esa mentalidad, en ese estado de
cosas que casi todos deseamos, ¿queda sitio alguno pura la realidad
individual? Reconocemos que ha de haber nación colectiva. ¿Pero se
logra acaso la acción colectiva con la negación del individuo?
¿Está el individuo en oposición a lo colectivo? ¿No es acaso
ficticio lo colectivo? ¿La masa no carece de realidad? Viendo la
dificultad de habérnoslas con el individuo creamos lo opuesto, la
masa, y entonces tratamos de establecer una relación entre el
individuo y lo colectivo. Si el individuo es inteligente, cooperará.
Ese, sin duda, es nuestro problema, ¿verdad? Primero creamos la
masa, y luego tratamos de encontrar la relación entre el individuo y
la masa. Pero investiguemos si la masa es real. El grupo aquí
presente puede ser transformado en lo colectivo por medio del
hipnotismo, de la propaganda; por diversos medios podemos ser
incitados a actuar colectivamente en favor de una ideología de un
Estado, de una iglesia, de una idea, y así sucesivamente. Es decir,
la acción colectiva puede ser exteriormente impuesta, dirigida,
forzada, mediante el temor, la recompensa y todo lo demás. Habiendo
producido esa situación, tratamos de establecer la relación del
individuo, que es lo real, con aquello que es un producto. ¿No es
posible, antes bien, que el individuo pierda su sentido separativo
mediante la comprensión definida de todo lo que implica la
“separatividad”, y, por lo tanto, actúe cooperativamente? Pero
como eso es tan difícil, los Estados, los gobiernos, las iglesias,
las religiones organizadas, obligan e inducen al individuo a
convertirse en lo corporativo.
¿Qué
lugar ocupa el individuo en la historia? ¿Qué importancia tiene lo
que vosotros y yo hagamos? El movimiento histórico sigue su curso.
¿Qué lugar ocupa la realidad en este movimiento? Probablemente
ninguno, en absoluto. Vosotros y yo para nada contamos. Este
movimiento es gigantesco, y prosigue; tiene el impulso de los siglos,
y habrá de proseguir. ¿Cuál es vuestra relación, como individuos,
con este movimiento? ¿Algo de lo que vosotros hagáis podrá
afectarlo? ¿Podréis impedir una guerra por el hecho de ser
pacifistas? No sois pacifistas porque haya una guerra ni porque
hayáis descubierto que algo tenéis que ver con ella, sino porque la
guerra en si es un mal, y sentís que no podéis matar, y ahí
termina todo. Pero el tratar de encontrar una relación entre vuestro
entendimiento, entre vuestra inteligencia y ese lógico y monstruoso
movimiento de la guerra, paréceme absolutamente vano. Yo puedo ser
un individuo, y ello no obstante ver lo que crea en mí sentimientos
antisociales, y de ese modo librarme de acciones separativas. Puede
que posea una pequeña propiedad, mas eso, ciertamente no me
convierte en un ente separativo. Pero lo que es calamitoso, lo que es
destructivo, es todo ese estado psicológico de estar
separado, de estar aislado, de ser algo. Y para
sobreponernos a eso es que tenemos todos los decretos, sanciones e
imposiciones externas.
Pregunta: ¿Cual es el
significado del dolor y del sufrimiento?
Krishnamurti:
Cuando sufrís, cuando sentís dolor, ¿qué es lo que ello
significa? El dolor físico tiene un significado, pero probablemente
nos referimos al dolor y al sufrimiento psicológicos, que tienen un
significado muy distinto en diferentes niveles. ¿Cuál es la
significación del sufrimiento? ¿Por que queréis averiguar
la significación del sufrimiento? No es que él carezca de
significado; eso lo vamos a averiguar: ¿Pero por qué deseáis
descubrirlo? ¿Por qué queréis averiguar la razón por la cual
sufrís? Cuando os hacéis la pregunta “¿por qué sufro?”, y
buscáis la causa del sufrimiento, ¿no esquiváis el sufrimiento?
Cuando busco el significado del sufrimiento, ¿no lo evito, no lo
eludo, no huyo de él? El hecho es que sufro; pero no bien llevo la
mente a actuar a su respecto, y digo “y bien, ¿por qué?”, ya he
diluido la intensidad del sufrimiento. En otras palabras: queremos
que el sufrimiento se diluya, se alivie, se aleje, se elimine
mediante una explicación. Eso, por cierto, no brinda comprensión
del sufrimiento. Si me libro, pues, de ese deseo de huir del
sufrimiento, empiezo a comprender cuál es su contenido.
Ahora
bien, ¿qué es el sufrimiento? Una perturbación en diferentes
niveles: en el físico y en los distintos niveles del subconsciente.
¿No es así? Es una forma aguda de perturbación, que me disgusta.
Mi hijo ha muerto. He erigido en torno suyo todas mis esperanzas; o
en torno de mi hija, de mi esposo, de lo que sea. Lo tenía en un
altar, junto con todas las cosas que deseaba que él fuera. Y lo he
tenido por compañero ya conocéis todo eso- y de pronto se ha
ido. Hay por lo tanto una perturbación, ¿no es así? A esa
perturbación le llamo sufrimiento. No se os ocurra que deseo ser
áspero; estamos examinando, tratando de comprender esto. Si no me
gusta ese sufrimiento, entonces digo: “¿por qué sufro?”, “lo
amaba tanto”, “él era esto” y “yo tenía aquello”. Y trato
de hallar solaz en las palabras, en los rótulos, en los creencias,
como casi todos lo hacemos. Todo ello obra a modo de narcótico. Pero
si no hago eso, ¿qué sucede? Sucede, simplemente, que percibo el
sufrimiento. No lo condeno ni lo justifico: sufro. Entonces puedo
seguir su movimiento, ¿no es así? Entonces puedo observar todo el
contenido de lo que él significa; “sigo”, “observo”, en el
sentido de tratar de comprender alguna cosa.
¿Qué
significa, pues, el sufrimiento? ¿Qué es aquello que sufre? No se
trata de saber por qué hay sufrimiento, sino qué es lo que
realmente ocurre. No se si veis la diferencia. Se trata simplemente
de que percibo el sufrimiento, no como cosa distinta de mí, no como
un observador que atisba el sufrimiento, sino que éste forma parte
de mí, es decir, la totalidad de mí mismo sufre. Entonces puedo
seguir su movimiento, ver adónde conduce. Si hago esto, es seguro
que el dolor se nos descubre, ¿no es así? Entonces veo que he
puesto énfasis en el “yo”, no en la persona a quien amo. Esa
persona servía para ponerme a cubierto de mi propia miseria, de mi
soledad, de mi infortunio. Como yo no soy “algo”, esperaba que
ella lo fuese. De modo que eso ya terminó; estoy abandonado,
perdido, solo. Sin ella, nada soy. Por eso lloro. No es que ella se
haya ido es que estoy abandonado, que estoy solo. Es muy difícil
llegar a ese punto ¿verdad? Es difícil reconocerlo realmente, y no
decir, simplemente, “estoy solo, ¿y cómo he de librarme de esa
soledad?”, lo cual es otra forma de escape. Es difícil ser
consciente de ello, mantenerse en ello, ver su movimiento.
Esto lo tomo tan sólo como un ejemplo. Así, gradualmente, si dejo
que ello se manifieste, que se descubra, veo que sufro porque estoy
perdido; me veo en el caso de dedicar mi atención a algo que no
estoy dispuesto a mirar. Se me impone algo que no me inclino a ver ni
a comprender. Y hay un sinnúmero de personas para ayudarme a
escapar; miles de personas llamadas “religiosas”, con sus
creencias y dogmas, esperanzas y fantasías. “Es el Karma,
es la voluntad de Dios”; todos me brindan una salida, bien lo
sabéis. Pero si puedo permanecer con el dolor y no apartarlo de mí,
ni tratar de circunscribirlo o negarlo, ¿qué ocurre? ¿Cuál es el
estado de mi mente cuando sigue de ese modo el movimiento del sufrir?
Seguid esto, por favor, continuando con lo que anteriormente
discutíamos.
¿El
sufrimiento es tan sólo una palabra, o es una realidad? Si es una
realidad y no una mera palabra, entonces la palabra ya no tiene
sentido. Lo único que existe, pues, es el sentimiento de intenso
dolor. ¿Con respecto a qué? Con respecto a una imagen, a una
experiencia, a algo que tenéis o no tenéis. Si lo tenéis, le
llamáis placer; si no lo tenéis, es dolor. De modo que el dolor, el
sufrimiento, está en relación con algo. ¿Ese “algo” es
mera verbalización o una realidad? No se si seguís todo esto. Es
decir, cuando hay sufrimiento, él existe tan sólo en relación con
algo. No puede existir por sí solo, así como el temor no puede
existir por sí solo, sino en relación con algo: un
individuo, un incidente, un sentimiento. Ahora os dais plena cuenta
del sufrimiento. ¿Es ese sufrimiento distinto de vosotros, por lo
cual sois el observador que percibe el sufrimiento, o ese sufrimiento
es parte de vosotros? Estamos tratando, sin duda, de
comprender lo que es el sufrimiento, el dolor; procuramos
investigarlo plenamente, no de un modo puramente superficial.
Ahora
bien, cuando no hay observador que sufre, ¿es el sufrimiento
diferente de vosotros? Sois el sufrimiento, ¿no es así? No
estáis separados del dolor; sois el dolor. ¿Y ahora, qué ocurre?
