C.
G. J U N G
L
O I N C O N S C I E N T E
E
N L A V I D A P S Í Q U I C A
N O R M A L
Y
P A T O L Ó G I C A
Indice
PROLOGO 4
CAPÍTULO PRIMERO - LOS COMIENZOS
DEL PSICOANÁLISIS 8
CAPÍTULO II - LA TEORÍA
SEXUAL 18
CAPÍTULO III - EL OTRO PUNTO DE
VISTA. LA VOLUNTAD DE PODERÍO 28
CAPÍTULO IV - LOS DOS TIPOS
PSICOLÓGICOS 36
CAPÍTULO V - LO INCONSCIENTE
PERSONAL Y LO INCONSCIENTE SOBREPERSONAL O COLECTIVO 55
CAPÍTULO VI - EL MÉTODO
SINTÉTICO O CONSTRUCTIVO 68
INTERPRETACIÓN ANALÍTICA (CAUSAL REDUCTIVA) 70
INTERPRETACIÓN SINTÉTICA (CONSTRUCTIVA) 72
CAPÍTULO VII - LAS DOMINANTES DEL
INCONSCIENTE COLECTIVO 76
CAPÍTULO VIII - LA CONCEPCIÓN
DE LO INCONSCIENTE - GENERALIDADES TERAPÉUTICAS 93
CONCLUSIÓN 97
PROLOGO
A
LA PRIMERA EDICIÓN
El
presente trabajo procede de una revisión de mi artículo Nuevas
rutas de la Psicología, publicado
en el Anuario de Rascher en 1912, revisión hecha a instancias del
editor para una segunda tirada. No es, pues, el trabajo presente
sino el anterior artículo, aunque en otra forma y con mayor
extensión. En el artículo me limitaba a la exposición de una
parte esencial de la concepción psicológica, inaugurada por Freud.
Las muchas y considerables modificaciones que los últimos años
han traído a la psicología de lo inconsciente, me han obligado
a ampliar notablemente el marco de mi primer artículo. Algunas
dilucidaciones sobre Freud han sido abreviadas; en cambio, he
tomado en consideración la psicología de Adler y, en cuanto lo
ha permitido el marco del presente trabajo, he expuesto también mis
propias apreciaciones, como orientación general. He de advertir
al lector, por adelantado, que no se trata de un estudio popular de
divulgación científica, como mi primer artículo, sino de una
exposición que, por su asunto extraordinariamente complicado,
exige paciencia y atención. No acaricio la idea, en modo alguno, de
que este trabajo sea completo o convincente con perfección. A tal
exigencia sólo podrían responder extensos tratados
científicos sobre los distintos problemas tocados en este
estudio. Quien pretenda, por lo tanto, penetrar a fondo en las
cuestiones planteadas, ha de recurrir a la bibliografía
especial. Mi propósito es meramente dar al lector una
orientación sobre las novísimas interpretaciones de lo que es
la esencia de la psicología inconsciente. Considero el problema de
lo inconsciente tan importante y oportuno, que sería, a mi juicio,
una gran pérdida que este problema, que tan de cerca atañe a
todo el mundo, quedase confinado a un periódico científico
inaccesible y sustraído a la consideración del público ilustrado,
para llevar una oscura existencia de papel en el estante de una
biblioteca. Los procesos psicológicos que acompañan a la
guerra actual, sobre todo la increíble barbarización del juicio
general, las recíprocas calumnias, la insospechada Furia
destructora, la incesante ola de mentiras y la incapacidad de
los hombres para contener al demonio de la sangre, son los estímulos
más adecuados para poner con vivacidad ante los ojos del hombre
pensador el problema de lo inconsciente caótico, que dormita
inquieto bajo el mundo ordenado de lo consciente. Esta guerra ha
demostrado, inexorablemente, al hombre culto, que todavía es un
salvaje, y al mismo tiempo le ha puesto delante el látigo de hierro
que le está aparejado, si por ventura se le ocurriera de nuevo
imputar a sus prójimos sus propias maldades. Pero la psicología del
individuo corresponde a la psicología de las naciones. Lo que
las naciones hacen, eso hace el particular, y en tanto lo hace el
particular, hácelo también la nación. Sólo el cambio en la
actitud del individuo inicia el cambio en la psicología de la
nación. Los grandes problemas de la humanidad nunca se resolvieron
por leyes generales, sino siempre únicamente por renovación de
la actitud del individuo. Si ha habido un tiempo en que la meditación
interior fuera de absoluta necesidad y de extrema conveniencia, es,
sin duda, en nuestra época actual, preñada de catástrofes.
Ahora bien; todo aquel que medite en su fuero interno tocará en las
fronteras de lo inconsciente, que es precisamente donde está lo que
ante todo hace falta saber.
el
autor
Kilsnach
(Zürich), diciembre de 1916.
PROLOGO
A
LA SEGUNDA EDICIÓN
Celebro
que a este corto trabajo le haya cabido la suerte de alcanzar en tan
breve tiempo una segunda edición, a pesar de su contenido, no muy
fácil de entender para muchos. Publico la segunda edición sin
cambio alguno esencial, exceptuando pequeñas modificaciones y
correcciones, aun cuando me consta que, sobre todo los últimos
capítulos, para ser universal y fácilmente comprensibles,
necesitarían un desenvolvimiento mucho más amplio, por la
dificultad y novedad de la materia. Pero una exposición más
detenida de las líneas fundamentales allí trazadas rebasaría el
marco de una orientación más o menos popular; de suerte que he
preferido analizar estas cuestiones, con el detenimiento a ellas
debido, en un libro especial, que se halla en preparación.
Por
las muchas cartas que recibí después de la publicación de la
primera edición, he podido apreciar que el interés hacia los
problemas del alma humana es, en el gran público, mucho más hondo
de lo que yo esperaba. Este interés ha de atribuirse, no en mínima
parte, a la profunda conmoción que nuestra conciencia ha sufrido con
el hecho de la guerra mundial. La contemplación de esta catástrofe
obligó al hombre a recogerse sobre sí mismo en el sentimiento de su
total impotencia. Vuelve el hombre los ojos hacia dentro, y, como
todo vacila, busca algo que le preste apoyo. Son demasiados todavía
los que inquieren en lo externo: unos creen en el engaño de la
victoria y del poderío triunfador; otros en tratados y leyes, y, por
último, otros, en la destrucción del orden establecido. Son
demasiado pocos todavía los que se orientan hacia lo interno, hacia
sí propios. Y todavía son menos los que se plantean la cuestión de
si la mejor manera de servir a la sociedad humana no sería, en
último término, que cada cual comenzase por sí mismo y ensayase,
primero aisladamente, en su persona y en su propio estado interior,
aquella suspensión del orden establecido, aquellas leyes,
aquellas victorias que pregona por encrucijadas y caminos, en lugar
de exigir todo esto a sus conciudadanos. A todo el mundo le hace
falta transformación, dislocación interna, liquidación de lo
existente y renovación; pero nadie ha de cargar el peso sobre sus
conciudadanos bajo el hipócrita subterfugio del cristiano amor al
prójimo o del sentimiento social de responsabilidad y otros
oropeles que encubren el inconsciente afán personal de poderío. La
meditación del individuo sobre sí mismo, la conversión del
individuo hacia el fondo del ser humano, hacia su propio ser, hacia
su destino individual y social, es el principio para la curación
de la ceguera que padece la hora presente.
El
interés por el problema del alma humana es un síntoma de esta
conversión instintiva hacia dentro. Y a este interés trata de
servir el presente estudio.
el
autor
Kütnach
(Zürich), octubre de 1918.
PROLOGO
A
LA TERCERA EDICIÓN
Este
libro fue escrito durante la guerra europea y
debe
su origen esencialmente a la repercusión psicológica del gran
acontecimiento. Ahora ya pasó la guerra y lentamente comienza el
oleaje a componerse. Pero los grandes problemas del alma que la
guerra planteó siguen preocupando el espíritu de todos los hombres
pensadores e investigadores. A esta circunstancia se debe quizá que
este pequeño estudio haya sobrevivido a la época de postguerra y
aparezca en tercera edición. Teniendo en cuenta que desde la
publicación de la segunda edición han transcurrido siete años, he
considerado necesario introducir extensas modificaciones y
correcciones, sobre todo en los capítulos sobre los tipos
psicológicos y sobre lo inconsciente. He suprimido el capítulo
sobre "el desarrollo de los tipos en el proceso analítico",
porque esta cuestión ha sido tratada después extensamente en
mi libro Tipos
psicológicos, al
cual me remito.
Quienquiera
que haya intentado escribir en forma popular sobre una materia
sumamente complicada y todavía en gestación científica, habrá de
concederme que no es tarea fácil. Pero la dificultad se acrecienta
más aún por el hecho de que muchos de los procesos y problemas
anímicos, que he de tratar aquí, son poco accesibles a la
experiencia general y desde luego completamente desconocidos
para muchos. Muchas cosas tropiezan también quizá con prejuicios o
pueden parecer arbitrarias; mas ha de tenerse en cuenta que la
finalidad de un estudio semejante consiste, a lo sumo, en
dar
un concepto aproximado de su materia y despertar con ello el interés,
pero nunca discurrir y aducir pruebas sobre todos los detalles.
Por mi parte, me daré por satisfecho si mi libro ha cumplido con
esta finalidad.
el
autor
Küsnach
(Zürich), abril de 1925.
CAPÍTULO PRIMERO - LOS COMIENZOS DEL PSICOANÁLISIS
Como
todas las ciencias, también la psicología ha pasado por una
época escolástico-filosófica, que en parte todavía llega hasta el
presente. A esta clase de psicología filosófica puede
hacérsele el reparo de que decide ex
cathedra cómo
el alma ha de estar acondicionada y qué propiedades le convienen en
esta y en la otra vida. El espíritu de la moderna investigación ha
dado al traste con estas fantasías y ha introducido en su lugar
un método empírico exacto. Así ha nacido la actual psicología
experimental o "psico-fisiología", como los franceses
la llaman. El padre de esta tendencia fue el espíritu dualista
de Fechner, que con su psico-física (1860) corrió la aventura de
aplicar orientaciones físicas a la interpretación de fenómenos
psíquicos. Este pensamiento fue muy fecundo. Contemporáneo
(más joven) de Fechner y, bien podemos afirmarlo, completador de su
obra, fue Wundt, cuya gran erudición, capacidad de trabajo e
inventiva para los métodos de investigación experimental, han
creado la dirección de la psicología actualmente en vigor. La
psicología experimental fue por decirlo así, hasta los últimos
tiempos, esencialmente académica. El primer ensayo serio de
utilizar, por lo menos, uno de sus muchos métodos experimentales
para la psicología práctica, procedió de los psiquiatras de
la antigua escuela de Heidelberg (Kraepelin, Aschaffenburg, etc.):
pues, como se comprende, el médico de las almas siente la
urgente necesidad de conocer exactamente los procesos psíquicos. En
segundo término, fue la pedagogía la que recurrió a la psicología.
Así ha resultado modernamente una "pedagogía experimental",
en la que se han distinguido, en Alemania particularmente, Meumann, y
en Francia, Binet.
El
médico, el llamado "neurólogo", necesita con apremio
conocimientos psicológicos, si ha de ser efectivamente útil a
sus enfermos nerviosos; pues los trastornos nerviosos, y desde luego
todo lo que se conoce con el nombre de "nerviosismo",
histeria, etc., son de origen anímico, y exigen, como es lógico,
tratamiento anímico. El agua fría, la luz, el aire, la
electricidad, etc., obran pasajeramente y, en muchos casos, ni aun
obran en absoluto. Con frecuencia son indignos artificios,
calculados solamente para un efecto sugestivo. Pero donde el
enfermo padece es en el alma; y aun en las más complicadas y altas
funciones del alma, que apenas se atreve nadie a situar en la esfera
de la medicina. Así, pues, el médico ha de ser también psicólogo,
es decir, conocedor del alma humana. No puede el médico
desentenderse de esta necesidad. Naturalmente recurre a la
psicología porque su manual de psiquiatría nada le dice sobre el
particular. Pero la psicología experimental de hoy está muy lejos
de ilustrarle de una manera comprensiva sobre los procesos
prácticamente más importantes del alma. Su objeto es,
efectivamente, otro distinto. La psicología trata de aislar y
estudiar aisladamente los procesos más sencillos y elementales
posibles, que se hallan en la frontera de lo fisiológico. No acoge
lo infinitamente variable y movedizo de la vida individual del
espíritu; por eso sus conocimientos y datos son, en lo esencial,
detalles y carecen de cohesión armónica. Quien desee, por lo tanto,
conocer el alma humana, no podrá aprender nada, o casi nada, de la
psicología experimental. A este tal habría que aconsejarle más
bien que se despoje de la toga doctoral, que se despida del gabinete
de estudio y que se vaya por el mundo con humano corazón a ver los
horrores de los presidios, manicomios y hospitales; a contemplar
los sórdidos tugurios, burdeles y garitos; a visitar los
salones de la sociedad elegante, las Bolsas, los meetings
socialistas,
las iglesias, los conventículos de las sectas para experimentar
en su propio cuerpo el amor y el odio, la pasión en todas sus
formas; y así volvería cargado con más rica ciencia de la que
pueden darle gruesos tomos y podría ser entonces médico de sus
enfermos, verdadero conocedor del alma humana. Hay, pues, que
perdonarle, si no concede gran atención a las llamadas "piedras
angulares" de la psicología experimental. Pues entre
aquello que la ciencia llama psicología, y lo que la práctica de la
vida diaria espera de la "psicología", hay una sima
profunda. Esta deficiencia fue precisamente el origen de una
psicología nueva. Debemos esta creación, en primer término, a
Sigmund Freud, de Viena, médico genial e investigador de las
enfermedades funcionales de los nervios.
Bleuler
ha propuesto el nombre de "psicología profunda" para
indicar verbalmente que la psicología de Freud se ocupa de las
profundidades o fondos del alma, que también se designan con el
nombre de lo inconsciente. Freud, por su parte, sé limitó a
denominar el método
de
su investigación psicoanálisis.
Antes
de entrar en una exposición detallada del tenia mismo, hay que decir
algo sobre su posición respecto de la ciencia precedente. Asistimos
aquí a un espectáculo interesante, en el que una vez más se cumple
la observación de Anatole France: Les
savants ne sont pas curieux. El
primer trabajo de importancia1
en este terreno apenas despertó escasa resonancia, a pesar de que
aportaba una concepción enteramente nueva de las neurosis. Algunos
autores se expresaron sobre él con aplauso, y
a
vuelta
de hoja siguieron exponiendo sus casos de histerismo a la antigua
usanza. Procedían, sobre poco más o menos, como si se
reconociese con elogio la idea o el hecho de la forma esférica de la
tierra, y se continuase tranquilamente representando la tierra como
un disco. Las siguientes publicaciones de Freud pasaron enteramente
inadvertidas, aun cuando para el campo de la psiquiatría aportaban
observaciones de inmensa trascendencia. Cuando Freud, en el año
1900, escribió la primera verdadera psicología del sueño (antes
dominaba en este campo la adecuada oscuridad nocturna), se
empezó por sonreír; y cuando a mediados del último decenio empezó
a explicar la psicología de la sexualidad, la risa se trocó en
cólera. Por cierto que esta tormenta de indignación no fue lo que
menos contribuyó a dar publicidad extraordinaria a la
psicología de Freud, notoriedad que se extendió muy por encima de
los límites del interés científico.
Examinemos,
pues, más detenidamente esta nueva psicología. Ya en los tiempos de
Charcot se sabía que el síntoma neurótico es "psicógeno",
es decir, que procede del alma. Se sabía también,
especialmente gracias a los trabajos de la escuela de Nancy, que todo
síntoma histérico puede producirse también por sugestión, de una
manera exactamente igual. Pero no se sabía cómo procede del alma un
síntoma histérico; las dependencias causales psíquicas eran
totalmente desconocidas. A principios del año 80, el doctor Breuer,
un viejo médico práctico de Viena, hizo un descubrimiento, que fue
propiamente el comienzo de la nueva psicología. Tenía una joven
enferma, muy inteligente, que sufría de histeria, entre otros
con los siguientes síntomas: padecía una paralización espástica
(rígida) del brazo derecho; sufría de cuando en cuando "ausencias"
o estados de delirio; también había perdido la facultad del habla,
en el sentido de que no disponía ya del conocimiento de su lengua
materna, sino que solamente podía expresarse en inglés (la
llamada afasia sistemática). Pretendíase a la sazón, y aún
se pretende, establecer teorías anatómicas de estas perturbaciones,
aun cuando en las localizaciones cerebrales de la función braquial
no existía perturbación alguna, como no existe en el centro
correspondiente de un hombre normal. La sintomatología de la
histeria está llena de imposibilidades anatómicas. Una señora
que había perdido completamente el oído por una afección
histérica, solía cantar con frecuencia. Una vez, mientras la
paciente entonaba una canción, su médico se puso disimuladamente al
piano y la acompañó con suavidad; en la transición de una estrofa
a otra cambió de repente el tono, y la enferma, sin advertirlo,
siguió cantando en el nuevo tono. Por lo tanto: la enferma oye y...
no oye. Las distintas formas de ceguera sistemática ofrecen
fenómenos parecidos. Un hombre padece una ceguera completa
histérica; en el curso del tratamiento recobra su facultad visual,
pero al principio y durante largo tiempo, sólo parcialmente; lo
ve todo, excepto las cabezas de los hombres. Ve, por consiguiente, a
las personas que le rodean, sin cabeza. Por lo tanto, ve y... no ve.
Después de una gran cantidad de experiencias semejantes se llegó,
hace ya mucho tiempo, a la conclusión de que sólo la
conciencia de los enfermos es la que no ve y no oye, pero que la
función sensorial se halla en perfecto estado. Esta realidad se
opone abiertamente a la existencia de una perturbación
orgánica, que siempre acarrea esencialmente el padecimiento de la
función misma.
Volvamos,
después de esta digresión, al caso de Breuer. No existían causas
orgánicas de la perturbación; por lo tanto, el caso debía ser
interpretado como histérico, es decir, psicógeno. Breuer había
observado que, cuando hallándose la paciente en estados
artificiales o espontáneos de delirio, la inducía a contar las
fantasías o reminiscencias que se le iban ocurriendo, su estado se
aliviaba luego durante algunas horas. Esta observación la utilizó
metódicamente para el tratamiento ulterior. Para este medio
curativo, la paciente inventó la frase del "talking cure",
o jocosamente también "chimney sweeping".
La
paciente había enfermado al cuidar a su padre, mortalmente enfermo.
Como se comprende, sus fantasías versaban principalmente sobre
aquella época de excitación. Las reminiscencias de aquel tiempo se
presentaban en los estados de delirio con fidelidad
fotográfica, y con tanta lucidez, hasta el último detalle, que
bien puede asegurarse que la memoria en vigilia nunca hubiera podido
reproducirlas con igual plasticidad y exactitud. (A esta
exacerbación de la facultad recordativa, que se presenta no pocas
veces en los estados de
conciencia
reducida, se llama "hiperemnesia".) Sucedieron cosas muy
curiosas. Una de las muchas narraciones era, poco más o menos, como
sigue:
"Una
vez velaba la enferma por la noche, con gran angustia, en torno a su
padre, atacado de alta fiebre. Hallábase en gran tensión, porque
estaba esperando de Viena a un cirujano para que le operara. La madre
se había alejado por algún tiempo, y Ana (la paciente) se sentó
junto a la cama del enfermo con el brazo derecho puesto sobre el
respaldo del sillón. Cayó en un estado de semisueño y vio cómo de
la pared se acercaba al enfermo una serpiente negra para
morderle. (Es muy verosímil que en el prado de detrás de la casa
hubiera efectivamente algunas serpientes que hubieran asustado ya
antes a la muchacha y que ahora proporcionaban el material para
la alucinación.) Quiso ella apartar el bicho, pero estaba como
paralizada; el brazo derecho, colgando sobre el respaldo del sillón,
estaba 'dormido', anestético y parético, y cuando lo miró los
dedos se le convirtieron en pequeñas serpientes con calaveras por
cabeza. Probablemente hizo esfuerzos por ahuyentar la serpiente con
la mano derecha paralizada, y por eso la anestesia y paralización de
la misma se asocio con la alucinación de la serpiente. Cuando el
reptil desapareció, quiso rezar, en su angustia; pero no encontró
idioma, no pudo hablar en ninguno; hasta que, por último, dio con un
verso infantil inglés, y ya en este idioma pudo continuar y rezar".
Esta
fue la escena en que se produjo la parálisis y la perturbación en
la función verbal. La narración de esta escena tuvo por resultado
la desaparición de esa perturbación verbal. Y del mismo modo se
consiguió, al parecer, la curación total de la enferma.
He
de contentarme aquí con este solo ejemplo. En el citado libro de
Breuer y Freud se hallará una multitud de ejemplos parecidos.
Se comprende que escenas de esta naturaleza han de ser muy activas e
impresionantes; por eso se propende a concederles también valor
causal en la producción del síntoma. La concepción que
entonces dominaba en la teoría del histerismo, la concepción del
"choque nervioso", nacida en Inglaterra y por Charcot
patrocinada enérgicamente, era apropiada para explicar el
descubrimiento de Breuer. De aquí resultó la llamada teoría del
trauma, según la cual el síntoma histérico (y, en cuanto los
síntomas constituyen las enfermedades, la histeria misma) procede
de lesiones anímicas (tráumata), cuya impresión persevera
inconscientemente durante años. Freud, que al principio fue
colaborador de Breuer, pudo confirmar ampliamente este
descubrimiento. Se demostró que ninguno de los numerosos síntomas
histéricos procede de la casualidad, sino que siempre es producido
por acontecimientos anímicos. En este sentido la nueva concepción
abría ancho campo al trabajo empírico. Pero el espíritu
investigador de Freud no pudo permanecer mucho tiempo en esta
superficie, pues ya se le presentaban problemas más hondos y
dificultosos. Es evidente que esos momentos de violenta angustia,
tales como los que experimentó la paciente de Breuer, pueden
dejar una impresión duradera. ¿Pero cómo explicar que se
experimenten tales momentos, que al fin y al cabo ostentan claramente
el cuño de lo enfermizo? ¿Hubo de producir aquel resultado el
angustioso velar al enfermo? En ese caso habrían de suceder con
mucha más frecuencia cosas parecidas, pues desgraciadamente es cosa
frecuente el atender con angustia muchas veces a los enfermos, y
el estado nervioso de la enfermera no siempre está en punto de
salud. A este problema hay en medicina una respuesta curiosa; se
dice: "La x
en
el cálculo es la disposición"; para estas cosas está uno
"dispuesto". Pero el problema de Freud fue este otro: "¿En
qué consiste la disposición?" Esta pregunta conducía
lógicamente a una investigación de la prehistoria del trauma
psíquico. Se ve frecuentemente cómo ciertas escenas incitantes
obran de manera muy diversa en distintas personas, o cómo cosas que
para uno son indiferentes y aun agradables, infunden a otro la mayor
aversión; pongamos por ejemplo las ranas, las serpientes, los
ratones, los gatos, etc. Hay casos en que mujeres que asisten
tranquilamente a operaciones sangrientas, no pueden rozarse con un
gato sin temblar de angustia y asco en todos sus miembros. Yo
conozco el caso de una joven que cayó en un estado de fuerte
histerismo a causa de un susto repentino. Había estado una noche en
sociedad, y a eso de las doce volvía a su casa en compañía de
varios conocidos, cuando de repente se precipitó por detrás un
coche a trote rápido. Los demás se apartaron, pero ella,
constreñida por el miedo, permaneció en medio de la calle y echó a
correr delante de los caballos. El cochero restalló el látigo,
renegando; no consiguió nada. La señora siguió corriendo por la
calle abajo, hasta llegar a un puente. Allí la abandonaron las
fuerzas, y, para no caer debajo de los caballos, en la suprema
desesperación, quiso saltar al río, pero pudo ser contenida por
algunos transeúntes. . . Esta misma señora se encontraba
incidentalmente en San Petersburgo, durante el sangriento día 22 de
enero, en una calle que precisamente estaban "limpiando"
los soldados a descargas de la ametralladora. A su derecha y a
su izquierda caían al suelo los hombres muertos o heridos; pero
ella, con la mayor tranquilidad y lucidez de ánimo, acechó la
puerta de un patio, por la cual pudo salvarse pasando a otra calle.
Momentos tan espantosos no le produjeron la menor pesadumbre. Se
encontraba luego perfectamente bien, y aun mejor dispuesta que de
ordinario.
Comportamiento
análogo se observa en principio frecuentemente. De aquí se deduce
la necesaria consecuencia de que la intensidad de un trauma
posee a todas luces poca importancia patógena, la cual depende más
bien de circunstancias especiales. Esto nos da una clave, que puede
explicar la disposición. Hemos de hacernos, por lo tanto, esta
pregunta: ¿Cuáles son las circunstancias especiales que se dan en
la escena del coche? La angustia comenzó cuando la joven oyó
trotar a los caballos; por un momento le pareció como si
hubiera allí una fatalidad espantosa, como si aquello significara su
muerte o algo muy temible, y desde ese momento perdió por completo
el sentido.
El
momento eficaz arranca manifiestamente de los caballos. La
disposición dé la paciente para reaccionar de manera tan
desproporcionada ante este insignificante suceso, podría
consistir, por lo tanto, en que los caballos significaban para ella
algo especial. Habría que suponer que alguna vez le había sucedido
algo peligroso con los caballos. Así es, efectivamente, pues siendo
una niña de unos siete años, y paseando en coche, espantáronse los
caballos y en marcha precipitada se lanzaron hacia un
precipicio, por cuyo fondo pasaba un río. El cochero saltó del
pescante y le gritó que saltase también; a lo cual ella apenas pudo
decidirse, tan angustiada estaba. Al fin saltó, en el momento
preciso en que los caballos con el coche se derrumbaban por la
sima. Que un suceso semejante dejase en ella profundas impresiones,
no necesita demostrarse. Sin embargo, no se explica por qué más
tarde una reacción tan disparatada pudo seguir a una alusión tan
inofensiva. Hasta ahora sólo sabemos que el síntoma posterior tuvo
un precedente en la niñez. Pero lo patológico de todo ello
permanece en la oscuridad. Para penetrar en este misterio, son
necesarias todavía otras experiencias. Se ha demostrado, por
repetidas pruebas, que en todos los casos sometidos a análisis
existía, aparte de los episodios traumáticos, otra clase de
perturbación, que no puede designarse de otro modo que como una
perturbación en la esfera del amor.
Sabido
es que el amor es algo inmenso, que se extiende del cielo hasta el
infierno y abarca lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo2.
Esta observación produjo en las ideas de Freud un cambio notable.
Mientras que antes había buscado la causa de la neurosis en los
episodios traumáticos de la vida, siguiendo más o menos la
teoría del trauma de Charcot, desplazóse ahora el centro de
gravedad del problema, pasando a otro sitio enteramente
distinto. El mejor ejemplo puede ser nuestro caso: comprendemos
perfectamente que los caballos desempeñen en la vida de nuestra
paciente un papel importantísimo; pero no comprendemos la
reacción posterior, tan exagerada y desproporcionada. Lo enfermizo y
extraño de esta historia consiste en que ante los caballos se
espanta de esa manera. Teniendo en cuenta la observación
empírica antes citada, según la cual generalmente junto con
los episodios traumáticos existe una perturbación en la esfera del
amor, habría que investigar en este caso si no hay quizá algo
que no esté en orden en ese sentido.
