LO INCOSNCIENTE





C. G. J U N G

L O  I N C O N S C I E N T E
E N  L A  V I D A  P S Í Q U I C A 
 N O R M A L
 P A T O L Ó G I C A




Indice


PROLOGO 4
CAPÍTULO PRIMERO - LOS COMIENZOS DEL PSICOANÁLISIS 8
CAPÍTULO II - LA TEORÍA SEXUAL 18
CAPÍTULO III - EL OTRO PUNTO DE VISTA. LA VOLUNTAD DE PODERÍO 28
CAPÍTULO IV - LOS DOS TIPOS PSICOLÓGICOS 36
CAPÍTULO V - LO INCONSCIENTE PERSONAL Y LO INCONSCIENTE SOBREPERSONAL O COLECTIVO 55
CAPÍTULO VI - EL MÉTODO SINTÉTICO O CONSTRUCTIVO 68
INTERPRETACIÓN ANALÍTICA (CAUSAL REDUCTIVA) 70
INTERPRETACIÓN SINTÉTICA (CONSTRUCTIVA) 72
CAPÍTULO VII - LAS DOMINANTES DEL INCONSCIENTE COLECTIVO 76
CAPÍTULO VIII - LA CONCEPCIÓN DE LO INCONSCIENTE - GENERALIDADES TERAPÉUTICAS 93
CONCLUSIÓN 97

PROLOGO

A LA PRIMERA EDICIÓN

El presente trabajo procede de una revisión de mi artículo Nuevas rutas de la Psicología, publicado en el Anuario de Rascher en 1912, revisión hecha a instancias del editor para una segunda tirada. No es, pues, el tra­bajo presente sino el anterior artículo, aunque en otra forma y con mayor extensión. En el artículo me limita­ba a la exposición de una parte esencial de la concepción psicológica, inaugurada por Freud. Las muchas y con­siderables modificaciones que los últimos años han traí­do a la psicología de lo inconsciente, me han obligado a ampliar notablemente el marco de mi primer artículo. Algunas dilucidaciones sobre Freud han sido abrevia­das; en cambio, he tomado en consideración la psicolo­gía de Adler y, en cuanto lo ha permitido el marco del presente trabajo, he expuesto también mis propias apre­ciaciones, como orientación general. He de advertir al lector, por adelantado, que no se trata de un estudio popular de divulgación científica, como mi primer ar­tículo, sino de una exposición que, por su asunto extra­ordinariamente complicado, exige paciencia y atención. No acaricio la idea, en modo alguno, de que este trabajo sea completo o convincente con perfección. A tal exi­gencia sólo podrían responder extensos tratados cientí­ficos sobre los distintos problemas tocados en este es­tudio. Quien pretenda, por lo tanto, penetrar a fondo en las cuestiones planteadas, ha de recurrir a la biblio­grafía especial. Mi propósito es meramente dar al lec­tor una orientación sobre las novísimas interpretacio­nes de lo que es la esencia de la psicología inconsciente. Considero el problema de lo inconsciente tan importante y oportuno, que sería, a mi juicio, una gran pérdi­da que este problema, que tan de cerca atañe a todo el mundo, quedase confinado a un periódico científico inaccesible y sustraído a la consideración del público ilustrado, para llevar una oscura existencia de papel en el estante de una biblioteca. Los procesos psicológi­cos que acompañan a la guerra actual, sobre todo la increíble barbarización del juicio general, las recíprocas calumnias, la insospechada Furia destructora, la ince­sante ola de mentiras y la incapacidad de los hombres para contener al demonio de la sangre, son los estímulos más adecuados para poner con vivacidad ante los ojos del hombre pensador el problema de lo inconsciente caótico, que dormita inquieto bajo el mundo ordenado de lo consciente. Esta guerra ha demostrado, inexora­blemente, al hombre culto, que todavía es un salvaje, y al mismo tiempo le ha puesto delante el látigo de hierro que le está aparejado, si por ventura se le ocurriera de nuevo imputar a sus prójimos sus propias maldades. Pero la psicología del individuo corresponde a la psico­logía de las naciones. Lo que las naciones hacen, eso hace el particular, y en tanto lo hace el particular, hácelo también la nación. Sólo el cambio en la actitud del individuo inicia el cambio en la psicología de la nación. Los grandes problemas de la humanidad nunca se resolvieron por leyes generales, sino siempre única­mente por renovación de la actitud del individuo. Si ha habido un tiempo en que la meditación interior fuera de absoluta necesidad y de extrema conveniencia, es, sin duda, en nuestra época actual, preñada de ca­tástrofes. Ahora bien; todo aquel que medite en su fuero interno tocará en las fronteras de lo inconsciente, que es precisamente donde está lo que ante todo hace falta saber.

el autor
Kilsnach (Zürich), diciembre de 1916.