Seguid esto, por favor. No se lo clasifica, no se le da nombre, y,
por lo tanto, no se lo echa a un lado; sois ese dolor, simplemente;
sois ese sentimiento, esa sensación de agonía. Entonces, cuando
sois eso, ¿qué sucede? Cuando no le dais nombre, cuando no hay
temor a su respecto, ¿hay relación entre el centro y el
sufrimiento? Si el centro está en relación con él, entonces le
teme. Entonces tiene que actuar y hacer algo a su respecto. Pero si
el centro es eso, ¿qué hacéis? No hay nada que hacer,
¿verdad? Tened en cuenta que ello no es mera aceptación. Seguid
esto, y ya veréis. Si sois eso, y no lo aceptáis, ni lo
clasificáis, ni lo echáis a un lado; si sois esa cosa, ¿qué
ocurre? ¿Decís entonces que sufrís? Ha ocurrido, por cierto, una
transformación fundamental. Entonces ya no existe el “yo sufro”,
porque no hay centro que sufra; y el centro sufre porque nunca hemos
examinado lo que es el centro. Sólo vivimos de palabra en palabra,
de reacción en reacción. Jamás decimos: “veamos qué cosa es esa
que sufre”. Y no lo podéis ver por coacción, por disciplina.
Habéis de mirar con interés, con espontánea comprensión. Entonces
veréis que lo que llamamos sufrimiento, dolor, eso que evitamos, así
como la disciplina, todo se ha desvanecido.
Mientras
yo no tenga relación con el hecho como si estuviera fuera de mí, no
hay problema; pero desde el momento en que establezco una relación
con él fuera de mí, el problema existe. Mientras trato el
sufrimiento como algo exterior sufro porque he perdido mi
hermano, porque no tengo dinero, por esto, por aquello- establezco
una relación con ese “algo”, y esa relación es ficticia. Pero
si soy esa cosa, si veo el hecho, entonces todo ello se
transforma, todo ello tiene un significado diferente. Entonces hay
completa atención, atención integrada; y aquello que
se considera en su totalidad se comprende, se disuelve, y así no hay
temor; y, por lo tanto, la palabra “sufrimiento” resulta
inexistente.
Agosto
21 de 1949.
XIII
Estas
últimas semanas hemos discutido acerca de la importancia del
conocimiento propio, y de lo esencial que resulta para que pueda
haber acción, recto pensar, que uno se conozca a sí mismo; no sólo
la mente superficial, la consciente, sino también la mente oculta,
la inconsciente. Y aquellos de vosotros que habéis puesto a prueba y
experimentado lo que hemos venido discutiendo, tenéis que haberos
encontrado con algo muy curioso al experimentar: que por obra del
conocimiento propio se acentúa la conciencia del “yo”. Es decir,
uno se interesa más en sí mismo. Casi todos nos vemos enredados en
eso, y no parecemos capaces de ir más allá. Y me agradaría
dilucidar esta tarde por qué es que la mayoría de nosotros nos
encerramos en la conciencia del “yo”, que nos limita, y no somos
capaces de ir más allá. Porque hay mucho en ello que necesita mayor
explicación y discusión: pero antes de ahondar el tema desearía
señalar una o dos cosas.
En
primer lugar, os ruego no os molestéis en tomar fotografías. Bien
sabéis que todo esto, todo aquello de que estamos hablando, es muy
serio, al menos para mí. Esto no es para cazadores de autógrafos.
No se os ocurriría tomar fotografías y pedir autógrafos si esto lo
tomarais realmente muy en serio. Además, si se me permite decirlo,
ello es muy pueril, muy falto de madurez. La otra cosa que me
agradaría señalar es que, como antes lo he dicho, vosotros y yo
tratamos aquí de experimentar juntos, de ver cómo ahondamos los
problemas que se nos plantean. Y eso es imposible si estáis
ansiosamente interesados en tomar notas de lo que digo. Debéis ser
capaces de habéroslas directamente con el problema; no se trata de
considerarlo después. Cuando realmente experimentáis algo, no
tomáis notas. Tomáis notas cuando no estáis viviendo algo, cuando
no pensáis, sentís ni experimentáis realmente. Pero si realmente
“vivenciáis”, si participáis en lo que se está diciendo, no
hay tiempo ni oportunidad para tomar notas. La vivencia, a buen
seguro, no llega por medio de palabras. Eso es solo prolongar la
sensación; pero hay vivencia si podemos penetrar de un modo cada vez
más hondo e inmediato en lo que se está diciendo. Sería bueno,
pues, que cada uno de nosotros fuera lo suficientemente serio para
experimentar con lo que se está diciendo, y no se limitase a
posponer ni se distrajese del nudo de la cuestión.
Según
ya lo he dicho, en la búsqueda del conocimiento propio, en su
exploración, uno se ve atrapado en la conciencia de sí mismo, y el
“yo” se acentúa de más en más; ¿y cómo es que esto sucede?
Como lo hemos dicho en todas estas pláticas, lo importante es
libertarse del “yo”, de “lo mío”, del “ego”; porque,
evidentemente, quien no conoce todo el proceso y todo el contenido
del “yo”, es incapaz de recto pensar. Ello es axiomático.
Rehuimos y evitamos, sin embargo, la comprensión del “yo”; y
creemos que evitándola podremos habérnoslas con el “yo” u
olvidarlo más fácilmente. Mientras que, si somos capaces de
observarlo más intensamente, con más atención, corremos el peligro
de hacernos más y más autoconscientes. ¿Y es posible ir más allá?
Ahora
bien, para comprender eso tenemos que ahondar el problema de la
sinceridad. Sencillez no es sinceridad. Quien es sincero nunca puede
ser sencillo. Porque el que procura ser sincero, tiene siempre el
deseo de amoldarse o de aproximarse a una idea. Y se necesita
extraordinaria sencillez para comprenderse a sí mismo, esa
simplicidad que llega cuando no hay deseo de lograr, de alcanzar, de
ganar algo; y no bien deseamos ganar algo mediante el conocimiento
propio, surge la conciencia del “yo” en la que quedamos presos,
lo cual es un hecho. Si no os limitáis a examinar lo que han dicho
diversos psicólogos y santos, sino que experimentáis con vosotros
mismos, llegaréis a un punto en que veréis que es imposible
proseguir a menos que haya sencillez completa, no sinceridad. La
autoconciencia sólo aparece cuando existe el deseo de lograr algo
mediante el conocimiento de uno mismo: la felicidad, la realidad o
aun la comprensión. Es decir, cuando existe un deseo de logro
mediante el conocimiento propio, hay autoconciencia, lo que impide
penetrar más a fondo en el problema. Y como casi todos nosotros,
especialmente la gente llamada religiosa, tratamos de ser sinceros,
debemos comprender esta cuestión, la palabra “sinceridad”.
Porque la sinceridad desarrolla voluntad, y la voluntad es
esencialmente deseo. Tenéis que ser sinceros a fin de aproximaros a
una idea; y de ahí que el modelo y la realización de ese modelo
adquieran la máxima importancia. Para realizar un modelo necesitáis
voluntad, lo cual es negación de la sencillez. La sencillez sólo se
manifiesta cuando se está libre del deseo de lograr, y cuando estáis
dispuestos a profundizar el conocimiento propio sin ningún propósito
en vista. Y yo creo que es realmente importante meditar en ello. Lo
que se requiere no es sinceridad, no es el ejercicio de la voluntad
para ser o no ser algo, sino el comprenderse uno mismo de instante en
instante, espontáneamente, a medida que las cosas surgen. ¿Cómo
podéis ser espontáneos cuando os aproximáis a algo?
¿Cuándo
descubrís algo en vosotros? Sólo en momentos inesperados, cuando no
reguláis vuestra mente, vuestros pensamientos y sentimientos,
consciente y deliberadamente; sólo cuando hay una respuesta
espontánea a los incidentes de la vida. Entonces, de acuerdo con
esas respuestas, descubrís. Pero un hombre que trata de ser sincero
con relación a una idea, nunca puede ser sencillo; y es por eso que
él nunca puede tener pleno y completo conocimiento propio. El
conocimiento propio sólo puede descubrirse de un modo más amplio,
pleno y profundo cuando hay percepción pasiva, la cual no es un
esfuerzo de la voluntad. La voluntad y la sinceridad van juntas; la
simplicidad y la percepción pasiva son compañeras. Cuando uno es
profunda y pasivamente perceptivo, en efecto, hay una posibilidad de
comprensión inmediata. Como ya lo hemos discutido, si cuando queréis
comprender algo os consume el constante deseo de comprenderlo, y para
ello os esforzáis, es natural que no haya comprensión. Pero si hay
percepción pasiva, alerta, entonces existe una posibilidad de
comprender. De un modo análogo, para que uno se comprenda a sí
mismo cada vez más amplia y profundamente, tiene que haber
percepción pasiva, lo cual es sumamente difícil; porque casi todos
condenamos o justificamos. Nunca observamos cosa alguna pasivamente.
Nos proyectamos a nosotros mismos sobre el sujeto un cuadro, un
poema o cualquiera otra cosa- especialmente cuando se trata de algo
que a nosotros atañe. Somos incapaces de observarnos sin
condenación ni justificación alguna; y eso, sin duda, es esencial
si es que hemos de comprendernos cada vez más amplia y
profundamente. Como en la búsqueda del conocimiento propio la
mayoría no nosotros quedamos presos en la autoconciencia, el peligro
es que, estando así atrapados, hacemos de lo que nos aprisiona la
cosa más importante. Para ir más allá de la conciencia del “yo”,
hay que estar libre del deseo de lograr un resultado. Porque, después
de todo, el logro de un resultado es lo que la mente desea; quiere
estar segura, a salvo, y por lo tanto proyecta, por impulso propio,
una imagen, una idea, en la cual se refugia. Y el evitar todas las
ilusiones que crea la mente, el evitar quedar preso en ellas, sólo
es posible cuando no existe deseo de un resultado, cuando uno vive de
instante en instante.
Pregunta: ¿Tendría
la bondad de explicar lo que Ud. entiende por “morir diariamente”?