La
dama conoce a un joven, con quien piensa desposarse; lo ama y
espera ser dichosa con él. Por lo pronto nada más descubrimos. Pero
la investigación no ha de arredrarse por haber llegado a un
resultado negativo en un interrogatorio superficial. Hay caminos
indirectos, cuando el camino directo no conduce al fin. Volvamos, por
consiguiente, a aquel momento preciso en que la dama echa a
correr delante de los caballos. Hubimos de informarnos acerca de
la reunión y de la fiesta en que la dama había tomado parte. Se
trataba de una cena de despedida dada en honor de su mejor amiga, que
marchaba por una temporada al extranjero a curarse de los nervios en
un sanatorio. La amiga está casada, y nos enteramos de que es
dichosa y madre de un niño. Por supuesto, debemos desconfiar de esta
indicación; si fuera dichosa, en efecto, no habría
probablemente ninguna razón para que padeciera de los nervios y
necesitara ponerse en cura. Dirigiendo mis preguntas por otro lado,
averigüé que la paciente, cuando sus conocidos la encontraron, fue
llevada a la casa de la comida, porque era donde había oportunidad
más cercana para recogerla. Allí fue recibida con agasajo y
atendida en su estado de agotamiento. En este punto interrumpió la
paciente su narración, se mostró perpleja y confusa y trató de
pasar a otro tema. Manifiestamente se trataba de alguna reminiscencia
desagradable, que se le había ocurrido de repente. Después de
vencer pertinaces resistencias por parte de la enferma, puse en claro
que aquella noche aún había sucedido algo muy notable: el amigo que
daba la comida le había hecho a ella una fogosa declaración de
amor, lo cual produjo una situación que resultaba algo difícil y
enojosa, teniendo en cuenta la ausencia de la dueña de la casa. Al
parecer, esta declaración de amor fue para la enferma como un rayo
en el cielo tranquilo. Pero estas cosas suelen tener siempre su
prehistoria. Por lo tanto, el trabajo de las semanas sucesivas
consistió para mí en ir desenterrando punto por punto toda una
larga historia de amor, hasta que obtuve un cuadro de conjunto, que
voy a resumir en la forma siguiente:
La
paciente era, de niña, como un muchacho; sólo le gustaban los
juegos salvajes de los chicos; se burlaba de su propio sexo y
rehuía todas las formas y ocupaciones femeninas. Pasada la edad
de la pubertad, cuando el problema erótico hubiera podido
presentársele más urgente, comenzó a rehuir todo trato
social, cobró odio y desprecio a todo lo que recordase, aun de
lejos, la determinación biológica del hombre, y vivió en un mundo
de fantasía que nada tenía de común con la realidad brutal. Así
fue esquivando, hasta próximamente los veinticuatro años,
todas esas pequeñas aventuras, esperanzas e ilusiones que suelen
conmover íntimamente a la mujer en esa época. (Muchas veces las
mujeres son, en este sentido, de una insinceridad maravillosa para
consigo mismas y para con el médico.) Pero entonces trabó
conocimiento con dos señores, que habían de romper los setos de
espinas entre los cuales vivía. El señor A era el marido de su
mejor amiga a la sazón. El señor B era un amigo soltero del señor
A Ambos le agradaban a ella Sin embargo, pronto le pareció que el
señor B le agradaba extraordinariamente más. Como
consecuencia, entablóse pronto una relación más honda entre ella y
el señor B, y hasta se hablaba de la posibilidad de un noviazgo. Por
su relación con el señor B y por su amiga, estaba también en
frecuente comunicación con el señor A, cuya presencia la excitaba
muchas veces de una manera inexplicable y la ponía nerviosa. En este
tiempo asistió la paciente a una gran reunión de sociedad. Sus
amigos estaban también presentes. Ella se había quedado
ensimismada y jugaba distraída con su anillo, que de pronto se
le escapó de entre las manos y rodó bajo la mesa. Ambos señores se
pusieron a buscarlo, y fue el señor B quien lo encontró. Al
ponérselo en el dedo, le dirigió una expresiva sonrisa y le dijo:
"Usted sabe lo que esto significa". En aquel momento se
sintió acometida de un sentimiento extraño e irresistible, se
arrancó el anillo del dedo y lo arrojó por la ventana. Con esto se
produjo naturalmente una situación momentáneamente violenta, y
ella abandonó en seguida la tertulia con profunda desazón. Poco
después quiso la llamada casualidad que ella pasara las vacaciones
de verano en un balneario, donde también paraban el señor A y
la señora A. La señora A comenzó entonces a ponerse visiblemente
nerviosa; así que, por inadaptabilidad, hubo de quedarse muchas
veces en casa. Nuestra enferma estaba, pues, en situación de salir a
pasear sola con el señor A. Una vez se fueron de excursión en un
pequeño bote. Ella estaba muy alegre y retozona y cayó de repente
por la borda. El señor A logró salvarla, a costa de muchos
esfuerzos, pues ella no sabía nadar, y la metió en el bote medio
desfallecida. Entonces él la besó. Este romántico suceso estrechó
los lazos entre ambos. Pero la enferma no reflexionó de una manera
consciente sobre la profundidad de esta pasión, evidentemente
porque estaba de antiguo acostumbrada a pasar de largo ante
tales impresiones o, mejor dicho, a rehuirlas. Para disculparse
ante sí misma, la paciente activó con mayor energía su noviazgo
con el señor B, y llegó a convencerse efectivamente de que lo
amaba. Este juego extraño no había de pasar inadvertido,
evidentemente, a la sutil mirada de los celos femeninos. La
señora A, su amiga, había penetrado el secreto y se atormentaba,
como es de suponer; con esto creció su nerviosidad. Así llegó a
ser necesario que la señora A marchase al extranjero para ponerse en
cura. En la fiesta de despedida, el espíritu malo susurró al oído
a nuestra enferma: ''Hoy por la noche él está solo y tiene que
sucederte algo, para que vayas a su casa". Y así sucedió, en
efecto. Merced a su extraía conducta, fue a casa de A y consiguió
lo que buscaba. Después de esta explicación, acaso se incline
alguno a suponer que sólo un refinamiento diabólico pudo inventar y
poner por obra semejante cadena de circunstancias. Del refinamiento
no puede dudarse, pero su apreciación moral es difícil; pues habré
de afirmar con insistencia que los motivos de esta situación
dramática de la enferma no eran conscientes para ella en modo
alguno. La historia le ocurrió, al parecer, espontáneamente, sin
que ella se hubiera formado conciencia de motivo alguno. Pero la
prehistoria manifiesta que inconscientemente todo iba orientado a
este fin, mientras que la conciencia se esforzaba por provocar
el noviazgo con el señor B. Sin embargo, era más fuerte la
tendencia inconsciente a seguir el otro camino.
Volvamos
ahora a nuestra consideración inicial, o sea, inquiramos de dónde
procede lo patológico (es decir, lo extraño, lo exagerado) de la
reacción al trauma. Basados en un principio, deducido de muchas
experiencias, insinuamos la sospecha de que también en el caso
presente, además del trauma, hubiera una perturbación en la
esfera del amor. Esta sospecha se ha confirmado plenamente, y hemos
aprendido que el trauma, que produce supuestos efectos patógenos, no
es sino una ocasión para que se manifieste algo que antes no era
consciente, a saber: un importante conflicto erótico. Con esto, el
trauma pierde su sentido patógeno y en su lugar aparece otra
concepción mucho más profunda y amplia, que explica la
eficacia patógena como un conflicto erótico.
Se
oye con frecuencia esta pregunta: ¿Por qué ha de ser precisamente
un conflicto erótico la causa de la neurosis y no otro conflicto
cualquiera? A esto se responde: Nadie afirma que deba ser así,
sino que se descubre que efectivamente es así. A pesar de las
irritadas aseveraciones en contrario, es indudable que el amor3,
sus problemas y sus conflictos son de importancia fundamental
para la vida humana. De cuidadosas investigaciones se desprende
que el amor tiene mucha mayor trascendencia de lo que el
individuo se imagina.
La
teoría del trauma ha quedado, pues, abandonada como arcaica; pues
con la opinión de que la raíz de la neurosis no es el trauma, sino
un conflicto erótico oculto, pierde el trauma su significación
patógena.
CAPÍTULO II - LA TEORÍA SEXUAL
Con
estos conocimientos quedaba resuelto el problema del trauma.
Pero la investigación se encontró ante el problema del conflicto
erótico, que, como muestra nuestro ejemplo, contiene una gran
cantidad de elementos anormales y no puede compararse ya, a
primera vista, con un conflicto erótico usual. Ante todo, es
sorprendente y casi increíble que sólo la afectación (la pose)
sea
consciente, mientras que la verdadera pasión de la enferma permanece
inadvertida. Sin embargo, en este caso no cabe poner en duda que
la verdadera relación erótica permaneció oscura, en tanto que
sólo la pose
dominaba
el campo visual de la conciencia. Formulemos teóricamente este hecho
y resultará, sobre poco más o menos, el siguiente principio: En
la neurosis existen dos tendencias, que se hallan en estricta
oposición mutua, y de las cuales una es inconsciente. Este
principio está deliberadamente
formulado
con mucha generalidad. Porque quisiera subrayar desde luego que el
conflicto patógeno, aunque es, sin duda, un momento personal, es
también un conflicto de la humanidad, manifestado en el individuo,
pues el desacuerdo consigo mismo es, al fin y al cabo,
característico del hombre culto. El neurótico es sólo un caso
especial del hombre culto en desacuerdo consigo mismo.
Como
es sabido, el proceso cultural consiste en una doma progresiva de lo
animal en el hombre; es un proceso de domesticación, que no puede
llevarse a cabo
sin
rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad. De
tiempo en tiempo una especie de embriaguez acomete a la
humanidad, que va entrando por los rieles de la cultura. La
Antigüedad experimentó esta embriaguez en las orgías dionisíacas,
desbordadas del Oriente, las cuales constituyeron un elemento
esencial y característico de la cultura clásica y cuyo
espíritu contribuyó no poco a que, en muchas sectas y escuelas
filosóficas del último siglo anticristiano, se transformase el
ideal estoico en ascético, y a que del caos politeísta de aquella
época surgieran las religiones ascéticas gemelas de Mitra y de
Cristo. Otra ola de libre embriaguez dionisíaca llegó en el
Renacimiento sobre la humanidad occidental. Difícil es juzgar la
propia época. Pero cuando vemos cómo se desarrollan las artes,
el sentimiento del estilo y el gusto público; qué es lo que los
hombres leen y estudian, qué sociedades fundan, qué cuestiones les
preocupan, a qué oponen resistencia los filisteos, hallamos que, en
el largo registro de nuestros problemas sociales actuales, no ocupa
el último puesto la llamada "cuestión sexual", planteada
por hombres que sienten vacilar la moral sexual existente y quisieran
descargarse del peso moral que los siglos pretéritos han acumulado
sobre el eros.
No
se puede negar sin más ni más la existencia de estos esfuerzos, ni
acusarlos de ilegítimos; existen y, por tanto, tienen
fundamento bastante de existencia. Más interesante y útil resulta
investigar atentamente los antecedentes de estos movimientos de
nuestra época, que sumarse a los lamentos de las plañideras
morales, que profetizan la decadencia moral de la humanidad.
Privilegio es de los moralistas el fiarse lo menos posible de Dios y
creer que el hermoso árbol de la humanidad sólo prospera gracias a
puntales, ligaduras y espalderas, siendo así que el padre Sol y
la madre Tierra le han hecho crecer con íntimo gozo, según
profundas y sabias leyes.
No
ignoran los hombres serios que hoy está planteado el problema
sexual. El rápido desarrollo de las ciudades, con su coordinación
de esfuerzos, favorecida por la extraordinaria división del trabajo;
la creciente industrialización de la tierra llana y el aumento
de seguridad en la existencia, han privado a la humanidad de
muchas ocasiones para desahogar sus energías afectivas La labranza
de la tierra, con sus variadas ocupaciones, que por su contenido
simbólico proporcionan al campesino una inconsciente
satisfacción, desconocida del obrero de fábrica y del empleado de
oficina; la vida con la naturaleza, los hermosos momentos en que el
labriego, dueño y fecundador de la gleba, empuja el arado sobre
el campo o con gesto de rey desparrama la semilla de la cosecha
futura; la justificada angustia ante los destructores poderes de los
elementos: el gozo por la fecundidad de la mujer, que le regala hijos
e hijas, nuevas y mejores fuerzas para el trabajo y aumento de
bienestar. . . todo esto está muy lejos ya de los hombres de
hoy, habitantes de las ciudades, máquinas modernas de trabajo. Hasta
nos falta la más natural y bella de todas las satisfacciones: el
poder contemplar con pura alegría inmaculada la venida de nuestra
propia siembra, la "bendición" de los hijos. ¿Qué
satisfacción puede proporcionar todo esto? Penosamente se
arrastran los hombres hacia el trabajo (no hay más que observar los
rostros en el tranvía por las mañanas). Uno fabrica a diario la
misma ruedecilla; otro escribe cosas que nada le interesan. ¿Cómo
maravillarse de que cada ciudadano pertenezca a tantas sociedades
como días tiene la semana, y de que las mujeres acudan a sectas
y círculos, donde un héroe cualquiera de reunión pública
sacia sus anhelos contenidos, esos anhelos que el hombre satisface en
el restaurant
dándose
importancia y bebiendo cerveza "para tener buen humor"?
A
estas causas de descontento añádase otra circunstancia abrumadora.
La naturaleza ha dado a los hombres, indefensos e inermes, una
gran cantidad de energía, que les permite no solamente soportar
pasivos los arduos peligros de la existencia, sino también
vencerlos. La madre naturaleza ha preparado a su hijo para muchas
necesidades. El hombre culto está, por lo general, bien armado
frente a la directa y apremiante necesidad de vivir, por lo cual
incurre a diario en arrogancia; pues el hombre-animal sería
dado a todo exceso, si la dura necesidad no le oprimiese. Pero,
¿somos, efectivamente, soberbios? ¿Y cómo derrochamos en fiestas
orgiásticas y otros, devaneos la superabundancia de fuerza vital?
Nuestros juicios morales no permiten este rodeo. Pero, ¿por qué
tantas limitaciones morales? ¿Acaso proceden de las consideraciones
religiosas debidas a un Dios iracundo? Prescindiendo de la
incredulidad, tan extendida, el mismo creyente puede quizá
preguntarse si, en caso de ser Dios, castigaría un desliz de mozo y
moza con la condenación eterna. Tales ideas no pueden ya concillarse
en manera alguna con nuestro respetuoso concepto de Dios. Nuestro
Dios es necesariamente harto tolerante para hacer de esto una gran
cuestión. De esta suerte, ha quedado despojada de su fondo eficaz la
moral sexual, algo ascética y, sobre todo, de hipócrita
inspiración, en nuestra época. ¿O acaso nos protege una superior
sabiduría y la intuición de la nulidad del hecho humano en
orden a la disolución? Desgraciadamente, estamos muy lejos de ello.
El hombre posee, en lo inconsciente, un fino olfato para rastrear el
espíritu de su época; adivina las posibilidades y siente en su
interior la inseguridad de los fundamentos en que se asienta la moral
actual, no protegida ya por la viva convicción religiosa. De aquí
proceden casi todos los conflictos éticos de nuestros días. El afán
de libertad tropieza en la valla blandeante de la moralidad, los
hombres incurren en tentación; quieren y no quieren. Y como ni
quieren ni pueden averiguar lo que verdaderamente quieren, su
conflicto es inconsciente en gran parte; y de aquí procede la
neurosis. La neurosis está, pues, como vemos, íntimamente
ligada con el problema de nuestra época, y es propiamente un
fracasado intento del individuo para resolver en su persona singular
el problema general. La neurosis es la discordia consigo mismo. El
fundamento de la discordia es, en casi todos los hombres, éste:
qué la conciencia quisiera atenerse a su ideal moral, pero lo
inconsciente tiende hacia su ideal inmoral (en el sentido
actual), cosa que la conciencia repugna. Esta clase de hombres
son los que quisieran ser más decentes de lo que son en el fondo.
Pero el conflicto puede ser también inverso. Hay hombres que,
aparentemente, son muy indecentes y no se hacen a sí mismos la menor
violencia; pero en el fondo esto no es sino una pose
pecaminosa,
y, en último término, subsiste en ellos el aspecto moral, que
también ha pasado a lo inconsciente, ni más ni menos que, en el
hombre moral, la naturaleza inmoral. (Se han de evitar, por lo
tanto, en lo posible, los extremos, pues siempre despiertan el recelo
de lo contrario).
Necesitábamos
esta observación general para hacer más comprensible el concepto de
"conflicto erótico". Desde este punto de vista, puede
analizarse, por un lado, la técnica psicoanalítica, y por otro, la
cuestión de la terapéutica.
Manifiestamente,
la técnica psicoanalítica responde a la cuestión: ¿Cómo llegar
por el camino más corto y mejor al conocimiento de los hechos
inconscientes en el enfermo? El método primitivo era el hipnótico:
o se interrogaba al paciente en estado de concentración hipnótica,
o se producían espontáneamente en él fantasías en el mismo
estado. Este método se emplea todavía algunas veces; pero comparado
con la técnica actual, resulta primitivo e insuficiente con
frecuencia.
Otro
segundo método fue inventado en la Clínica Psiquiátrica de Zurich:
el llamado método asociativo4,
cuyo valor es principalmente teórico-experimental. Su resultado es
una orientación extensi. pero superficial, acerca del conflicto
inconsciente5.
El método más profundo es el del análisis del sueño, que Freud ha
intentado por vez primera, aunque a su
modo.
Puede
decirse del sueño que la piedra desechada por el albañil se ha
convertido en piedra angular. El sueño, producto fugitivo e
insignificante de nuestra alma, no había experimentado nunca tan
hondo menosprecio como en la época moderna. Antes era estimado como
un mensajero del destino, como un amonestador y consolador, como
un enviado de los dioses. Actualmente lo utilizamos como un heraldo
de lo inconsciente, que nos descubre los secretos ocultos a la
conciencia, y por cierto cumple su cometido con asombrosa perfección.
De su investigación analítica ha resultado que el sueño, tal como
lo soñamos, sólo es una fachada que no deja ver nada del interior
de la casa. Pero cuando, observando ciertas reglas técnicas,
hacemos hablar al soñador sobre las particularidades de su
sueño, pronto advertimos que las ocurrencias del sujeto
gravitan en una dirección determinada y convergen hacia determinados
asuntos, al parecer de importancia personal, y vemos que envuelven un
sentido que al principio no se hubiera sospechado tras del
sueño; pero que, como puede demostrarse por cuidadoso cotejo, está
en delicada y
meticulosa
relación con la fachada del sueño. Este complejo especial de
pensamientos en el cual se reúnen todos los hilos del sueño, es el
conflicto buscado, bien que en una cierta variación, determinada por
las circunstancias. Lo que el conflicto tiene de penoso, de
insoluble, está, según opinión de Freud, tan escondido o desleído
en el sueño, que éste puede considerarse como el cumplimiento del
deseo. Sin embargo, hay que añadir que los deseos cumplidos en
sueños no son los deseos conscientemente nuestros, sino aquellos que
muchas veces se les oponen diametralmente. Así, por ejemplo,
una hija ama tiernamente a su madre; pero sueña que su madre, con el
mayor dolor de la hija, ha muerto. Tales sueños, donde no hay huella
del menor cumplimiento del deseo, existen en abundancia; el
conflicto que trabaja durante el sueño es inconsciente, como también
el intento de solución que de él resulta. Nuestra soñadora
tiene, efectivamente, la tendencia a alejar a su madre; expresado en
el lenguaje de lo inconsciente, esto se llama morir. Ahora bien;
sabemos que en determinada etapa de lo inconsciente se
encuentran todas aquellas reminiscencias del recuerdo que se han
perdido y, además, todos los afanes infantiles que no han podido
encontrar aplicación durante la vida de adulto. Puede decirse que
casi todo lo que procede de lo inconsciente tiene, en primer término,
un carácter infantil; así, este deseo, expresado con mucha
sencillez: "Dime, papá: si mamá se muere, ¿te casarás tú
conmigo?" Esta manifestación infantil de un deseo es el
sustitutivo de otro deseo reciente: el deseo de casarse que, para la
soñadora, por las razones que en este caso restan por
averiguar, resulta penoso. Este pensamiento, o más bien, la
gravedad de la correspondiente intención, ha sido "reprimido en
lo inconsciente" —tal es la expresión que se usa—, y tiene
que expresarse así, por necesidad, infantilmente, pues los
materiales que están a disposición de lo inconsciente son, en
su mayor parte, reminiscencias infantiles.
Aparentemente,
el sueño se ocupa muchas veces de detalles enteramente baladíes,
por lo cual nos produce una impresión ridícula; o resulta en lo
externo tan incomprensible que puede producirnos la mayor
sorpresa, por lo cual siempre hemos de vencer cierta resistencia
antes de ponernos en serio a desenredar la revuelta madeja con
paciente trabajo. Pero si al fin logramos penetrar en el verdadero
sentido de un sueño, nos encontraremos de lleno en los secretos del
soñador y con asombro veremos que aun el sueño aparentemente mas
disparatado tiene un alto sentido y en realidad se refiere a cosas
extraordinariamente importantes y serias del alma. Este hecho
nos
obliga a mirar con mayor respeto la supuesta superstición acerca del
sentido de los sueños, que las corrientes racionalistas de
nuestra época habían reducido a polvo.
Como
dice Freud, el análisis del sueño es el camino real que conduce a
lo inconsciente. El análisis del sueño nos lleva a los secretos más
profundos de la persona; por lo cual, en manos de médicos y
educadores del alma, es un instrumento de inapreciable valor.
El
psicoanálisis consiste principalmente en muchos análisis de sueños.
Los sueños, en el curso del tratamiento, van manifestando
sucesivamente los contenidos de lo inconsciente, que quedan
expuestos así a la fuerza desinfectante de la luz clara, con lo cual
son recuperados muchos elementos preciosos, que se daban por
perdidos. Siendo todo esto así, no es de extrañar que para muchos
hombres, que han adoptado ante sí mismos cierta pose,
el
psicoanálisis sea un suplicio; pues según el antiguo apotegma
místico: "Abandona lo que tienes y entonces recibirás",
han de renunciar primero a sus ilusiones más queridas, para hacer
brotar dentro
de
sí algo más profundo, más bello y más amplio. Sólo por el
misterio del propio sacrificio llega el hombre a encontrarse
renovado. Muy antiguas son las sentencias que el tratamiento
psicoanalítico ha vuelto a poner en circulación; es cosa
particularmente interesante el ver cómo en el apogeo de nuestra
cultura actual aparece como necesaria esta clase de educación
espiritual, educación que, por más de un concepto, puede
compararse con la técnica de Sócrates, si bien el
psicoanálisis penetra en profundidades mucho mayores.
Encontramos
siempre en el enfermo un conflicto que, en cierto punto, coincide con
los grandes problemas de la sociedad; de suerte que, cuando el
análisis llega a este punto, el conflicto, aparentemente individual,
del enfermo, se manifiesta como un conflicto general de su ambiente y
de su época. La neurosis no es, pues, propiamente sino un ensayo
(fracasado) de solución individual a un problema general. Y tiene
que ser así; pues un problema general, una "cuestión", no
es
un
ens
per se, sino
que existe solamente en los corazones y en las cabezas de los
distintos hombres. La investigación de Freud tiende a demostrar que
en el origen del conflicto patógeno corresponde una
significación preponderante al momento erótico o sexual. En
estas experiencias se apoya la teoría sexual freudiana de la
neurosis. Según esta teoría, prodúcese una colisión entre la
tendencia consciente y el deseo inmoral, incompatible,
inconsciente. El deseo inconsciente es infantil, es decir, es un
deseo que pertenece a la prehistoria del individuo, un deseo que no
puede adaptarse ya a la actualidad, por lo cual es reprimido, y ello
por razones de la moral presente. Para Freud se trata en lo esencial
de deseos sexuales reprimidos, que chocan con nuestra moral sexual de
hoy. El neurótico lleva en sí mismo un alma infantil, que no
soporta limitaciones arbitrarias, cuyo sentido no comprende. Intenta
ciertamente avenirse a la moral; pero entonces cae en una profunda
disensión y discordia consigo mismo; por un lado, quiere someterse,
por otro, libertarse... y a esta lucha se le llama neurosis. Si este
conflicto fuera claro en todas sus partes, probablemente nunca
surgirían síntomas neuróticos. Estos surgen solamente cuando
el sujeto no puede divisar el otro lado de su ser y la urgencia de
sus problemas. Sólo en estas condiciones parece presentarse el
síntoma, que contribuye a que obtenga expresión el lado
desconocido del alma. El síntoma es, pues, según Freud, una
expresión indirecta de deseos no reconocidos; deseos que, si fueran
conscientes, se hallarían en violenta contradicción con nuestros
conceptos morales. Como ya se ha dicho, esta parte oscura del
alma se sustrae a la visión consciente; el enfermo no puede, por lo
tanto, abordarla, enderezarla, someterla o renunciar a ella;
porque no posee, en realidad, esos impulsos inconscientes, que han
sido reprimidos, expulsados, de la jerarquía del alma consciente, y
han ido a formar complejos autónomos que, sólo venciendo grandes
resistencias y por medio del análisis de lo inconsciente,
pueden volver a ser dominados. Hay muchos pacientes que presumen
de desconocer el conflicto erótico, y aseguran que la cuestión
sexual es un disparate, y que ellos no poseen, por decirlo así,
ninguna sexualidad. Estos hombres no advierten que, en cambio,
su vida tropieza de continuo con otros obstáculos de origen
desconocido, como caprichos histéricos, disgustos que ellos se
buscan a sí mismos y a sus prójimos, malestar nervioso estomacal,
dolores errantes, excitaciones sin fundamento; en suma: todo el
ejército de los síntomas nerviosos.
Se
ha hecho al psicoanálisis el reproche de que desencadena los
impulsos animales del hombre, felizmente reprimidos, y de que puede
acarrear con ello incalculables perjuicios. De este temor se
deduce con evidencia cuán pequeña es la confianza que hoy se tiene
en la eficacia de los principios morales. Figúranse los hombres
actuales que sólo la prédica moral contiene el desenfreno.
Pero un regulador mucho más eficaz es la necesidad, que establece
vallas reales, mucho más convincentes que todos los principios
de la moral. Es cierto que el análisis pone en libertad los impulsos
animales; pero no es cierto, como algunos creen, que esa libertad
sirva para abandonarse el hombre en seguida al desenfreno. Esos
impulsos pueden servir a ministerios más altos, según las
posibilidades del individuo y según que el individuo reclame más o
menos esas actividades "sublimadas". Evidentemente, es
una ventaja en todos los sentidos estar en plena posesión de la
propia personalidad; de lo contrario, nos salen al camino los
elementos reprimidos, y no precisamente en los puntos menos
esenciales, sino en los más sensibles. Pero si los hombres son
educados para ver la mezquindad de su propia naturaleza, es de
esperar que por esta vía comprendan también mejor y amen más a sus
prójimos. La disminución de la hipocresía y el aumento de la
tolerancia consigo mismo no pueden tener sino buenas
consecuencias en orden a la consideración del prójimo; pues
fácilmente se inclinan los hombres a aplicar a los demás la
injusticia y la violencia que hacen a su propia naturaleza. La
teoría freudiana de la represión parece, desde luego, dar a
entender que los hombres son excesivamente
morales y reprimen
los impulsos de su naturaleza inmoral. El hombre inmoral, el que deja
libres y sin freno los impulsos de su naturaleza, sería, pues,
totalmente invulnerable a la neurosis. Pero, evidentemente, la
experiencia diaria enseña que no es éste el caso, sino que ese
hombre
desenfrenado puede ser tan neurótico como los demás. Si lo
analizamos, descubrimos que en él ha sufrido la decencia una
represión. Cuando el inmoral es neurótico, presenta —como
acertadamente lo expresó Nietzsche— el aspecto del "desmayado
delincuente", que no está a la altura de su crimen. Podría
opinarse, empero, que los reprimidos restos de decoro son en tal caso
meros residuos de las convenciones tradicionales infantiles, que
habiendo impuesto a la naturaleza impulsiva frenos innecesarios,
deben ser extirpados. Con el lema écrasez
L'infame se
llegaría a la teoría de entregarse a la vida sin reservas. Pero
esto sería, naturalmente, fantástico e insensato. No debemos
olvidar, en efecto —y esto hay que decirlo a la escuela de Freud—
que la moral no ha bajado del Sinaí en forma de tablas de la ley
para imponerse al pueblo, sino que es función del alma humana; una
función tan antigua como la humanidad misma. La moral no se impone
desde fuera, sino que cada cual la lleva en sí a
priori; no
la ley, pero sí el ser moral.
Por
lo demás... ¿hay algún punto de vista más moral que la teoría de
la vida sin trabas? ¿Hay alguna concepción de la moral más
heroica que ésa? Por eso el heroico Nietzsche es su particular
adepto. Ya por cobardía natural e innata decimos: "Dios me
libre de una vida sin reservas", pensando que así somos
particularmente morales; pero sin reparar en que el entregarse a
vivir la vida sin reservas resulta demasiado costoso, demasiado
violento y peligroso, y, en último término, harto indecoroso,
idea que se relaciona en muchas gentes más con el gusto que con el
imperativo categórico. El defecto imperdonable de la teoría de la
vida intensa es su carácter demasiado heroico, demasiado
ideológico. Por eso, donde mejor prospera es en los cerebros
enfermizos.
Acaso
no haya, pues, otro medio sino que el inmoral acepte su corrección
moral inconsciente, así como que el moral entre en composición,
cuanto le sea posible, con sus demonios subterráneos.
No
puede negarse que la teoría de Freud está tan convencida de la
importancia fundamental y aun exclusiva de la sexualidad en la
neurosis, que incluso ha sacado briosamente las consecuencias
atacando con valentía nuestra moral sexual de hoy. En esta esfera
dominan muchas opiniones distintas. Pero es significativo el
hecho de que el problema de la moral sexual sea hoy tan ampliamente
investigado. Indudablemente, esto es útil y necesario; hasta ahora
no hemos tenido moral sexual ninguna, sino simplemente una
concepción bárbara sin la menor diferenciación. Así como en
la primera Edad Media la especulación financiera era despreciable,
porque todavía no existía una moral financiera con su
diferenciación casuística, y sí sólo una moral rutinaria, así la
moral sexual de hoy es también rutinaria y grosera. Una muchacha que
tiene un hijo ilegítimo es condenada; nadie pregunta si es una
persona decente o no. Una forma de amor, no admitida en Derecho,
es inmoral, sin tener en cuenta si tiene lugar entre personas de
valía o entre pícaros. Y es que vivimos bárbaramente,
hipnotizados por la cosa, y olvidamos la persona; como para los
hombres medievales la especulación financiera no era sino oro
reluciente y codiciado, es decir, cosa del diablo. La moral sexual de
hoy es informe y bárbara, porque sólo mira a la sexualidad y
no a las personas y a la índole de su conducta. La sexualidad
no es el diablo, un diablo que en el matrimonio se presenta en forma
tolerable y admitida, pero fuera del matrimonio aparece como el mal
absoluto. La sexualidad es capaz de una más alta valoración, si la
relacionamos con el desarrollo moral del individuo.
En
el fondo, pues, el ataque a la moral sexual de hoy constituye un
hecho plausible, que tiende a una concepción más diferenciada y
verdaderamente ética. Como ya se ha dicho, Freud considera el gran
conflicto entre el yo y la naturaleza instintiva,
principalmente en su aspecto sexual. Este aspecto existe
efectivamente. Sin embargo, hay que poner detrás de su efectividad
una gran interrogación. Plantéase, en efecto, esta cuestión:
lo que se presenta en forma sexual, ¿es por su esencia, siempre
sexualidad? Puede suceder que un instinto se disfrace de otro. El
mismo Freud ha contribuido a esta idea con observaciones no poco
sorprendentes, que demuestran, de una manera clara, que muchos actos
y esfuerzos de los hombres no son, en el fondo, otra cosa que
expresiones forzadas y algo impropias de cosas muy elementales. Nada
impide que también ciertas cosas sumamente elementales sean
trasladadas por comodidad a primer término, en lugar de otros
sentimientos más necesarios, pero más desagradables, con la
ilusión de que se trata, efectivamente, sólo de cosas
elementales.
La
teoría sexual es, pues, exacta hasta cierto punto; pero es
unilateral. Tan equivocado sería, por consiguiente, rechazarla
como aceptarla en absoluto.