PROLOGO
A LA SEGUNDA EDICIÓN

Celebro que a este corto trabajo le haya cabido la suerte de alcanzar en tan breve tiempo una segunda edición, a pesar de su contenido, no muy fácil de en­tender para muchos. Publico la segunda edición sin cambio alguno esencial, exceptuando pequeñas modifi­caciones y correcciones, aun cuando me consta que, sobre todo los últimos capítulos, para ser universal y fácilmente comprensibles, necesitarían un desenvolvi­miento mucho más amplio, por la dificultad y novedad de la materia. Pero una exposición más detenida de las líneas fundamentales allí trazadas rebasaría el marco de una orientación más o menos popular; de suerte que he preferido analizar estas cuestiones, con el deteni­miento a ellas debido, en un libro especial, que se halla en preparación.

Por las muchas cartas que recibí después de la publi­cación de la primera edición, he podido apreciar que el interés hacia los problemas del alma humana es, en el gran público, mucho más hondo de lo que yo esperaba. Este interés ha de atribuirse, no en mínima parte, a la profunda conmoción que nuestra conciencia ha sufrido con el hecho de la guerra mundial. La contemplación de esta catástrofe obligó al hombre a recogerse sobre sí mismo en el sentimiento de su total impotencia. Vuelve el hombre los ojos hacia dentro, y, como todo vacila, busca algo que le preste apoyo. Son demasiados todavía los que inquieren en lo externo: unos creen en el en­gaño de la victoria y del poderío triunfador; otros en tratados y leyes, y, por último, otros, en la destrucción del orden establecido. Son demasiado pocos todavía los que se orientan hacia lo interno, hacia sí propios. Y todavía son menos los que se plantean la cuestión de si la mejor manera de servir a la sociedad humana no sería, en último término, que cada cual comenzase por sí mismo y ensayase, primero aisladamente, en su persona y en su propio estado interior, aquella sus­pensión del orden establecido, aquellas leyes, aquellas victorias que pregona por encrucijadas y caminos, en lugar de exigir todo esto a sus conciudadanos. A todo el mundo le hace falta transformación, dislocación in­terna, liquidación de lo existente y renovación; pero nadie ha de cargar el peso sobre sus conciudadanos bajo el hipócrita subterfugio del cristiano amor al pró­jimo o del sentimiento social de responsabilidad y otros oropeles que encubren el inconsciente afán personal de poderío. La meditación del individuo sobre sí mis­mo, la conversión del individuo hacia el fondo del ser humano, hacia su propio ser, hacia su destino indivi­dual y social, es el principio para la curación de la ceguera que padece la hora presente.

El interés por el problema del alma humana es un síntoma de esta conversión instintiva hacia dentro. Y a este interés trata de servir el presente estudio.

el autor
Kütnach (Zürich), octubre de 1918.



PROLOGO
A LA TERCERA EDICIÓN

Este libro fue escrito durante la guerra europea y debe su origen esencialmente a la repercusión psicoló­gica del gran acontecimiento. Ahora ya pasó la guerra y lentamente comienza el oleaje a componerse. Pero los grandes problemas del alma que la guerra planteó siguen preocupando el espíritu de todos los hombres pensadores e investigadores. A esta circunstancia se debe quizá que este pequeño estudio haya sobrevivido a la época de postguerra y aparezca en tercera edición. Teniendo en cuenta que desde la publicación de la segunda edición han transcurrido siete años, he consi­derado necesario introducir extensas modificaciones y correcciones, sobre todo en los capítulos sobre los tipos psicológicos y sobre lo inconsciente. He suprimido el capítulo sobre "el desarrollo de los tipos en el proceso analítico", porque esta cuestión ha sido tratada des­pués extensamente en mi libro Tipos psicológicos, al cual me remito.