Krishnamurti: ¿Por
qué es que tenemos tanto terror a la muerte? Porque la muerte es lo
desconocido. No sabemos lo que va a suceder mañana; no sabemos, en
realidad, lo que va a ocurrir. Aun cuando edificamos para el mañana,
nada sabemos realmente de un modo positivo; y por eso existe siempre
el temor al mañana. De suerte que el temor es el factor dominante,
por la incapacidad de hacer frente a lo desconocido; y es por eso que
continuamos llevando el día de hoy al de mañana. Eso es lo que
hacemos, ¿no es cierto? Damos continuidad a nuestra idiosincrasia, a
nuestros celos, a nuestras estupideces, a nuestros recuerdos; y,
dondequiera que estemos, cargamos con ellos de un día para el otro.
¿No es eso lo que hacemos? Y por eso uno no muere, y solo asegura la
continuidad. Se trata de un hecho. Nuestro nombre, nuestras acciones,
las cosas que hacemos, nuestra propiedad, el deseo de ser todo
eso da continuidad. Ahora bien, es obvio que aquello que continúa no
puede renovarse. Sólo puede haber renovación cuando hay un final.
Si mañana sois los mismos que sois hoy, ¿cómo puede haber
renovación? Es decir, si estáis apegados a una idea, a una
experiencia, que habéis tenido ayer y que deseáis que continúe
mañana, no hay renovación; hay una continuidad del recuerdo que
deja la sensación de esa experiencia, pero la experiencia misma está
muerta. Existe solamente el recuerdo de la sensación de esa
experiencia; y es esa sensación lo que deseáis que continúe. Y
donde hay continuidad, evidentemente, no hay renovación. Y, sin
embargo, eso es lo que la mayoría de nosotros desea: deseamos
continuar. Deseamos continuar con nuestras preocupaciones, con
nuestros placeres, con nuestros recuerdos; y por eso la mayoría de
nosotros somos realmente incapaces de crear. No existe posibilidad de
un renacimiento, de una renovación. Antes bien, si cada día
muriésemos, si terminásemos al final de cada día con todas
nuestras preocupaciones, con todos nuestros celos, con todas nuestras
idioteces y vanidades, con nuestra cruel murmuración, con todo eso
tan conocido; si cada día llegásemos a un final y no trasladásemos
todo eso al mañana, entonces habría una posibilidad de renovación,
¿no es cierto?
Así,
pues, ¿por qué acumulamos? ¿Y qué es lo que acumulamos, fuera de
muebles y algunas otras cosas? ¿Qué es lo que acumulamos? Ideas,
palabras y recuerdos, ¿no es así? Y con esas cosas vivimos; somos
esas cosas. Con esas cosas queremos vivir, queremos continuar. Pero
si no continuásemos, habría la posibilidad de una nueva
comprensión, de una nueva oportunidad. Esto no es metafísico, esto
no es algo fantástico. Experimentad con ello vosotros mismos y
veréis que ocurre una cosa extraordinaria. ¿Cómo se preocupa la
mente por un problema una y otra vez, cada vez más, día tras día?
Una mente así es incapaz, evidentemente, de ver algo nuevo, ¿no es
cierto? Estamos enredados en nuestras creencias: religiosas,
sociológicas o de cualquiera otra índole; y uno mismo es esas
creencias. Las creencias son palabras, y la palabra cobra
importancia; y así vivimos en una sensación que deseamos continúe,
y por lo tanto no hay renovación. Pero si uno no continúa, si no da
continuidad a una preocupación, sino que medita al respecto, penetra
plenamente en ella y la disuelve, entonces la mente está despejada
para enfrentar alguna otra cosa de un modo nuevo. Mas la dificultad
estriba en que casi todos deseamos vivir en el pasado, en los
recuerdos pasados, o en el futuro, en las esperanzas y anhelos del
porvenir; lo que indica que el presente no es significativo, por lo
cual vivimos en el ayer y en el mañana y damos continuidad a ambos.
Si uno realmente experimenta con esto, muriendo de veras cada día,
cada minuto, para todo aquello que ha acumulado, surge una
posibilidad de inmortalidad. La inmortalidad no es continuidad, la
cual es tiempo, simplemente. Sólo hay continuidad para la memoria
para las ideas, para las palabras. Pero cuando se está libre de
continuidad, entonces hay un estado de “atemporalidad” que no
puede comprenderse si sois mero resultado de la continuidad. Por
tanto, es importante morir cada minuto y nacer otra vez, no como
erais ayer. Esto es muy importante, en realidad, si queréis
profundizarlo seriamente. Porque en esto existe una posibilidad de
creación, de transformación. Y la vida de casi todos nosotros es
tan desdichada porque no sabemos cómo renovarnos; estamos agotados,
nos vemos destruidos por el ayer, por los recuerdos, los reveses, las
desdichas, los incidentes, los fracasos del ayer. El ayer pesa sobre
nuestra mente y corazón; y con esa carga queremos comprender algo
que no puede ser comprendido dentro de los límites del tiempo. Y por
eso es esencial, si uno ha de ser creador en el sentido profundo de
la palabra, que haya muerte para todas las acumulaciones de cada
minuto. Esto no es fantástico, esto no es una experiencia mística.
Uno puede experimentar esto directamente, simplemente, cuando
uno comprende todo el significado de cómo el tiempo, como
continuidad, impide la “creatividad”.
Pregunta: ¿Cómo es
que, según Ud. lo ha dicho, una verdad que se repite se convierte en
mentira? ¿Qué es realmente la mentira? ¿Por qué es malo mentir?
¿No es éste un problema sutil y profundo en todos los niveles de
nuestra existencia?
Krishnamurti: Como
en esto hay dos preguntas, examinemos la primera. Cuando una verdad
se repite, ¿cómo es que se convierte en mentirá? ¿Qué es lo que
repetimos? ¿Podéis repetir una comprensión? Yo comprendo algo;
¿puedo repetirlo? Puedo verbalizarlo, puedo comunicarlo; pero la
experiencia, a buen seguro, no es lo que se repite. Mas nos quedamos
presos en la palabra y perdemos el significado de la experiencia. Si
habéis tenido una experiencia, ¿podéis repetirla? Podéis querer
repetirla; podéis desear su repetición, su sensación; pero una vez
que tenéis una experiencia, ésta ha terminado, no puede ser
repetida. Lo que puede repetirse es la sensación, y la palabra
correspondiente que da vida a esa sensación. Y como,
desgraciadamente, la mayoría de nosotros somos propagandistas,
caemos en la repetición de la palabra. Vivimos, pues, de palabras, y
negamos la verdad.
Tomemos
como ejemplo el sentimiento del amor. ¿Podéis repetirlo? Cuando oís
que os dicen “amad a vuestro prójimo”, ¿es eso una verdad para
vosotros? Sólo es verdad cuando amáis al prójimo; y ese amor no
puede ser repetido, sino tan sólo la palabra. Sin embargo, casi
todos nos sentimos felices y contentos con la repetición: “amad al
prójimo”, o “no seáis codiciosos”. De modo que la verdad de
otro, o una verdadera experiencia que hayáis tenido, no se convierte
en una realidad por la mera repetición. Por el contrario, la
repetición impide la realidad. El mero repetir determinadas ideas no
es la realidad.
Ahora
bien, la dificultad de esto consiste en comprender el asunto sin
pensar en términos de lo opuesto. Una mentira no es algo opuesto a
la verdad. Es posible ver la verdad de lo que estoy diciendo, no en
oposición o en contraste, como verdad o como mentira, sino ver,
simplemente, que la mayoría de nosotros repetimos sin comprensión.
Por ejemplo, hemos estado discutiendo el “no nombrar”. Muchos de
vosotros lo repetiréis, estoy seguro de ello, pensando que es “la
verdad”. Jamás repetiréis una experiencia si es una experiencia
directa. Podéis comunicarla; pero cuando es una experiencia real,
las sensaciones que la acompañaron han pasado, el contenido
emocional que había detrás de las palabras se ha desvanecido por
completo.
Tomemos,
por ejemplo la cuestión que discutimos hace unas cuantas semanas:
que el pensador y en pensamiento son uno solo. Puede que sea una
verdad para vosotros, porque lo habéis experimentado directamente.
Pero si yo lo repitiera, eso no sería verdadero -¿no es así?-
verdadero, no como opuesto a lo falso, entendedlo bien. No sería
real; sería mera repetición, y por lo tanto carecería de
significación. Pero ya veis, con la repetición creamos un dogma,
edificamos una iglesia, y en eso nos refugiamos. La palabra, no la
verdad, se convierte en “la verdad’’. La palabra no es la cosa.
Pero para nosotros la cosa es la palabra. Y es por eso que uno tiene
que guardarse con sumo cuidado de repetir algo que no comprenda
realmente. Si comprendéis algo, podéis comunicarlo; pero las
palabras y el recuerdo han perdido su significación emocional. Es
por eso que, en la conversación corriente, la propia perspectiva y
el propio vocabulario sufren un cambio.
Siendo,
pues, que estamos buscando la verdad por medio del conocimiento
propio, y no somos meros propagandistas, resulta importante que
comprendamos esto. Mediante la repetición, en efecto, uno se
hipnotiza con palabras, con sensaciones, queda atrapado en ilusiones.
Y, para libertarse de eso, es imperativo experimentar directamente;
y, para experimentar directamente, uno debe percibirse a sí mismo en
el proceso de la repetición, de los hábitos de las palabras, de las
sensaciones. Esa percepción nos brinda extraordinaria libertad, y
así puede haber renovación, una constante vivencia, un estado de
cosa nueva.