CAPÍTULO III - EL OTRO PUNTO DE VISTA. LA VOLUNTAD DE PODERÍO
Hasta
ahora hemos considerado el problema de nuestra nueva psicología,
en lo esencial, desde el punto de vista de Freud. Sin duda, esto nos
ha hecho ver algo, y algo verdadero, a lo que acaso nuestro orgullo,
nuestra conciencia culta, dice "no"; pero, una voz
dentro de nosotros, dice "sí". Para muchos hombres
encierra ese punto de vista algo sumamente irritante, que provoca la
contradicción o, más bien, la angustia. Por esta razón no quieren
reconocerlo. En efecto, resulta terrible eso de decir a este
conflicto "sí", porque es decir "sí" al
instinto. ¿Se ha comprendido claramente lo que significa decir
"sí" al instinto? Nietzsche lo quiso y
lo
enseñó, y lo tomó muy a pecho. Con extraño apasionamiento ofrendó
su persona y su vida a la idea del superhombre, es decir, a la idea
del hombre, que, obedeciendo a su instinto, trasciende de sí mismo.
¿Y cómo transcurrió su vida? Transcurrió como el mismo Nietzsche
profetizara en el Zaratustra,
en
aquella caída mortal premonitora del volatinero, del "hombre"
que no quiso ser vencido en el salto. Zaratustra dice al moribundo:
"Tu alma morirá aún antes que tu cuerpo." Y más tarde
dice el enano a Zaratustra: "¡Oh, Zaratustra!, piedra de la
sabiduría, te lanzas a lo alto; pero toda piedra lanzada a lo alto.
. . tiene que caer. Condenado estás a ti mismo y a tu propia
lapidación. Arroja lejos, ¡oh, Zaratustra!, la piedra..., pero la
piedra caerá luego sobre ti."
Cuando
pronunció sobre sí mismo su Ecce
homo, así
como cuando nació esta expresión, ya era demasiado tarde. La
crucifixión del alma había comenzado antes de que el cuerpo
muriese. Hay que contemplar críticamente la vida de aquel que
enseño a decir "sí" al instinto de la vida; hay que
investigar los efectos de esta enseñanza en el mismo hombre que
predicó la doctrina. Pero si contemplamos esa vida, habremos de
decir: Nietzsche vivió allende
el instinto, en
la atmósfera elevada de la "sublimidad" heroica,
altura que hubo de mantener con la más cuidadosa dieta, en escogido
clima y, sobre todo, con numerosos narcóticos hasta que. . . la
tensión del cerebro estalló. Hablaba de afirmación y vivió la
negación. Era demasiado su asco a los hombres, al animal
humano, que vive del instinto. No pudo deglutir ese sapo, con el que
tantas veces soñaba, temiendo verse obligado a engullirlo. El león
de Zaratustra ha espantado a los hombres "superiores",
afanosos de convivencia, y los ha obligado a refugiarse en la caverna
de lo inconsciente. La vida de Nietzsche no nos convence de su
doctrina. Porque el hombre, por muy "elevado" que sea,
quiere dormir sin cloral; quiere vivir en Hamburgo o en Basilea, a
pesar de las "nieblas y las sombras"; quiere mujer y
descendencia; quiere gozar de aprecios y consideración en el rebaño;
quiere muchas trivialidades e, incluso, pedanterías de filisteos.
Nietzsche no vio estos instintos, es decir, los instintos animales de
la vida.
¿Pero
de qué vivió Nietzsche sino del instinto? ¿Puede acusársele,
realmente, de haber dicho "no" a su instinto? No
estaría él conforme con esto. Es más, podría demostrar —y sin
dificultad— que vivió su instinto en el más alto sentido. ¿Pero
cómo es posible —preguntaremos, asombrados— que la
naturaleza instintiva del hombre pueda llevarle al alejamiento de la
humanidad, al absoluto aislamiento humano, a un "más allá del
re-
baño",
a una soledad protegida por el asco? Siempre se ha pensado que el
instinto asocia, aparea, procrea, tiende al placer y al bienestar, a
la satisfacción de todos los deseos sexuales. Pero hemos olvidado
por completo que ésta es sólo una de las direcciones posibles del
instinto. E1 instinto de la conservación de la especie
(instinto sexual) no es el único; también hay el instinto de
la conservación propia (instinto del yo).
Nietzsche
se refiere manifiestamente a este último instinto, esto es, a la
voluntad
de poderío. Todos
los demás instintos son, para él, consecuencia de la voluntad
potencial. Desde el punto de vista de la psicología sexual de Freud,
es éste un crasísimo error, un desconocimiento de la biología,
un defecto de la naturaleza decadente del neurótico. Pues a todo
partidario de la psicología sexual le será fácil demostrar que esa
violenta tensión, ese heroísmo en la concepción nietzscheana del
mundo y de la vida, no es sino una consecuencia de la represión y
negación del "instinto", es decir, de ese instinto
que esta psicología considera como fundamental.
Con
esto se nos plantea el problema de la visión o, mejor dicho, de los
distintos cristales por los que el mundo puede ser contemplado. En
verdad no es lícito declarar que una vida como la de Nietzsche,
vivida con extraña consecuencia, hasta su término fatal, de
acuerdo con la naturaleza del instinto potencial, yacente en su
fondo, es una vida falsa, inauténtica. Decirlo sería caer en el
mismo injusto prejuicio que Nietzsche expresaba sobre su
antípoda Wagner cuando decía: "En
él todo es ilegítimo; lo
que es legítimo se oculta o se decora. Es un cómico en el buen y el
mal sentido de la palabra". ¿De dónde procede este juicio?
Wagner es precisamente un representante de aquel otro instinto
fundamental que Nietzsche desdeñó, y sobre el que se levanta la
psicología de Freud. Si investigamos en la doctrina de Freud aquel
otro instinto, el instinto de poderío, hallamos que Freud lo conoce
y lo denomina "instinto del Yo". Pero estos "instintos
del Yo" arrastran en su psicología una existencia
miserable y clandestina, junto al amplio, harto amplio, desarrollo
del momento sexual. En realidad, la naturaleza humana es la
protagonista de una cruel y casi interminable lucha entre el
principio del Yo y el principio del instinto informe; el Yo es todo
limitación; el instinto no conoce límites, y ambos principios
poseen la misma potencia. En cierto sentido, el hombre puede
considerarse dichoso de no tener conciencia más que de uno de
los dos instintos; y en ese sentido es prudente abstenerse de conocer
el otro. Pero cuando conoce el otro instinto, está perdido. Entonces
el hombre cae en el conflicto de Fausto. En el Fausto
(parte
primera) nos muestra Goethe lo que significa la aceptación del
instinto; y en la parte segunda, lo que significa la aceptación del
Yo y de su tortuoso mundo inconsciente. Todo lo insignificante,
mezquino y vil que hay en nosotros, se abate y humilla por de pronto.
Y para esto hay un buen medio: se descubre que "lo otro"
que hay en nosotros es "el otro", o sea un verdadero hombre
que piensa, obra, siente e intenta todas las cosas más abominables y
despreciables. Sorprendido el coco, se emprende con satisfacción
la lucha contra él. De aquí proceden aquellas idiosincrasias
crónicas, de que la historia de la moral nos ofrece algunos
ejemplos. Uno de estos ejemplos, y bien claro, es, como ya se ha
dicho, "Nietzsche contra Wagner, contra S. Pablo", etc.
Pero en la vida diaria de los hombres abundan casos semejantes. Con
este ingenioso medio se salva el hombre de la catástrofe fáustica,
para la que le faltan ánimos y fuerzas. Pero un hombre cabal
sabe que, aun su enemigo más acérrimo, y aun toda una banda de
enemigos, no compensa y anula la contradicción peor, la del
propio "otro", que "reside dentro de su pecho".
Nietzsche llevaba a Wagner dentro
de sí; por
eso le envidió el Parsifal
Pero
aún más: Saulo llevaba también dentro de sí a Pablo. Por eso
Nietzsche llegó a ser un estigmatizado del espíritu y hubo de
experimentar la cristificación, como Saulo cuando el "otro"
le inspiró el "ecce homo". ¿Quién se prosternó ante la
cruz? ¿Wagner o Nietzsche?.
Quiso
el destino que precisamente uno de los primeros discípulos de
Freud, Adler 6,
fundase una teoría sobre la esencia de la neurosis, que
descansa exclusivamente en el principio del poderío. No es de
pequeño interés, sino de singular atractivo, el ver cuán diversas
se nos ofrecen las mismas cosas si reciben iluminaciones opuestas.
Diremos, desde luego, que el contraste principal consiste en que
para Freud todo se produce en rigurosa sucesión causal de datos
precedentes, mientras que para Adler todo marcha en ordenación
dirigida hacia un fin. Pongamos un sencillo ejemplo: Una joven
comienza a sentir ataques de angustia; una pesadilla la despierta por
la noche dando gritos penetrantes, y luego apenas puede descansar; se
ase a su marido, le conjura a que no la abandone; desea estar
oyéndole siempre decir que la quiere de verdad, etc. Poco a poco se
desarrolla un asma nervioso, que en ocasiones también se le presenta
durante el día.
La
observación de Freud penetra en este caso inmediatamente hasta
la íntima causalidad del cuadro patológico : ¿Qué contenían
los primeros sueños angustiosos? Toros salvajes, leones,
tigres, hombres malos, que la atacaban. ¿Qué es lo que se le ocurre
a la paciente al referirlos? Una historia que le sucedió una vez,
cuando todavía era soltera, a saber: Estaba en un balneario en
la montaña. Allí jugaba mucho al tennis
e
hizo las amistades corrientes. Había un joven italiano, que jugaba
muy bien, y por la noche acostumbraba a tocar la guitarra. Se
desarrolló un
flirt
inocente,
que en cierta ocasión dio motivo para un paseo a la luz de la luna.
Entonces, "de manera inesperada", estalló el temperamento
italiano con gran susto de la desprevenida. En aquel momento, el
italiano "la miró" con unos ojos que ella nunca ha podido
olvidar. Esta mirada la persigue todavía en sueños; incluso las
fieras, que la persiguen, miran así. ¿Procede esta mirada sólo del
italiano? Sobre este punto nos da luz otra reminiscencia. La paciente
había perdido a su padre en un accidente, cuando tenía unos catorce
años
de edad. El padre era un hombre de mundo y viajaba mucho. Poco antes
de su muerte, la llevó consigo a París, donde visitaron, entre
otros, el teatro de Folies
Bergère.
Allí
sucedió una cosa que le produjo una impresión invencible: al
abandonar el teatro, acercóse de repente a su padre una muchacha muy
repintada y con ademanes increíblemente procaces. Ella miró
aterrada hacia su padre y vio en los ojos de éste precisamente
aquella misma mirada, aquel fuego animal. Este "algo"
inexplicable la persiguió desde entonces día y noche. Desde
aquel momento la relación con su padre fue distinta. Ora se sentía
irritada y llena de venenosos caprichos, ora le quería
desbordadamente. Luego se presentaron de pronto espasmos sin
fundamento, y durante una temporada, cada vez que el padre
estaba en casa, la atormentaba un atragantamiento de asco en la mesa,
con aparentes ataques de ahogos, que, generalmente, terminaban en
pérdida del sentido una o dos veces al día. Cuando llegó la
noticia de la muerte repentina de su padre, la acometió un dolor
inconcebible, que se desenvolvió en ataques histéricos de
risa. Pero pronto vino la calma; su estado mejoró rápidamente
y los síntomas neuróticos desaparecieron casi por completo. Un velo
de olvido se tendió sobre el pasado. Sólo la aventura con el
italiano despertaba en ella algo ante lo cual sentía miedo. Por
entonces se separó bruscamente del joven. Algunos años más
tarde se casó. Sólo después del segundo hijo comenzó la
neurosis actual, es decir, en el momento en que descubrió que su
marido sentía cierto interés cariñoso por otra mujer.
En
esta historia hay muchas cosas problemáticas. ¿Dónde está, por
ejemplo, la madre? De la madre hay que decir que era muy nerviosa, y
probó todos los sanatorios y sistemas de curación posibles.
Padecía también de asma nervioso y de síntomas de ahogo. El
matrimonio estaba muy distanciado, al menos en todo el pasado
que la paciente puede recordar. La madre no comprendía bien al
padre. La paciente tenía siempre la impresión de que ella le
comprendía mucho mejor. También ella era manifiestamente la
favorita del padre, y en correspondencia, sentía menos cariño por
la madre.
Estas
indicaciones podrían bastar para estudiar el curso de la historia
patológica. Tras los síntomas actuales se ocultan fantasías
que, en primer término, se refieren a la aventura con el
italiano, y luego aluden claramente al padre, cuyo infortunado
matrimonio ofreció a la hijita ocasión prematura para conquistar un
puesto que propiamente debiera haber ocupado la madre. En el fondo de
esta conquista está, naturalmente, la fantasía de ser la
esposa propiamente adaptada al padre. El primer ataque de
neurosis estalla en el momento en que esta fantasía sufre un rudo
choque, probablemente el mismo que también había experimentado
la madre (aunque la niña lo desconocía). Los síntomas son
fácilmente comprensibles como expresión de amor desengañado y
desdeñado. El atragantamiento procede de la sensación de tener una
cuerda alrededor del cuello, sensación que es fenómeno concomitante
de fuertes afectos, que no podemos completamente "tragarnos".
(Las metáforas del lenguaje se refieren frecuentemente, como es
sabido, a funciones fisiológicas). A la muerte del padre, su
conciencia quedó afligida mortalmente, pero su inconsciencia reía,
enteramente al modo de Till Eulenspiegel, que se afligía cuando
bajaba la montaña, pero se alegraba cuando subía fatigosamente,
siempre en previsión de lo futuro. Si el padre estaba en casa, ella
se sentía congojosa y enferma; cuando el padre se marchaba, se
sentía mucho mejor, como todos los esposos y
esposas
que se ocultan mutuamente el dulce secreto de que no son
absolutamente indispensables uno a otro en todas las
circunstancias.
Lo
inconsciente reía entonces, con cierto derecho, como se manifestó
en el período siguiente, de completa salud. La paciente tuvo la
fortuna de sumergir todo lo anterior en el olvido. Tan sólo la
aventura con el italiano amenazaba remover de nuevo los bajos
fondos. Pero con rápido ademán cerró la puerta y quedó sana,
hasta que el dragón de la neurosis se deslizó en ella, Cuando ya
triunfaba sobre la montaña, en el estado perfecto de esposa y de
madre.
La
psicología sexual dice: el fundamento de la neurosis está en
que la enferma, en último término, todavía no se ha
desprendido del padre; por eso resurge aquel sentimiento, cuando
descubre en el italiano ese algo misterioso que ya en el padre le
había hecho impresión abrumadora. Estos recuerdos fueron
naturalmente reanimados por la experiencia análoga con el
marido, experiencia que fue antaño la causa determinante de la
neurosis. Pudiera decirse, por lo tanto, que el contenido y
fundamento de la neurosis es el conflicto entre la imaginaria
relación infantil erótica con el padre y el
amor
al esposo.
Pero
si ahora consideramos el mismo cuadro clínico desde el punto de
vista del "otro" instinto, a saber, de la voluntad de
poderío, observamos que la cuestión se plantea en forma
completamente distinta. El desafortunado matrimonio de los
padres fue una ocasión excelente para el instinto infantil de
poderío. Porque el instinto de poderío pretende que el Yo quede
siempre "encima" en todas las circunstancias, ya sea por
camino derecho o ya por torcido. La "integridad de la
personalidad" ha de quedar salvaguardada en todos los
casos. Cualquier intento, aun aparente, del medio circundante
para llegar al sometimiento —por leve que sea— del sujeto será
rechazado con "protesta viril", como dice Adler. El
desengaño de la madre y su retraimiento a la neurosis
proporcionaron, por lo tanto, a la paciente una ocasión muy
apetecible para desplegar potencia y quedar encima. El amor y la
rectitud de la conducta son, como es sabido, desde el punto de vista
del instinto de poderío medios muy eficaces para el fin. La
conducta virtuosa sirve, no pocas veces, para
forzar
la
sumisión de los demás. Ya desde niña sabía ella que con una
conducta complaciente y afable lograba sobre su padre una gran
ventaja y se imponía a su madre; no obraba así por amor al padre,
sino porque el amor era un buen medio para imponerse. El ataque de
risa, a la muerte del padre, es una prueba elocuente de ello.
Propendemos a considerar esta explicación como una depreciación
horrible del amor, cuando no como una insinuación maligna. Pero
reflexionemos un momento y examinemos el mundo tal como es. ¿No
hemos visto a muchos que aman y creen en su propio amor. . . hasta
que acaban por conseguir su objeto, y entonces se apartan del amado
como si nunca hubieran amado? Y al fin y al cabo, ¿no hace también
la naturaleza exactamente lo mismo? ¿Es posible, en general, un
amor "sin finalidad"? Si es posible, habremos de contarlo
entre las más altas virtudes, que, desde luego, son muy raras.
Acaso, en general, tendemos a reflexionar lo menos posible sobre la
finalidad del amor; pues podríamos hacer descubrimientos que
presentaran, en una luz menos favorable, el valor del propio amor.
Hay casi peligro de muerte en cercenar algo al valor de los
instintos fundamentales, mayormente hoy, en que no parecemos
tener de ellos sino un mínimo.
La
paciente tuvo, pues, un ataque de risa al morir su padre... porque al
fin había logrado imponerse. Era un ataque de risa histérica; por
lo tanto, un síntoma psicógeno, que brotaba de motivos
inconscientes y no de los del Yo consciente. Esta es una diferencia
importante, que al mismo tiempo permite apreciar dónde y cómo se
originan las virtudes humanas. Su contrario conduce al "infierno";
es decir, hablando a la moderna, a lo inconsciente, donde se
congregan, desde hace mucho tiempo, los contrarios de nuestras
virtudes conscientes. Por esta razón la actitud virtuosa induce a no
querer saber nada de lo inconsciente; es más: se considera como el
colmo de la prudencia virtuosa el afirmar que lo inconsciente no
existe. Pero, desgraciadamente, nos sucede a todos nosotros lo que al
hermano Medardo en el Elixir
del Diablo de
E. T. A. Hoffmann: existe en alguna parte un hermano desapacible
y temible —nuestro propio complemento corporal, unido a
nosotros por la sangre— que recoge y almacena maliciosamente todo
lo que nosotros quisiéramos hacer desaparecer por escotillón.
La
primera explosión de la neurosis en nuestra paciente tuvo lugar
en el momento en que se dio cuenta de que algo había en su padre que
ella no dominaba. Y esto le hizo comprender para qué le servía la
neurosis a la madre. En efecto, cuando tropezamos con algo que no
podemos dominar por ningún otro medio racional y apacible, quédanos
todavía una postura. Esta actitud hasta entonces desconocida para
ella y que la madre le había descubierto, es la neurosis. De aquí
resulta que la paciente hubo de imitar ahora la neurosis de la madre.
Pero se preguntará con asombro: ¿Para qué ha de servir la
neurosis? ¿Qué se pretende lograr con ella? Los que han podido ver
de cerca casos manifiestos de neurosis saben perfectamente lo
que puede "lograrse" con ella. No hay medio mejor que
una neurosis para tiranizar a toda una casa. Las palpitaciones del
corazón, los ataques de ahogo, las convulsiones de toda índole,
producen un enorme efecto, que apenas se puede superar. Desbórdanse
las represas de la compasión; la sublime angustia de los padres
preocupados, el ir y venir de los sirvientes, los timbres del
teléfono, los médicos presurosos, los diagnósticos difíciles, las
investigaciones minuciosas, los tratamientos prolijos, los
gastos importantes... y allí, en medio de todo este tumulto, yace el
inocente enfermo, por quien se siente todavía una gratitud
desbordante, si logra sobreponerse a los "ataques".
Este
insuperable "arreglo" (arrangement
es
la expresión de Adler) fue descubierto por la pequeña, que se
acogía a él con notorio éxito cuando el padre estaba
presente. Pero resultó superfluo cuando el padre hubo muerto, porque
ahora quedaba ella definitivamente encima. El italiano salió
rápidamente por la borda cuando su virilidad, recordada de cuando en
cuando, acentuaba excesivamente la feminidad de ella. Pero habiéndose
presentado una posibilidad adecuada de matrimonio, entonces ella amó
y se acomodó sin protesta a la suerte de ser esposa y madre.
Mientras mantuvo la admirada superioridad, todo marchó a maravilla.
Pero cuando el marido demostró un pequeño interés hacia otra
persona, hubo ella de acogerse de nuevo, como antes, al eficaz
"arreglo", esto es, al empleo indirecto de la fuerza,
puesto que había tropezado de nuevo con aquel elemento (esta
vez en su marido), que ya en el padre escapara a su dominio.
Así
se dibuja el proceso desde el punto de vista de la psicología del
poderío. Temo que al lector le suceda lo que a aquel kadí, quien,
habiendo primeramente oído al abogado de una parte, dijo: "Has
hablado muy bien: veo que tienes razón". Luego habló el
abogado de la otra parte y, cuando hubo terminado, el kadí se rascó
detrás de la oreja y dijo: "fías hablado muy bien; veo que
también tú tienes razón". Es indudable que el instinto de
poderío desempeña un papel extraordinario. Es cierto que los
complejos de síntomas neuróticos son también "arreglos"
refinados, que persiguen inexorablemente sus fines con increíble
pertinacia y astucia. La neurosis está orientada hacia un fin. Con
esta demostración, Adler ha prestado un importante servicio a la
ciencia.
Pero
¿cuál de los dos puntos de vista es el verdadero? Esta es una
cuestión insoluble. No es posible aceptar simultáneamente las dos
explicaciones, porque se contradicen en absoluto. En un caso, el
dato principal y decisivo es el amor y su destino; en otro caso, el
poderío del Yo. En el primer caso, el Yo pende simplemente,
como especie de aderezo, del instinto erótico; en el último caso,
el amor es simplemente un medio para el fin de imponerse. Quien
prefiera íntimamente la potencia del Yo, repudiará la primera
explicación. Quien estime sobre todas las cosas el amor, no podrá
nunca reconciliarse con la explicación segunda.
CAPÍTULO IV - LOS DOS TIPOS PSICOLÓGICOS
La
incompatibilidad de las dos teorías tratadas en los capítulos
precedentes nos induce a buscar un punto de vista más elevado, en el
cual puedan coincidir formando unidad. Efectivamente, no debemos
rechazar una de ellas en favor de la otra, por muy cómodo que sea
este recurso; pues si examinamos ambas teorías con imparcialidad, no
puede negarse que ambas contienen verdades importantes, y,
aunque éstas sean contrarias, no deben las unas excluir a las
otras. La teoría de Freud es de tan sorprendente sencillez y
claridad, que casi nos produce repugnancia introducir en ella la cuña
de una afirmación opuesta. Pero lo mismo ocurre con la teoría de
Adler: también ella es de una sencillez y claridad luminosa y
resulta tan explicativa como la de Freud. No es de admirar, por lo
tanto, que los partidarios de ambas escuelas se aferren tenazmente,
y a veces fanáticamente, a la teoría que consideran justa. Por
razones humanamente comprensibles no quieren abandonar una teoría
bella y rotunda y cambiarla por una paradoja o, lo que es peor,
perderse en la confusión de puntos de vista contrapuestos.
Ahora
bien: puesto que ambas teorías son justas en alto grado, es decir,
explican adecuadamente su materia, es evidente que la neurosis ha de
tener dos aspectos opuestos, de los cuales uno es interpretado por la
teoría de Freud, y el otro por la de Adler. ¿Pero a qué obedece
entonces que un investigador vea sólo una de las facetas, y el otro
la otra? ¿Y por qué opinan ambos que están en posesión del único
aspecto verdadero? Esto obedece, sin duda, a que, por su complexión
psicológica, ambos investigadores descubren, precisamente en la
neurosis, con preferencia aquello que corresponde a su idiosincrasia.
No debemos suponer que Adler observe justamente distintos casos de
neurosis que Freud. Ambos parten manifiestamente del mismo material
experimental; pero como por complexión personal ven las cosas
de distinta manera, desarrollan opiniones y teorías
fundamentalmente distintas. Adler encuentra que un sujeto que se
siente inferior y de menor valía, "trata de asegurarse"
una superioridad ilusoria por medio de "protestas",
"arreglos" y otros artificios adecuados, dirigidos
indistintamente contra los padres, los maestros, los superiores, las
autoridades, las situaciones, las instituciones o cualquier otra
cosa. Hasta la sexualidad figura entre esos artificios. Esta opinión
se basa en una extraordinaria acentuación
del sujeto, ante
el cual el carácter y sentido propio de los objetos desaparecen
del todo. Los objetos entran en consideración a lo sumo como
mantenedores de las tendencias represivas. Desde luego, no creo
equivocarme al suponer que la relación amorosa y otros anhelos
dirigidos hacia los objetos existen también en Adler como elementos
esenciales; sin embargo, en su teoría de la neurosis no
significan otra cosa que un simple sous-entendu.
Freud,
por el contrario, considera a sus pacientes en perpetua dependencia
de los objetos y en
relación
con
importantes objetos.
El
padre y la madre desempeñan un gran papel; todas las influencias o
determinaciones importantes que puedan presentarse en la vida del
paciente, se refieren en causalidad directa a esas potencias
originarias. Una piece
de résistance de
su teoría es el concepto de trasposición, es decir, la relación
del paciente con el médico. Siempre el paciente anhela un
objeto determinadamente calificado, o le opone resistencia, y siempre
en consonancia con el modelo de relación que con el padre y la madre
adquirió el paciente en la primera niñez. Cuanto procede del
sujeto es, en lo esencial, un ciego anhelo de placer y de
satisfacción; pero este anhelo recibe siempre su cualidad de
objetos específicos. En Freud los objetos
son
de la mayor importancia y tienen casi exclusivamente la
fuerza determinante, mientras
que el sujeto permanece extrañamente insignificante, y no es,
en realidad, otra cosa que la fuente del anhelo de placer. Ya hemos
notado que Freud conoce, sin duda, "instintos del Yo"; pero
este mismo termino indica por sí solo que su representación es toto
coelo distinta
de aquella magnitud, precisa y de firmes contornos, que
constituye en Adler la representación del sujeto.
Es
cierto que ambos investigadores ven el sujeto en relación con el
objeto. Pero ¡de qué manera tan distinta consideran esta relación!
Adler hace hincapié en el sujeto que se asegura y busca
superioridad sobre cualesquiera objetos. Freud, por el
contrario, hace hincapié en los objetos que por su determinado
carácter son alicientes o estorbos para el ansia de placer del
sujeto. Esta diferencia acaso no sea otra cosa que una diversidad
de temperamentos, un
contraste de dos tipos del espíritu humano, de los cuales el uno
deriva la eficacia determinante principalmente del sujeto, y el otro,
en cambio, principalmente del objeto. Una concepción intermedia,
como la del common
sense, habría
de admitir que las acciones humanas dependen tanto del sujeto
como del objeto específico. Cierto es que ambos investigadores
advierten con insistencia que su teoría no se propone dar una
explicación psicológica del hombre normal, sino que es una teoría
de la neurosis. Pero entonces hubiera debido Freud explicar y tratar
algunos de sus casos según el procedimiento de Adler, como
también Adler hubiera debido acomodarse a tomar en consideración
seriamente, para ciertos casos, los puntos de vista de su antiguo
maestro. Sin embargo, ni por asomo ha ocurrido así.
Yo
he designado este contraste típico con los nombres de
disposición
introvertida y extravertida. La
primera tiene lugar cuando un ser normal, de carácter
irresoluto, reflexivo, retraído, que no se entrega fácilmente,
siente desvío ante los objetos, adopta siempre la defensiva y tiende
a ocultarse detrás de una observación desconfiada. La segunda
tiene lugar cuando un ser normal, de carácter comunicativo,
aparentemente abierto y benévolo, que fácilmente se hace cargo de
cualquier situación, traba rápidamente relaciones y se lanza
despreocupado y confiado en situaciones desconocidas,
desentendiéndose de posibles reparos. En el primer caso predomina a
todas luces el sujeto; en el último, el objeto.
Estas
advertencias no hacen sino indicar, desde luego, los contornos
más generales de ambos tipos7
. Pero basta este superficial esquema para reconocer la oposición
típica de las dos teorías arriba tratadas. La teoría sexual se
sitúa en el punto de vista del objeto, y la teoría del poderío se
sitúa en la posición del sujeto; porque el extravertido
acentúa siempre el objeto y su relación con él, mientras que el
introvertido, por el contrario, acentúa siempre el sujeto,
desprendiéndose en lo posible del objeto.
Con
esto se resuelven las contradicciones inconciliables de ambas
teorías, puesto que ambas resultan productos de una disposición
unilateral. Esta
oposición de tipos la encontramos también en Nietzsche y Wagner. La
mala inteligencia entre ambos obedece a la oposición típica de su
complexión. Lo que para uno es valor máximo, para el otro es
"comedia" y "adulteración hasta el tuétano".
Ambos se desvaloran uno al otro. Si aplicamos la teoría sexual
a un extravertido, cuadra perfectamente; pero si la aplicamos a
un introvertido, menoscabamos y violentamos sencillamente su
índole espiritual. Lo mismo ocurre en el caso contrario. La
exactitud relativa de ambas teorías hostiles explica que cada
una tenga un arsenal de casos que demuestran su verdad. Y en lo
que se refiere al resto inconciliable, hay que tener presente que...
no hay regla sin excepción. Averiguado esto, presentóse la
necesidad de superar la antítesis y crear una teoría que no
respondiera simplemente a uno u otro tipo, sino a ambos por
igual. Para ello es imprescindible hacer una crítica de las dos
teorías propuestas. El lector, aun cuando sea lego en estas
materias, habrá notado que ambas teorías, a pesar de su
exactitud, tienen propiamente un carácter muy desagradable, que no
es inherente a la ciencia en todas las circunstancias. La teoría
sexual es antiestética, e intelectualmente, poco satisfactoria;
la teoría del poderío es decididamente venenosa. Ambas teorías son
harto adecuadas para reducir a una realidad trivial,
dolorosamente, el ideal de altos vuelos, la disposición
heroica, el pathos,
la
profunda convicción, cuanto estas cosas sublimes caen en sus garras.