Quienquiera que haya intentado escribir en forma popular sobre una materia sumamente complicada y todavía en gestación científica, habrá de concederme que no es tarea fácil. Pero la dificultad se acrecienta más aún por el hecho de que muchos de los procesos y problemas anímicos, que he de tratar aquí, son poco accesibles a la experiencia general y desde luego com­pletamente desconocidos para muchos. Muchas cosas tropiezan también quizá con prejuicios o pueden pare­cer arbitrarias; mas ha de tenerse en cuenta que la fina­lidad de un estudio semejante consiste, a lo sumo, en
dar un concepto aproximado de su materia y despertar con ello el interés, pero nunca discurrir y aducir prue­bas sobre todos los detalles. Por mi parte, me daré por satisfecho si mi libro ha cumplido con esta finalidad.

el autor
Küsnach (Zürich), abril de 1925.


CAPÍTULO PRIMERO - LOS COMIENZOS DEL PSICOANÁLISIS


Como todas las ciencias, también la psicología ha pa­sado por una época escolástico-filosófica, que en parte todavía llega hasta el presente. A esta clase de psicolo­gía filosófica puede hacérsele el reparo de que decide ex cathedra cómo el alma ha de estar acondicionada y qué propiedades le convienen en esta y en la otra vida. El espíritu de la moderna investigación ha dado al tras­te con estas fantasías y ha introducido en su lugar un método empírico exacto. Así ha nacido la actual psico­logía experimental o "psico-fisiología", como los fran­ceses la llaman. El padre de esta tendencia fue el espí­ritu dualista de Fechner, que con su psico-física (1860) corrió la aventura de aplicar orientaciones físicas a la interpretación de fenómenos psíquicos. Este pensa­miento fue muy fecundo. Contemporáneo (más joven) de Fechner y, bien podemos afirmarlo, completador de su obra, fue Wundt, cuya gran erudición, capacidad de trabajo e inventiva para los métodos de investiga­ción experimental, han creado la dirección de la psico­logía actualmente en vigor. La psicología experimental fue por decirlo así, hasta los últimos tiempos, esencial­mente académica. El primer ensayo serio de utilizar, por lo menos, uno de sus muchos métodos experimen­tales para la psicología práctica, procedió de los psiquia­tras de la antigua escuela de Heidelberg (Kraepelin, Aschaffenburg, etc.): pues, como se comprende, el mé­dico de las almas siente la urgente necesidad de conocer exactamente los procesos psíquicos. En segundo término, fue la pedagogía la que recurrió a la psicología. Así ha resultado modernamente una "pedagogía experi­mental", en la que se han distinguido, en Alemania particularmente, Meumann, y en Francia, Binet.

El médico, el llamado "neurólogo", necesita con apre­mio conocimientos psicológicos, si ha de ser efectiva­mente útil a sus enfermos nerviosos; pues los trastornos nerviosos, y desde luego todo lo que se conoce con el nombre de "nerviosismo", histeria, etc., son de origen anímico, y exigen, como es lógico, tratamiento aní­mico. El agua fría, la luz, el aire, la electricidad, etc., obran pasajeramente y, en muchos casos, ni aun obran en absoluto. Con frecuencia son indignos artificios, cal­culados solamente para un efecto sugestivo. Pero donde el enfermo padece es en el alma; y aun en las más complicadas y altas funciones del alma, que apenas se atreve nadie a situar en la esfera de la medicina. Así, pues, el médico ha de ser también psicólogo, es decir, conocedor del alma humana. No puede el médico des­entenderse de esta necesidad. Naturalmente recurre a la psicología porque su manual de psiquiatría nada le dice sobre el particular. Pero la psicología experimental de hoy está muy lejos de ilustrarle de una manera com­prensiva sobre los procesos prácticamente más impor­tantes del alma. Su objeto es, efectivamente, otro dis­tinto. La psicología trata de aislar y estudiar aislada­mente los procesos más sencillos y elementales posibles, que se hallan en la frontera de lo fisiológico. No acoge lo infinitamente variable y movedizo de la vida indivi­dual del espíritu; por eso sus conocimientos y datos son, en lo esencial, detalles y carecen de cohesión armónica. Quien desee, por lo tanto, conocer el alma humana, no podrá aprender nada, o casi nada, de la psicología experimental. A este tal habría que aconsejarle más bien que se despoje de la toga doctoral, que se despida del gabinete de estudio y que se vaya por el mundo con humano corazón a ver los horrores de los presidios, ma­nicomios y hospitales; a contemplar los sórdidos tugu­rios, burdeles y garitos; a visitar los salones de la socie­dad elegante, las Bolsas, los meetings socialistas, las iglesias, los conventículos de las sectas para experimen­tar en su propio cuerpo el amor y el odio, la pasión en todas sus formas; y así volvería cargado con más rica ciencia de la que pueden darle gruesos tomos y podría ser entonces médico de sus enfermos, verdadero conoce­dor del alma humana. Hay, pues, que perdonarle, si no concede gran atención a las llamadas "piedras angula­res" de la psicología experimental. Pues entre aquello que la ciencia llama psicología, y lo que la práctica de la vida diaria espera de la "psicología", hay una sima profunda. Esta deficiencia fue precisamente el origen de una psicología nueva. Debemos esta creación, en primer término, a Sigmund Freud, de Viena, médico genial e investigador de las enfermedades funcionales de los nervios.