La
otra pregunta es: “¿qué es realmente la mentira? ¿Por qué es
malo mentir? ¿No es este un problema sutil y profundo en todos los
niveles de nuestra existencia?” ¿Qué es una mentira ¿Es una
contradicción -¿no es así?- una autocontradicción. Uno puede
contradecirse consciente o inconscientemente puede hacerlo de un modo
deliberado o inconsciente. La contradicción puede ser sumamente
sutil o muy obvia. Y cuando la grieta de la contradicción es muy
grande, uno se vuelve desequilibrado o se da cuenta de la grieta y se
dispone a remediarla. Ahora bien: para comprender este problema: qué
es una mentira y por qué mentimos, hay que ahondarlo sin pensar en
términos de lo opuesto. ¿Podemos observar este problema de la
contradicción en nosotros mismos sin tratar de no ser
contradictorios? No se si me expreso con claridad. Nuestra dificultad
al examinar esta cuestión -¿no es así?- está en que condenamos
una mentira con gran facilidad: ¿mas para comprenderla podemos
considerarla en términos de lo que es la contradicción y no
en términos de verdad y falsedad? ¿Por qué nos contradecimos? ¿Por
qué hay contradicción en nosotros? ¿No hay un intento de vivir de
acuerdo a una norma, a una pauta, un constante acercamiento nuestro a
un modelo, un esfuerzo constante por ser algo, ya sea a los
ojos de otra persona o ante nuestros propios ojos? Existe un deseo
-¿no es así?- de ajustarse a una norma, y cuando uno no vive de
acuerdo a esa norma hay contradicción.
Ahora
bien, ¿por qué tenemos un modelo, una norma, una tendencia a
imitar, una idea en conformidad con la cual tratamos de vivir? ¿Por
qué? Evidentemente, para estar seguros, para estar a salvo, para ser
populares, para tener una buena opinión de nosotros mismos, etc. Ahí
está la semilla de la contradicción. Mientras procuremos
asemejarnos a algo, mientras tratemos de ser algo, tiene
que haber contradicción; por lo tanto, tiene que existir esa grieta
entre lo falso y lo verdadero. Creo que esto es importante, si es que
queréis profundizarlo serenamente. No es que no exista lo falso y lo
verdadero; ¿pero por qué hay contradicción en nosotros? ¿No es
porque intentamos ser algo: nobles, buenos, virtuosos,
creadores, felices, etc.? Y en el deseo de ser algo existe una
contradicción: la de no ser una cosa diferente. Y es esta
contradicción la que resulta destructiva. Si uno es capaz de
completa identificación con algo, con esto o con aquello, entonces
la contradicción cesa; mas cuando uno se identifica de veras, en un
todo, con algo, hay encierro dentro de uno mismo, una resistencia, lo
cual causa desequilibrio. Ello es evidente.
¿Por
qué, pues, hay contradicción en nosotros? He hecho algo, y no
quiero ser descubierto; he pensado algo que no es lo debido, y ello
me coloca en un estado de contradicción, cosa que no me agrada. Por
tanto, donde hay aproximación tiene que haber temor; y es este temor
lo que causa contradicción. Mientras que si no hay devenir, si no
hay intento alguno de ser algo, no hay sensación de temor. Entonces
no hay contradicción; entonces en nosotros no existe la mentira en
ningún nivel, consciente o inconsciente; nada hay que suprimir, nada
que manifestar. Y como la vida de casi todos nosotros es cuestión de
estados de ánimo y de actitudes, asumimos actitudes que dependen de
nuestros estados de ánimo, lo cual es una contradicción. Cuando el
estado de ánimo desaparece, somos lo que somos. Es esta
contradicción lo realmente importante, y no que digáis o dejéis de
decir una mentirilla inocente. Mientras haya esta contradicción,
tiene que haber una existencia superficial, y por lo tanto temores
superficiales que han de ser vigilados; y luego siguen las mentiras
inocentes, y todo lo demás que sabéis. Podemos considerar esta
cuestión y no preguntar qué es una mentira y qué es la verdad,
sino investigar el problema de la contradicción en nosotros mismos
sin recurrir a los opuestos, lo cual es sumamente difícil. Porque,
como dependemos tanto de nuestras sensaciones, la vida de casi todos
nosotros es contradictoria. Dependemos de los recuerdos, de las
opiniones; tenemos innumerables temores que deseamos disimular; todo
esto crea contradicción en nosotros mismos; y cuando esa
contradicción se hace insoportable, perdemos la cabeza. Deseando la
paz, todo lo que uno hace engendra la guerra, no sólo en la familia
sino fuera de ella. Y en lugar de comprender lo que crea el
conflicto, sólo tratamos, cada vez más, de convertirnos en una cosa
o en otra, en lo opuesto, agrandado de ese modo la grieta.
¿Es
posible, pues, comprender por qué existe contradicción en nosotros,
no sólo en la superficie sino en un nivel psicológico mucho más
profundo? En primer lugar, ¿se da uno cuenta de que vive una vida
contradictoria? Deseamos la paz, y somos nacionalistas; queremos
evitar la miseria social, y, no obstante, cada uno de nosotros es
individualista y limitado, encerrado en sí mismo. Vivimos, pues, en
constante contradicción. ¿Por qué? ¿No será que somos esclavos
de la sensación? No se trata de negar o de aceptar esto, que exige
comprender muy bien lo que implica la sensación, es decir, los
deseos. Deseamos muchas cosas, todas en contradicción unas con
otras. Somos un cúmulo de máscaras en conflicto; adoptamos una
careta cuando nos conviene, y la repudiamos cuando alguna otra cosa
es más provechosa, más agradable. Es ese estado de contradicción
lo que crea la mentira. Y, en oposición a eso, creamos “la
verdad”. Pero, ciertamente, la verdad no es lo contrario de la
mentira. Aquello que tiene un opuesto no es la verdad. Lo opuesto
contiene su propio opuesto, y por lo tanto no es la verdad. Y para
comprender este problema bien a fondo, hemos de darnos cuenta de
todas las contradicciones en que vivimos. Cuando yo digo “os amo”,
con ello van los celos, la envidia, la ansiedad, el temor, lo cual es
una contradicción. Y es esta contradicción la que debe ser
comprendida; y sólo se la puede comprender cuando uno se da cuenta
de ella sin condenarla ni justificarla; observándola, no más. Y,
para observarla pasivamente, uno ha de comprender todos los procesos
de la justificación y la condenación. Así, pues, no es un problema
fácil el observar algo pasivamente; pero al comprender eso, empieza
uno a comprender el proceso íntegro de las modalidades de nuestro
pensar y sentir. Y cuando uno percibe el significado total de la
contradicción en uno mismo, ello produce un cambio extraordinario:
sois entonces vosotros mismos, no algo que tratáis de ser. Ya
no seguís un ideal, ya no buscáis felicidad. Sois lo que sois, y de
ahí podéis proseguir. Entonces no hay posibilidad de contradicción.
Pregunta: Creo
sinceramente que deseo ayudar a los demás, y creo que puedo hacerlo;
pero cuanto digo o hago a otro se interpreta como injerencia y como
deseo de dominar. De modo que los otros se me oponen y me siento
frustrado. ¿Por qué me ocurre eso?
Krishnamurti:
Cuando decimos que queremos ayudar a otro, ¿qué sentido tiene para
nosotros esa palabra? Al igual que la palabra “servicio”, ¿qué
es lo que aquélla significa? Vais a la estación de gasolina, el
encargado os sirve y le pagáis; pero él usa la palabra “servir”
como todo el que hace negocios. Todo comerciante usa esa palabra.
Ahora bien, ¿aquellos que desean servir no están animados del mismo
espíritu? Desean servir si también les dais algo. Es decir, desean
ayudaros a vosotros con el propósito de lograr su
propia satisfacción. Cuando ofrecéis resistencia, cuando empezáis
a criticar, se sienten frustrados. Es decir, ellos no os ayudan
realmente. Mediante la ayuda, mediante el servicio, logran su propia
satisfacción. En otras palabras, ellos buscan la plena satisfacción
de sí mismos bajo el disfraz de ayuda y servicio; al verse
estorbados, se enojan, empiezan a murmurar y a despedazaros. Este es
un hecho evidente, ¿no es ciertos? ¿Y es que no podéis ayudar y
servir al prójimo sin pedir nada? Ello es muy difícil, no es fácil;
no podéis decir, simplemente, “si se puede”. Cuando dais algo a
una persona, unos cuantos cientos de dólares, ¿no quedáis atados a
algo, no os atáis a esos cientos de dólares? ¿Todo eso no tiene
cola? ¿Podéis dar y olvidar? Ese don del corazón es verdadera
generosidad. Pero la generosidad de la mano tiene siempre algo que
retener, y lo retiene. De igual modo, cuando aquellos que desean
ayudar se ven impedidos de hacerlo por diversas razones, se sienten
frustrados, perdidos; no tolerarán la crítica, que es mal
interpretada, tergiversada, desfigurada. Con su ansiedad por
ayudaros, en efecto, ellos se satisfacen a sí mismos.
El
problema, pues, es este: ¿existe la autorrealización? Esa es
la siguiente pregunta. ¿Existe la plena satisfacción propia? ¿No
es contradictoria la expresión “autorrealización”? Cuando
queréis satisfaceros en algo, ¿qué es ese “algo” en lo
cual halláis realización? ¿No es autoproyección? Por ejemplo, yo
quiero ayudaros. Empleo la palabra “ayudar”, que oculta mi deseo
de autorrealización. ¿Qué sucede cuando tengo tal deseo? Ni os
ayudo, ni hallo plena satisfacción. Porque “realizar” significa,
para la mayoría de nosotros, tener placer en hacer algo que nos
brinda satisfacción. En otras palabras, la autorrealización es
satisfacción, ¿no es cierto? Busco satisfacción, superficial o
permanente, a la que llamo “autorrealización”. ¿Pero la
satisfacción puede ser permanente? Es obvio que no. Sin duda, cuando
hablamos de satisfacción plena, queremos decir una satisfacción que
sea más honda, más profunda, que la satisfacción superficial;
¿pero la satisfacción puede jamás ser permanente? Como nunca puede
serlo, cambiamos de autorrealización; en un momento es esto, luego
es aquello, y finalmente decimos: “mi realización tiene que estar
en Dios, en la realidad”. Lo cual significa que hacemos de la
realidad una satisfacción permanente. En otros términos: buscamos
satisfacción cuando hablamos de autorrealización. Y en lugar de
decir “quiero serviros a fin de satisfacerme a mí mismo” (lo
cual sería demasiado crudo, y somos demasiado refinados para eso),
decimos: “quiero serviros, deseo ayudaros”. Y cuando se nos
impide hacerlo, nos sentimos perdidos, frustrados, enojados,
irritados. Bajo el disfraz de ayuda y servicio, hacemos un montón de
cosas monstruosas - engaños, ilusiones. Por tanto, expresiones tales
como “autorrealización”, “ayuda”, “servicio”, necesitan
ser examinadas. Y cuando de veras las comprendamos, no sólo
verbalmente sino honda y profundamente, entonces ayudaremos sin pedir
nada en cambio. Tal ayuda nunca será mal interpretada, y aun cuando
lo sea, no importa. Entonces no hay sensación de fracaso, ni ira, ni
crítica, ni murmuración.