Lo mejor fuera, en efecto, no aplicarlas a tales cosas; porque ambas
teorías son propiamente instrumentos terapéuticos del arsenal
médico; son bisturíes con que el médico saja implacable lo
enfermizo y dañado. Esto mismo se proponía Nietzsche en su crítica
destructiva de los ideales, que él consideraba como tumores
enfermizos en el alma de la humanidad (y lo son, en efecto, algunas
veces). En manos de un buen médico, de un verdadero conocedor
del alma humana, que —empleando términos de Nietzsche— tenga
"dedos para primores", y aplicadas a lo verdaderamente
enfermizo de un alma, ambas teorías son medios curativos que pueden
ayudar por dosis muy ponderadas en cada caso, pero que pueden
ser dañinos y peligrosos si los administra una mano que no sepa
medir y sopesar; son métodos críticos, y, como toda la crítica,
intervienen siempre allí donde hay que destruir, deshacer o reducir
algo; pero acarrean daño allí donde hay que edificar.
Podríamos
dejar pasar, por lo tanto, sin protesta ambas teorías, siempre que,
como los venenos medicinales, quedaran confiadas a la mano
segura del médico. Pero el destino manda que no queden
reservadas a la disposición del médico competente. En primer
lugar, se han dado a conocer al público médico; y como todo
médico práctico tiene entre su clientela un tanto por ciento
relativamente alto de neurosis, viéndose, por lo tanto, más o menos
obligado a buscar un método adecuado de tratamiento, acaba por
apoderarse del difícil método psicoanalítico, sin tener al
principio la necesaria competencia. Porque ¿cómo va a estar
instruido sobre los secretos del alma humana? Désele luego, no
por sus estudios académicos, porque lo poquito de psiquiatría
que aprende para el examen basta, sí, para darle a conocer los
síntomas de las más frecuentes perturbaciones mentales; pero
no, ni con mucho, para abrirle los horizontes del alma humana.
El médico práctico, por lo tanto, no está preparado para aplicar
estos métodos. Hace falta, en efecto, un extraordinario
conocimiento del alma para poder aplicar con provecho estos métodos
curativos. Hay que estar en situación de distinguir lo enfermo e
inútil de lo sano y conservable. Y esto es, sencillamente, una de
las cosas más difíciles. Quien quiera obtener una impresión
profunda de la manera como un médico "psicoligizante"
puede equivocarse sin responsabilidad, basándose en un
prejuicio vulgar y anticientífico, lea el estudio de Moebius sobre
Nietzsche o los distintos estudios "psiquiátricos" sobre
él '"caso" Cristo. . . y no tardará en pronunciar un
"triple ¡ay!" sobre el paciente a quien tal
"inteligencia" se aplique.
Pero,
además, el conocimiento del psicoanálisis ha pasado a manos de los
pedagogos, para gran daño de la medicina, que no se ha posesionado
de él. Y esto con razón, ya que el psicoanálisis es propiamente un
método científico espiritual y educativo, si es manejado y
comprendido debidamente. Desde luego, yo no aconsejaría nunca
que se aplicase pura y exclusivamente el análisis sexual de Freud
como método educativo. Podría acarrear graves daños por su
parcialidad. Para convertir el primitivo psicoanálisis en un método
apto para los fines educativos, hacen falta todas las
transformaciones introducidas en él por el trabajo de los
últimos años, es decir, la ampliación del método a una concepción
psicológica general.
Las
dos teorías arriba estudiadas no son teorías generales, sino,
por decirlo así, medios curativos que han de emplearse "localmente".
Son, en efecto, destructivas y reductivas. A cada paso dicen: "tú
no eres más que..." Explican al enfermo que sus síntomas
proceden de esto y de lo otro, y no son sino esto o lo otro. Sería
injusto afirmar que esta reducción es desacertada en el caso dado.
Pero una
teoría reductiva es par sí sola imposible de
aceptar como concepción general de la esencia de un alma, tanto si
está enferma como si está sana. Porque el alma del hombre, este
sana o enferma, no puede explicarse solamente por reducción. Sin
duda, la sexualidad está siempre y dondequiera presente; sin duda,
el instinto de poderío lo penetra todo, lo más alto como lo más
bajo del alma. Pero el alma no es simplemente lo uno o lo otro,
o si se quiere, las dos cosas a la vez; sino que es asimismo lo que
ha surgido y surgirá de esos dos elementos. Un hombre es conocido a
medias cuando se sabe de dónde procede todo lo que hay
en
él. Si en eso consistiera su esencia, lo mismo podría estar muerto
hace mucho tiempo. Reducirlo a su raíz no es comprenderlo como ser
vivo, pues la vida no tiene sólo un ayer, ni queda explicada cuando
el hoy se reduce al ayer. La vida tiene también un mañana, y sólo
comprendemos el hoy cuando podemos añadir a nuestro conocimiento de
lo que era ayer los antecedentes del mañana. Esto vale para
todas las manifestaciones psicológicas de la vida, incluso para
los síntomas patológicos. Los síntomas de la neurosis no son
meramente consecuencias de causas anteriores, ya sea la "sexualidad
infantil" o el instinto infantil de poderío; sino que son
también ensayos de una nueva síntesis de la vida. Añadamos, desde
luego, que son ensayos fracasados, pero ensayos al fin y a la
postre, con un núcleo de valor y de sentido. Son semillas que se han
malogrado por condiciones desfavorables, de naturaleza interior
y exterior. Acaso algún lector pregunte: ¿Cuál puede ser el valor
y sentido de una neurosis, la más inútil e insufrible plaga de
la humanidad? ¿Para qué puede servir el ser nervioso, como no
sea que digamos lo que se dice de las moscas y demás insectos, que
Dios los creó para que el hombre ejercitara la provechosa virtud de
la paciencia? Pero por muy necio que parezca este pensamiento desde
el punto de vista de la ciencia natural, puede ser muy discreto desde
el punto de vista de la psicología, si en este caso sustituimos a la
palabra "insectos", las palabras "síntomas
nerviosos". El mismo Nietzsche, que desdeñaba como nadie los
pensamientos necios y triviales, reconoció más de una vez lo
que debía a su enfermedad. Yo he conocido a personas que debían
su utilidad y la justificación de su existencia a una neurosis
que detenía todas las necedades de su vida y les obligaba
a
una existencia en que se desarrollaron los gérmenes provechosos, que
se hubieran ahogado todos, si la neurosis, con garra de hierro, no
hubiera colocado a esos hombres en el sitio que les correspondía.
Hay, en efecto, hombres que tienen oculto en lo inconsciente el
sentido de su vida, su verdadera significación, y en lo consciente,
en cambio, todo aquello que es para ellos perversión y extravío. En
otros sucede lo contrario, y para éstos la neurosis tiene también
otra significación. En estos últimos casos está indicada una
amplia reducción; pero no en los primeros.
El
lector se hallará ya dispuesto a admitir la posibilidad de que
la neurosis tenga esta importancia en ciertos casos; pero también
estará dispuesto a negar una trascendental y sabia conveniencia de
esta enfermedad en todos los casos triviales de la vida diaria.
¿Qué puede tener de valioso la neurosis, por ejemplo, en el caso
arriba citado de asma y de ahogos histéricos? Confieso que
dicho valor no está aquí al alcance de la mano, sobre todo si se
considera el caso desde el punto de vista de una teoría reductiva,
es decir, desde el punto de vista de la crónica escandalosa de una
evolución psicológica individual.
Las
dos teorías anteriormente estudiadas tienen de común, como hemos
visto, el descubrir implacablemente todo lo que hay de
despreciable en el hombre. Son teorías o, mejor dicho, hipótesis,
que nos explican en qué consiste el momento patógeno. Se ocupan,
por lo tanto, no de los valores de un hombre, sino de los elementos
sin valor, elementos que se acusan en perturbaciones. Bajo este
ángulo visual es posible avenirse con ambas posiciones.
Un
"valor" es una posibilidad, mediante la cual puede
llegar a desplegarse energía. Ahora bien; en cuanto que un "no
valor" es también una posibilidad, mediante la cual puede
desplegarse energía (como podemos ver, por ejemplo, clarísimamente
en las notables manifestaciones de energía en las neurosis), es
también propiamente un valor, pero un valor que provoca
manifestaciones inútiles y perjudiciales de energía. La energía en
sí no es buena ni mala, no es útil ni dañosa, no es valiosa ni no
valiosa, sino indiferente. Todo depende de la
forma
en
que la energía se produce. La forma da a la energía su
cualidad. Por otra parte, la simple forma sin energía es también
indiferente. Para que exista, pues, un verdadero valor, es necesario
por un lado la energía, por otro, la forma valiosa. En la neurosis
encuéntrase la energía psíquica indudablemente en una forma
inválida y no realizable. Ambas teorías, arriba estudiadas, sirven
para disparar esta energía inválida. En este punto se acreditan
como medios curativos. Por ellas obtenemos energía libre, pero
indiferente. Hasta ahora dominaba la suposición de que esta
energía recobrada queda a la disposición consciente del enfermo, de
suerte que éste puede emplearla de cualquier modo. Es decir, se
pensaba que la energía no es otra cosa que la fuerza del instinto
sexual, y así se hablaba de una aplicación "sublimada" de
la misma, suponiendo que le es posible al paciente, con ayuda del
análisis, trasladar la energía sexual a una "sublimación",
es decir, a una forma no sexual de aplicación, al ejercicio,
verbigracia, de un arte, o a otra actividad buena y útil. El
paciente tenía, según esta concepción, la posibilidad de decidir
libremente o por inclinación el sentido en que su energía había de
sublimarse.
Hasta
cierto punto, hay que conceder a esta concepción el derecho a
la existencia, en el sentido de que el hombre es siempre dueño de
marcar a su vida una línea determinada, por la que ha de marchar.
Pero ya sabemos que no hay previsión ni prudencia humana que nos
pongan en situación de dar a nuestra vida una dirección prescrita,
como no sea para pequeños trayectos. El destino se presenta
ante nosotros confuso y preñado de posibilidades, y sin
embargo, sólo una de estas múltiples posibilidades es nuestro
propio y verdadero camino. ¿Quién podrá vanagloriarse —aun
fundado en el mayor conocimiento posible de su propio carácter— de
poder determinar por anticipado esa única posibilidad?
Ciertamente, con la voluntad se puede alcanzar mucho; pero yerra
radicalmente quien, en vista del destino de ciertas personalidades,
especialmente enérgicas, quiera también someter a su voluntad
su propio destino a cualquier precio. Nuestra voluntad es una función
dirigida por nuestra reflexión;
depende,
por lo tanto, de la naturaleza de nuestra reflexión. Nuestra
reflexión, si ha de ser tal reflexión, debe ser racional,
es
decir, proceder conforme a razón. ¿Pero se ha demostrado
nunca, o podrá demostrarse alguna vez, que la vida y el destino
concuerdan con nuestra razón humana, es decir, sean también
racionales? Por el contrario, tenemos fundadas sospechas de que
son irracionales, o, dicho con otras palabras, que en último
término se basan en fundamentos situados allende la humana razón.
La irracionalidad de la vida se muestra en la llamada
contingencia,
que
nosotros, naturalmente, debemos negar, porque a
priori no
podemos pensar ningún acontecimiento que no esté causal y
necesariamente determinado, y, por lo tanto, que sea contingente;
pero prácticamente la contingencia se muestra dondequiera, y
con tanta insistencia, que podemos muy bien guardarnos en el bolsillo
nuestra filosofía causal. La plenitud de la vida es regular y no
regular, racional e irracional. Por eso, la razón y la voluntad
fundada en razón no valen sino durante un corto trayecto. Cuanto
más extendamos esta dirección racionalmente elegida, tanto más
seguros podremos estar de que excluimos la posibilidad
irracional de la vida, posibilidad, empero, que tiene también su
derecho a ser vivida. Ha sido ciertamente una gran conveniencia para
el hombre el estar en situación de imprimir una orientación a s u
vida. Con razón y con justicia se puede afirmar que la mayor
conquista de la humanidad es el haber adquirido la racionalidad. Pero
no está dicho que esta razón impere en todas las
circunstancias. La terrible catástrofe de la guerra europea ha
echado una raya muy gruesa sobre las cuentas del racionalismo
más optimista. En el año 1913 escribía Ostwald las siguientes
palabras 8:
"Todo el mundo está de acuerdo en que el estado actual de la
paz armada es insostenible y, poco a poco, imposible. Exige de las
distintas naciones enormes sacrificios, que superan con mucho
los gastos para fines culturales, sin obtener por ello resultados
positivos. Si la humanidad encontrara medios y caminos para eliminar
estos armamentos destinados a guerras que
nunca llegan, esta
organización de una gran parte del pueblo en la edad más vigorosa y
productiva, con miras a fines guerreros y, en fin, todos los
innumerables daños que el actual estado de cosas produce, lograría
con ello un ahorro tan enorme de energía, que desde aquel momento
podría esperarse un florecimiento insospechado de la cultura. Porque
la guerra, lo mismo que la lucha personal, es ciertamente el
medio más antiguo de resolver diferencias, pero también el más
inconveniente y el que acarrea más dañoso despilfarro de energía.
La completa eliminación, tanto de la guerra potencial como de la
guerra actual, se halla, por lo tanto, dentro del espíritu del
imperativo energético y es uno de los más importantes
problemas culturales de nuestros días".
Pero
la irracionalidad del destino no se atemperó a la racionalidad de
pensadores bien intencionados, ni siquiera se contentó con
emplear las armas y soldados acumulados, sino que quiso todavía
mucho más: quiso una espantosa y disparatada devastación, un
destrozo en masa de tal naturaleza que la humanidad ha podido
sacar la conclusión de que, con previsiones racionales, sólo puede
dominarse un aspecto del destino.
Lo
que decimos de la humanidad en general puede también decirse de cada
individuo, pues de simples individuos se compone toda la humanidad. Y
lo que es la psicología de la humanidad, eso mismo es también la
psicología del individuo. Durante la guerra europea hemos asistido a
una terrible liquidación de las racionales previsiones de la
organización cultural. Lo que en el individuo se llama "voluntad",
en las naciones se llama "imperialismo"; pues la voluntad
es la declaración de la potencia sobre el destino, es decir, la
exclusión de lo fortuito. La organización cultural es la
sublimación racional y "adecuada" de energías libres
e indiferentes, lograda con voluntad y previsión. En el individuo es
lo mismo. Y así como el pensamiento de una general organización
cultural ha experimentado con esta guerra una cruel rectificación,
así también el individuo ha de experimentar frecuentemente en su
vida que las llamadas energías "disponibles" no permiten
que se disponga de ellas a capricho.
En
América me consultó en cierta ocasión un hombre de negocios,
de unos cuarenta y cinco años, cuyo caso ilustra muy bien lo dicho
anteriormente. Se trataba de un típico selfmademan
americano,
que se había elevado a fuerza de puños. La suerte le había
favorecido y llegó a fundar un negocio de gran amplitud. Poco a poco
fue organizando su negocio en tal forma, que pudo pensar en retirarse
de la dirección. Dos años antes de verlo yo, se había retirado.
Hasta entonces sólo había vivido para su negocio y en él había
concentrado toda su energía, con esa increíble intensidad y
exclusivismo que es propia del hombre de negocios americano. Había
comprado una magnífica posesión, donde pensaba "vivir",
imaginando la vida como un continuo montar a caballo, ir en
automóvil, hacer excursiones, jugar al golf
y al
tennis,
etc.
Pero no contó con lo imprevisto.
La
energía "disponible" no entró por todas estas
halagadoras perspectivas, sino que se encaprichó en otra
dirección. Efectivamente, pocas semanas antes de comenzar la
proyectada vida de recreo, empezó a sentir vagas sensaciones en el
cuerpo, y dos semanas bastaron para precipitarle en una inaudita
hipocondría. Sus nervios dieron un estallido. Aquel hombre
sano, de fuerzas físicas extraordinarias y sumamente enérgico, se
convirtió en un niño llorón. Y con esto acabó toda su
magnificencia. Pasaba de una angustia a otra y se atormentaba
con cavilaciones hipocondríacas, hasta casi morir. Consultó
entonces a un famoso especialista, que comprendió en seguida
que a este hombre no le faltaba otra cosa sino el trabajo. También
el paciente lo comprendió así, y volvió a ocupar su anterior
puesto. Pero su desengaño fue enorme al ver que no sentía interés
alguno por su negocio. Ni la paciencia ni la decisión sirvieron para
nada. La energía no quiso volver a encauzarse hacia el negocio
por ningún medio. Entonces, naturalmente, su estado empeoró todavía
más. Todo lo que anteriormente había sido en él energía creadora,
se volvió ahora contra él mismo, con fuerza terriblemente
destructiva. Su genio creador se alzó en cierto modo contra él, y
así como antes había creado en el mundo grandes organizaciones, así
también su demonio creó ahora refinados sistemas de sofismas
hipocondríacos que le aniquilaban por completo. Cuando yo le vi, era
ya una ruina moral sin esperanza. De todos modos, intenté explicarle
que una cantidad tan gigantesca de energía pudo desasirse del
negocio sin duda; pero la cuestión era: ¿para aplicarla a qué? Los
más hermosos caballos, los automóviles más rápidos y los juegos
más entretenidos no son a veces estímulo alguno para la energía,
aun cuando había pensado, muy racionalmente, que un hombre
dedicado toda su vida al trabajo serio tenía en cierto modo un
derecho natural a gozar de la vida. Si el destino procediera
"humanamente", así habría de ser: primero el
trabajo, luego el descanso bien ganado. Pero procede irracionalmente,
y con la mayor incongruencia la energía exige un cauce a su gusto;
de lo contrario se estanca y se torna destructiva. Naturalmente,
no encontraron acogida mis argumentos, como era de esperar. Un
caso tan avanzado sólo puede ser defendido de la muerte, pero nunca
curado.
Muestra
este caso claramente que no está en nuestra mano aplicar, a nuestro
gusto, una energía "disponible" a un objeto racionalmente
escogido. Exactamente lo mismo sucede, en general, con aquellas
energías, aparentemente disponibles, que obtenemos cuando por
medios curativos psicoanalíticos hemos destruido sus formas
inútiles, listas energías, como se ha dicho, no pueden aplicarse
arbitrariamente, en el mejor de los casos, sino por un corto tiempo.
Pero generalmente se resisten a apoderarse de las posibilidades
racionales, en ningún tiempo, por corto que sea. La energía
psíquica es antojadiza, y tiene que ver cumplidas sus propias
condiciones. Por mucha energía que tengamos, no podremos
utilizarla mientras no logremos abrirle cauce. Todo mi trabajo de
investigador, en los últimos diez años, se ha concentrado sobre
este problema.
La
primera
etapa ha
sido el reconocimiento del campo de validez en que se verifican
las dos teorías citadas.
La
segunda
etapa consistió
en descubrir que esas dos teorías corresponden a dos tipos
psicológicos opuestos, que yo he llamado tipo introvertido y tipo
extravertido. Ya William James9
encontró estos dos tipos en los pensadores y los distinguió con
las denominaciones de tender
minded y de
tough
minded. También
Ostwald10
halló en los grandes sabios análoga diferencia entre el tipo
clásico y el romántico. Así, pues, no soy yo el único en
sustentar esta idea de los dos tipos; y eso que no he citado más que
dos autores conocidos, entre otros muchos. Investigaciones históricas
me han demostrado que no pocas de las grandes discusiones en la
historia del espíritu obedecen a la oposición de estos dos tipos.
El caso más notable, en este orden, es la oposición entre el
nominalismo y el realismo, que se inició con la diferencia entre la
escuela platónica y la megarense y fue heredada por la filosofía
escolástica, en la que Abelardo tuvo el mérito de intentar, por lo
menos, con el conceptualismo, la unificación de los puntos de vista
opuestos. Esta disputa se ha continuado hasta nuestros días,
manifestándose en la oposición entre el espiritualismo y el
materialismo. Y así como la historia general del espíritu, así
también cada individuo participa en este contraste de tipos.
Una detenida investigación conduce a la consecuencia de que
ambos tipos tienden a unirse en matrimonio para —inconscientemente—
completarse uno a otro. La índole reflexiva del introvertido le
impulsa a meditar siempre o recogerse siempre antes de obrar. Esto
retrasa, naturalmente, su acción. Su miedo y su desconfianza
ante los objetos le inducen a la vacilación, y así encuentra
siempre dificultades al querer adaptarse al mundo exterior. Por el
contrario, el extravertido mantiene una relación positiva con las
cosas. Es, por decirlo así, atraído por ellas. Le halagan las
situaciones nuevas y desconocidas. Por averiguar algo desconocido,
salta en ello a pies juntos. Generalmente, obra primero, y piensa
después. Por eso su acción es rápida y no está sometida a
objeciones y aplazamientos. Ambos tipos son, por lo tanto, muy
adecuados para una simbiosis (o vida en común). El uno cuida de la
reflexión, y el otro de la iniciativa y de la obra práctica. Cuando
ambos tipos conviven en matrimonio, pueden formar una pareja ideal.
Mientras ambos viven, en el matrimonio, enteramente ocupados en
adaptarse a las múltiples necesidades exteriores de la vida,
adáptanse también uno a otro perfectamente. Pero si el marido gana
bastante dinero, o le cae de las nubes una gran herencia, y cesa con
esto la necesidad exterior de la vida, entonces tienen tiempo para
ocuparse uno de otro. Antes se apretaban hombro a hombro y se
defendían contra la necesidad. Ahora se miran frente a frente y
quieren comprenderse; pero descubren que nunca se han comprendido.
Cada uno de ellos habla un idioma diferente. Así comienza la
discusión entre ambos tipos. Esta lucha es venenosa, violenta y
llena de mutuo menosprecio, aun cuando se desarrolle muy
suavemente y en lo más íntimo. Pues lo
que es valioso para uno, es sin valor para el otro. Debiera
pensarse racionalmente que cada uno de ellos, en la conciencia de su
propio valor, puede tranquilamente reconocer el valor del otro,
resultando de esta suerte superfluo todo conflicto. Yo he conocido
bastantes casos que argumentaban en esta forma, y, sin embargo, no
llegaron a ningún fin satisfactorio. Es más, cuando se trata de
hombres enteramente normales, podrá salvarse más o menos
airosamente este período crítico de transición. Entiendo por
hombre normal aquel que puede existir en todas las
circunstancias, con tal de encontrar en ellas el mínimo necesario de
posibilidad de vida. Pero son muchísimos los que no pueden hacer
esto; de donde se infiere que no hay muchos hombres normales. Lo
que entendemos comúnmente por "hombre normal" es
propiamente un hombre ideal, cuya afortunada complexión constituye
un caso relativamente raro. La mayor parte, con mucho, de los hombres
más o menos diferenciados, exigen condiciones de vida que alcancen a
más que a la relativa seguridad de comer y dormir. Para éstos, el
término de una relación simbiótica significa una grave sacudida.
No
puede comprenderse, de primera intención, por qué esto ha de ser
así. Pero cuando pensamos que ningún hombre es simplemente
introvertido o simplemente extravertido, sino que cada uno tiene las
dos posibilidades de complexión, aunque sólo una se desarrolle
como función de adaptación, caeremos al punto en la sospecha
de que en el introvertido la extraversión esta como dormida,
arrinconada, en estado embrionario y que, análogamente, en el
extravertido, la introversión lleva una existencia oscura. Y así
sucede en efecto. El introvertido tiene de hecho también su
complexión extravertida; pero le es inconsciente, porque la mirada
de su conciencia se dirige constantemente al sujeto. Ve, sin duda, el
objeto, pero tiene de él representaciones desvaloradoras, o, por lo
menos, represivas, de suerte que se mantiene siempre lo más distante
posible, como si el objeto fuera algo poderoso y peligroso. Un
ejemplo explicará lo que quiero decir con esto: Dos jóvenes
pasean juntos por el campo. Llegan a un hermoso castillo. Ambos
quisieran ver el interior del palacio. El introvertido dice:
"Quisiera saber cómo es por dentro". El extravertido
contesta: "Pues entremos", y se dispone a pasar la puerta.
El introvertido se retrae y dice: "Quizá la entrada esté
prohibida", y tiene vagas representaciones de guardias,
multas, perros bravos, etc., en el fondo. A lo cual contesta el
extravertido: "Podemos preguntar; ya nos dejarán pasar",
y tiene representaciones de viejos guardianes benignos, de
hospitalarios castellanos y de posibles aventuras románticas en el
castillo. Por influjo del optimismo extravertido, llegan ambos,
efectivamente, al interior. Pero ahora ocurre la peripecia. El
castillo está por dentro reconstruido, y no contiene sino un par de
salas, con una colección de manuscritos antiguos. Estos son el
encanto del joven introvertido. Apenas los divisa, siéntese como
transportado, surtiese en la contemplación de aquellos tesoros y se
expresa con palabras entusiastas; traba conversación con el celador
para obtener las mayores informaciones posibles, y, como el resultado
es escaso, busca al archivero, con el fin de hacerle preguntas
abundantes. Su miedo ha desaparecido, los objetos han adquirido un
brillo seductor, y
el
mundo ha tomado otro aspecto. En cambio, el animo del joven extra
vertido decae cada vez más; su rostro se alarga; comienza a
bostezar. No hay aquí bondadosos guardianes, ni caballeros
castellanos, ni huella de aventuras románticas, sino simplemente un
castillo transformado en un museo. Pero manuscritos hay de sobra en
casa. Mientras el entusiasmo del uno sube, el humor del otro baja; el
palacio le aburre, los manuscritos le recuerdan la biblioteca, la
biblioteca se asocia a la idea de la Universidad, la Universidad a la
del estudio y a la de los exámenes inminentes. Y poco a poco se
tiende un velo espeso sobre el castillo, tan interesante y
seductor al principio. El objeto se hace negativo, "¿No tiene
gracia —exclama el joven introvertido— que hayamos
descubierto aquí una maravillosa colección?" "Pues
yo la encuentro soberbiamente aburrida", replica el otro de mal
talante. El primero se enfada y decide en su fuero interno no volver
a pasear con el extravertido. El último se enfada del enfado
del otro, y medita en que siempre ha creído que el otro era un
egoísta inconsiderado, que derrochaba por sus intereses egoístas el
hermoso tiempo de primavera, de que puede disfrutarse en el
campo.
¿Qué
es lo que ha sucedido aquí? Los dos amigos caminaban en gozosa
simbiosis juntos, hasta que llegaron al castillo fatal. Allí,
el que piensa de antemano, el prometeico introvertido dice:
"Podríamos verlo por dentro". Y el que no piensa hasta
después de obrar el epimeteico extravertido, abre la cancela. Pero
en este momento se invierten los tipos: El
introvertido, que antes se resistía a entrar, no quiere salir, y el
extravertido reniega del momento en que entró en el castillo. El
primero queda fascinado
por
el objeto: el último se sume en sus pensamientos negativos. Cuando
el primero se da cuenta de los manuscritos, cambian las cosas
para él; su temor desaparece; el objeto se apodera de él, y él se
entrega al objeto de buen grado. En cambio, el segundo siente una
aversión creciente contra el objeto, y acaba por caer en la
cautividad de su malhumorado Yo. El primero se convirtió en
extravertido, y el último en introvertido. Pero la extraversión del
introvertido es distinta de la extraversión del extravertido, y la
introversión del extravertido es distinta de la introversión del
introvertido. Mientras ambos caminaban antes en gozosa armonía,
no chocaron uno contra otro, porque cada uno estaba en su elemento
natural. Ambos eran positivos uno para otro, porque sus temperamentos
se completaban mutuamente. Pero se completaban porque la complexión
de uno incluía siempre la del otro. Vemos esto, por ejemplo, en el
breve diálogo frente a la puerta. Ambos quisieran entrar en el
castillo. La duda del introvertido sobre si la entrada sería
posible, afecta también al otro. La iniciativa del extravertido
afecta también al compañero. De suerte que la complexión del uno
incluye también al otro. Y éste es siempre, más o menos, el caso,
cuando un individuo se encuentra en la complexión para él natural;
pues esta complexión está más o menos colectivamente
adaptada. También ocurre lo propio con la complexión del
introvertido, aun cuando arranca siempre del sujeto. Va simplemente
del sujeto al objeto, mientras que la complexión del
extravertido va del objeto al sujeto.
Pero
tan pronto como en el introvertido el objeto prepondera sobre el
sujeto y arrastra a éste, su complexión pierde ya el carácter
social. Olvida la presencia de su amigo; no le incluye en su
pensamiento, se anega en el objeto y no ve lo que su amigo se aburre.
A su vez, el extravertido ya no tiene consideración al otro, al ver
que su esperanza subjetiva se ha defraudado, y se recoge entonces en
sus representaciones y caprichos subjetivos.
Podemos,
pues, formular el suceso de la manera siguiente: En el
introvertido, la influencia del objeto ha producido una extraversión
de baja ley; en
el extravertido ha producido, en cambio, una introversión
de baja ley; en
ambos casos ha desaparecido la actitud social. Esto nos hace volver
al principio de donde partimos: "Lo que es valor para uno, es
sin valor para el otro".
Acaecimientos
positivos o negativos pueden hacer que aflore la contrafunción
despreciada. Y una vez que esto ha ocurrido, se presenta la
susceptibilidad.
La susceptibilidad es el síntoma de una desvalorización. Con
esto están ya dados los fundamentos psicológicos para la discordia
y la incomprensión; y no sólo para la discordia entre dos hombres,
sino también para la discordia de uno consigo mismo. La esencia
de la función desvalorada se caracteriza por la autonomía; esta
función es independiente; nos asalta, nos fascina, nos
envuelve, de suerte que ya no somos dueños de nosotros mismos,
ni mantenemos la balanza equilibrada entre nosotros y los demás.
Y,
sin embargo, para el desarrollo del carácter es de necesidad que
tomemos también en consideración el otro aspecto de nosotros
mismos, precisamente esa otra función menos valiosa. No podemos, en
efecto, dejar siempre a otro que cuide simbióticamente una parte de
nuestra personalidad, pues puede llegar el momento en que necesitemos
también de esa otra función, y nos encontraríamos entonces
desprevenidos, como demuestra el anterior ejemplo. Y las
consecuencias pueden ser fatales. El extravertido pierde con ello la
relación, para él ineludible, con los objetos, y el introvertido,
la relación con su propio sujeto. Por otra parte, es también
indispensable que el introvertido consiga obrar y actuar, y su
actividad no se vea detenida constantemente por objeciones y
recelos; como también es necesario que el extravertido medite en sí
mismo, sin menoscabar por eso de una manera fatal sus relaciones.