Bleuler ha propuesto el nombre de "psicología pro­funda" para indicar verbalmente que la psicología de Freud se ocupa de las profundidades o fondos del alma, que también se designan con el nombre de lo inconsciente. Freud, por su parte, sé limitó a denominar el método de su investigación psicoanálisis.

Antes de entrar en una exposición detallada del tenia mismo, hay que decir algo sobre su posición respecto de la ciencia precedente. Asistimos aquí a un espectáculo interesante, en el que una vez más se cumple la obser­vación de Anatole France: Les savants ne sont pas curieux. El primer trabajo de importancia1 en este terreno apenas despertó escasa resonancia, a pesar de que aportaba una concepción enteramente nueva de las neurosis. Algunos autores se expresaron sobre él con aplauso, y a vuelta de hoja siguieron exponiendo sus casos de histerismo a la antigua usanza. Procedían, so­bre poco más o menos, como si se reconociese con elogio la idea o el hecho de la forma esférica de la tierra, y se continuase tranquilamente representando la tierra como un disco. Las siguientes publicaciones de Freud pasaron enteramente inadvertidas, aun cuando para el campo de la psiquiatría aportaban observaciones de inmensa trascendencia. Cuando Freud, en el año 1900, escribió la primera verdadera psicología del sueño (an­tes dominaba en este campo la adecuada oscuridad noc­turna), se empezó por sonreír; y cuando a mediados del último decenio empezó a explicar la psicología de la sexualidad, la risa se trocó en cólera. Por cierto que esta tormenta de indignación no fue lo que menos con­tribuyó a dar publicidad extraordinaria a la psicología de Freud, notoriedad que se extendió muy por encima de los límites del interés científico.

Examinemos, pues, más detenidamente esta nueva psicología. Ya en los tiempos de Charcot se sabía que el síntoma neurótico es "psicógeno", es decir, que pro­cede del alma. Se sabía también, especialmente gracias a los trabajos de la escuela de Nancy, que todo síntoma histérico puede producirse también por sugestión, de una manera exactamente igual. Pero no se sabía cómo procede del alma un síntoma histérico; las dependen­cias causales psíquicas eran totalmente desconocidas. A principios del año 80, el doctor Breuer, un viejo médico práctico de Viena, hizo un descubrimiento, que fue propiamente el comienzo de la nueva psicología. Tenía una joven enferma, muy inteligente, que sufría de his­teria, entre otros con los siguientes síntomas: padecía una paralización espástica (rígida) del brazo derecho; sufría de cuando en cuando "ausencias" o estados de delirio; también había perdido la facultad del habla, en el sentido de que no disponía ya del conocimiento de su lengua materna, sino que solamente podía expre­sarse en inglés (la llamada afasia sistemática). Preten­díase a la sazón, y aún se pretende, establecer teorías anatómicas de estas perturbaciones, aun cuando en las localizaciones cerebrales de la función braquial no exis­tía perturbación alguna, como no existe en el centro correspondiente de un hombre normal. La sintomatología de la histeria está llena de imposibilidades ana­tómicas. Una señora que había perdido completamente el oído por una afección histérica, solía cantar con frecuencia. Una vez, mientras la paciente entonaba una canción, su médico se puso disimuladamente al piano y la acompañó con suavidad; en la transición de una estrofa a otra cambió de repente el tono, y la enferma, sin advertirlo, siguió cantando en el nuevo tono. Por lo tanto: la enferma oye y... no oye. Las distintas formas de ceguera sistemática ofrecen fenó­menos parecidos. Un hombre padece una ceguera com­pleta histérica; en el curso del tratamiento recobra su facultad visual, pero al principio y durante largo tiem­po, sólo parcialmente; lo ve todo, excepto las cabezas de los hombres. Ve, por consiguiente, a las personas que le rodean, sin cabeza. Por lo tanto, ve y... no ve. Después de una gran cantidad de experiencias semejantes se llegó, hace ya mucho tiempo, a la con­clusión de que sólo la conciencia de los enfermos es la que no ve y no oye, pero que la función sensorial se halla en perfecto estado. Esta realidad se opone abier­tamente a la existencia de una perturbación orgánica, que siempre acarrea esencialmente el padecimiento de la función misma.