Pregunta: ¿Qué es la
“unitotalidad”? ¿Es un estado místico? ¿Significa acaso
liberarse de la convivencia? ¿Es esa “unitotalidad” un medio
para la comprensión, o es una evasión de los conflictos externos y
de las urgencias íntimas?
Krishnamurti: ¿No
tratamos casi todos de aislarnos en la vida de relación? Procuramos
adueñarnos de las personas, dominarlas, lo cual es una forma de
aislamiento, ¿no es así? Nuestras creencias, nuestras ideas, son
una forma de aislamiento. Cuando nos retiramos, cuando renunciamos a
algo, ello es una forma de aislamiento, ¿no es así? Los apremios
íntimos y los conflictos externos nos obligan a protegernos, a
encerrarnos. Esa es una forma de aislamiento, ¿verdad? ¿Y mediante
el aislamiento puede haber comprensión alguna? ¿Puedo acaso
comprenderos si os ofrezco resistencia, si me encierro dentro de mis
ideas, de mis prejuicios, de mi crítica de vosotros, etc.? Sólo
puedo comprenderos cuando no estoy aislado, cuando no existe barrera
entre nosotros, ni una barrera verbal ni la barrera de los estados
psicológicos, de los estados de ánimo y la idiosincrasia. Mas para
comprender necesito ser yo solo, ¿no es así? Sólo en el sentido de
no estar encerrado, de estar libre de influencias. La mayoría de
nosotros somos una mezcla; estamos hechos de recuerdos, de
idiosincrasias, de prejuicios, de innumerables influencias. Y a
través de todo eso tratamos de comprender algo. ¿Cómo puede haber
comprensión cuando somos un producto, un compuesto, una mezcla? Y
cuando se está libre de todo eso hay una unicidad que es
“unitotalidad”, que no es un escape. Por el contrario, la
comprensión de todas estas cosas es lo que produce una
“unitotalidad” con la cual enfrentamos la vida directamente.
Siendo nosotros un cúmulo de opiniones, de creencias, no siendo más
que una mezcla, nos creemos seres integrados, o procuramos buscar
integración, cargados de todo eso. Puede haber integración,
ciertamente, no en el mero nivel verbal sino por completo, de manera
cabal, tan sólo cuando se está libre, mediante la comprensión, de
todas las influencias con que de continuo tropezamos: creencias,
recuerdos, idiosincrasias y otras cosas más. Uno no puede
simplemente arrojarlas a un lado. Entonces, a medida que uno empieza
a comprenderlas, hay una soledad que es “unitotalidad”, que no es
contradicción, que no es lo opuesto de lo colectivo ni de lo,
individual. Cuando queréis comprender algo, ¿no os quedáis solos?
¿No estáis completamente integrados en ese momento? ¿No le
consagráis por completo vuestra atención? ¿Y en el aislamiento
puede haber comprensión alguna? ¿Mediante la resistencia puede
haber entendimiento? Cuando renunciáis a algo, ¿trae eso
comprensión? Sin duda, la comprensión no llega por medio de la
resistencia, del retiro, de la renunciación. Sólo cuando
comprendéis la plena significación de un problema, este desaparece;
no tenéis que renunciar a él. No necesitáis renunciar a la
riqueza, a ciertas codicias evidentes. Pero esas cosas se os
desprenden cuando sois capaces de observarlas directamente, sin
crítica alguna, dándoos cuenta de ellas pasivamente. Y en ese
estado de percepción pasiva, ¿no hay acaso completa atención, no
como un opuesto o como una concentración exclusiva? Es una
percepción en la que no hay contradicción, y por tanto la soledad
desaparece.
La
mayoría de nosotros nos sentimos solos, solitarios, no hay hondura
en nosotros, muy pronto estamos terminados. Y es esta soledad la que
produce retiradas escapatorias, encubrimiento; y si queremos
comprender esa soledad, debemos descartar todo encubrimiento, estar
con esa soledad. El estar así sólo es ser “unitotal”. Entonces
estáis libres de influencias, entonces no estáis cautivos de
estados de ánimo; y es esencial que estemos solos, cosa que casi
todos tememos. Difícilmente salimos solos alguna vez; siempre
tenemos la radio, las revistas, los periódicos, los libros, y si no
los tenemos, estamos ocupados con nuestros propios pensamientos. La
mente jamás está quieta. Es esta quietud la que es “unitotal”.
Esa “unitotalidad” no es inducida, no es artificial. Cuando hay
mucho ruido y vosotros estáis en silencio, estáis solos, ¿no es
así? Tenéis que estar solos. Si sois triunfadores, entonces,
evidentemente, hay algo que anda mal. Casi todos buscamos el triunfo,
y es por eso que nunca estamos solos; somos solitarios, pero nunca
estamos solos.
Solamente
cuando hay “unitotalidad” podéis encontrar lo verdadero, lo que
no tiene comparación. Y como la mayoría de nosotros tememos estar
solos, construimos distintos refugios, diversas salvaguardias, y les
ponemos nombres altisonantes; y ello ofrece maravillosas evasiones.
Pero todo eso es ilusión, carece de sentido. Sólo cuando vemos que
eso no tiene significación cuando lo vemos de veras, no en
forma verbal- tan sólo entonces estamos solos. Sólo entonces
podemos realmente comprender; lo cual significa que debemos
despojarnos de todas las pasadas experiencias, de los recuerdos, de
las sensaciones, que tan asiduamente hemos elaborado y con tanto
esmero conservamos. Es indudable que sólo una mente libre de
“condicionamiento” puede comprender aquello que no es
condicionado, la realidad. Y, para librar la mente de
“condicionamiento”, no sólo hay que enfrentarse a la soledad,
sino ir más allá, superarla. No hay que aferrarse a los recuerdos
que se agolpan en la mente. Porque los recuerdos son meras palabras,
palabras que tienen sensaciones. Sólo cuando la mente está quieta
por completo, libre de influencias, puede realizar aquello que es.
Agosto
27 de 1949.
XIV
En
la mañana de hoy contestaré primero algunas de las preguntas, y
luego terminaré con una plática. Son muchas las preguntas
formuladas; pero, por desgracia no me ha sido posible contestarlas
todas. Por eso he escogido aquéllas que son representativas, y he
tratado de contestar tantas como ha sido posible. Y al contestar
preguntas, asimismo, es natural que uno no pueda entrar en todos los
detalles, ya que eso llevaría muevo tiempo. Sólo resulta posible,
pues, considerar lo fundamental; vosotros tendréis que suplir los
detalles. Aquellos de vosotros que habéis venido aquí con
regularidad, encontraréis que, si os lleváis no sólo un recuerdo
de las palabras y de las gratas sensaciones que produce el escuchar
bajo los árboles, el ser distraídos por los pájaros, por las
cámaras fotográficas, por los apuntes que tomáis y por las
diversas cosas que desvían la mente; si vivís no sólo de palabras
sino realmente, experimentando de un modo efectivo aquellas cosas que
hemos dilucidado, entonces hallaréis que, habiendo comprendido lo
esbozado en las respuestas (que han sido breves y sucintas), podréis
suplir los detalles.
Pregunta: Las ideas
ciertamente separan, pero las ideas también unen a la gente. ¿No es
esto la expresión del amor, que hace posible la vida en comunidad?
Krishnamurti:
Cuando hacéis semejante pregunta, no se si os dais realmente cuenta
de que las ideas, las creencias, las opiniones, separan a los
hombres; de que las ideologías dividen, de que las ideas
inevitablemente siembran la discordia. Las ideas no mantienen unida a
la gente, aunque vosotros intentéis unir a personas pertenecientes a
ideologías divergentes y antagónicas. Las ideas jamás pueden unir
a los hombres; eso es obvio. Porque las ideas siempre pueden ser
contrarrestadas y destruidas por el conflicto. Después de todo, las
ideas son imágenes, sensaciones, palabras. ¿Pueden las palabras,
las sensaciones, los pensamientos, unir a las personas? ¿O no se
requiere algo completamente distinto para unir a los hombres? Vemos
que el odio, el temor, el nacionalismo, unen a las personas. El miedo
une a las personas. Un odio común une a veces a personas opuestas
entre sí, así como el nacionalismo une a personas de grupos
antagónicos. Esas cosas, por cierto, son ideas. ¿Y el amor, es una
idea? ¿Podéis pensar acerca del amor? Podéis pensar en la persona
a quien amáis, o en el grupo de personas que amáis, ¿pero es eso
amor? Cuando se piensa acerca del amor, ¿es eso amor? ¿Es amor el
pensamiento? Y, por cierto, sólo el amor puede unir a los hombres,
no el pensamiento, no un grupo en oposición a otro grupo. Donde hay
amor no hay grupo, ni clase, ni nacionalidad. Hay que averiguar, por
lo tanto, qué es lo que entendemos por amor.
Sabemos
lo que para nosotros significan las ideas, las opiniones, las
creencias lo cual hemos discutido suficientemente durante las últimas
semanas. Así, pues, ¿qué significa para nosotros el amor? ¿Es una
cosa de la mente? Lo es cuando las cosas de la mente llenan el
corazón. Y, en la mayoría de nosotros, es así. Hemos llenado
nuestro corazón con las cosas de la mente: opiniones, ideas,
creencias, sensaciones; y alrededor de eso y en eso vivimos y amamos.