El
problema de los tipos, suscitado por el conflicto entre Freud y
Adler, nos lleva, pues, a un nuevo problema: al problema
de la oposición. Como
se ve, la extraversión y la introversión constituyen dos
complexiones psicológicas naturales, opuestas entre sí, o dos
movimientos contrariamente dirigidos, que Goethe designó en
cierta ocasión con el nombre de diástole
y
sístole.
En
armónica sucesión, debieran producir el ritmo de la vida. Pero al
parecer se necesita un gran arte para lograr este ritmo. O habría
que ser completamente inconsciente, para que la ley natural no
fuese perturbada por ningún acto consciente, o habría que ser
consciente en grado eminente, para hallarse en disposición de
querer y ejecutar los movimientos opuestos. Como no podemos
retroceder a la inconciencia animal, sólo nos queda el difícil
camino de proseguir adelante, hasta llegar a una más alta
conciencia. Desde luego, esa conciencia, que nos permitiría vivir
libre y deliberadamente la gran afirmación y negación de la vida,
es un ideal casi sobrehumano; pero constituye una orientación,
un norte. La condición actual de nuestro espíritu sólo nos
permite querer conscientemente la "afirmación" y
padecer constantemente la "negación". Si así sucede,
no es poco lo que se ha logrado.
El
problema de la oposición, como principio inherente a la
naturaleza humana, constituye
la tercera
etapa de
nuestro ulterior proceso de investigación. Por lo general, es éste
un problema
de la edad madura. Con
este problema no se puede establecer el tratamiento analítico
práctico de un enfermo, sobre todo si se trata de un joven. Las
neurosis de los jóvenes proceden, en general, de un choque entre las
fuerzas de la realidad y una actitud infantil insuficiente, que se
caracteriza en sentido causal por una enorme dependencia de los
padres reales o imaginarios, y en sentido final, por ficciones
insuficientes, es decir, propósitos y aspiraciones
insuficientes. Aquí están en su lugar las reducciones de Freud o de
Adler. Pero hay muchas neurosis que no surgen hasta la edad madura, o
estallan, realmente, en tal grado, que los pacientes se hacen
incapaces de empleo. Naturalmente, en tales casos se puede
comprobar que en la juventud existió ya
una
dependencia neurótica de los padres, y existieron también todas las
posibles ilusiones infantiles; pero todo esto no impidió al
interesado emprender una profesión, ejercitarla con éxito,
casarse y, a tuertas o a derechas, hacer vida de matrimonio
hasta el momento, ya en la edad madura, en que de pronto fracasa la
disposición anterior. En semejante caso aprovecha poco,
naturalmente, hacer surgir a la conciencia las fantasías de la
niñez, la dependencia de los padres, etc., aun cuando esto sea una
parte necesaria del procedimiento y muchas veces no produzca
efectos desfavorables. Pero, en el fondo, la terapia, en tal
caso, sólo comienza cuando el paciente ve que ya no hay padre ni
madre que se ponga en el camino, sino que él mismo, es decir, una
parte inconsciente de su personalidad, sigue representando el
papel de padre y de madre. Pero también esta averiguación, aunque
muy útil, es todavía negativa; limítase a declarar: "Caigo
en la cuenta de que no hay padre ni madre que se opongan a mí, sino
yo mismo". ¿Pero quién es ese que en él mismo se opone a él
mismo? ¿Qué parte es esa parte misteriosa de su personalidad que,
oculta tras las imágenes del padre y la madre, le ha hecho creer
tanto tiempo que el fundamento de su mal debía venir de fuera? Esta
parte es la parte contraria de su disposición consciente, que no le
deja descanso y le perturba, hasta que es admitida. Sin duda, en los
jóvenes puede bastar la liberación del pasado, pues ante ellos se
abre un sugestivo porvenir rico en posibilidades. Basta desatar
algunos lazos; el impulso de la vida se encarga de lo demás. Pero
cuando se traía de gentes que tienen ya tras de sí un gran
pretérito de vida, nos hallamos frente a otro problema. A estas
personas ya no se les presentan grandes posibilidades para lo
futuro ni pueden esperar más que obligaciones de antiguo
contraídas y el dudoso contentamiento de la edad.
Si
logramos libertar de su pasado a los jóvenes, vemos que
trasladan las imágenes de sus padres a otras figuras más idóneas,
que las sustituyen. El sentimiento, que recaía sobre la madre, se
dirige ahora a la esposa, y la autoridad del padre se traslada a
venerados maestros y superiores o a instituciones. No es ésta una
solución fundamental; pero sí es un camino práctico que recorre,
inconscientemente, incluso el hombre normal, sin obstáculos ni
resistencias.
De
otra suerte, se presenta el problema para el adulto que ha recorrido
ya esta trayectoria, con más o menos molestias. Hace ya tiempo,
acaso, que se ha desprendido de los padres difuntos; ha buscado
y encontrado ya en la mujer a la madre, o en el marido al padre; ha
venerado a los padres y a las instituciones; él mismo ha llegado ya
a ser padre o madre, y acaso ha superado ya esta etapa de la vida, y
ha aprendido que lo que al principio significaba para él aliciente y
satisfacción, es un pesado error, una ilusión juvenil, a la que
vuelve los ojos ahora, en parte con sentimiento, en parte con
envidia, porque no le queda sino la edad y el término de todas las
ilusiones. Aquí no hay ya padres ni madres; todo lo que él
proyectó, las ilusiones sobre el mundo y sobre las cosas, han
refluido poco a poco sobre él, fatigado ya y
gastado.
La energía que recobra de todas estas relaciones cae en lo
inconsciente y anima allí todo lo que hasta entonces había el
sujeto tratado de desarrollar.
Las
fuerzas instintivas, encadenadas en la neurosis, dan a los jóvenes,
cuando se disparan, empuje y esperanza y posibilidad de otra
expansión más amplia de su vida. Para el hombre de edad madura, el
desarrollo de la función oposicionista, que dormita en lo
inconsciente, significa una renovación vital. Pero este
desarrollo no consiste ya en la liberación de vínculos
infantiles, en la destrucción de ilusiones infantiles y en el
traslado de las viejas imágenes a figuras nuevas, sino que
recae en el problema
de la oposición.
Este
principio de la oposición existe, naturalmente, en el fondo del
espíritu juvenil, y una teoría psicológica del alma juvenil habría
de tomar en cuenta este hecho. Las ideas de Freud y de Adler se
contradicen, pues, sólo por cuanto aspiran a constituirse en teoría.
Pero si se conforman con ser representaciones técnicas auxiliares,
no se contradicen ni se excluyen mutuamente. La neurosis, en un
introvertido juvenil, rara vez permite echar de menos la
psicología subrayada por Adler, y siempre es conveniente y aun
imprescindible tomar en consideración los puntos de vista de Freud,
sobre todo la teoría sexual, cuando se trata de extra vertidos
jóvenes. Pero una teoría científica que quiera ser algo más que
un simple medio auxiliar técnico, tiene que fundarse sobre el
principio de la oposición; pues, sin éste, sólo conseguiría
reconstruir una psique,
sin
la necesaria compensación neurótica. No hay ningún equilibrio
ni sistema ninguno que tengan autorregulación sin oposición. La
psique,
empero,
es un sistema con autorregulación.
Volviendo
a recoger el hilo que habíamos soltado, podemos decir que ahora se
ve claramente hasta qué punto se encuentran en la neurosis aquellos
valores de que el individuo carece. Podemos volver ahora al caso de
aquella joven, y aplicarle la doctrina esbozada. Se trataba de una
extravertida con neurosis histérica. Supongamos que esta
enferma ha sido "analizada", es decir, que el tratamiento
le ha dado a conocer la clase de pensamientos inconscientes que se
ocultaban detrás de sus síntomas, con lo cual recupera aquella
energía psíquica inconsciente que constituía la fuerza de los
síntomas. Se presenta entonces la cuestión práctica. ¿Qué se ha
de hacer con semejante energía disponible? Sería racional, teniendo
en cuenta el tipo psicológico de la enferma, extraverter esa
energía, trasladarla a un objeto, por ejemplo, a la actividad
filantrópica o a alguna cosa útil. Por excepción es posible este
camino, cuando se trata de naturalezas particularmente
enérgicas, que no se asustan de atormentarse a sí mismas,
incluso hasta llegar a la sangre, o cuando se trata de personas a
quienes gusta el ajetreo de tales ocupaciones; pero generalmente
no es posible. Porque no hay que olvidar que la libido
(nombre
técnico de la energía psíquica), tiene ya inconscientemente su
objeto; tal es el joven italiano u otro sustitutivo humano real.
En estas circunstancias, esa hermosa sublimación es, naturalmente,
tan deseable como imposible. Generalmente el objeto real ofrece
a la energía un cauce mejor que ninguna actividad ética, por bella
que sea. Desgraciadamente, son muchos los hombres que hablan de
cómo deben ser las personas, y no de cómo son realmente. Pero el
médico ha de habérselas siempre con el hombre verdadero, que
permanece tenazmente el mismo, hasta que se descubre su realidad. La
educación sólo puede arrancar de la realidad desnuda y no de
una imagen ideal engañosa del hombre.
Sucede,
por desgracia, que a tal energía disponible no se le puede señalar
arbitrariamente una dirección.
Ella
sigue por sí misma su pendiente. Es más; la ha encontrado ya, aun
antes de que nosotros la hayamos completamente desprendido de su
vínculo con la forma inconsciente. Es decir, descubrimos que las
fantasías de la paciente, que antes versaban sobre el joven
italiano, se han trasladado ahora al medico mismo. El médico se
ha convertido, por lo tanto, en objeto de la libido
inconsciente.
Si este caso no se ofrece, o si la enferma no quiere reconocer de
ningún modo el hecho de la trasposición, o el médico no comprende
el fenómeno o lo comprende mal, se presentan fuertes
resistencias, que tienden a hacer en todos sentidos imposible
la relación con el médico. Entonces los enfermos se van y buscan
otro médico u otro hombre que los entienda, o si abandonan esta
pesquisa, se hunden en la degeneración.
Cuando
la trasposición se orienta hacia el médico y es aceptada,
encuéntrase con ello una forma natural, que no sólo sustituye la
forma antigua, sino que hace posible un desahogo del proceso
energético, relativamente libre de conflictos. Por
consiguiente, cuando se deja que la libido
siga
su curso natural, ella encuentra por sí misma el camino de la
trasposición. Si no sucede así, es porque se trata de rebeliones
contra las leyes de la naturaleza o de una desgraciada intervención
del médico.
En
la trasposición proyéctanse, en primer lugar, las posibles
fantasías infantiles, que deben ser resueltas por reducción.
Anteriormente, a este proceso se le daba el nombre de "solución
de la trasposición". Por este medio, la energía vuelve a
desvincularse de esta forma inconveniente, y otra vez nos hallamos
ante el problema de la energía disponible. También en este caso
debemos confiar en que la naturaleza, antes de que nosotros lo
busquemos, habrá elegido un objeto que ofrezca a la energía el
cauce más favorable.
CAPÍTULO V - LO INCONSCIENTE PERSONAL Y LO INCONSCIENTE SOBREPERSONAL O COLECTIVO
Aquí
empieza la cuarta
etapa de
nuestro proceso de investigación. Habíamos proseguido la resolución
analítica de las fantasías infantiles, hasta el punto en que
se le aparece bastante claro al paciente que de su médico ha
hecho padre y madre, tío, tutor y
maestro,
o como quiera que se denominen todas las autoridades familiares. Pero
surgen otras fantasías, como la experiencia enseña, que
representan al medico cual un salvador o un ser divino.
Naturalmente, en completa contradicción con la razón sana y
consciente. Sucede incluso que estos atributos divinos rebasan
notablemente el marco de la concepción cristiana, en que todos
nos hemos criado, y toman formas paganas, por ejemplo, con mucha
frecuencia, formas de animales.
La
trasposición no es en sí misma otra cosa que una proyección de
contenidos inconscientes. Al principio se proyectan los llamados
contenidos superficiales de lo inconsciente. En este estado el médico
es interesante como posible amador (algo así como el joven italiano
de nuestro caso). Luego aparece ya más bien como el padre, un padre
bondadoso o tonante, según las cualidades que el verdadero
padre del paciente tuviera para él. A veces, el médico se le
aparece también al paciente en forma maternal, cosa que indica ya
algo extravagante, pero que, de todos modos, entra en el marco
de lo posible. Todas estas proyecciones de la fantasía están
apoyadas por reminiscencias personales.
Luego
se presentan formas de fantasía, que tienen un carácter visionario
e imposible 11.
El médico aparece entonces de pronto como dotado de cualidades
siniestras, algo así como un mago o un criminal diabólico, o
como la misma bondad, como un salvador. Más tarde todavía aparece
como una mezcla incomprensible de ambos aspectos. Entiéndase bien:
el médico no se aparece así a la conciencia del paciente, sino que
afloran a la superficie fantasías que representan así al
médico. Cuando, como ocurre con frecuencia, el paciente no
puede advertir que esta forma en que el médico le aparece es una
proyección de su inconsciente propio, gesticula algo locamente. En
este estadio hay muchas veces grandes dificultades que vencer, y por
ambas partes resulta necesaria muy buena voluntad y gran paciencia.
Es más, hay incluso casos excepcionales de pacientes que no pueden
contenerse y empiezan a difundir las más disparatadas patrañas
acerca del médico. A tales pacientes no les cabe en la cabeza
que sus fantasías procedan de ellos mismos y no tengan que ver nada,
o muy poco, con el carácter del médico. Este contumaz error
proviene de que no existen fundamentos de reminiscencias
personales para esta clase de proyecciones. Se puede, a veces,
comprobar que semejantes fantasías fueron ya, en cierta época
de la niñez, aplicadas al padre o a la madre, aunque ni el padre ni
la madre daban ocasión para ellas.
Freud
ha demostrado, en un pequeño estudio, que Leonardo
da Vinci, en
los últimos años de su vida, estuvo influido por el hecho de haber
tenido dos madres. El hecho de las dos madres o de la doble
procedencia era real en Leonardo; pero también en otros
artistas desempeña su papel. Así, Benvenuto Cellini tuvo también
la fantasía de la doble procedencia. Es también un tema mitológico.
Muchos héroes tienen en la leyenda dos madres. Esta fantasía no
proviene del hecho real de que los héroes tengan dos madres, sino
que es una imagen "primordial", generalmente extendida,
que pertenece al orden de los arcanos de la historia general
humana del espíritu y no al campo de las reminiscencias personales.
En
cada individuo, aparte de las reminiscencias personales, existen
las grandes imágenes "primordiales", como Jacobo
Burckhardt las ha llamado atinadamente; son posibilidades de humana
representación, heredadas en la estructura del cerebro, y que
producen remotísimos modos de ver. El hecho de esta herencia
explica el increíble fenómeno de que ciertas leyendas estén
repetidas por toda la tierra en forma idénticas. Explica
también por qué nuestros enfermos mentales pueden reproducir
exactamente las mismas imágenes y relaciones que conocemos por
textos antiguos. He dado algunos ejemplos de esta clase en mi
libro sobre Transformaciones
y símbolos de la libido. No
afirmo con esto, en modo alguno, la herencia
de las representaciones, sino
solamente de la posibilidad
de la representación cosa
que es muy distinta.
En
este segundo estadio de la transposición, en que se reproducen esas
fantasías no basadas ya en reminiscencias personales, trátase
de la manifestación de las capas más profundas de lo inconsciente,
donde dormitan las imágenes primordiales de carácter universal
humano 12.
Este
descubrimiento conduce a la cuarta etapa de la nueva interpretación,
a saber: el conocimiento de dos
capas en lo inconsciente. Debemos,
en efecto, distinguir un inconsciente personal
13
y un
inconsciente impersonal
o
sobrepersonal.
Designamos
también a este último con el nombre de inconsciente colectivo,
precisamente
por que está desprendido del personal y es completamente
general, puesto que sus contenidos pueden encontrarse en todas las
cabezas, cosa que no sucede, naturalmente, con los contenidos
personales.
Las
imágenes primordiales son los pensamientos más antiguos, generales
y profundos de la humanidad. Tienen tanto de sentimientos como
de pensamientos; es más, poseen algo así como una vida propia e
independiente, como aquella especie de alma
parcial, que
podemos ver fácilmente en todos los sistemas filosóficos o
gnósticos, que se basan en la percepción de lo inconsciente
como manantial de conocimiento (así, por ejemplo, la Ciencia
antroposófica del espíritu, de
Steiner). La representación de ángeles, arcángeles, de tronos y
dominaciones, en San Pablo, de los arcontes y reinos de la luz, en
los gnósticos, de la celestial jerarquía en Dionisio Areopagita,
etc., procede de la percepción de la relativa independencia de los
arquetipos (o dominantes
del
inconsciente colectivo).
Con
esto hemos encontrado el objeto, que la libido
elige,
después de haber superado la forma personal infantil de
trasposición. La libido
ahonda
entonces más en lo profundo de lo inconsciente y anima allí lo que
dormitaba desde las edades primarias. Descubre el tesoro
sepultado del que la humanidad ha ido sacando sus
dioses
y demonios y todos esos pensamientos, fuertes y poderosos, sin los
cuales el hombre deja de ser hombre. Tomemos, por ejemplo, uno de los
más grandes pensamientos que el siglo XIX ha dado a luz: la
idea de la conservación
de la energía. Roberto
Mayer es el verdadero creador de esta idea. Era Mayer un medico
y no un físico o filósofo naturalista, a cuyo alcance hubiera
estado más fácilmente la creación de semejante idea. Y es
importante saber que la idea de Roberto Mayer no fue creada,
propiamente
hablando. Tampoco resultó por la confluencia de
representaciones entonces existentes o de hipótesis
científicas, sino que se formó en su creador y le condicionó por
completo. Roberto Mayer escribía lo siguiente a Grietsinger en 1844:
"Yo no he imaginado la teoría en la mesa de escritorio".
(Y luego informa sobre ciertas observaciones fisiológicas que
había hecho siendo medico de barco en 1840-1841). "Si
queremos explicarnos —prosigue en su carta— ciertos puntos
fisiológicos, es imprescindible el conocimiento de los procesos
físicos, a no ser que se prefiera resolver el asunto por el lado
metafísico, cosa que a mí me disgusta enormemente. Así, pues, me
atuve a la física y me apliqué al asunto con tal predilección, que
no me preocupaba apenas del mundo lejano, aunque alguien pueda
reírse, sino que sentía el mayor gusto en permanecer a bordo, donde
podía trabajar incesantemente, y donde me sentía a ciertas horas,
por decirlo así, inspirado,
como
no recuerdo haberlo estado nunca, ni antes ni después. Estando
en la rada de Surabaja, cruzaron por mi mente unos relámpagos, que
perseguí luego con solicitud, y me llevaron a nuevos objetos.
Aquellos tiempos han pasado, pero la tranquila contrastación de lo
que entonces emergió en mí me
ha enseñado que es una verdad, no
sola sentida subjetivamente, sino
que puede también ser demostrada objetivamente; prescindo,
naturalmente, de que esto pueda hacerse por un hombre tan
escasamente conocedor de la física".
Helm
expone en su Energética
la
opinión de que "el nuevo pensamiento de Roberto Mayer no se
desprendió lentamente de los conceptos tradicionales de fuerza
mediante profunda meditación sobre ellos, sino que es
una de esas ideas percibidas por intuición, que naciendo en oirás
regiones de la naturaleza espiritual, se apoderan, por decirlo
así, del pensamiento y le obligan a transformar los conceptos
tradicionales".
Pero
la cuestión es ésta: ¿De dónde procede la nueva idea, que con
fuerza tan elemental avasalla la conciencia? ¿Y de dónde toma
esa fuerza, que de tal manera puede señorear la conciencia, que la
abstraiga de las variadísimas impresiones de un primer viaje a los
Trópicos? No es fácil contestar a estas preguntas. Pero si
aplicamos nuestra teoría a este caso, encontraremos esta
explicación: La
idea de la energía y de su conservación tiene que ser una imagen
primordial que dormitaba en el inconsciente colectivo. Esta
conclusión nos obliga, naturalmente, a demostrar que esa idea
existió en efecto y ha obrado durante milenios en la historia del
espíritu. Esta prueba se puede aducir efectivamente sin
dificultades mayores. Las
religiones más primitivas en las distintas partes de la tierra se
fundan en esta imagen. Son
las llamadas religiones
dinámicas, cuyo
pensamiento exclusivo y eficaz es que existe una fuerza mágica14
, generalmente extendida, en torno a la cual gira todo. Taylor, el
conocido investigador inglés, y también Frazer, interpretaron mal
esta idea, llamándola animismo. En realidad, los primitivos no
piensan, con su concepto de fuerza, almas ni espíritus, sino,
efectivamente, algo que el investigador americano Lovejoy15
ha designado acertadamente con el nombre de primitive
energetics. Este
concepto corresponde a la representación de alma, espíritu, Dios,
salud, fuerza vital, fecundidad, poder mágico, influencia, potencia,
ascendiente, medicina, así como a ciertos estados de ánimo, que se
caracterizan por la eliminación de los afectos. Entre ciertos
polinesios, el "mulungu" (el concepto primitivo de la
energía) es espíritu, alma, ser diabólico, fuerza mágica,
ascendiente; y cuando ocurre algo asombroso, las gentes exclaman
"mulungu". Este concepto de la fuerza es también la
primera fórmula del concepto de Dios entre los primitivos. La
imagen se ha desarrollado en variaciones siempre nuevas, a
través de la historia. En el Antiguo Testamento resplandece la
fuerza mágica en la zarza ardiente y en la cara de Moisés; en los
Evangelios se muestra en la infusión del Espíritu Santo desde el
cielo, en forma de lenguas de fuego. En Heráclito aparece como
energía cósmica, como "fuego eternamente vivo". Entre los
persas es el resplandor ígneo del "haoma", de la
gracia divina.
Entre los estoicos es la "heirmarmene", la fuerza del
destino. En la leyenda medieval aparece como el aura, el nimbo de los
Santos, y tiembla, como alta llama, sobre el tejado de la choza
donde el Santo está en éxtasis. En sus caras ven los santos el sol
de esta fuerza, la plenitud de la luz. El alma misma es esta fuerza
según la antigua concepción; en la idea de su inmortalidad va
inclusa su conservación,
y en
la interpretación budista y primitiva de la metempsícosis
(trasmigración de las almas) está contenida su ilimitada
capacidad de transformación en constante conservación.
Esta
idea está, pues, grabada en el cerebro humano desde hace muchos
eones. Por eso se oculta en lo inconsciente de cada uno. Sólo
necesita de ciertas condiciones para volver a manifestarse. Estas
condiciones se cumplieron manifiestamente en Roberto Mayer. Los
más altos y
mejores
pensamientos de la humanidad se forman sobre estas imágenes
primordiales, que son antiquísimo patrimonio de la humanidad16
.
Después
de haber tratado este ejemplo, referente a la producción de nuevas
ideas partiendo del tesoro de las imágenes primordiales,
reanudaremos el estudio del proceso de trasposición. Hemos visto que
la libido
ha
buscado su nuevo objeto precisamente en aquellas fantasías
aparentemente extravagantes y absurdas; es decir, en los
contenidos del inconsciente colectivo. Como ya he dicho, la
proyección inadvertida de las imágenes primordiales en el medico es
un peligro no despreciable para el tratamiento ulterior. Porque esas
imágenes contienen, no sólo lo más bello y grande que la
humanidad ha pensado y
sentido,
sino también las peores vergüenzas y diabluras de que los
hombres han sido capaces. Ahora bien, si el paciente no puede
distinguir entre la personalidad del médico y estas proyecciones, se
pierde toda posibilidad de comprensión, y la relación humana se
hace imposible. Pero si el paciente logra salvar esta Caribdis, viene
a caer en el Escila de la introyección
de
estas imágenes; es decir, atribuye sus cualidades, no al médico,
sino a sí mismo. Este peligro no es menos temible. En la proyección
oscilaba el enfermo entre una divinización arrebatada y enfermiza y
un desprecio rencoroso de su médico. En la introyección incurre en
una ridícula divinización de sí mismo, o en una laceración
moral de su propio Yo. El error que en ambos casos comete consiste en
atribuirse personalmente los contenidos del inconsciente colectivo.
Así se considera a sí mismo como Dios y como diablo. Esta es la
causa psicológica por la que los hombres necesitaron siempre de
demonios y nunca pudieron vivir sin dioses, exceptuando algunos
ejemplares, particularmente listos, del homo
occidentalis de
ayer y de anteayer, superhombres, para quienes Dios ha muerto, porque
ellos mismos se han hecho dioses, o más bien diosecillos
racionalistas con cráneos de gruesas paredes y corazones fríos. El
concepto de Dios es una función psicológica, absolutamente
necesaria, de naturaleza irracional, que no tiene nada que ver con la
cuestión de la existencia de Dios. Pues a esta última cuestión, el
entendimiento humano no puede contestar nunca; y mucho menos puede
dar prueba alguna de Dios. Además, sería enteramente superflua
semejante prueba; porque la idea de un ser divino todopoderoso se
encuentra en todas partes, si no consciente, por lo menos
inconsciente, porque es un arquetipo. Hay siempre algo en nuestra
alma que tiene un poder superior. Si no es conscientemente un dios,
es, por lo menos, el "vientre", como dice San Pablo. Por
eso considero más avisado reconocer conscientemente la idea de Dios,
pues de lo contrario convertimos en Dios cualquiera otra cosa, por lo
general algo muy insuficiente y necio, fraguado, acaso, por una
conciencia "ilustrada". Nuestro entendimiento sabe ya de
antiguo que no podemos concebir a Dios adecuadamente, y mucho
menos aún representarnos la forma en que realmente existe; del mismo
modo que no podemos pensar un proceso que no este condicionado
causalmente. Teóricamente no puede haber contingencia; esto es claro
de una vez para siempre. Y, sin embargo, en la vida práctica
tropezamos constantemente con la contingencia. Así sucede también
con la existencia de Dios: constituye definitivamente un problema
imposible. Pero el común consenso de las gentes habla de dioses
desde hace muchos eones, y seguirá hablando de ellos durante otros
muchos. Por bella y perfecta que el hombre pueda considerar su razón,
ha de estar muy cierto también de que es solamente una de las
posibles funciones espirituales, y corresponde solamente a una faceta
de los fenómenos del mundo. En todas partes se encuentra lo
irracional, lo discordante con la razón. Y este elemento irracional
es también una función psicológica; es precisamente lo
inconsciente colectivo, mientras que la función de la conciencia
consiste esencialmente en la razón. La conciencia ha de tener
la razón, para descubrir en el caos de los caos individuales
desordenados del universo, un orden, y también para crearlo,
por lo menos en la esfera humana. Poseemos la laudable, y útil
inclinación a exterminar el caos de lo irracional en nosotros y
fuera de nosotros. Este proceso lo hemos llevado, sin duda,
bastante lejos. Un loco me dijo en una ocasión: "Doctor, esta
noche he desinfectado el cielo con sublimado, y no he
descubierto ningún dios". Algo así nos ha sucedido a nosotros.
El viejo Heráclito, que verdaderamente era un gran sabio, descubrió
la más admirable de todas las leyes psicológicas, a saber: la
función
reguladora de los contrastes. La
llamó enantiodromia
(o
contra-corriente), término por el cual daba a entender que todo
marcha hacia su contrario. (Recuérdese aquí el caso del hombre de
negocios americano, hermoso ejemplo de enantiodromia). Así, la
actitud racional civilizada marcha, necesariamente, hacia su
contrario, es decir, al asolamiento irracional de la civilización17.
No debemos identificarnos con la razón, pues el hombre no es
simplemente racional, ni puede serlo, ni lo será nunca. Esto
debieran advertirlo todos los domines de la cultura. Lo irracional,
ni puede ni debe ser extirpado. Los dioses no pueden ni deben morir.
Antes dije que parece como si hubiera en el alma humana una especie
de fuerza superior, y que si esta fuerza no es la idea de Dios, es el
vientre. Con esto quise expresar el hecho de que, según mi parecer,
hay siempre un instinto o complejo representativo que reúne en sí
la mayor suma de energía psíquica, sometiendo a su servicio al
Yo. Generalmente, el Yo es atraído por este foco de energía,
hasta el punto de identificarse con él; cree entonces no desear
ni necesitar otra cosa. De esta manera surge una manía, una
obsesión, una parcialidad firmísima, que pone en grave riesgo el
equilibrio psíquico. Sin duda, la capacidad para semejante
parcialidad es el secreto del éxito, por lo cual nuestra cultura ha
procurado celosamente fomentar tales parcialidades. El
apasionamiento, es decir, la acumulación de energía oculta en
tales monomanías es lo que los antiguos llamaban un dios, y todavía
nuestro lenguaje actual hace lo mismo. No decimos: "¿Se forja
un dios de esto o de lo otro?" Piensa el hombre que todavía
quiere y
elige
libremente, y no advierte que ya está poseso, que su propio interés
es ya su dueño, habiendo acaparado la fuerza. Estos intereses
son una especie de dioses que, cuando son reconocidos por
muchos, constituyen poco a poco una iglesia y agrupan en torno
suyo un ejército de creyentes. Llamamos a esto una organización. El
Estado, el ejército, el dinero, son trampantojos semejantes; de aquí
la reacción anarquista, que a su vez quiere echar al diablo
para poner a Belcebú. La enantiodromia, que siempre amenaza cuando
un movimiento se ha constituido en fuerza indudable, no ofrece
solución alguna al problema; es tan ciega en su desorganización
como en su organización.
De
la feroz ley de la enantiodromia sólo escapa quien sabe desprenderse
de lo inconsciente, no reprimiéndolo (pues entonces se verá cogido
por la espalda), sino afrontándolo resueltamente
como algo distinto de sí mismo.
Con
esto se ha dado la solución al problema de Escila y Caribdis, que
arriba quedó descrito. El paciente ha de saber distinguir lo que en
sus pensamientos es Yo y lo que es no-Yo, es decir, psique colectiva.