Volvamos, después de esta digresión, al caso de Breuer. No existían causas orgánicas de la perturba­ción; por lo tanto, el caso debía ser interpretado como histérico, es decir, psicógeno. Breuer había observado que, cuando hallándose la paciente en estados artificia­les o espontáneos de delirio, la inducía a contar las fantasías o reminiscencias que se le iban ocurriendo, su estado se aliviaba luego durante algunas horas. Esta observación la utilizó metódicamente para el trata­miento ulterior. Para este medio curativo, la paciente inventó la frase del "talking cure", o jocosamente tam­bién "chimney sweeping".

La paciente había enfermado al cuidar a su padre, mortalmente enfermo. Como se comprende, sus fanta­sías versaban principalmente sobre aquella época de excitación. Las reminiscencias de aquel tiempo se pre­sentaban en los estados de delirio con fidelidad foto­gráfica, y con tanta lucidez, hasta el último detalle, que bien puede asegurarse que la memoria en vigilia nunca hubiera podido reproducirlas con igual plastici­dad y exactitud. (A esta exacerbación de la facultad recordativa, que se presenta no pocas veces en los es­tados de conciencia reducida, se llama "hiperemnesia".) Sucedieron cosas muy curiosas. Una de las muchas narraciones era, poco más o menos, como sigue:

"Una vez velaba la enferma por la noche, con gran angustia, en torno a su padre, atacado de alta fiebre. Hallábase en gran tensión, porque estaba esperando de Viena a un cirujano para que le operara. La madre se había alejado por algún tiempo, y Ana (la paciente) se sentó junto a la cama del enfermo con el brazo derecho puesto sobre el respaldo del sillón. Cayó en un estado de semisueño y vio cómo de la pared se acerca­ba al enfermo una serpiente negra para morderle. (Es muy verosímil que en el prado de detrás de la casa hubiera efectivamente algunas serpientes que hubieran asustado ya antes a la muchacha y que ahora propor­cionaban el material para la alucinación.) Quiso ella apartar el bicho, pero estaba como paralizada; el brazo derecho, colgando sobre el respaldo del sillón, estaba 'dormido', anestético y parético, y cuando lo miró los dedos se le convirtieron en pequeñas serpientes con calaveras por cabeza. Probablemente hizo esfuerzos por ahuyentar la serpiente con la mano derecha paralizada, y por eso la anestesia y paralización de la misma se asocio con la alucinación de la serpiente. Cuando el reptil desapareció, quiso rezar, en su angustia; pero no encontró idioma, no pudo hablar en ninguno; hasta que, por último, dio con un verso infantil inglés, y ya en este idioma pudo continuar y rezar".

Esta fue la escena en que se produjo la parálisis y la perturbación en la función verbal. La narración de esta escena tuvo por resultado la desaparición de esa perturbación verbal. Y del mismo modo se consiguió, al parecer, la curación total de la enferma.