¿Pero es eso amor? ¿Podemos acaso pensar acerca del amor?
¿Funciona el pensamiento cuando amáis? El amor y el pensamiento no
están en oposición; no los dividamos como si fueran opuestos.
Cuando uno ama, ¿existe sentido alguno de separación, de unir a las
personas, de desbandarlas, de apartarlas? Es indudable que ese estado
de amor puede experimentarse tan sólo cuando el proceso del
pensamiento no está funcionando, lo cual no significa que uno haya
de volverse loco, desequilibrado. Antes bien, se requiere la más
alta forma de pensamiento para ir más allá.
Así,
pues, el amor no es cosa de la mente. Sólo cuando la mente está
realmente serena, cuando ya no espera, ni pide, ni exige, ni busca,
ni posee, cuando ya no siente celos, temor, impaciencia, cuando está
de veras en silencio, sólo entonces existe la posibilidad del amor.
Cuando la mente ya no se proyecta a sí misma, siguiendo sus
particulares sensaciones, exigencias, impulsos, temores ocultos,
cuando ya no busca autorrealización ni es esclava de la creencia,
sólo entonces hay posibilidad de amor. Pero casi todos creemos que
el amor puede marchar junto a los celos, la ambición, la persecución
de deseos y ambiciones personales. Cuando eses cosas existen no hay
amor, por cierto. No debemos, pues, preocuparnos por el amor el
cual surge de manera espontánea, sin que lo busquemos en particular-
sino que han de preocuparnos las cosas que estorban el amor, las
cosas de la mente que al proyectarse crean una barrera. Y por eso es
que resulta importante, antes de que podamos saber qué es el amor,
conocer cuál es el proceso de la mente, la cual es el asiento del
“yo”. Y por eso es importante ahondar cada vez más la cuestión
del conocimiento propio, y no decir simplemente “debo amar”, o
“el amor une a los hombres”, o “las ideas siembran la
discordia”, todo lo cual sería mera repetición de lo que habéis
oído, y por lo tanto absolutamente inútil. Las palabras enredan,
pero si uno puede comprender el significado íntegro de las
modalidades de nuestro pensamiento, de nuestros deseos, con sus
empeños y ambiciones, entonces existe una posibilidad de tener o de
comprender aquello que es amor. Mas eso requiere una comprensión
extraordinaria de uno mismo. Cuando hay abnegación, cuando hay
olvido de sí, no intencionalmente sino de un modo espontáneo, ese
olvido, esa negación de uno mismo que no es el resultado de una
serie de ejercicios, de disciplinas que sólo sirven para
limitar- entonces hay una posibilidad de amor. Surge esa negación
del “yo” cuando se comprende el proceso total del “yo”,
consciente e inconscientemente, en las horas de vigilia así como en
las del sueño. Entonces compréndese el proceso total de la mente,
tal como se desarrolla en la vida de relación, en todo incidente, en
toda respuesta a todo reto con que uno se enfrenta. Comprendiendo
esto, por lo tanto, libertando la mente del propio proceso en que se
enaltece y limita a sí misma, hay una posibilidad de amor. El amor
no es sentimiento, ni romanticismo, ni depende de cosa alguna; y el
comprender ese estado o permanecer en él, es sumamente arduo y
difícil. Porque nuestra mente siempre interviene, limita, se
inmiscuye en su funcionamiento. Por eso es importante comprender
primero la mente y sus modalidades; de otro modo nos atraparán las
ilusiones, las palabras y sensaciones, cuya significación es muy
escasa. Y como, para la mayoría de la gente, las ideas actúan como
mero refugio, como escape, y como las ideas se convierten en
creencias, es natural que ellas impidan el vivir en plenitud, la
acción integral, el recto pensar. Sólo es posible pensar de un modo
recto, vivir libre e inteligentemente, cuando hay un conocimiento
propio cada vez más vasto y profundo.
Pregunta: ¿Tendría
la bondad de explicar la distinción que Ud. establece entre la
memoria “factual” y la memoria psicológica?
Krishnamurti: No
nos preocupemos por ahora de la diferencia entre la memoria de hechos
y la memoria psicológica. Consideremos la memoria. ¿Por qué
vivimos de recuerdos? ¿Son los recuerdos algo distinto de nosotros?
¿Son diferentes de la memoria? ¿Qué entendemos por memoria? Ella
es el residuo de determinados incidentes, experiencias, sensaciones,
¿no es así? Tuvisteis ayer una experiencia; esa experiencia ha
dejado una huella, cierta sensación. Esa sensación la llamamos
memoria, verbalizada o no; y nosotros somos la suma total de todos
esos recuerdos, de todos esos residuos. En realidad, no sois
diferentes de vuestra memoria. Hay recuerdos conscientes; así como
inconscientes. Los recuerdos conscientes responden fácil,
espontáneamente; y los recuerdos inconscientes se hallan muy hondos,
ocultos, callados, en acecho, vigilantes. Todo eso, ciertamente, sois
vosotros y soy yo: lo racial, el grupo, lo particular. Todo eso,
todos esos recuerdos, somos vosotros y yo. No sois diferentes de
vuestros recuerdos. Suprimidlos, ¿y qué queda de vosotros? Si los
elimináis, acabaréis en un manicomio. ¿Pero por qué la mente que
es el resultado de los recuerdos, del pasado- se aferra al pasado?
Ese es el problema, ¿verdad? ¿Por qué la mente que es el
resultado del pasado, la consecuencia del ayer, de múltiples
“ayeres”- por qué el pensador se aferra al ayer? Sin contenido
emocional, los recuerdos tienen su significación; pero nosotros les
damos contenido emocional, según nos gusten o disgusten: esto lo
guardaré, aquello no; sobre esto pensaré, aquello lo meditaré en
mi vejez, o lo continuaré en el futuro. ¿Por qué hacemos eso? Ese,
sin duda es el problema, ¿no es cierto? No es que debamos olvidar
los recuerdos “factuales” o los recuerdos psicológicos. Porque
todas las impresiones, todas las respuestas, todo está ahí
inconscientemente: todo incidente, todo pensamiento, toda sensación
que hayáis vivido, todo está ahí oculto, encubierto, pero está
ahí. Y a medida que envejecemos, volvemos a esos recuerdos y vivimos
en el pasado; o en el futuro, según sea nuestro “condicionamiento”.
Recordamos los momentos gratos que tuvimos cuando éramos jóvenes, o
pensamos en el futuro, en lo que vamos a ser.
De
suerte que vivimos en esos recuerdos. ¿Por qué? Vivimos como si
fuésemos diferentes de esos recuerdos. Eso, por cierto, es el
problema, ¿verdad? Recuerdos, para nosotros, significan palabras,
¿no es así? Imágenes. símbolos, que no son más que una serie de
sensaciones; y de esas sensaciones vivimos. Por eso nos separamos de
las sensaciones y decimos: “deseo esas sensaciones”. Lo cual
significa que el “yo”, habiéndose separado de los recuerdos, se
da a sí mismo permanencia. Pero el “yo” no es permanente. Su
permanencia es ficticia.
Ahora
bien, todo este proceso por el cual el “yo” se separa de la
memoria y le imparte vida a esa memoria en respuesta al presente,
este proceso total nos impide, sin duda enfrentarnos al presente. ¿No
es cierto? Si quiero comprender algo, no en teoría, no en forma
verbal o abstracta sino efectiva, he de consagrarle plena
atención. No puedo dedicarle mi plena atención si estoy distraído
con mis recuerdos, mis creencias, mis opiniones, mis experiencias de
ayer. Debo, por lo tanto, responder al reto plena y adecuadamente.
Pero ese “yo” que se ha separado de la memoria, dándose de ese
modo permanencia, ese yo considera el presente, observa el incidente,
la experiencia, y extrae de ella de acuerdo con su “condicionamiento”
pasado todo lo cual es muy sencillo y evidente, si lo examináis
bien. Es el recuerdo de ayer: de las posesiones, de los celos, de la
ira, de la contradicción, de la ambición, de lo que uno debería o
no debería ser. Son todas esas cosas las que forman el “yo”; y
el “yo” no es diferente del recuerdo. La cualidad no puede estar
separada de la cosa, del “yo”.
De
modo que la memoria es el “yo”. La memoria es la palabra, la
palabra que simboliza la sensación, sensación física así como
psicológica; y a eso es que nos apegamos. Es a las sensaciones que
nos aferramos, no a la experiencia; porque en el momento de la
experiencia, no hay ni experiencia ni experimentador: sólo hay
vivencia. Es cuando no “vivenciamos” que nos aferramos al
recuerdo, como hacen tantas personas, especialmente cuando entran en
años. Observáos y veréis. Vivimos en el pasado o en el futuro, y
nos servimos del presente tan sólo como pasadizo del pasado al
futuro; por eso el presente carece de significación. Todos los
políticos se entregan a esto, todos los ideólogos, todos los
idealistas. Ellos siempre miran al futuro, o al pasado.
Por
tanto, si se entiende la significación total de la memoria, uno no
aparta los recuerdos, ni los destruye, ni procura librarse de ellos,
sino que comprende cómo la mente se halla atada a la memoria,
fortaleciéndose de ese modo el “yo”. El “yo”, después de
todo, es sensación, un haz de sensaciones, de recuerdos. Es lo
conocido, y desde lo conocido queremos comprender lo desconocido.
Pero lo conocido tiene que ser un impedimento para lo desconocido.