Así conquista el elemento contra el que ha de luchar por largo
tiempo desde este instante. Con eso, su energía, que antes tomaba
formas inservibles y patológicas, encuentra su propia esfera. La
distinción entre el Yo psicológico y el no-Yo psicológico implica
que el hombre, en su función del Yo, camine con
pie firme, es
decir, cumpla
enteramente sus deberes frente a la vida, de suerte que sea por todos
conceptos un miembro útil de la sociedad humana. Todo
lo que descuide en este sentido pasa a lo inconsciente y refuerza la
posición de lo inconsciente; de modo que existe el peligro de
ser absorbido por lo inconsciente, cuando la función del Yo no está
afianzada. Esto acarrea graves penas. Como indica el antiguo Sinesio,
el
"alma
perespiritualizada" (pneumatiké
psyché) se
trueca en Dios y en demonio, y padece en este estado los castigos
divinos, a saber, el desgarramiento interior del Zagreus, que
también Nietzsche experimentó al principio de su enajenación,
cuando en el Ecce
Homo le
asaltó por la espalda Dios, ese Dios contra quien se defendiera
desesperadamente antes. La enantiodromia es la dislocación interior,
en la pareja de los contrarios que pertenecen a Dios, y también
al hombre divinizado, el cual debe su divinización a la victoria
sobre sus dioses. Mientras hablamos de lo inconsciente colectivo, nos
encontramos en una esfera y en una zona del problema que no entra en
consideración para el análisis práctico de personas jóvenes
o de personas que han permanecido largo tiempo infantiles. En
los casos en que aún es posible la trasposición del padre y de la
madre, cuando todavía hay que conquistar un sector de la vida
externa, el que naturalmente posee el promedio de los hombres,
más vale no hablar en absoluto del inconsciente colectivo y del
problema de la oposición. Pero cuando las trasposiciones
paternas y las ilusiones juveniles han sido vencidas, o por lo
menos, están en sazón de vencimiento, entonces conviene hablar del
problema de la oposición y del inconsciente colectivo. Aquí nos
encontramos ya fuera del radio en que valen las ideas de Freud y de
Adler. Ya no nos ocupa la cuestión de cómo podemos eliminar
todo aquello que impide a un hombre el ejercicio de una profesión o
del matrimonio o de cualquiera otra cosa que signifique ampliación
de la vida; sino que nos hallamos frente al problema de encontrar un
sentido que haga posible la continuación de la vida, en cuanto que
ésta ha de ser algo más que simple resignación y lastimera
retrospección.
Nuestra
vida es como el curso del sol. Por la mañana el sol va ganando en
fuerza, y llega radiante y ardiente al cénit del mediodía. Pero
luego viene la enantiodromia. Su constante movimiento progresivo no
significa ya aumento, sino disminución de fuerza. Así, nuestro
problema es distinto en el hombre joven y en el hombre maduro. En el
primero basta con eliminar todos los obstáculos que estorban la
dilatación y la ascensión vital; en el segundo, hemos de
estimular todo aquello que sirva de apoyo al descenso. Algún
inexperto acaso piense que más vale prescindir de los viejos,
los cuales nada pueden dar de sí, puesto que tienen a la espalda su
vida y sólo sirven de apoyos fósiles del pasado. Pero es un gran
error suponer que el sentido de la vida se agote en la fase de
juventud sexual y expansiva; que una mujer, por ejemplo, esté
"agotada" con la menopausia. El otoño de la vida humana es
tan rico de sentido como la primavera, aunque su sentido y su
propósito son completamente diversos. El hombre tiene un doble
fin: el primero es el fin natural, la generación de la descendencia
y todos los menesteres anexos a la protección de la prole, entre los
que se cuentan la adquisición de dinero y la posición social.
Cumplido este fin, comienza otra fase: la del
fin
cultural.
Para
obtener el primer fin nos ayuda la naturaleza y además la educación;
para obtener el último fin, hay poco o nada que nos ayude. Pero
en muchos domina la falsa ambición de ser de viejos lo mismo que de
jóvenes, o, por lo menos, de hacer lo mismo, aun cuando internamente
no puedan ya tener la fe. De aquí que para muchos sea el tránsito
de la fase natural a la fase cultural sumamente difícil y amargo.
Muchos se agarran a la ilusión de la juventud o, por lo menos, a sus
hijos, para de esta manera salvar todavía un poco de ilusión. Se
advierte esto especialmente en las madres, que ponen el único
sentido de su vida en sus hijos y creen caer en un vacío sin fondo
cuando tienen que abandonarlos. No es de admirar, por lo tanto, que
muchas graves neurosis se presenten al empezar el otoño de la vida.
Es una especie de segunda pubertad o segundo período de lucha,
que suele sobrevenir acompañado por todas las tormentas de la pasión
("edad peligrosa"). Pero los problemas que se plantean en
esta edad no se han de resolver según las antiguas fórmulas. La
aguja de este reloj no da vuelta hacía atrás; lo que la juventud
encontró y hubo de encontrar fuera, debe encontrarlo dentro el
hombre llegado a su otoño. Aquí nos hallamos ante nuevos
problemas que muchas veces producen al médico no flojos
quebraderos de cabeza.
La
transición de la primavera al otoño es una inversión de los
antiguos valores. La necesidad nos obliga entonces a considerar
el valor de lo opuesto a nuestros primeros ideales, a comprobar el
error de nuestras convicciones anteriores, a reconocer la
falsedad de nuestras anteriores verdades y a sentir cuánto odio
latía en lo que antes nos parecía amor. No pocos de los que caen en
los conflictos planteados por el problema de la oposición,
echan por la borda todo lo que antes les pareció bueno y apetecible,
y tratan de seguir viviendo en lo contrario de su yo anterior.
Cambios de profesión, disidencias, conversiones religiosas,
apostasías de todo género, son los síntomas de esta
oscilación hacia lo contrario. El peligro de las radicales
conversiones es que toda la vida anterior queda reprimida y con ello
se produce un estado de desequilibrio, como el que existía cuando
los contrarios de las virtudes y valores conscientes estaban
todavía reprimidos y eran inconscientes. Si antes existían acaso
perturbaciones neuróticas, causadas por la inconsciencia de las
fantasías contrarias, ahora surgen perturbaciones acaso peores,
causadas por la represión de los antiguos ídolos. Naturalmente, es
un gran error el creer que cuando descubrimos el sinvalor de un valor
o la falsedad de una verdad, queden anulados ese valor y esa
verdad. Lo único que sucede es que se han hecho relativos. Todo
lo humano es relativo, porque todo descansa en oposición
interna, puesto que todo es fenómeno energético. Pero
la energía se basa, necesariamente, en una oposición
preexistente, sin la cual no puede haber energía alguna. Ha de haber
primeramente lo alto y
lo
bajo, lo caliente y lo frío, etc., para que pueda tener lugar el
proceso de equilibrio, que es energía. Todo lo viviente es
energía, y descansa, por lo tanto, en la oposición. De aquí que la
inclinación a negar todos los valores anteriores en favor de sus
contrarios, sea tan enfermiza como la primera parcialidad. Y si
son valores generalmente reconocidos e indudables los que ahora se
rechazan, viene entonces una pérdida fatal, evidentemente. El que
así procede, echa por la borda no sólo sus valores, sino a sí
mismo también, como lo comprendió el propio Nietzsche.
Lo
conveniente es, pues, no rechazar en absoluto los anteriores valores,
sino conservarlos,
pero al mismo tiempo reconocer sus contrarios. Esto
significa, naturalmente, conflicto y disensión consigo mismo.
Se comprende que el hombre sienta horror ante esa lucha
intestina, tanto filosófica como moralmente. De ahí que, a
veces, en lugar de convertirse a lo contrario, se aferren algunos a
una contumaz permanencia en el primer punto de vista. Hay que
reconocer que este fenómeno —por cierto muy antipático— que se
da en hombres maduros, no deja de tener cierto mérito; por lo menos
no se convierten en renegados, permanecen en pie, no caen en la
indeterminación ni en la inmundicia; no se declaran en quiebra, sino
que acaban simplemente como árboles secos o, dicho más suavemente,
"testigos del pasado". Pero los síntomas concomitantes, la
rigidez, la petrificación, la limitación, la inadaptabilidad
de los laudatores
temporis acti, son
desagradables y hasta perjudiciales; pues la manera como ellos abogan
por una verdad o cualquier otro valor, es de tal manera rígida y
violenta, que repele más de lo que atrae el valor; con lo cual
consiguen lo contrario de lo que pretenden con buena intención. Lo
que les hace rígidos es, en el fondo, la angustia ante el problema
de la oposición, el siniestro hermanito de Medardo, al que
presienten y en secreto temen. Por esta razón no ha de haber sino
una
verdad
y que sea absoluta, pues, de lo contrario, no prestaría protección
alguna contra el trastorno inminente, que por todas partes
presienten, salvo en ellos mismos. Pero en nuestra propia alma es
donde llevamos todos al revolucionario más peligroso; y esto debe
saberlo todo el que desee pasar inmune a la segunda mitad de la vida.
Con esto cambiamos sin duda la aparente seguridad de que antes
disfrutábamos, por un estado de inseguridad, de discordia, de
convicciones contradictorias. Lo malo, en este estado, es que
aparentemente no ofrece salida. Tertium
non datur —dice
la lógica.
Las
necesidades prácticas del tratamiento de los enfermos nos han
obligado a buscar medios y vías para salir de este estado
insoportable. Cuando el hombre se encuentra frente a un obstáculo
psicológico aparentemente invencible, retrocede (reculer
pour mieux sau-ter); hace
—hablando técnicamente— una represión.
Vuelve
a los tiempos pasados, en que se encontraba en situación semejante,
y trata de aplicar los medios que entonces le sirvieron. Pero lo que
sirvió en la juventud es inútil en la vejez. ¿De qué le sirvió a
aquel hombre de negocios americano el tornar al trabajo primero? Ya
no andaba la máquina. Entonces la regresión se prosigue hasta
la niñez (de ahí el aniñamiento de muchos neuróticos ancianos) y
acaba por llegar al
tiempo anterior a la niñez. Parecerá
esto muy extravagante; pero, en realidad, se trata de algo que no
sólo es lógico, sino perfectamente posible. Ya hicimos constar
antes que lo inconsciente tiene en cierto modo dos capas: primero, la
personal, y
segundo,
la colectiva. La capa personal termina con los primeros recuerdos
infantiles; en cambio, lo inconsciente colectivo se extiende a
la época preinfantil, es decir, a los restos de la vida ancestral.
Mientras que las imágenes memorativas de lo inconsciente
personal están en cierto modo henchidas porque fueron vividas, las
huellas memorativas de lo inconsciente colectivo, están
flaccidas, porque son formas que individualmente no han sido
vividas. Cuando la regresión de la energía psíquica, retrocediendo
ante un obstáculo insuperable, rebasa la época preinfantil, y llega
a las huellas y sedimentos de la vida ancestral, entonces despiertan
las imágenes mitológicas; descúbrese un mundo espiritual interior,
del que nada sospechábamos antes, y aparecen núcleos que están
acaso en vigoroso contraste con nuestras concepciones
habituales. Estas imágenes poseen tal intensidad, que nos
parece muy comprensible que millones de hombres ilustrados incurran
en la teosofía y en la antroposofía. Esto sucede simplemente porque
estos modernos sistemas gnósticos responden a la necesidad de
expresar y formular tales estados interiores inexplicables, mucho
mejor que cualesquiera formas existentes de la religión cristiana,
sin excluir el catolicismo. Nuestra conciencia está ya de tal modo
saturada de cristianismo —y aun puede decirse que Creada por el
cristianismo—, que la posición contraria inconsciente no puede
encontrar en él ninguna acogida. Esta posición busca más bien
un contrario del cristianismo y lo encuentra, sobre todo, en las
regiones orientales del budismo, del bramanismo y del taoísmo. El
enorme sincretismo de la teosofía (mezcla y combinación)
responde ampliamente a esta necesidad, y así se explica su
dilatado éxito numérico. De esta suerte, la experiencia individual
es sustituida por imágenes y palabras, tomadas de una psicología
extraña; por concepciones, ideas y formas que no brotan en
nuestro suelo y, sobre todo, que no se enlazan con nuestro corazón,
sino simplemente con la cabeza, que ni siquiera puede concebirlas
distintamente, porque no las ha inventado. Es un fruto robado, que no
aprovecha. De ahí que el resultado sea el entontecimiento y la
enajenación. Dicho sucedáneo convierte a los hombres en
sombras irreales, que colocan palabras vacías en el lugar de las
realidades vivas, y escapan al dolor de la oposición íntima,
refugiándose en un mundo pálido, esquemático, de dos dimensiones,
donde toda fecundidad vital se marchita y perece.
Los
mudos episodios que se producen en la regresión a la época
preinfantil no exigen sustitución, sino conformación
individual en la vida y en la obra de cada uno. Esas imágenes
provienen de la vida, del dolor y de la alegría de los antepasados,
y quieren volver a la vida, como vivencias y también como hechos.
Por su oposición a la conciencia no pueden, empero, ser trasladadas
inmediatamente a nuestro mundo. Hay que buscar, pues, un camino que
abra comunicación entre la realidad consciente y la inconsciente.
CAPÍTULO VI - EL MÉTODO SINTÉTICO O CONSTRUCTIVO
Estamos
en la quinta
etapa de
nuestro estudio. El deslindamiento de lo inconsciente constituye un
proceso, una técnica, un trabajo, que ha recibido el nombre
de
función trascendente18,
porque
se funda en datos reales e imaginarios, o racionales e irracionales,
y salva la honda sima que existe entre las funciones racionales e
irracionales de la psique. La función trascendente tiene su base
metodológica en una manera nueva de tratar los materiales
psicológicos (los sueños y las fantasías). Las teorías
analizadas al principio se fundan en un procedimiento exclusivamente
causal-reductivo, que resuelve el sueño (o las fantasías) en sus
elementos de reminiscencia y en los procesos instintivos que
constituyen su base. Más arriba he dicho claramente hasta qué punto
está justificado este procedimiento y cuáles son también sus
límites. Este procedimiento llega a su término en el instante
en que los símbolos del sueño no pueden ya reducirse a
reminiscencias o aspiraciones personales, es decir, cuando comienzan
a reproducirse las imágenes del inconsciente colectivo. Carecería
completamente de sentido el querer reducir a datos personales estas
ideas colectivas, y no sólo carecería de sentido, sino que sería
directamente perjudicial, como la experiencia me lo ha demostrado muy
desagradablemente. Las imágenes o símbolos del inconsciente
colectivo no rinden su valor sino cuando son sometidas a un
tratamiento sintético
(no
analítico). Así como el análisis (el procedimiento
causal-reductivo) desintegra el símbolo en sus componentes, así
el procedimiento sintético integra el símbolo en una expresión
general y comprensible. El procedimiento sintético no es
precisamente sencillo; por eso quiero dar un ejemplo que pueda
explicar todo el proceso.
Una
enferma, que se hallaba precisamente en la frontera crítica entre el
análisis del inconsciente personal y la reproducción
incipiente del inconsciente colectivo, tuvo el siguiente sueño:
Está
a punto de pasar un ancho arroyo. No hay allí ningún puente.
Encuentra un sitio por donde lo puede vadear. Pero cuando está
a punto de hacerlo, la muerde en un pie un enorme cangrejo, que
estaba oculto en el agua, y no la quiere soltar. Despierta con
angustia.
Ocurrencias:
1a
Arroyo:
Constituye
un límite que difícilmente puede salvarse. . . Tengo que pasar
sobre un obstáculo... Con esto se relaciona, sin duda, el hecho
de avanzar lentamente. . . Debo llegar al otro lado.
2a
Vado:
Una
ocasión de pasar con seguridad al otro lado. .. Un camino posible.
.. De lo contrario, el arroyo sería demasiado ancho. En el
tratamiento analítico existe la posibilidad de salvar el obstáculo.
3a
Cangrejo:
El
cangrejo estaba completamente oculto en el agua; yo no lo vi antes...
El cáncer19
es, desde luego, una enfermedad temible..., incurable (recuerdo
de la señora X
que
murió de cáncer)... Tengo miedo de esta enfermedad... El cangrejo
es un animal que marcha hacia atrás... Y quiere evidentemente
meterme en el arroyo. . . Me agarró despiadadamente y yo
experimenté una horrible angustia. . . ¿Qué es lo que no me
deja avanzar? ¡Ah, ya!. . . Yo había vuelto a tener una violenta
escena con mi amiga.
En
esta amiga concurrían, en efecto, especiales circunstancias. Se
trata de una amistad de largos años, fanática y lindante con la
homosexualidad. La amiga se parece a la paciente en muchos puntos, y
es también nerviosa. Ambas participan en común de intereses
artísticos muy intensos. Pero la paciente es la personalidad
más fuerte de las dos. Su relación recíproca es demasiado íntima,
y excluye demasiado las demás posibilidades de la vida; ambas
son nerviosas, y, a pesar de su ideal amistad, tienen entre sí
violentas escenas de escándalo, que provienen de mutua
irritabilidad. Lo inconsciente quiere poner distancia entre ellas,
pero ellas no quieren advertirlo. El escándalo comienza,
generalmente, porque la una encuentra que no se comprenden
y compenetran todavía lo bastante, que es preciso que sean
mutuamente todavía más expresivas; tras de lo cual, ambas tratan de
comunicarse con entusiasmo. Con esto se produce sin tardanza,
naturalmente, la mala inteligencia, que vuelve a provocar una
escena peor que las pasadas. Durante largo tiempo, la discusión
entre ambas, fue faute
de mieux, una
compensación gustosa, de la que no querían privarse.
Especialmente, mi enferma no podía renunciar al dulce dolor de
no ser comprendida por su mejor amiga, a pesar de que cada escena la
ponía en trance "de muerte", y había comprendido, de
mucho tiempo atrás, que esta amistad le era gravosa, y que sólo
por un falso orgullo creía poder interpretarla todavía como un
ideal. La paciente tuvo ya con su madre una relación
desbordante y fantástica, y trasladó sus sentimientos a la
amiga, después de la muerte de la madre.
INTERPRETACIÓN ANALÍTICA (CAUSAL REDUCTIVA)20
Esta
interpretación puede resumirse en una cláusula: "Veo que
tengo que pasar al otro lado, salvando el arroyo (es decir, abandonar
la relación con mi amiga) ; pero preferiría que mi amiga no me
soltase nunca de sus garras (abrazos)". O bien, expresado en
forma de deseo infantil: "Quisiera que mi madre me tuviera en su
seno al modo como solía, en la forma de abrazos efusivos". Lo
incompatible del deseo radica en la fuerte corriente homosexual que
se ha demostrado suficientemente por hechos notorios. El cangrejo la
muerde en el pie, porque la paciente tiene "grandes pies
masculinos"; desempeña, respecto de la amiga, el papel de
hombre, y tiene fantasías sexuales correspondientes. Es sabido
que el pie tiene un sentido fálico. (Justificantes minuciosos de
este sentido se encontrarán en Aigremont)21.
La interpretación se reduce, pues, a esto: la razón por la cual no
quiere separarse de la amiga, es, sencillamente, que siente deseos
homosexuales inconscientes hacia ella. Como estos deseos son
incompatibles, moral y estéticamente, con la tendencia de la
personalidad consciente, quedan reprimidos y permanecen
inconscientes. La angustia no es otra cosa que este deseo reprimido.
Esta
interpretación es, naturalmente, la depreciación más mezquina
posible del arrebatado idealismo consciente que pone en su amistad la
enferma. Desde luego, en este momento del análisis, la enferma no me
hubiera ya tomado a mal esta interpretación. Ciertos hechos la
habían ya convencido, mucho antes, de que existía en ella una
tendencia homosexual, de suerte que pudo admitir francamente esta
inclinación, a pesar de no serle precisamente grata. Si yo le
hubiera comunicado, por lo tanto, en este estadio del
tratamiento, dicha interpretación, no hubiera tropezado con
resistencia; la paciente había ya superado, por inteligente
comprensión, la pesadumbre de esta tendencia indeseada. Pero me
hubiera dicho: "¿Por qué seguimos analizando este sueño
que una vez más declara lo mismo que ya sé hace mucho tiempo?".
Esta interpretación no le dice nada nuevo a la paciente; por eso
resulta sin interés y sin eficacia. En el principio del
tratamiento, tal interpretación hubiera sido en este caso
completamente imposible, por la sencilla razón de que el
extraordinario pudor de la paciente no hubiera tolerado
semejante cosa en ninguna circunstancia. Fue preciso inocularle
previamente, en pequeñas dosis y con gran precaución, el "veneno"
de la comprensión, hasta que la enferma poco a poco se hizo más
razonable. Y puesto que ahora la interpretación analítica o
causal reductiva no aporta ya nada nuevo, sino siempre lo mismo,
en distintas variaciones, ha llegado el momento en que está indicado
otro método de interpretación. El procedimiento
reductivo-causal tiene, en efecto, ciertos inconvenientes: 1° Ante
todo, no toma en cuenta exactamente las ocurrencias de la enferma;
por ejemplo, en este caso, la asociación de la enfermedad
"cáncer" con el "cangrejo". 2° El hecho de la
peculiar elección de símbolos permanece en las tinieblas. ¿Por
qué razón, por ejemplo, la amiga madre ha de aparecer precisamente
en forma de cangrejo? Hubiera podido ser representada más
bonita y plásticamente, como ondina. Y el mismo servicio
hubieran prestado un pólipo, o un dragón, o una serpiente, o un
pez. 3° El procedimiento causal reductivo olvida y que, por
consiguiente, una interpretación acabada nunca puede referir el
cangrejo solamente a la amiga o a la madre, sino también al sujeto,
a la soñadora misma. La soñadora es todo el sueño; es el arroyo,
el vado y el cangrejo, o bien estos detalles son expresiones de
condiciones y tendencias psicológicas en lo inconsciente del sujeto.
Por
eso he introducido la terminología siguiente: llamo a toda
interpretación, en que las expresiones del sueño se presentan como
idénticas con objetos reales, interpretación
del grado objetivo. Frente
a esta interpretación se halla aquella otra que refiere cada
elemento del sueño, por ejemplo, todas las personas que en él
intervienen, al soñador mismo. Este procedimiento se llama
interpretación
de grado subjetivo. La
interpretación de grado objetivo es analítica,
pues
descompone el contenido del sueño en complejos de
reminiscencias, que se refieren a condiciones reales. En cambio,
la interpretación de grado subjetivo es sintética,
puesto
que desprende de las ocasiones reales los complejos de
reminiscencias, situados en el fondo, y los presenta como tendencias
o participaciones del sujeto, al cual los asocia. (En la
vivencia no experimento yo simplemente el objeto, sino a mí mismo,
en primer término; pero sólo cuando me doy cuenta de mi vivencia)
.
El
procedimiento sintético o constructivo de interpretación22
descansa, por lo tanto, en la concepción de grado subjetivo.
INTERPRETACIÓN SINTÉTICA (CONSTRUCTIVA)
La
enferma no tiene conciencia de que en ella misma está el
obstáculo que habría que salvar; este límite es difícilmente
franqueable y se opone al avance. Sin embargo, es posible salvar este
límite. Sin duda, la amenaza precisamente en este momento un peligro
especial e inesperado, a saber: algo de naturaleza "animal"
(inhumano o sobrehumano), que anda hacia atrás y hacia el fondo, y
que quisiera arrastrar a la soñadora con su personalidad completa.
Este peligro viene a ser como una enfermedad que mata, que surge
ocultamente y es incurable (prepotente). La enferma se imagina que la
amiga la entorpece y la arrastra hacia abajo. Mientras cree
esto, ha de influir, naturalmente, en la amiga, ha de
"sublimarla", instruirla, mejorarla, educarla; ha de hacer
esfuerzos idealistas, tan inútiles como insensatos, para evitar el
ser arrastrada hacia abajo por ella. Los mismos esfuerzos hace,
naturalmente también, la amiga; pues se halla en el mismo caso que
la enferma. Así, ambas se acometen como gallos de pelea, y cada una
quiere volar sobre la cabeza de la otra. Cuanto más alto se eleva la
una, más alto puja la otra. ¿Por qué? Porque ambas piensan
que todo consiste en la otra, en el objeto. La concepción de
grado subjetivo resuelve este absurdo. El sueño muestra, en efecto,
a la paciente que ella misma tiene algo en sí que la impide salvar
el obstáculo, pasar de una postura o disposición a la otra. Esta
interpretación del cambio de sitio como un cambio de actitud se
comprueba por la manera de expresarse en ciertos idiomas primitivos,
donde, por ejemplo, la frase "estoy con idea de ir",
suena en esta forma: "estoy en el lugar de la idea". Para
comprender el lenguaje del sueño necesitamos, naturalmente, amplios
paralelos tomados de la psicología del simbolismo primitivo e
histórico; porque los sueños proceden en lo esencial de lo
inconsciente, en donde están contenidas las posibilidades
funcionales remanentes de todas las épocas pretéritas de la
evolución y de la historia.
Todo
depende, pues, de comprender lo que quiere decir el cangrejo. En
primer lugar, sabemos que es algo que aparece en la amiga (porque a
la amiga refiere la paciente el cangrejo) y también algo que
apareció en la madre. Con respecto a la enferma, es indiferente que
la madre y la amiga tengan, realmente, dicha cualidad. La situación
sólo se modifica al modificarse la paciente. En la madre no hay
nada ya que modificar, puesto que ha muerto. Y la amiga no puede ser
obligada al cambio. Si ella no quiere modificarse, es cuestión suya
personal. El hecho de que apareciese dicha cualidad ya en la madre
indica algo infantil. ¿Qué es, pues, lo común en la relación de
la paciente con su madre y con su amiga? Lo común es una violenta
y fanática exigencia de amor, por cuyo apasionamiento la
enferma se siente dominada. Esta exigencia tiene, pues, el
carácter del anhelo infantil arrebatado, que es ciego, como
todo el mundo sabe. Se trata, por lo tanto, de un fragmento de
libido,
pero
no educado, no diferenciado, no humanizado, y que posee todavía
el carácter de un instinto irrefrenable, no amansado por la
domesticación. Para tal fragmento de libido,
el
animal es un símbolo absolutamente acertado. ¿Mas por qué ese
animal es, precisamente, un cangrejo? La paciente asocia a él
la enfermedad del cáncer de que murió la señora X,
y
por cierto casi a la misma edad en que la paciente se encuentra.
Podría, pues, tratarse de una identificación interpretativa con la
señora X.
Investiguemos
a esta señora. La paciente refiere de ella lo que sigue: La señora
X
se
quedó pronto viuda. Era muy alegre y divertida. Tuvo una serie de
aventuras con hombres, especialmente con un hombre singular, un gran
artista, a quien nuestra enferma conoció personalmente. Este
artista producía siempre en nuestra paciente una impresión notable
de fascinación y desasosiego.
La
identificación siempre se basa en una semejanza inconsciente, no
realizada. ¿Y cuál es la semejanza de nuestra enferma con la señora
X?
Pude
entonces rememorar en la enferma una serie de fantasías y
sueños anteriores, que demostraron claramente que también
la enferma tenía una vena de frivolidad; pero la había siempre
reprimido angustiosamente, porque temía que esta tendencia, que
adivinaba oscuramente en sí misma, la indujera a una vida inmoral.
Con esto hemos adquirido una nueva aportación esencial para conocer
el elemento "animal"; es decir, se trata otra vez del mismo
deseo indómito e instintivo, pero que en este caso se dirige hacia
los hombres. Al mismo tiempo comprendemos ahora otro motivo por el
cual no quiere desprenderse de su amiga, a saber: tiene que
permanecer unida a su amiga, para no caer en otra tendencia,
que le parece mucho más peligrosa. Por eso se mantiene en el grado
infantil, homosexual, que le sirve de protección.
(Como
enseña la experiencia, éste es uno de los motivos más eficaces que
inducen a mantener relaciones inadecuadas, infantiles). Pero en
este elemento está también su salud, la semilla de la futura
personalidad fuerte, que no se asusta ante el peligro de la vida
humana.
Mas
la paciente había sacado otra conclusión de la suerte de la señora
X.
Interpretó
su repentina y grave enfermedad y su muerte prematura como un castigo
del destino por la vida liviana de esta señora, hacia la que siempre
había sentido envidia la paciente (aunque sin confesárselo).
Cuando la señora X
murió,
la enferma puso moralmente una cara muy larga, que ocultaba
una malignidad "humana, harto humana". En castigo de esto,
la paciente ahora se atemorizaba, en su vida y su desarrollo, con el
ejemplo de la señora X,
y
había aceptado la carga de la tormentosa amistad. Naturalmente, todo
este proceso no había llegado a ser claramente consciente; de lo
contrario, nunca hubiera llegado a proceder así. Pero la
exactitud de esta comprobación se deducía fácilmente de todos
los hechos.
Con
esto no hemos terminado la historia de esta identificación en modo
alguno. La enferma hizo ulteriormente la observación de que la
señora X
tenía
una aptitud artística muy notable, que no se desarrolló en ella
hasta después de la muerte de su marido y que la llevó luego a la
amistad con el citado artista. Este dato parece contarse entre los
motivos esenciales de la identificación, si recordamos que la
enferma refería cuán grande y verdaderamente fascinadora había
sido la impresión que el repetido artista había hecho sobre ella.
Semejante fascinación nunca surge exclusivamente de una persona para
recaer sobre la otra, sino que es un fenómeno de relación,
en
la que dos personas se ligan, debiendo la persona fascinada poseer
para ello una disposición correspondiente. Pero esta disposición ha
de ser inconsciente; de lo contrario no tiene lugar ningún efecto
fascinador. La fascinación, en efecto, es un fenómeno de coacción,
al que falta motivación consciente; no es un proceso volitivo, sino
un fenómeno que surge de lo inconsciente y avasalla
coactivamente lo consciente. Todas las coacciones proceden de
motivos inconscientes.