He de contentarme aquí con este solo ejemplo. En el citado libro de Breuer y Freud se hallará una mul­titud de ejemplos parecidos. Se comprende que escenas de esta naturaleza han de ser muy activas e impresio­nantes; por eso se propende a concederles también valor causal en la producción del síntoma. La concep­ción que entonces dominaba en la teoría del histerismo, la concepción del "choque nervioso", nacida en In­glaterra y por Charcot patrocinada enérgicamente, era apropiada para explicar el descubrimiento de Breuer. De aquí resultó la llamada teoría del trauma, según la cual el síntoma histérico (y, en cuanto los síntomas constituyen las enfermedades, la histeria misma) pro­cede de lesiones anímicas (tráumata), cuya impresión persevera inconscientemente durante años. Freud, que al principio fue colaborador de Breuer, pudo confirmar ampliamente este descubrimiento. Se demostró que ninguno de los numerosos síntomas histéricos procede de la casualidad, sino que siempre es producido por acontecimientos anímicos. En este sentido la nueva concepción abría ancho campo al trabajo empírico. Pero el espíritu investigador de Freud no pudo permane­cer mucho tiempo en esta superficie, pues ya se le pre­sentaban problemas más hondos y dificultosos. Es evidente que esos momentos de violenta angustia, tales como los que experimentó la paciente de Breuer, pue­den dejar una impresión duradera. ¿Pero cómo explicar que se experimenten tales momentos, que al fin y al cabo ostentan claramente el cuño de lo enfermizo? ¿Hubo de producir aquel resultado el angustioso velar al enfermo? En ese caso habrían de suceder con mucha más frecuencia cosas parecidas, pues desgraciadamente es cosa frecuente el atender con angustia muchas ve­ces a los enfermos, y el estado nervioso de la enfer­mera no siempre está en punto de salud. A este pro­blema hay en medicina una respuesta curiosa; se dice: "La x en el cálculo es la disposición"; para estas cosas está uno "dispuesto". Pero el problema de Freud fue este otro: "¿En qué consiste la disposición?" Esta pre­gunta conducía lógicamente a una investigación de la prehistoria del trauma psíquico. Se ve frecuentemente cómo ciertas escenas incitantes obran de manera muy diversa en distintas personas, o cómo cosas que para uno son indiferentes y aun agradables, infunden a otro la mayor aversión; pongamos por ejemplo las ranas, las serpientes, los ratones, los gatos, etc. Hay casos en que mujeres que asisten tranquilamente a operaciones sangrientas, no pueden rozarse con un gato sin tem­blar de angustia y asco en todos sus miembros. Yo conozco el caso de una joven que cayó en un estado de fuerte histerismo a causa de un susto repentino. Había estado una noche en sociedad, y a eso de las doce vol­vía a su casa en compañía de varios conocidos, cuando de repente se precipitó por detrás un coche a trote rá­pido. Los demás se apartaron, pero ella, constreñida por el miedo, permaneció en medio de la calle y echó a correr delante de los caballos. El cochero restalló el látigo, renegando; no consiguió nada. La señora siguió corriendo por la calle abajo, hasta llegar a un puente. Allí la abandonaron las fuerzas, y, para no caer debajo de los caballos, en la suprema desesperación, quiso saltar al río, pero pudo ser contenida por algunos tran­seúntes. . . Esta misma señora se encontraba incidentalmente en San Petersburgo, durante el sangriento día 22 de enero, en una calle que precisamente estaban "limpiando" los soldados a descargas de la ametralla­dora. A su derecha y a su izquierda caían al suelo los hombres muertos o heridos; pero ella, con la mayor tranquilidad y lucidez de ánimo, acechó la puerta de un patio, por la cual pudo salvarse pasando a otra calle. Momentos tan espantosos no le produjeron la menor pesadumbre. Se encontraba luego perfectamente bien, y aun mejor dispuesta que de ordinario.

Comportamiento análogo se observa en principio frecuentemente. De aquí se deduce la necesaria conse­cuencia de que la intensidad de un trauma posee a todas luces poca importancia patógena, la cual depende más bien de circunstancias especiales. Esto nos da una clave, que puede explicar la disposición. Hemos de hacernos, por lo tanto, esta pregunta: ¿Cuáles son las circunstancias especiales que se dan en la escena del coche? La angustia comenzó cuando la joven oyó tro­tar a los caballos; por un momento le pareció como si hubiera allí una fatalidad espantosa, como si aquello significara su muerte o algo muy temible, y desde ese momento perdió por completo el sentido.