Para comprender la realidad, en efecto, en la mente tiene que haber
lozanía, frescor, no la carga de lo conocido. Dios, o la realidad, o
lo que os plazca, no puede ser imaginado, ni descrito, ni expresado
en palabras; y si lo hacéis, eso que expresáis en palabras no es la
realidad; es simplemente la sensación de un recuerdo, la reacción
ante una condición; y, por lo tanto, no es lo real. De modo que, si
uno quiere comprender aquello que es eterno, atemporal, la mente como
memoria ha de cesar. La mente debe dejar de aferrarse a lo conocido,
y por eso ha de ser capaz de recibir lo desconocido. No podéis
recibir lo desconocido si la mente está cargada de recuerdos, de lo
conocido, del pasado. La mente, por lo tanto, tiene que estar
enteramente silenciosa, lo cual es muy difícil. Porque la mente está
siempre proyectando, siempre está divagando, siempre creando,
engendrando; y es ese proceso lo que ha de ser comprendido en
relación con la memoria. Entonces la diferencia entre la memoria
“factual” y la memoria psicológica es sencilla y evidente. Al
comprender, pues, la memoria, uno comprende el proceso del pensar, lo
cual, después de todo, es el conocimiento de uno mismo. Para ir más
allá de los límites de la mente, hay que estar libre del deseo de
ser, de lograr, de ganar.
Pregunta: ¿La vida no
es creación verdadera? ¿No es felicidad lo que en realidad
buscamos? ¿Y no hay serenidad en la vida, ese verdadero “ser” de
que Ud. habla?
Krishnamurti: Al
contestar esta pregunta, ¿no debemos acaso para entenderla plena y
significativamente, comprender primero el concepto de búsqueda? ¿Por
qué buscamos felicidad? ¿Por qué este incesante empeño por ser
feliz, por estar alegre, por ser algo? ¿Por qué existe esta
búsqueda, este inmenso esfuerzo por descubrir? Si podemos comprender
eso y examinarlo completamente, lo que haré luego, tal vez
conoceremos lo que es la felicidad sin que la busquemos. Porque
después de todo, la felicidad es un producto accesorio, de
importancia secundaria. No es un fin en sí misma; carece de sentido
si es un fin en sí misma. ¿Qué significa ser feliz? El hombre que
se toma unas copas es feliz. El hombre que deja caer una bomba sobre
un gran número de personas se siente triunfante, y dice que es
feliz, o que Dios está con él. Las sensaciones momentáneas, que
desaparecen, dan esa impresión de ser feliz. Hay, por cierto alguna
otra cualidad que es esencial para la felicidad. Pues la felicidad no
es un fin, como no lo es la virtud. La virtud no es un fin en sí
misma; ella trae consigo libertad, y en esa libertad hay
descubrimiento. Por eso la virtud es esencial. En cambio, la persona
que no es virtuosa está esclavizada, es desordenada, anda por todas
partes perdida, confusa. Pero tratar la virtud, o la felicidad, como
un fin en sí misma, tiene muy poco sentido. La felicidad, pues, no
es un fin. Es un resultado secundario, un producto accesorio que
surgirá si comprendemos otra cosa. Es esta comprensión de otra
cosa, y no la mera búsqueda de la felicidad, lo que resulta
importante.
Ahora
bien, ¿por qué buscamos? ¿Qué es lo que significa esforzarse?
Estamos esforzándonos. ¿Por qué lo hacemos? ¿Cuál es el
significado del esfuerzo? Decimos que hacemos un esfuerzo con el
objeto de encontrar, de cambiar, de ser algo; si no nos esforzáramos,
nos disgregaríamos, nos tardaríamos o retrocederíamos. ¿Es verdad
eso? Tened en cuenta que es muy importante investigar esto
cabalmente, y en la mañana de hoy me propongo investigarlo tanto
como me sea posible. ¿Qué ocurriría si no nos esforzáramos? ¿Nos
estancaríamos? Pero sí nos esforzamos. ¿Y por qué? Es un esfuerzo
para cambiar, para ser diferentes en nosotros mismos, para ser más
felices, más bellos, más virtuosos, esta constante porfía, este
constante esfuerzo. Si eso podemos comprenderlo, entonces tal vez
comprenderemos más a fondo otros problemas.
¿Por
qué buscáis? ¿La búsqueda es impulsada por la enfermedad, por la
mala salud, por estados de ánimo? ¿Hacéis un esfuerzo porque sois
desdichados y deseáis la felicidad? ¿Es que buscáis porque habréis
de morir, y por eso deseáis descubrir? ¿Buscáis porque no habéis
logrado vuestra plena satisfacción en el mundo, y por lo tanto
deseáis hacerlo en este lugar? ¿Buscáis acaso porque sois
infelices, y a la espera de la felicidad exploráis, tratáis de
descubrir? Hay que comprender, pues, el motivo de la propia búsqueda,
¿no es así? ¿Cuál es el motivo de vuestra eterna búsqueda? (Si
es que realmente buscáis, que lo dudo). Lo que deseáis es
substitución: como esto no es productivo, tal vez aquello lo sea;
como esto no me ha dado felicidad, tal vez aquello me la dará. De
suerte que lo que uno realmente busca no es la verdad, ni la dicha,
sino una substitución que nos brinde felicidad; algo que sea
provechoso, que sea seguro, que nos de satisfacción. Veríamos, por
cierto, que lo que buscamos es eso, si fuésemos honrados y hubiera
claridad en nosotros; pero revestimos nuestro propio placer con
palabras tales como Dios, amor, etc.
Ahora
bien, ¿por qué no abordamos este problema de un modo diferente?
¿Por qué no comprendemos lo que es? ¿Por qué no somos
capaces de encarar la cosa exactamente “como es”? Lo cual
significa, si estamos sumidos en el dolor, que vivamos con él,
que lo observemos, y que no tratemos de transformarlo en alguna otra
cosa. Si soy desdichado, no sólo físicamente sino, sobre todo,
psicológicamente, ¿cómo he de comprenderlo? No deseando, por
cierto, que ello sea diferente. Primero debo observarlo, vivir en
ello examinarlo; no debo condenarlo, ni compararlo, ni desear que sea
alguna otra cosa; he de estar enteramente con ello, ¿no es así? Lo
cual es sumamente difícil, porque la mente se niega a observarlo.
Quiere escapar por la tangente, y dice: “busquemos una respuesta,
una solución; ha de haber una”. En otras palabras, se evade de lo
que es. Y esta evasión, en la mayoría de nosotros, es lo que
llamamos búsqueda: búsqueda del Maestro, de la verdad, del amor,
búsqueda de Dios. Bien conocéis las diversas expresiones que
empleamos para eludir lo que exactamente ocurre. ¿Y es que
necesitamos hacer un esfuerzo para comprender lo que ocurre? Tenemos
que hacer un esfuerzo para escapar cuando no deseamos que ocurra.
Pero cuando está ahí, ¿tenemos que hacer un esfuerzo para
comprenderlo? Evidentemente, hemos echo un esfuerzo para esquivar,
para evitar, para encubrir lo que es; y con la misma
mentalidad que consiste en esforzarnos por eludir, por esquivar,
abordamos lo que es. ¿Comprendéis lo que es mediante un
esfuerzo? ¿O no tiene que haber ningún esfuerzo para
comprender lo que es? Ese es, pues, uno de los problemas,
¿verdad? Este constante esfuerzo por evitar la comprensión de lo
que es, se ha hecho habitual en la mayoría de nosotros, y con
esa misma mentalidad que consiste en esforzados por escapar, decimos:
“Está bien, abandonaré todos los escapes y haré es esfuerzo para
comprender lo que es”. ¿Comprendemos alguna cosa realmente,
significativamente, a fondo, comprendemos algo que tenga sentido,
mediante el esfuerzo? ¿No es obvio que, para comprender algo, debe
haber pasividad mental, un estado que sea de alerta y sin embargo sea
pasivos? Notad que no podéis llegar a esa alerta pasividad de la
mente por medio del esfuerzo. ¿No es así? Si hacéis un esfuerzo
para estar pasivos, ya no lo estáis. Si uno realmente comprende ese
hecho y su significado, y ve cuán verdadero es, entonces estará
pasivo. No es necesario hacer un esfuerzo.
Así,
pues, cuando buscamos, lo hacemos ya sea con la idea de escapar, o de
procurar ser algo más de lo que es, o bien decimos: “Yo soy
todas esas cosas y tengo que huirles”, lo cual es desequilibrio
locura. La búsqueda del Maestro, de la verdad, es por cierto un
estado de locura cuando ahí está la cosa que debe ser
comprendida antes de que podáis seguir adelante. Eso engendra
ilusión e ignorancia. Uno debe, pues, averiguar primero qué es lo
que busca, y por qué. La mayoría de nosotros sabemos qué buscamos,
por lo cual ello es una proyección, y, por consiguiente, ajeno a la
realidad; es, simplemente, una cosa de nuestra propia hechura. No es,
pues, la verdad; no es lo real. Y al comprender este proceso de la
búsqueda, este constante esfuerzo por ser algo, por disciplinar, por
negar, por afirmar, uno tiene que examinar la cuestión de lo que es
el pensador. ¿El que hace el esfuerzo es distinto de la cosa que él
desea ser? Lo siento, puede que esto sea un poco difícil de seguir,
pero espero que no haya inconveniente. Habéis formulado la pregunta,
y voy a tratar de contestarla.
¿El
autor del esfuerzo es diferente del objeto de su esfuerzo? Esto es en
realidad muy importante, porque si podemos descubrir la verdad al
respecto, veremos que se opera una transformación inmediata, la cual
es esencial para la comprensión; o, mejor dicho, ella es la
comprensión. Porque mientras haya un ente separado que hace el
esfuerzo, mientras haya un ente separado en calidad de
experimentador, de pensador, diferente del pensamiento, del objeto,
de la experiencia, habrá siempre el problema de buscar, de
disciplinar, de salvar el abismo entre el pensamiento y el pensador,
etc. Mientras que, si podemos descubrir la verdad en este problema de
saber si el pensador es distinto del pensamiento, y si podemos ver la
verdad real al respecto, estará en actividad un proceso enteramente
distinto. Por eso, antes de buscar, antes de encontrar el objeto de
vuestra búsqueda, ya sea un Maestro, un cine, o cualquiera otra
excitación todo ello está al mismo nivel- habéis de
descubrir si el buscador es diferente del objeto de su búsqueda, y
por qué es diferente. ¿Por qué el autor del esfuerzo es diferente
de la cosa que él desea ser? ¿Y acaso es diferente? Para expresarlo
de otro modo: tenéis pensamientos, y sois también el pensador.