Hay
que suponer, por lo tanto, que la paciente posee una disposición
(inconsciente) semejante a la del artista. La paciente se ha
identificado, pues, también con un hombre. Aquí debemos
recordar el análisis del sueño, donde tropezamos con la
identificación de lo "masculino" (el pie). De hecho, la
paciente desempeña un papel enteramente masculino con respecto a su
amiga; es la activa, la que constantemente da el tono, la que
gobierna a la amiga y en ocasiones la obliga un poco violentamente a
algo que sólo la enferma desea. Su amiga es netamente femenina,
incluso en su apariencia exterior, mientras que la paciente tiene
hasta exteriormente cierto tipo masculino. Su voz es más fuerte y
grave
que la de la amiga. La señora X
es
descrita como una mujer muy femenina, comparable en suavidad y
amabilidad a su amiga, según dice la enferma. Esto nos proporciona
otra pista: la paciente desempeña manifiestamente el papel del
artista con respecto a la señora X,
pero
trasladado a su amiga. Así cumple inconscientemente su
identificación con la señora X
y
con su amante. Con lo cual vive, en
efecto, esa
vena de liviandad que con tanta angustia hubo de reprimir; pero no la
vive conscientemente, sino que es juguete de esta tendencia
inconsciente.
Ya
sabemos, pues, muchas cosas sobre el cangrejo: este animal representa
la psicología interior del trozo de libido
no
domado. Las identificaciones inconscientes se orientan siempre
en el mismo sentido. Tienen esta fuerza, porque son inconscientes, y
por consiguiente, inasibles por ninguna evidencia y norma. El
cangrejo es, por lo tanto, el símbolo de los contenidos
inconscientes. Estos contenidos tienden, naturalmente, a mantener
siempre a la enferma en relación con su amiga. (El cangrejo anda
hacia atrás). La relación con la amiga es empero sinónima de
enfermedad, pues por ella cayó la paciente en estado de nerviosismo.
(De ahí la asociación con la enfermedad).
Este
elemento pertenece, propia y rigurosamente tomado, al análisis de
grado
objetivo. Pero
no hemos de olvidar que hemos llegado a él por aplicación del grado
subjetivo, el
cual se manifiesta, por tanto, como un importante principio
heurístico23.
Con los resultados hasta ahora obtenidos podríamos declararnos
prácticamente satisfechos. Pero tenemos que satisfacer también las
exigencias de la teoría, pues todavía no hemos interpretado todas
las ocurrencias, ni contrastado suficientemente la significación
de los símbolos elegidos.
Recojamos
ahora la observación de la paciente de que el cangrejo estaba oculto
en el arroyo, debajo del agua, y que ella no lo había visto antes.
No había, pues, visto antes esas relaciones inconscientes que
acabamos de explicar; ocultábanse en el agua. El arroyo es el
obstáculo que la impide pasar. Precisamente estas relaciones
inconscientes, que la ligaban a su amiga, eran para ella un
obstáculo. Es decir, el obstáculo era lo inconsciente. El agua
tiene, por lo tanto, la significación de lo inconsciente, en
este caso, o mejor dicho, de la inconsciencia,
de
la ocultación; porque el cangrejo es también algo
inconsciente, pero representa la dosis de libido
que
en lo inconsciente se oculta.
CAPÍTULO VII - LAS DOMINANTES DEL INCONSCIENTE COLECTIVO
Se
nos presenta ahora el problema de elevar al grado
subjetivo las
relaciones inconscientes, sólo conocidas hasta ahora en el grado
objetiva. Para
este fin hemos de desprenderlas del objeto y concebirlas como
relaciones con imágenes de naturaleza subjetiva, con complejos
alojados en lo inconsciente de la enferma misma. Si elevamos a la
señora X
al
grado subjetivo, encontramos que es ella la que ha enseñado a
la paciente lo que la paciente temía, porque inconscientemente lo
deseaba. La señora X
es,
por lo tanto, una imagen de aquello que quisiera ser la paciente, y
que, sin embargo, no quiere ser. La señora X
representa,
pues, en cierto sentido, la imagen anticipada del carácter de la
paciente. El tenebroso artista no es tan fácil de elevar al
grado subjetivo, pues el elemento de la inconsciente aptitud
artística, que en la paciente dormita, está ya representado por la
señora X.
Pudiera
decirse, con razón, que el artista es la imagen de lo masculino en
la paciente; imagen que no se ha realizado conscientemente y,
por lo tanto, se aloja en lo inconsciente para ella. En cierto
sentido esto es verdad, puesto que la paciente, en este punto, se
engaña de hecho acerca de sí misma. Se cree muy tierna, sensible y
femenina, y nada masculina. Por eso quedó contrariada y asombrada
cuando yo le hice observar sus rasgos masculinos. Pero en estos
rasgos no se encuentra el elemento inquietante y fascinador, el cual,
aparentemente, falta en ella. Sin embargo, en algún sitio ha de
ocultarse, pues ella misma ha promovido en sí este sentimiento.
Cuando
un elemento semejante no se encuentra, la experiencia nos enseña que
está siempre proyectado.
¿Pero
sobre quién? ¿Reside todavía en el artista? Hace mucho tiempo que
este desapareció de su campo visual, y no puede haberse llevado
la proyección, que está anclada en lo inconsciente de la enferma.
No; dicha proyección es siempre actual, es decir, ha de haber en
algún sitio alguien sobre quien este elemento esté actualmente
proyectado; de lo contrario, ella lo sentiría en sí.
Con
esto volvemos otra vez al grado objetivo; pues de otra suerte, no
podremos encontrar esta proyección. La paciente no conoce a ningún
hombre que signifique para ella algo especial, fuera de mí mismo,
que significo mucho para ella como médico. Acaso, pues, haya
proyectado este elemento sobre mí. Yo nunca había observado tal
cosa; pero los elementos más sutiles nunca se presentan en la
superficie, sino que salen a la luz cuando han pasado las horas
destinadas al tratamiento. Por eso hube de preguntar con
precaución: "Dígame usted: ¿cómo le aparezco yo cuando usted
está conmigo? ¿Soy entonces igual?" Y ella: "Cuando estoy
con usted, usted es muy simpático; pero cuando estoy sola o
paso mucho tiempo sin verle, entonces cambia su imagen muchas veces
de una manera maravillosa. Unas veces se me presenta usted
completamente idealizado, y luego de otro modo". Aquí se
detuvo; pero yo insistí: "¿Y cómo es eso?" A lo que
añadió ella: "A veces se me representa usted como muy
peligroso e inquietante, como un mago malo, un demonio. Yo no sé
cómo se me ocurren tales pensamientos. Porque usted no es así".
Ese
elemento estaba, pues, en mí, como trasposición; por eso faltaba en
su inventario. Con esto hemos descubierto otro punto esencial.
Yo estaba contaminado (identificado), con el artista; luego ella es
para mí la señora X
en
la fantasía inconsciente. Fácilmente pude demostrarle este hecho,
valiéndome de los materiales anteriormente encontrados (fantasías
sexuales). Pero entonces soy también yo mismo el obstáculo, el
cangrejo que la impide pasar. Si nos limitáramos, en este caso
especial, al grado objetivo, un buen consejo resultaría
peligroso. ¿De qué nos serviría que yo le dijese: "Pero yo no
soy ese artista, yo no soy inquietante, ni un mago maligno, etc.?"
Esto lo recibiría la paciente con entera frialdad, pues lo sabe tan
bien como yo. La proyección persiste ahora como antes, y yo sigo
siendo realmente el obstáculo para su progreso.
En
este punto han quedado estancados muchos tratamientos. Pues no
hay otra manera de escapar a la tenaza de lo inconsciente, como
no sea elevándose el médico mismo al grado subjetivo; es decir,
declarando que es una imagen ¿Pero una imagen de qué? Aquí está
la suprema dificultad. "Muy bien —dirá el médico—; yo
soy una imagen de algo que reside en lo inconsciente de la enferma".
A lo que ella replicará: "¿Pero qué? ¿Voy yo a ser un
hombre, y además un mago malo, inquietante, fascinador o un demonio?
Nunca, de ningún modo; eso no lo puedo admitir; eso es un disparate.
Más bien creeré que es usted el que lo es". Y tendrá razón
al hablar así. Es absurdo querer trasladar semejantes cosas a su
persona. Ella no puede admitir ser un demonio, como tampoco que lo
sea el médico. Sus ojos centellean algo; una maligna expresión
aparece en su rostro; un resplandor de odio desconocido, nunca
visto, serpentino, parece erguirse en ella. Veo de pronto la
posibilidad de una mortal equivocación. ¿Qué es esto? ¿Es
amor defraudado? ¿Es agravio? ¿Es desprecio? En su mirada
percibo algo de fiera, algo verdaderamente diabólico. ¿Será ella
verdaderamente un demonio? ¿O seré yo mismo la fiera, el
demonio, y tendré ante mí una víctima angustiada, que trata de
defenderse, con la fuerza animal de la desesperación, contra mi
encantamiento maligno? Todo esto debe ser un disparate, una
fascinación de la fantasía. ¿Qué es lo que he tocado? ¿Qué
nueva cuerda suena? Pero sólo es un momento efímero. La expresión
en el rostro de la enferma vuelve a ser tranquila y, como aliviada,
me dice: "Es notable; ahora he tenido la sensación de que usted
había tocado el punto sobre el cual nunca he pasado, en la relación
con mi amiga. Es un sentimiento terrible, algo inhumano, perverso,
cruel. No puedo describir lo siniestro de este sentimiento, que
me hace en tales momentos odiar y despreciar a mi amiga, a pesar
de que me resisto a ello con todas mis fuerzas".
Esta
manifestación arroja clara luz sobre lo ocurrido: yo he ocupado el
puesto de la amiga. La amiga ha sido vencida. El hielo de la
represión se ha roto. La enferma ha entrado en una nueva fase de su
existencia, sin saberlo. Ahora sé que todo lo que había de doloroso
y malo en la relación con la amiga recaerá sobre mí; sin duda
también lo bueno, pero en la más violenta lucha con la misteriosa
x,
sobre
que la enferma nunca ha pasado. Por lo tanto, hay una nueva fase
de trasposición que, sin embargo, no deja ver claramente en qué
consiste la x
que
sobre mí ha sido proyectada. Es indudable que si la enferma se
estanca en esta forma de trasposición, nos amenazan los más
difíciles equívocos; pues entonces habrá de tratarme como trataba
a su amiga; es decir, esa x
permanecerá
suspensa constantemente entre nosotros y creará malas
inteligencias. Resultará entonces que verá en mí al demonio
maligno, pues mal puede suponer que lo sea ella misma. De este
modo se plantean todos los conflictos insolubles. Y un conflicto
insoluble vale tanto como la paralización de la vida.
O
bien otra posibilidad: la enferma aplicará acaso su antiguo medio de
protección contra esta nueva dificultad, y pasará sobre el
punto oscuro. Es decir, reprimirá de nuevo, en vez de conservarlo
consciente, como exige necesaria y evidentemente el método. Con esto
nada se habría ganado; por el contrario, la x
amenaza
ahora desde lo inconsciente, cosa mucho más desagradable aún.
Siempre
que surge algo inadmisible, hay que darse cuenta exacta de si ese
algo está definido con una cualidad humana, o sí, en último
término, no lo es. "Mago" y "demonio"
representan propiedades que se califican propiamente de tal modo,
que, desde luego, se ve que no
son cualidades humanas y personales, sino mitológicas. "Mago"
y "demonio" son figuras mitológicas que expresan ese
incógnito sentimiento "inhumano" que la paciente había
sentido. Estos atributos no son, pues, aplicables a una personalidad
humana, aun cuando, por lo regular, son proyectados sobre los
demás hombres como juicios intuitivos
sin
contrastación crítica, con gran perjuicio de las relaciones
humanas.
Tales
atributos siempre indican que han sido proyectados contenidos
del inconsciente sobrepersonal o colectivo. Porque
"demonios" no son reminiscencias personales, como
tampoco "magos perversos", aun cuando todos hemos oído o
leído, naturalmente, estas cosas. Todos hemos oído hablar de la
serpiente cascabel; sin embargo, si un lagarto o una culebra nos
asustan al arrastrarse por la hierba, no vamos por eso a
denominarlos serpiente cascabel ni a sentir ante ellos la
emoción correspondiente. No designaremos tampoco a un prójimo
como un demonio, a no ser que, efectivamente, haya en él una especie
de influencia diabólica; pero si la influencia diabólica fuera,
efectivamente, un elemento de su carácter personal, habría de
mostrarse en todas las ocasiones, y entonces este hombre sería
verdaderamente un demonio, una especie de ogro. Mas esto es
mitología, es decir, psique colectiva y no psique individual. Por
cuanto participamos, por nuestro inconsciente, en la psique
colectiva histórica, vivimos, naturalmente, de un modo
inconsciente en un mundo de ogros, demonios, magos, etc.; pues éstas
son cosas en las que han depositado poderosos afectos todas las
épocas anteriores a nosotros. También tenemos participación
con dioses y diablo?, con salvadores y criminales. Pero sería
insensato quererse atribuir personalmente estas posibilidades,
que existen en lo inconsciente. Se impone, pues, una separación lo
más honda posible entre lo personal y lo impersonal. Con eso no
negamos de ningún modo la existencia, a veces muy eficaz, de los
contenidos del inconsciente colectivo. Sin embargo, como
contenido de la psique colectiva, se contraponen a la psique
individual y se distinguen de ésta. En el hombre ingenuo, estas
cosas no estaban separadas naturalmente de la conciencia
individual, porque la proyección de dioses, demonios, etc., no era
entendida como una función psicológica, sino que esos seres eran
considerados como realidades sencillamente aceptadas. Su
carácter proyectivo no era visto nunca. Hasta la época de la
ilustración (siglo xviii) no se comprendió que los dioses no
existen realmente, sino que sólo son proyecciones. Con esto
quedaron eliminados. Pero no estaba eliminada en modo alguno la
función psicológica correspondiente, sino que pasó al
inconsciente, con lo cual los hombres mismos fueron envenenados por
un exceso de libido,
que
antes se desahogaba en el culto de las imágenes de los dioses. La
depreciación y eliminación de una función tan fuerte, como es
la religiosa, tiene, naturalmente, importantes consecuencias para la
psicología del individuo. Lo inconsciente se refuerza
extraordinariamente por el reflujo de esta libido,
de
suerte que comienza a ejercer un violento y dominante influjo en la
conciencia, con sus contenidos arcaicos colectivos. El período de la
ilustración se cerró, como es sabido, con los horrores de la
Revolución Francesa. Actualmente volvemos a experimentar esta
rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la psique
colectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era,
precisamente, lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se
había reforzado antes desmesuradamente por el racionalismo de la
vida moderna, que desprecia todo lo irracional; con lo cual la
función de lo irracional se hundió en lo inconsciente. Pero una vez
que la función se encuentra en lo inconsciente, obra desde allí
devastadora e irresistiblemente, como una enfermedad incurable,
cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el
individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo
irracional; y no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y
su mejor ingenio a dar la forma más perfecta posible a la
extravagancia de lo irracional. En pequeño, lo vemos en nuestra
enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X)
que
le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma
patológica, con el mayor sacrificio, en un objeto inadecuado.
No
hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función
psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar
sus contenidos no como realidades concretas (esto sería Un
retroceso), sino como realidades
psicológicas; realidades,
porque son cosas activas,
es
decir, efectividades.
Lo
inconsciente colectivo es él sedimento de la experiencia universal
de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se ha
formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a
través del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes.
Estas
dominantes son las potestades, los dioses, es decir, imágenes
de leyes y principios dominadores, de regularidades promediadas en el
curso de las representaciones que el cerebro recibió a través de
procesos seculares. Por cuanto las imágenes depositadas en el
cerebro son copias relativamente fieles de los acaecimientos
psíquicos, corresponden sus dominantes (es decir, sus rasgos
generales, acusados por acumulación de experiencia idéntica), a
ciertos rasgos físicos generales. Por eso es posible trasladar
directamente ciertas imágenes inconscientes, como conceptos
intuitivos, al mundo físico; así, por ejemplo, el éter,
la
materia sutil o anímica primitiva, que está representada, por
decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así también la
energía,
esa
fuerza mágica cuya intuición también está difundida
universalmente.
Por
su parentesco con las cosas físicas, aparecen las dominantes
proyectadas con frecuencia; y. cuando las proyecciones son
inconscientes, recaen sobre las personas del círculo próximo
y, por lo regular, en forma de depreciaciones o sublimaciones
anormales, que provocan errores, disputas, misticismos y locuras
de toda índole. Así se dice que "uno tiene a otro por Dios",
o que "Fulano es la bestia negra de Megano". De aquí
surgen también las modernas formas del mito, es decir, fantásticos
rumores, desconfianzas y prejuicios. Las dominantes del
inconsciente colectivo son, por lo tanto, cosas sumamente importantes
y de importante efecto, a las cuales ha de prestarse la mayor
atención. Las dominantes no se han de ahogar simplemente, sino que
se han de someter a cuidadosa ponderación. Como suelen presentarse
en forma de proyecciones, y las proyecciones (por el parentesco
de las imágenes inconscientes con el objeto) sólo se adhieren
allí donde existe una ocasión externa para ello, resulta muy
difícil su estudio. Por lo tanto, cuando alguien proyecta la
dominante "diablo" sobre un prójimo es porque este
prójimo tiene algo en sí que hace posible la fijación de la
dominante diabólica. Con esto no quiero decir, de ningún modo, que
este hombre sea también, por decirlo así, un diablo; antes por el
contrario, puede ser un hombre singularmente bueno pero es
incompatible con el proyectante y, por consiguiente, existe entre
ambos un "efecto diabólico". Tampoco el proyectante
necesita ser un diablo, aun cuando tenga que reconocer que lleva
en sí lo diabólico y que ha incurrido en ello, por cuanto lo
proyecta; pero no por eso es "diabólico", sino que puede
ser un hombre tan correcto como el otro. La presencia de la dominante
diabólica, en un caso semejante, se interpreta así: ambos hombres
son incompatibles (para el presente y para el futuro próximo),
por lo cual lo inconsciente los disocia y separa.
Una
de las dominantes, que se encuentra casi regularmente en el
análisis de las proyecciones con contenidos colectivos
inconscientes, es el "demonio mago", de efecto
eminentemente inquietante. Un buen ejemplo es el Golem,
de
Meyrink, como también el mago tibetano en los Murciélagos
de
Meyrink, que desencadena mágicamente la guerra universal.
Naturalmente, Meyrink no lo ha aprendido de mí, sino que lo ha
formado libremente de su inconsciente, comunicando a semejante
sentimiento, forma y palabra, como la enferma lo había proyectado
sobre mí. La dominante mágica se presenta también en Zaratustra;
y
en
Fausto
es,
por decirlo así, el héroe mismo.
La
imagen de este demonio es el grado más bajo y más antiguo del
concepto de Dios. Es la dominante del primitivo mago o curandero de
la tribu, personalidad de singulares dotes, cargada de fuerza
mágica24.
Esta figura aparece en lo inconsciente de mi enferma muy
frecuentemente con piel
morena y tipo mongólico. (Advierto
que estas cosas eran conocidas por mí mucho antes de que Meyrink las
escribiera).
Con
el conocimiento de las dominantes del inconsciente colectivo,
hemos dado un gran paso. El efecto mágico diabólico del prójimo
desaparecerá tan pronto como el sentimiento inquietante quede
relegado a una magnitud definitiva del inconsciente colectivo. Pero,
en cambio, tenemos ahora ante nosotros un problema enteramente nuevo
e insospechado, a saber: el problema de en qué forma pueda el
Yo entrar en tratos con este no-Yo psicológico. ¿Cabe contentarse
con la comprobación de la existencia activa de las dominantes
inconscientes y abandonar luego la cuestión a sí misma?
Con
esto se produciría un estado de constante disociación, una
desavenencia entre la psique individual y la psique colectiva en el
sujeto. Por una parte tendríamos el Yo diferenciado y moderno;
por otra, una especie de cultura de negros, un estado enteramente
primitivo. Con lo cual percibiríamos separado y claro lo que
efectivamente sucede ahora, a saber: que la corteza de la
civilización cubre una bestia de piel oscura. Semejante
disociación exige, empero, inmediata síntesis y desarrollo de lo no
desarrollado. Hay que armonizar estos dos extremos.
Antes
de entrar en este nuevo problema, volvamos a nuestro sueño, al sueño
de que hemos partido. Durante toda la exposición hemos ido
adquiriendo una comprensión dilatada del sueño, especialmente en
Una zona especial del mismo, en lo que se refiere a la angustia.
Esta
angustia es una angustia diabólica ante las dominantes del
inconsciente colectivo. Porque vemos que la paciente se
identifica con la señora X.
por
lo cual manifiesta tener relación con el artista inquietante.
Se descubrió también que el médico (yo) fue identificado con el
artista, y además que yo, tomado en el grado subjetivo, era una
imagen de la dominante mágica del inconsciente colectivo.
Todo
esto se oculta en el sueño bajo el símbolo del cangrejo, del que
anda hacia atrás. El cangrejo es el contenido vivo de lo
inconsciente, que un análisis en el grado objetivo no puede, en modo
alguno, agotar o hacer innocuo. Lo que pudimos lograr fue que los
contenidos mitológicos o psicológicos colectivos se desprendiesen
de los objetos de la conciencia, y fuesen a consolidarse como
realidades psicológicas fuera de la psique individual.
Mientras
lo inconsciente colectivo se acopla indistintamente con la
psique individual, no es posible hacer ningún progreso, no es
posible salvar el obstáculo —para hablar con los términos
del sueño—. Pero si la soñadora se dispone a saltar la línea
divisoria, entonces, lo que antes era inconsciente se torna vivo, la
agarra y tira de ella. El sueño y su material caracterizan el
inconsciente colectivo, por una parte como animal inferior
vivo, oculto en la profundidad del agua, y por otra parte como una
enfermedad peligrosa, que puede curarse, si se opera o saja a
tiempo. Hasta qué punto ésta caracterización es acertada, ya lo
hemos visto. El símbolo animal alude especialmente, como ya
hemos dicho, a lo extrahumano, es decir, a lo sobrepersonal;
pues los contenidos del inconsciente colectivo no son solamente los
residuos de una forma funcional arcaica, específicamente humana,
sino también los residuos de las funciones de la serie de
antepasados animales del hombre, cuya duración ha sido mucho mayor
que la época, relativamente corta, de la existencia específicamente
humana25.
Tales residuos o, para hablar con Semon, engramas,
son
adecuados perfectamente cuando entran en actividad, no sólo para
detener el progreso de la evolución, sino también para
transformarlo en un retroceso, hasta que se agota la cantidad de
energía que ha puesto en actividad el inconsciente colectivo.
Pero
la energía vuelve a hacerse utilizable por el hecho de que puede ser
tomada en cuenta por la contraposición consciente del
inconsciente colectivo. Las religiones han establecido este círculo
energético por medio del trato litúrgico con los dioses (las
dominantes del inconsciente colectivo) en forma concretista 26.
Pero esta forma y manera está para nosotros demasiado en
contradicción con el entendimiento y su moral cognoscitiva; no
podemos considerar esta solución del problema ni como ejemplar
ni siquiera como posible. En cambio, si concebimos las figuras de lo
inconsciente como dominantes inconscientes colectivas y, por
tanto, como fenómenos o funciones psicológico-colectivas, esta
suposición no contradice, en modo alguno, a nuestra conciencia
intelectual. También es racionalmente aceptable esta solución.
Con ella adquirimos la posibilidad de enfrentarnos con los residuos
activados de nuestra historia primigenia. Esta relación nos permite
salvar la línea divisoria, y por eso se llama propiamente función
trascendente, lo que es sinónimo de desarrollo progresivo hacia
una nueva actitud, que está indicada en el sueño bajo la forma de
la otra orilla del arroyo.
El
paralelo con el mito del héroe salta a la vista. Muy frecuentemente
la lucha típica del héroe con el monstruo (el contenido
inconsciente) tiene lugar a la orilla de un río, o acaso junto a un
vado, como ocurre especialmente en los mitos indios, que conocemos
por la Hiawatha
de
Longfellow. En la lucha decisiva, el héroe es tragado por el
monstruo (Jonás y la ballena), como ha demostrado Frobenius27
con extenso material En el interior del monstruo comienza el
héroe a enfrentarse con la bestia, a su modo, mientras que el animal
nada con él dentro hacia Oriente, hacia la salida del sol. El
héroe corta un trozo importante de las entrañas, por ejemplo, el
corazón de la bestia, gracias al cual ella vivía (es decir,
precisamente la valiosa energía con que se activaba lo
inconsciente). De este modo mata al monstruo, que luego arriba a
tierra, donde el héroe, renacido merced a la función trascendente
(el viaje nocturno por mar, como lo llama Frobenius), vuelve a
salir, acompañado muchas veces por todos aquellos que el monstruo
había devorado antes. Con esto queda restablecido el estado normal
anterior, puesto que lo inconsciente no posee ya una posición
predominante, toda vez que ha sido despojado de su energía. Así el
mito —que es un sueño del pueblo— describe en forma muy
intuitiva el problema que ocupa a nuestra enferma28.
He
de subrayar ahora un hecho bastante importante, que acaso haya
advertido también el lector; y es que en este sueño lo inconsciente
colectivo se presenta bajo un aspecto negativo, como algo peligroso y
perjudicial. Esto procede de que la paciente tiene, no sólo una vida
imaginativa muy desarrollada, sino incluso exuberante, cosa que
concuerda con sus dotes de escritora. Su exagerada fantasía es
un síntoma de enfermedad, porque se complace con exceso en sus
imágenes, en tanto que descuida la vida real. Un poco más de
mitología sería para ella realmente peligroso, porque aún le queda
por vivir un buen pedazo de vida exterior. Todavía no se halla
bastante afianzada la vida real para poder arriesgar una
inversión de postura. Lo inconsciente colectivo la ha sorprendido y
amenaza separarla de la realidad, todavía insuficientemente
cumplida. En consonancia con el sentido del sueño, hubo de
presentársele lo inconsciente colectivo como algo peligroso;
pues de lo contrario hubiera hecho de ello con harto agrado un
refugio contra las exigencias de la vida. Con este ejemplo
negativo no quisiera suscitar la impresión de que lo inconsciente
desempeña en todos los casos este papel dudoso. Por eso quiero
referir aquí otros dos sueños de un joven, que ilustrarán otra
zona más favorable de la función de lo inconsciente. Lo hago con
tanto mayor gusto cuanto que la solución del problema de la
oposición sólo es posible por el camino irracional, señalado
por las aportaciones de lo inconsciente, los sueños.
En
primer lugar, he de poner al lector en conocimiento con la
persona del soñador; pues sin este conocimiento apenas es
posible penetrar en el temple particular de estos sueños. Hay
sueños que son los más puros poemas, y sólo pueden ser
comprendidos por la tonalidad general. El soñador es un joven de
unos veinte años, de aspecto muy aniñado todavía. Se advierte
en su exterior y en sus formas de expresarse un leve toque de
feminidad. Sus ademanes y sus palabras descubren una excelente
formación y educación. Es inteligente, con intereses francamente
intelectuales, y estéticos. Lo estético se halla para él en primer
término. Se nota inmediatamente su buen gusto y su fina comprensión
para todas las formas del arte. Su vida sensitiva es tierna y
delicada, ligeramente soñadora, como corresponde a la edad de la
pubertad, pero de naturaleza femenina. La preponderancia del
elemento femenino es innegable. No se encuentra en él ninguna huella
de esa grosería propia de la pubertad. Indudablemente, es demasiado
joven para su edad, y, por lo tanto, es un caso manifiesto de
desarrollo retrasado. Concuerda con esto el hecho de que haya venido
a verme para que yo le cure de homosexualidad. La noche antes de
venir a mí por vez primera, tuvo el sueño siguiente:
"Me
encuentro en una amplia catedral envuelta en crepúsculo misterioso.
Parece ser la basílica de Lourdes. En el centro se encuentra un pozo
profundo y sombrío, al que yo he de bajar".
Como
se ve, el sueño es la expresión coherente de un estado de ánimo.
Las observaciones del soñador son las siguientes: "Lourdes es
la fuente mística de la salud. Yo pensaba ayer, naturalmente,
en que había de ser tratado por usted para recuperar la salud. En
Lourdes dicen que hay una fuente. Probablemente es muy desagradable
meterse en aquella agua. El pozo del templo era muy hondo".
¿Qué
significa este sueño? Aparentemente está muy claro y pudiéramos
contentarnos con interpretarlo como una especie de formulación
poética del estado del día anterior. Pero no es posible contentarse
con esto, pues la experiencia enseña que los sueños son mucho más
profundos y significativos. Pudiera pensarse, por este sueño,
que el soñador llega al médico en un temple muy poético; que entra
en el tratamiento, como quien acude a un acto litúrgico sagrado, en
la mística penumbra de un misterioso santuario. Pero esto no
concuerda en absoluto con la realidad efectiva. El paciente vino
simplemente al médico para ser tratado de aquella cosa desagradable,
o sea de su homosexualidad. Esto no tiene nada de poético. De
todos modos, el temple efectivo del día anterior no nos permite
descubrir por qué razón había de soñar el enfermo tan
poéticamente, dado que sea lícito suponer una causalidad tan
directa como origen de un sueño. Podríamos suponer acaso que
precisamente la impresión del asunto sumamente antipoético, que
inducía al paciente o buscar mi tratamiento, fue lo que dio
motivo al sueño. Es decir, podríamos hacer la suposición de que el
paciente, precisamente por la falta de poesía en su estado de
ánimo del día anterior, soñó un sueño poético; como alguien,
que durante el día ha ayunado, soñará por la noche en suculentos
banquetes. No puede negarse que la idea del tratamiento, de la
curación y del proceso desagradable se repite en el sueño; pero
poéticamente transfigurada, es decir, en una forma que corresponde
de la manera más eficaz a la viva necesidad estética y
emocional del soñador. Por esta imagen sugestiva debía ser
irresistiblemente atraído, a pesar de que la fuente es oscura,
profunda y fría. Algo de esta tonalidad del sueño persistirá
después del sueño y alcanzará a la mañana de aquel día en que
había de someterse al desagradable y antipoético tratamiento. La
cruel realidad recibirá quizá un leve resplandor áureo de los
sentimientos ensoñados.