Decís: “Yo pienso; soy esto y debo ser aquello; soy codicioso, o
mezquino, o envidioso, o colérico; tengo ciertos hábitos y de he
romper con ellos”. Ahora bien, ¿el pensador es diferente del
pensamiento? Si es diferente, entonces ha de existir todo el proceso
de esforzarse por salvar el abismo, el esfuerzo del pensador que
trata de alterar su pensamiento de concentrarse, de evitar, de
resistir la intrusión de otros pensamientos. Pero si no es
diferente, hay una completa transformación en nuestro modo de vivir.
Tendremos, pues, que examinar esto muy cuidadosamente, y hacer, si
podemos, un descubrimiento no en el nivel verbal, en absoluto,
sino experimentándolo directamente- mientras proseguimos en el curso
de esta mañana. Lo cual no consiste en dejarse hipnotizar por lo que
yo digo, o en aceptarlo, porque eso, no tiene sentido; sino en
experimentar realmente por uno mismo si esta división es verdadera y
por qué existe.
Sin
duda, los recuerdos no son diferentes del “yo” que piensa acerca
de ellos. Yo soy esos recuerdos. El recuerdo del camino que conduce
al lugar donde vivo, el recuerdo de mi juventud, el recuerdo de los
deseos, tanto realizados como irrealizados, el recuerdo de los
agravios, de los resentimientos, de las ambiciones todo eso es
el “yo”; no soy distinto de todo eso. Esto, por cierto, es un
hecho evidente, ¿verdad? El “yo” no es cosa separada, aun cuando
podáis creer que lo es. Puesto que podéis pensar acerca de él,
sigue siendo parte del pensamiento; y el pensamiento es producto del
pasado. Por lo tanto, continúa dentro de la red del pensamiento, que
es la memoria.
Así,
pues, la separación entre el autor del esfuerzo es decir, el
buscador, el pensador- y el pensamiento, es artificial, ficticia; y
esta separación se ha hecho porque vemos que los pensamientos son
transitorios, vienen y se van. No tienen substancia en sí mismos, y
por eso el pensador se distingue a sí mismo del pensamiento para
atribuirse permanencia; él existe mientras los pensamientos
varían. Es una falsa seguridad; y si uno ve la falsedad de ello, si
lo experimenta realmente, entonces sólo hay pensamientos, no
pensador y pensamiento. Entonces veréis si se trata de una
experiencia real, no de una mera afirmación verbal o simplemente de
una diversión, de un “hobby”- entonces descubriréis, si ello es
una vivencia real, que ocurre una completa revolución en nuestro
pensamiento. Entonces hay una real transformación, porque ya no
existe la búsqueda de quietud o de soledad. Entonces sólo hay
interés en lo que es el pensar, en lo que es el pensamiento.
Entonces veréis, si ocurre esa transformación, que ya no hay más
esfuerzo sino una pasividad alerta y extraordinaria, en la que se
comprende toda relación, todo incidente, a medida que surge; y por
lo tanto la mente está siempre fresca para enfrentarse a las cosas
de un modo nuevo. Y ese silencio, que es tan esencial, no es por
consiguiente algo que deba ser cultivado sino algo que surge
naturalmente cuando comprendéis esta cosa fundamental: que el
pensador es el pensamiento, y, por lo mismo, que el “yo”
es transitorio. De modo, pues, que el “yo” no tiene permanencia,
no es una entidad espiritual. Si podéis pensar que el “yo” ha
desaparecido, o que es algo espiritual, eterno, eso sigue siendo
producto del pensamiento, es decir, de lo conocido, y en consecuencia
no es verdadero.
Es
realmente importante y esencial para la comprensión, por
consiguiente, tener ese sentido de completa integración que no
puede ser forzada- entre el pensador y el pensamiento. Es como una
profunda experiencia que no puede ser inducida; no podéis desvelaros
pensando en ello. Es preciso verlo inmediatamente; y no lo vemos
porque estamos apegados a viejas creencias y “condicionamientos”,
a lo que hemos aprendido: que el “yo” es algo espiritual, algo
más que todos los pensamientos. Es obvio, indudablemente, que
cualquier cosa que penséis es producto del pasado, de vuestros
recuerdos, palabras, sensaciones, de vuestro ‘‘condicionamiento”.
No podéis, ciertamente, pensar acerca de lo desconocido; no podéis
conocer lo desconocido, y por lo tanto no podéis pensar acerca de
ello: Aquello en que podéis pensar es lo conocido. Por tanto, es una
proyección del pasado. Y es preciso ver la significación de todo
esto y entonces habrá vivencia de esa integración entre el
pensamiento y el pensador. La división ha sido creada
artificialmente con fines de autoprotección, y es, por lo tanto,
irreal. Una vez que existe la vivencia de esa integración, opérase
una transformación completa con respecto a nuestro pensar, nuestro
sentir y nuestro modo de encarar la vida. Entonces sólo hay un
estado de vivencia, y no el experimentador aparte de lo experimentado
(que deba alterarse, modificarse, cambiarse). Sólo hay un estado de
constante vivencia, no un núcleo, un centro el “yo”, la
memoria- que experimente, sino tan sólo un estado de
vivencia. Esto lo hacemos a veces cuando estamos por completo
ausentes, cuando el “yo” está ausente.
No
se si habéis notado que cuando hay profunda vivencia de algo, no
existe la sensación del experimentador ni de la experiencia, sino
tan sólo un estado de vivencia, una integración completa. Cuando os
acomete una ira violenta, no sois conscientes de vosotros mismos como
experimentadores. Más tarde, a medida que la experiencia de la ira
se desvanece, cobráis conciencia de haber estado enojados. Entonces
actuáis con relación a la ira para negarla, para justificarla, para
perdonarla; ya conocéis los diversos modos de intentar disiparla.
Pero si no existe el ente que está iracundo sino tan sólo ese
estado de vivencia, hay transformación completa.
Poniendo
esto a prueba, veréis que ocurre esa vivencia radical, esa radical
transformación que es una revolución. Entonces la mente está
quieta, no aquietada, no compelida, ni disciplinada. Tal quietud
impuesta es muerte, es estancamiento. Una mente que se ve aquietada
por compulsión, del temor, es una mente muerta. Pero cuando se
experimenta eso que es vital, que es esencial, que es real, que es el
principio de la transformación, entonces la mente está quieta, sin
compulsión alguna. Y cuando la mente está quieta, entonces es capaz
de recibir, porque no malgastáis vuestros esfuerzos en resistir, en
levantar barreras entre vosotros y la realidad, sea cual fuere esa
realidad. Todo eso que habéis leído, acerca de la realidad, no es
la realidad. La realidad no puede ser descrita, y si lo es, no es lo
real. Y, para que la mente sea nueva, para que la mente sea capaz de
recibir lo desconocido, tiene que estar vacía. La mente sólo puede
estar vacía cuando se comprende su contenido total. Para comprender
el contenido de la mente hay que estar alerta, darse cuenta de todo
movimiento, de todo incidente, de toda sensación. Por eso el
conocimiento propio es esencial. Mas si lo que se busca es el logro
por medio del conocimiento propio, entonces, lo repito, el
conocimiento propio nos lleva a la autoconsciencia, y ahí se queda
uno plantado; y es extraordinariamente difícil salir de esa red una
vez preso en ella. Para que ella no os atrape, debemos comprender el
proceso del deseo, el ansia de ser algo; no el deseo de
alimento, de vestido y de albergue, que es por completo diferente,
sino el anhelo psicológico de ser algo, de lograr un resultado, de
tener nombre, de tener posición, de ser poderoso o de ser humilde.
Sólo cuando está vacía, por cierto, puede la mente ser útil. Pero
una mente repleta de temores, de recuerdos de lo que ha sido en el
pasado, de las sensaciones de pasadas experiencias, una mente así es
del todo inútil, ¿verdad? Una mente así es incapaz de saber lo que
es creación.
Todos,
ciertamente, tenemos que haber experimentado esos momentos en que la
mente está abstraída, y en que, de pronto, surge un destello de
júbilo, el resplandor de una idea, una luz, una dicha inmensa. ¿Cómo
ocurre eso? Ocurre cuando el “yo” está ausente, cuando el
proceso del pensamiento, de la preocupación, de los recuerdos, de
los empeños, está en calma. Es por ello que la creación sólo
puede ocurrir cuando la mente, por obra del conocimiento propio, ha
llegado a ese estado de completa desnudez. Todo esto significa ardua
atención, no el entregarse a meras sensaciones verbales ni el
buscar, ir de un “gurú” a otro, de instructor en instructor,
practicar vanos y absurdos ritos, repetir palabras, buscar Maestros.
Todas esas cosas son ilusiones, carecen de sentido. Son “hobbies”.
Pero el ahondar esta cuestión del conocimiento propio y no caer en
la autoconciencia; el penetrar en ello cada vez más hondamente, más
a fondo, de modo que la mente esté por completo serena, eso es
verdadera religión. Entonces la mente es capaz de recibir aquello
que es eterno.
Agosto
28 de 1949.
ÍNDICE
PÁG.
I.
.................................... 7
II.
................................... 24
III.
.................................. 46
IV.
.................................. 65
V.
................................... 87
VI.
.................................. 114
VII.
................................. 134
VIII
................................. 155
IX.
................................... 176
X.
................................... 196
XI.
................................... 217
XII.
.................................. 235
XIII.
................................. 257
XIV.
................................. 279