¿Acaso
es ésta la finalidad de este sueño? No sería imposible, pues según
mi experiencia, casi todos los sueños son de naturaleza
compensadora. Acentúan
la otra zona para mantener el equilibrio del alma. Pero la
compensación de la tonalidad no es la única finalidad del
cuadro soñado. Hay también en el sueño un aspecto de
interpretación. El paciente no tenía idea del tratamiento al que
estaba a punto de someterse. Pero el sueño le da una imagen, que
caracteriza, por una metáfora poética, la esencia del tratamiento
que le aguarda. Esto se descubre al punto, si proseguimos enumerando
sus ocurrencias y observaciones sobre la imagen de la basílica.
"Sobre
la basílica —dice— se me ocurre pensar en la catedral de
Colonia. Ya en mi niñez me ocupó mucho esta catedral. Recuerdo que
mi madre fue la primera que me habló de ella. Recuerdo también que,
al ver una iglesia de aldea, pregunté si era la catedral de Colonia.
Deseaba ser sacerdote en aquella catedral". El paciente
describe, en estas ocurrencias, un episodio muy esencial de su
juventud. Como en casi todos los casos de su especie, existe también
en él una relación muy íntima con la madre. No se ha de
entender por eso que se trate de una relación consciente,
singularmente
buena o intensiva, sino más bien de algo así como una relación
secreta y subterránea, que acaso sólo se expresa en la conciencia
por el retraso en la evolución del carácter, por un relativo
infantilismo. El desarrollo de la personalidad se aleja,
naturalmente, de semejante vínculo infantil inconsciente, pues nada
hay que tanto estorbe al desarrollo como el permanecer en un estado
inconsciente y, aun pudiera decirse, psíquicamente embrional.
Por esta razón el instinto se apodera de la primera ocasión para
sustituir a la madre por otro objeto. Este objeto ha de tener,
en cierto sentido, analogía con la madre para poder sustituirla
realmente. Y tal es el caso verdaderamente de nuestro enfermo. La
intensidad con que su fantasía infantil aprehendió el símbolo de
la catedral de Colonia corresponde a una fuerte necesidad
inconsciente de encontrar un sustitutivo de la madre. Esta necesidad
inconsciente está naturalmente acentuada todavía más en un caso
como éste, en que el vínculo infantil amenaza convertirse en
daño. De ahí el entusiasmo con que su fantasía infantil se apodera
de la representación de la iglesia; pues la Iglesia es, en el más
pleno y amplio sentido, una madre. Se habla, no solamente de la madre
Iglesia, sino también de su regazo. En la ceremonia de la
benedictio
fontis de
la Iglesia católica, es interpretada la taza como inmaculatus
divini fontis uterus (útero
inmaculado de la fuente divina). Opinamos sin duda que es preciso
tener conciencia clara de esta interpretación para que este
sentido pueda obrar en la fantasía, y que no se puede contar
con que a un niño ignorante le alcancen estas significaciones. Es
seguro que estas analogías no obran por la vía de la conciencia,
sino por otro camino distinto.
La
Iglesia, en efecto, representa un sustitutivo espiritual elevado
del vínculo simplemente natural y, por decirlo así, "carnal"
con los padres. Libera, pues, a los individuos de una relación
natural inconsciente, que, estrictamente hablando, no es una
relación, sino un estado de primordial identidad inconsciente,
el cual, por su inconsciencia, tiene una extraordinaria inercia, que
se opone con fuerza a cualquier desarrollo espiritual más alto.
Difícilmente podría indicarse diferencia esencial entre un
estado semejante y un estado animal. Ahora bien; no es prerrogativa
especial de la Iglesia cristiana, en ningún modo, el procurar que el
individuo se desprenda de ese estado primerizo, cuasi animal, sino
que ese propósito constituye la forma moderna, y especialmente
occidental, de una tendencia instintiva que acaso sea tan antigua
como la humanidad misma. Es una tendencia que se encuentra en las más
distintas formas, por decirlo así, en todos los primitivos, algo
desarrollados y todavía no degenerados. Me refiero a la institución
de las iniciaciones o consagraciones de la virilidad; en la edad
de la pubertad, el joven es recluido en la casa de los varones o en
cualquier otro lugar de ininiación donde, sistemáticamente, se le
hace extraño a su familia. Al mismo tiempo, se le inicia en los
misterios religiosos, y de este modo entra, no sólo en nuevas
relaciones, sino también en una especie de mundo nuevo, como
personalidad renovada y modificada, quasi
modo genitus (como
un recién nacido). La iniciación lleva aparejada muchas veces toda
clase de torturas, incluso la circuncisión y otras semejantes. Estos
usos son, indudablemente, antiquísimos, y han dejado sus huellas en
nuestro inconsciente, como tantas otras vivencias primitivas. Se han
convertido casi en mecanismo instintivo, de suerte que se
reproducen por sí mismos, aun sin estímulo exterior, como en las
ceremonias de los bautizos estudiantiles o en las iniciaciones
todavía mucho más exageradas de los estudiantes americanos. Se
han sepultado en lo inconsciente como imagen
primordial, como
un arquetipo, como dice San Agustín.
Cuando
la madre habló al niño de la catedral de Colonia, esta imagen
primordial fue excitada y despertó a la vida. Mas no hubo
entonces ningún educador sacerdote que desarrollara este
comienzo. El niño quedó en las manos de la madre. Desarrollóse en
el muchacho la nostalgia del varón director, en forma de una
inclinación homosexual; desarrollo defectuoso, que acaso no hubiera
tenido lugar si un hombre hubiera desenvuelto la fantasía infantil
del paciente. El extravío hacia la homosexualidad tiene, desde
luego, abundantes ejemplos históricos. En la Grecia antigua,
como en otras colectividades primitivas, la homosexualidad era, por
decirlo así, idéntica con la educación. En este sentido, la
homosexualidad de la adolescencia representa la necesidad de un
varón; necesidad, desde luego, mal comprendida, pero no por eso
menos adecuada a su fin.
Para
el enfermo, según el significado de su sueño, la entrada en el
tratamiento significa que se cumple el sentido de su homosexualidad,
a saber: su ingreso en el mundo del hombre adulto. Lo que nosotros
hemos tenido que desentrañar aquí, con penosas y tortuosas
reflexiones, para poder comprenderlo plenamente, el sueño
lo condensó en pocas metáforas expresivas, creando con ello
una imagen; que influye en la fantasía, en el sentimiento y en la
inteligencia del soñador, mucho más que una sabia disertación. Por
eso, el enfermo estaba mejor y más significativamente preparado para
el tratamiento que si hubiera leído una gran colección de teoremas
médicos y educativos. (Por esta razón considero el sueño, no sólo
como una preciosa fuente de información, sino también como un
instrumento sumamente eficaz de educación o tratamiento).
Pasemos
ahora al segundo sueño. Pero he de decir antes que en la primera
consulta no me ocupe en modo alguno del sueño que acabo de referir.
Ni siquiera fue mencionado. No se habló una palabra que tuviera
relación con lo antedicho. El segundo sueño es éste:
"Estoy
en una gran catedral gótica. En el altar hay un sacerdote. Yo estoy
con mi amigo delante de él, y tengo en la mano una figurilla
japonesa de marfil, con el sentimiento de que tiene que ser
bautizada. De pronto llega una señora anciana, quita a mi amigo el
anillo de la mano y se lo pone ella misma. Mi amigo tiene miedo de
que pueda por eso quedar enlazado de algún modo. Pero en este
momento suena una maravillosa música de órgano."
Haré
resaltar brevemente aquellos puntos que continúan y completan
el sueño del día anterior. Indudablemente, el segundo sueño
se enlaza con el primero: otra vez el soñador está en la iglesia,
es decir, en el estado de la consagración viril. Pero una nueva
figura se ha presentado, el sacerdote, de cuya ausencia en la primera
situación ya hemos hablado. El sueño confirma, por lo tanto,
que el sentido inconsciente de su homosexualidad se ha cumplido, y
puede iniciarse otra evolución. Ya puede empezar el acto verdadero
de la iniciación; es decir, el bautismo. En el simbolismo del sueño
se confirma lo que ya he dicho: que no es prerrogativa de la
Iglesia cristiana el realizar semejantes traslados y transformaciones
del alma, en los que se oculta una imagen primordial, que puede
obligar en ciertos casos a tales transformaciones. Lo que, según el
sueño, ha de ser bautizado, es, en efecto, una figurilla
japonesa de marfil. El paciente observa a este propósito: "Era
un hombrecillo grotesco, que me recuerda los órganos genitales
del hombre. Es curioso que este miembro tuviera que ser bautizado.
Pero entre los judíos, la circuncisión es una especie de bautismo.
Esto debe de referirse, seguramente, a mi homosexualidad; pues
el amigo que está conmigo ante el altar es precisamente aquel con
quien estoy ligado homosexualmente. El está conmigo en el mismo
lazo. El anillo representa manifiestamente nuestra unión."
Sabido
es que el anillo, en el uso diario, tiene el sentido de un símbolo
de unión o relación, como, por ejemplo, el anillo de boda. Podemos,
pues, interpretar en este caso el anillo como una metáfora de la
relación homosexual, como también el hecho de que el soñador se
presente juntamente con su amigo.
El
mal que ha de corregirse es la homosexualidad. De este estado,
relativamente infantil, el soñador ha de ser trasladado, por una
ceremonia casi de circuncisión, y con el auxilio del sacerdote,
a otro estado, al estado del adulto. Estos pensamientos responden
exactamente a mis explicaciones sobre el sueño anterior. En
este sentido, la evolución habría de continuarse, lógica y
naturalmente, con la ayuda de representaciones arquetípicas.
Pero ahora surge, al parecer, un entorpecimiento. Una señora
anciana se apodera del anillo, o, con otras palabras: se apodera de
lo que hasta ahora era relación homosexual, con lo cual el soñador
teme haber entrado en una nueva relación que le obligue. El anillo
está ahora en el dedo de una mujer. Esto pudiera significar una
especie de matrimonio; es decir, que la relación homosexual se
convertiría en una relación heterosexual. Pero ésta sería una
relación heterosexual de carácter extraño, pues se trata de
una señora anciana. "Es —dice el paciente— la amiga de mi
madre. Le tengo afecto; es para mí propiamente una amiga maternal".
De
esta manifestación podemos deducir lo que ha ocurrido en el sueño:
merced a la iniciación, el vínculo homosexual queda roto y en su
lugar se establece una relación heterosexual, una amistad platónica
con una mujer semejante a la madre. A pesar de la semejanza con la
madre, esta mujer ya no es, sin embargo, la madre. La relación con
ella significa, por lo tanto, un paso allende la madre y un
vencimiento de la homosexualidad infantil.
El
terror ante el nuevo vínculo se comprende fácilmente. Primero,
como angustia ante la semejanza con la madre; pudiera ser que por la
disolución del lazo homosexual recayese el paciente por completo en
la esfera de la madre. Pero además, como angustia ante lo nuevo y
desconocido del estado heterosexual adulto, con sus posibles
obligaciones, como matrimonio, etc. Pero esto no es ningún
retroceso, sino un avance, como parece confirmarse por la música que
en seguida suena. El paciente es muy músico, y sus sentimientos se
inclinan especialmente a la música solemne de órgano. La
música significa, por lo tanto, para él un sentimiento muy
positivo; en este caso, es una terminación plausible del sueño,
adecuada, además, para teñir de un bello sentimiento de unción la
mañana siguiente.
Si
se considera ahora el hecho de que el paciente, hasta este momento,
sólo me ha visto en una consulta, en la cual nuestra conversación
no pasó de ser una anamnesis general médica, habrá de concedérseme
que ambos sueños constituyen asombrosas anticipaciones. Por una
parte, iluminan la situación del paciente con una luz sumamente
peculiar y extraña a la conciencia, y por otra parte, comunican a la
situación trivial médica un aspecto que se adapta como ningún
otro a la singularidad espiritual del soñador y que es capaz, como
ningún otro, de poner en tensión sus intereses estéticos,
intelectuales y
religiosos.
Esto creó para el tratamiento los mejores supuestos imaginables. De
la significación de estos sueños se saca casi la impresión de que
el paciente entraba en el tratamiento con la mayor diligencia,
alegría y esperanza, completamente dispuesto a despojarse de su
puerilidad y a hacerse un hombre. En realidad, no era así. La parte
consciente del enfermo estaba llena de retraimientos y resistencias;
aun avanzado el tratamiento, se manifestó rebelde y difícil,
siempre dispuesto a volver a su antigua infantilidad. Así, pues, los
sueños están aquí en estricta oposición a la conducta
consciente. Muévense en la línea progresiva y ayudan al educador.
Esos sueños revelan la peculiar función de todos los sueños, a mi
juicio, con gran claridad. He dado a esa función el nombre de
compensación.
La
progresividad inconsciente constituye con la regresividad
consciente una pareja de contrarios que, por decirlo así, equilibran
la balanza. La acción del educador es el fiel.
En
el caso de este joven, las imágenes del inconsciente colectivo
desempeñaban un papel positivo, lo cual procede, evidentemente, de
que el joven no tenía la menor tendencia peligrosa a incurrir en la
sustitución de la realidad por fantasías y atrincherarse así
contra la vida. La acción de las imágenes inconscientes tiene algo
de un sino. De ellas puede decirse: Volentem
ducunt, notentem trahunt (al
dócil lo llevan, al rebelde lo arrastran). Acaso —¿quién sabe?—
estas imágenes eternas sean lo que se llama el Destino.
Naturalmente,
el arquetipo está siempre y en todas partes en acción. Pero el
tratamiento práctico no exige siempre —sobre todo no lo exige
tratándose de jóvenes — que se entre en comunicación detallada
con el paciente. En las personas de edad, por el contrario, es
necesario dedicar una atención especial a las imágenes del
inconsciente colectivo, pues ellas son la única fuente de donde
podemos tomar datos para la solución del problema del contraste. De
la elaboración consciente de estos datos resulta la función
trascendente, como concepción, llevada a cabo por los arquetipos y
que sirve para conciliar los contrastes. Debiera presentar ejemplos
de ello; pero actualmente nos movemos todavía en un terreno casi
desconocido, de modo que me parece mejor no someter estos
delicados fenómenos a una formulación precipitada. He de
contentarme aquí con afirmar que, a causa de la tensión entre los
contrarios, lo inconsciente colectivo reproduce imágenes que
hacen posible la unificación irracional de los contrarios, por
medio de símbolos. En lo posible he descrito los principios de
este proceso en mi obra Tipos
psicológicos. Pero
bien se me alcanza que en esta materia, tan importante como
difícil, no se ha dicho todavía la última palabra.
CAPÍTULO VIII - LA CONCEPCIÓN DE LO INCONSCIENTE - GENERALIDADES TERAPÉUTICAS
Engáñase
quien crea que lo inconsciente es algo inofensivo, que puede
convertirse en objeto de juegos de sociedad o utilizarse para fáciles
ensayos terapéuticos. Sin duda, lo inconsciente no siempre, ni en
todas las personas, es peligroso. Pero la neurosis es la señal de
que en lo inconsciente existe un depósito lleno de energía,
una especie de carga que puede explotar. En ese caso, hay que tener
precaución. De momento, nadie sabe lo que dispara, cuando empieza a
analizar los sueños. Pone en movimiento algo interior e invisible.
Muy probablemente es algo que más o menos tarde saldría a luz
espontáneamente; pero también podría suceder que no saliera nunca.
En cierto modo, es como perforar un pozo artesiano; se corre el
peligro de tropezar con un volcán. No hay seguridades
absolutas. Cuando existen síntomas neuróticos, se puede caminar con
cautela. Pero los casos neuróticos no son los más peligrosos, ni
con mucho. Porque, a veces, hay personas aparentemente muy
normales, que no presentan síntomas neuróticos especiales —acaso
son los mismos médicos y educadores—, que incluso presumen de
normalidad y son modelos de buena educación, y tienen, por
añadidura, opiniones sumamente normales y costumbres normales, pero
cuya normalidad es una
compensación artificial de una psicosis latente. Estos
casos, naturalmente, rara vez se presentan al psiquiatra de
profesión. Los mismos interesados no sospechan nada de su estado. O
sus sospechas sólo encuentran una expresión indirecta en el gran
interés que les inspira la psicología y psiquiatría, atraídos
por estas cosas, como la mariposa por la luz. Pero como la
técnica analítica descubre lo inconsciente, resulta que en estos
casos destruye la compensación saludable y lo inconsciente sale
afuera en forma de fantasías ya incoercibles, y de
consiguientes excitaciones que, en ocasiones, llevan a una
enajenación y, acaso antes, al suicidio. Afortunadamente, estas
psicosis latentes parecen ser relativamente raras. Si no ocurriera
así, el método más satisfactorio, científica y terapéuticamente,
sería harto peligroso para poder ser empleado en la práctica.
El
peligro de tropezar con tales casos, amenaza a todo médico que
practica el análisis de lo inconsciente, aun cuando disponga de una
gran experiencia y habilidad. Por torpeza, falsas concepciones,
interpretaciones arbitrarias, etc., puede también el médico
echar a perder casos que no forzosamente hubieran debido resultar
mal. Pero esto no sucede sólo con el análisis de lo inconsciente,
sino con toda intervención del médico, por cuanto puede haber
error en ella. La afirmación de que el análisis vuelve locas a
las personas, es tan estúpida como la idea vulgar de que el médico
del manicomio, por su trato con los alienados, ha de volverse
necesariamente loco.
Prescindiendo
de los peligros del tratamiento, lo inconsciente puede llegar a ser
peligroso también por sí mismo. Una de las formas más generales de
este peligro es la provocación de accidentes desgraciados. Una
cantidad de desgracias mucho mayor de lo que el público pueda
sospechar está provocada psicológicamente. Empezando por
pequeños accidentes, como tropezones, encontronazos, quemaduras en
los dedos, etc., hasta llegar a los accidentes automovilísticos y
catástrofes alpinas, todo puede estar motivado psicológicamente y a
veces preparado con semanas y aun meses de anticipación. He
investigado muchos casos de está índole y he podido con frecuencia
señalar sueños que, con varias semanas de anticipación,
demostraban la tendencia del sujeto a dañarse a sí mismo;
naturalmente, expresada en símbolos. Todas las desgracias que
ocurren por la llamada inadvertencia, habrían de estudiarse con
relación a semejantes determinaciones. Es sabido que, cuando
por cualquier razón, no estamos bien templados, nos suceden, no sólo
accidentes tontos, más o menos grandes, sino incidencias
peligrosas que, en un momento psicológicamente adecuado, pueden
llegar a poner fin a la vida. La voz popular dice: "Fulano y
Zutano murieron en el momento justo", expresando con estas
palabras un sentimiento acertado de la secreta causalidad
psicológica que provocó el accidente. En la misma forma pueden
producirse o prolongarse enfermedades corporales. Un funcionamiento
incorrecto de la psique puede perjudicar mucho al cuerpo; y
viceversa, un padecimiento corporal puede contagiar al alma;
pues alma y cuerpo no son cosas separadas, sino una y la misma vida.
Así, rara vez hay una enfermedad corporal que no esté complicada
con el alma, aun cuando no haya sido directamente causada por
motivos psicológicos. A mi juicio, debieran los médicos
reparar mucho más en estas correspondencias.
Pero
sería injusto no realizar más que el lado desfavorable de lo
inconsciente. En todos los casos ordinarios, lo inconsciente es
desfavorable o peligroso, porque estamos en desacuerdo con él y, por
lo tanto, en oposición con nuestros instintos29.
Pero
si conseguimos establecer aquella función, que he llamado función
trascendente,
entonces
cesa la discordia y podemos gozar del aspecto favorable de lo
inconsciente. Entonces lo inconsciente nos presta aquella ayuda
y estímulo, que puede dar al hombre, en rebosante plenitud, una
naturaleza buena. Lo inconsciente ofrece, incluso, posibilidades
que están completamente cerradas a la conciencia; porque lo
inconsciente dispone de todos los contenidos psíquicos
subliminales, de todo lo olvidado y descuidado, y además de la
sabiduría que la experiencia de innumerables milenios ha
depositado en las vías del cerebro humano.
Lo
inconsciente está constantemente en acción y crea con sus
materiales combinaciones que sirven para determinar lo futuro. Crea
combinaciones subliminales, prospectivas, lo mismo que nuestra
conciencia; sólo que las combinaciones inconscientes superan
notablemente a las conscientes en finura y amplitud. Lo
inconsciente puede, por lo tanto, ser también, a su modo, un
guía para el hombre.
Pero
no crea el lector que estas complicadas modificaciones
psicológicas se sucedan todas en cada caso particular que ocurre en
la práctica. El tratamiento
práctico se
rige por los resultados terapéuticos logrados. Y el resultado puede
surgir en cualquier grado del tratamiento, independientemente de
la gravedad o duración del padecimiento. Y viceversa, el tratamiento
de un caso grave puede durar mucho tiempo, sin alcanzar grados
superiores de modificación, ni necesitar alcanzarlos. Hay
muchos relativamente que, aun después de haber llegado al resultado
terapéutico, recorren, para afianzar su propia evolución, otros
grados de la modificación psíquica. Por consiguiente, no hace falta
que un caso sea grave para tener que recorrer todo el desarrollo.
Pero en todas las circunstancias, sólo alcanzan un grado
superior de diferenciación aquellos hombres que de suyo tienen
disposiciones y vocación para ello; es decir, una capacidad y un
instinto de diferenciación superior; cosa en la cual, como es
sabido, los hombres son muy diferentes, como también las especies
animales, entre las cuales las hay conservadoras y evolutivas. La
naturaleza es aristocrática; pero no en el sentido de haber
reservado la posibilidad de diferenciación sólo a las
especies supremas. Así ocurre también con la posibilidad
psicológica de evolución en el hombre: no está reservada para
individuos especialmente
dotados. En
otras palabras: para recorrer una evolución psicológica extensa, no
se necesita ni una inteligencia especial ni especiales talentos,
porque en esta evolución las cualidades morales pueden servir de
complemento, si la inteligencia no es suficiente. Pero en ningún
caso se ha de creer que el tratamiento consista en atiborrar a
las personas de fórmulas generales y recetas complicadas. Nada de
eso. Cada uno puede conquistar lo que necesita, a su modo y en su
idioma. Lo que yo aquí he expuesto es una fórmula intelectual, que
no es precisamente igual a las conversaciones en el trabajo práctico
comente. Los pequeños ejemplos casuísticos que he ido entrelazando
dan mejor idea de lo que es la práctica.
El
lector ha de acostumbrarse a la idea de que este nuevo género de
psicología tiene un lado enteramente práctico y otro lado
enteramente teórico. No es sólo un método práctico de tratamiento
o de educación, sino también una ciencia teórica, que está en
activa relación con otras ciencias coordinadas.
CONCLUSIÓN
Para
terminar, he de pedir perdón al lector por haberme atrevido en
tan pocas páginas a tratar novedades tan difíciles de explicar. Me
entrego a su juicio crítico; porque considero que todo el que,
separándose, sigue caminos propios, tiene el deber de comunicar a la
sociedad lo que ha encontrado en su viaje de exploración:
una fuente pura donde aliviar la sed o el páramo arenoso del error
estéril. Aquélla fecunda; éste sirve de saludable advertencia.
Pero no será la crítica de los contemporáneos la que decida sobre
la verdad y el error de lo descubierto, sino la de los tiempos y
destinos futuros. Hay cosas que todavía hoy no son verdaderas,
y acaso no deban serlo; pero quizá lo sean mañana. Así, cada
uno ha de recorrer su propio camino con sencilla esperanza y con los
ojos abiertos, como quien está consciente de su soledad y del
peligro de la niebla que le envuelve. La peculiaridad del camino aquí
descrito procede, en no pequeña parte, de que nuestra psicología
surge de la vida real y actúa sobre la vida real, y en ella no
podemos adoptar un punto de vista exclusivamente científico e
intelectualista, sino que estamos obligados a tomar en consideración
también el punto de vista del sentimiento, todo aquello que el
alma contiene de efectivo. Para ello hemos de tener siempre presente
que en esta especie de psicología práctica no estudiamos un alma
humana general, sino las almas actuales, individuales, con todos los
variadísimos problemas modernos que nos acosan inmediatamente.
Una psicología que satisfaga sólo al entendimiento no puede
ser nunca una psicología práctica, pues el conjunto del alma no
puede ser aprehendido por el entendimiento solo. Querámoslo o no, la
visión total del universo nos asedia, porque el alma pide una
expresión que abarque su conjunto total.
1
*
Breuer y Freud: Studien
über Hysterie (Estudios sobre histerismo). Deuticke,
Leipzig y Viena, 1895.
2
*
Al amor puede aplicarse aquella antigua sentencia mística; "Cielo
arriba, cielo abajo, éter arriba, éter abajo. Todo eso arriba,
todo eso abajo, tómalo y alégrate".
3
*
En el sentido amplio, que le corresponde por naturaleza y que no
abarca solamente la sexualidad. Pero esto no quiere decir que el
amor y sus perturbaciones sean la única
fuente
de la neurosis. La perturbación del amor puede ser de naturaleza
secundaria y provocada por causas profundas. Hay, además,
otras posibilidades de llegar a ser neurótico.
4
*
Véase Jung: Diagnostiche
Assoziationsstudien, Leipzig,
J. A. Barth. Dos tomos.
5
**
Jung: Psychologie
der Dementia praecox. Halle,
Marhold. En el experimento asociativo se encuentra el "complejo",
o sea uno o varios complejos de representaciones acentuadas por el
sentimiento que se refieren a tendencias contradictorias.
6
*
Ueber
den nervosen Charakter. (Sobre el carácter nervioso, Wiesbaden,
1912).
7
*
Una discusión completa del problema de los tipos se encontrará
en mi obra Psychologische
Typen. Rascher,
Zürich, segunda edición, 1925.
8
*
Die
Philosophie der Werte (La filosofía de los valores).
9
*
Pragmatism.
10
**
Grosse
Münner (Grandes hombres).
11
*
He de notar que estas fantasías no suelen presentarse en neurosis
juveniles sin complicación, sino sólo en adultos, para quienes el
médico no puede ya normalmente desempeñar el oficio de padre.
12
*
Acaso estas imágenes primordiales pudieran llamarse también
arquetipos.
13
*
Lo inconsciente personal, que yo llamaría también subconsciente
(por
oposición a lo inconsciente absoluto o colectivo) contiene
recuerdos perdidos, representaciones penosas reprimidas
(deliberadamente olvidadas), percepciones subliminales, es decir,
percepciones sensibles que no fueron lo bastante fuertes para
alcanzar estado de conciencia, y, por último, contenidos que
todavía no han llegado a madurez consciente.
14
*
El llamado mana.
Véase
Soderblom: Das
Werden des Gottetglauben (La evolución de la creencia en Dios).
15
*
The
Monist, vol.
XVI,
pág.
363.
16
*
Muchas veces se me ha preguntado de dónde proceden estos arquetipos
o imágenes primordiales (los eidola
de
Platón). Me parece que su origen no puede explicarse sino
suponiendo que son sedimentos de experiencias constantemente
repelidas por la humanidad. Una de las experiencias más generales,
y al mismo tiempo más impresionantes, es el curso aparente y diario
del sol. Ciertamente no podemos descubrir nada de esto en lo
inconsciente, por cuanto se trata de un fenómeno físico
conocido. En cambio, encontramos el mito del héroe solar en todas
sus innumerables transformaciones. Este mito constituye el
arquetipo del sol y no el
fenómeno
físico. Lo mismo puede decirse de las fases de la luna. El
arquetipo es una especie de predisposición a reproducir
siempre las mismas o semejantes representaciones míticas. Parece,
pues, que lo que se graba en lo inconsciente es exclusivamente la
representación subjetiva de la fantasía excitada por el hecho
físico. Pudiera, según esto, suponerse que los arquetipos son
las huellas, muchas veces repetidas, de reacciones subjetivas. Pero
esta hipótesis elude naturalmente el problema sin resolverlo. Nada
impide suponer que ciertos arquetipos existen ya en los
animales, y que por tanto se fundan en el carácter propio del
sistema viviente y son simplemente expresión de la vida. Pero su
naturaleza no puede explicarse.
17
*
Esta cláusula fue escrita durante la guerra europea. Pero, aunque
la guerra pasó, la he conservado en su forma primitiva, porque
contiene una verdad que se ha de confirmar más de una vez en el
curso de la historia.
18
*
Hasta más tarde no he sabido que el concepto de función
trascendente se emplea también en las matemáticas superiores; y,
por cierto, para designar la función de números reales e
imaginarios.
19
*
En alemán, la misma palabra significa cangrejo y
cáncer.
20
*
Una concepción paralela de ambas interpretaciones se encuentra
en el recomendable libro de Silberer: Problemas
de la mística y de su simbolismo.
21
**
Fuss und Schuksymbolik (El simbolismo de los pies y los zapatos).
Leipzig,
1909.
22
*
Jung: Der
Inhalt der Ptychose, 2a
edición. Apéndice. En otro sitio he llamado también a este
procedimiento "método hermenéutico' . Véase Coll.
Pop. on Analyt Psych, 2a
edición, 1917
23
*
Adecuado para el descubrimiento.
24
*
La representación del curandero, que tiene comercio con los
espíritus y
dispone
de fuerzas mágicas, está tan hondamente arraigada en muchos
primitivos, que llegan a suponer que también entre los
animales hay "doctores". Así, los Achumavis del Norte de
California hablan de coyotes comunes y de "coyotes doctores".
25
*
H. Ganz ha aplicado en su disertación filosófica sobre lo
inconsciente en Leibnitz (Rascher, Zürich), la teoría de los
engramas de Semon, para explicar lo inconsciente colectivo. El
concepto establecido por mí del inconsciente colectivo coincide en
lo esencial con el concepto de Semon de la mneme
tribal.
26
*
Concretista: pensada como real objetiva.
27
*
Das
Zeitalter des Sonnengottes. (La edad del dios Sol). Berlín,
1904.
28
**
Aquellos de mis lectores que se interesen más a fondo por el
problema de la oposición y su solución, como también por la
actividad mitológica de lo inconsciente, lean mi libro Wandlungen
und Symbol der Libido. Beitrüge zur Entwicklungsgeschichte des
Demkens. Leipzig
y Viena, 2a
edic., 1925. Además, Psychologische
Typen, Rescher,
Zürich.
29
*
Los instintos son arquetipos.