El momento eficaz arranca manifiestamente de los caballos. La disposición dé la paciente para reaccionar de manera tan desproporcionada ante este insignifi­cante suceso, podría consistir, por lo tanto, en que los caballos significaban para ella algo especial. Habría que suponer que alguna vez le había sucedido algo peligroso con los caballos. Así es, efectivamente, pues siendo una niña de unos siete años, y paseando en coche, espantáronse los caballos y en marcha precipi­tada se lanzaron hacia un precipicio, por cuyo fondo pasaba un río. El cochero saltó del pescante y le gritó que saltase también; a lo cual ella apenas pudo deci­dirse, tan angustiada estaba. Al fin saltó, en el momen­to preciso en que los caballos con el coche se derrum­baban por la sima. Que un suceso semejante dejase en ella profundas impresiones, no necesita demostrarse. Sin embargo, no se explica por qué más tarde una reacción tan disparatada pudo seguir a una alusión tan inofensiva. Hasta ahora sólo sabemos que el síntoma posterior tuvo un precedente en la niñez. Pero lo pa­tológico de todo ello permanece en la oscuridad. Para penetrar en este misterio, son necesarias todavía otras experiencias. Se ha demostrado, por repetidas pruebas, que en todos los casos sometidos a análisis existía, aparte de los episodios traumáticos, otra clase de per­turbación, que no puede designarse de otro modo que como una perturbación en la esfera del amor. Sabido es que el amor es algo inmenso, que se extiende del cielo hasta el infierno y abarca lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo2. Esta observación produjo en las ideas de Freud un cambio notable. Mientras que antes había buscado la causa de la neurosis en los episodios trau­máticos de la vida, siguiendo más o menos la teoría del trauma de Charcot, desplazóse ahora el centro de gra­vedad del problema, pasando a otro sitio enteramente distinto. El mejor ejemplo puede ser nuestro caso: comprendemos perfectamente que los caballos desem­peñen en la vida de nuestra paciente un papel impor­tantísimo; pero no comprendemos la reacción posterior, tan exagerada y desproporcionada. Lo enfermizo y ex­traño de esta historia consiste en que ante los caballos se espanta de esa manera. Teniendo en cuenta la ob­servación empírica antes citada, según la cual gene­ralmente junto con los episodios traumáticos existe una perturbación en la esfera del amor, habría que inves­tigar en este caso si no hay quizá algo que no esté en orden en ese sentido.

La dama conoce a un joven, con quien piensa des­posarse; lo ama y espera ser dichosa con él. Por lo pronto nada más descubrimos. Pero la investigación no ha de arredrarse por haber llegado a un resultado negativo en un interrogatorio superficial. Hay caminos indirectos, cuando el camino directo no conduce al fin. Volvamos, por consiguiente, a aquel momento pre­ciso en que la dama echa a correr delante de los ca­ballos. Hubimos de informarnos acerca de la reunión y de la fiesta en que la dama había tomado parte. Se trataba de una cena de despedida dada en honor de su mejor amiga, que marchaba por una temporada al extranjero a curarse de los nervios en un sanatorio. La amiga está casada, y nos enteramos de que es dichosa y madre de un niño. Por supuesto, debemos desconfiar de esta indicación; si fuera dichosa, en efecto, no ha­bría probablemente ninguna razón para que padeciera de los nervios y necesitara ponerse en cura. Dirigiendo mis preguntas por otro lado, averigüé que la paciente, cuando sus conocidos la encontraron, fue llevada a la casa de la comida, porque era donde había oportuni­dad más cercana para recogerla. Allí fue recibida con agasajo y atendida en su estado de agotamiento. En este punto interrumpió la paciente su narración, se mostró perpleja y confusa y trató de pasar a otro tema. Manifiestamente se trataba de alguna reminiscencia desagradable, que se le había ocurrido de repente. Des­pués de vencer pertinaces resistencias por parte de la enferma, puse en claro que aquella noche aún había sucedido algo muy notable: el amigo que daba la co­mida le había hecho a ella una fogosa declaración de amor, lo cual produjo una situación que resultaba algo difícil y enojosa, teniendo en cuenta la ausencia de la dueña de la casa. Al parecer, esta declaración de amor fue para la enferma como un rayo en el cielo tran­quilo. Pero estas cosas suelen tener siempre su prehis­toria. Por lo tanto, el trabajo de las semanas sucesivas consistió para mí en ir desenterrando punto por punto toda una larga historia de amor, hasta que obtuve un cuadro de conjunto, que voy a resumir en la forma siguiente:

La paciente era, de niña, como un muchacho; sólo le gustaban los juegos salvajes de los chicos; se bur­laba de su propio sexo y rehuía todas las formas y ocu­paciones femeninas. Pasada la edad de la pubertad, cuando el problema erótico hubiera podido presentár­sele más urgente, comenzó a rehuir todo trato social, cobró odio y desprecio a todo lo que recordase, aun de lejos, la determinación biológica del hombre, y vivió en un mundo de fantasía que nada tenía de común con la realidad brutal. Así fue esquivando, hasta próxima­mente los veinticuatro años, todas esas pequeñas aventuras, esperanzas e ilusiones que suelen conmover íntimamente a la mujer en esa época. (Muchas veces las mujeres son, en este sentido, de una insinceridad maravillosa para consigo mismas y para con el médico.) Pero entonces trabó conocimiento con dos señores, que habían de romper los setos de espinas entre los cuales vivía. El señor A era el marido de su mejor amiga a la sazón. El señor B era un amigo soltero del señor A Ambos le agradaban a ella Sin embargo, pronto le pareció que el señor B le agradaba extra­ordinariamente más. Como consecuencia, entablóse pronto una relación más honda entre ella y el señor B, y hasta se hablaba de la posibilidad de un noviazgo. Por su relación con el señor B y por su amiga, estaba también en frecuente comunicación con el señor A, cuya presencia la excitaba muchas veces de una manera inexplicable y la ponía nerviosa. En este tiempo asistió la paciente a una gran reunión de sociedad. Sus amigos estaban también presentes. Ella se había quedado ensi­mismada y jugaba distraída con su anillo, que de pronto se le escapó de entre las manos y rodó bajo la mesa. Ambos señores se pusieron a buscarlo, y fue el señor B quien lo encontró. Al ponérselo en el dedo, le dirigió una expresiva sonrisa y le dijo: "Usted sabe lo que esto significa". En aquel momento se sintió aco­metida de un sentimiento extraño e irresistible, se arrancó el anillo del dedo y lo arrojó por la ventana. Con esto se produjo naturalmente una situación mo­mentáneamente violenta, y ella abandonó en seguida la tertulia con profunda desazón. Poco después quiso la llamada casualidad que ella pasara las vacaciones de verano en un balneario, donde también paraban el se­ñor A y la señora A. La señora A comenzó entonces a ponerse visiblemente nerviosa; así que, por inadaptabilidad, hubo de quedarse muchas veces en casa. Nuestra enferma estaba, pues, en situación de salir a pasear sola con el señor A. Una vez se fueron de excursión en un pequeño bote. Ella estaba muy alegre y retozona y cayó de repente por la borda. El señor A logró salvarla, a costa de muchos esfuerzos, pues ella no sabía nadar, y la metió en el bote medio desfallecida. Entonces él la besó. Este romántico suceso estrechó los lazos entre ambos. Pero la enferma no reflexionó de una manera consciente sobre la profundidad de esta pasión, eviden­temente porque estaba de antiguo acostumbrada a pa­sar de largo ante tales impresiones o, mejor dicho, a re­huirlas. Para disculparse ante sí misma, la paciente activó con mayor energía su noviazgo con el señor B, y llegó a convencerse efectivamente de que lo amaba. Este juego extraño no había de pasar inadvertido, evi­dentemente, a la sutil mirada de los celos femeninos. La señora A, su amiga, había penetrado el secreto y se atormentaba, como es de suponer; con esto creció su nerviosidad. Así llegó a ser necesario que la señora A marchase al extranjero para ponerse en cura. En la fiesta de despedida, el espíritu malo susurró al oído a nuestra enferma: ''Hoy por la noche él está solo y tiene que sucederte algo, para que vayas a su casa". Y así sucedió, en efecto. Merced a su extraía conducta, fue a casa de A y consiguió lo que buscaba. Después de esta explicación, acaso se incline alguno a suponer que sólo un refinamiento diabólico pudo inventar y poner por obra semejante cadena de circunstancias. Del refi­namiento no puede dudarse, pero su apreciación moral es difícil; pues habré de afirmar con insistencia que los motivos de esta situación dramática de la enferma no eran conscientes para ella en modo alguno. La historia le ocurrió, al parecer, espontáneamente, sin que ella se hubiera formado conciencia de motivo alguno. Pero la prehistoria manifiesta que inconscientemente todo iba orientado a este fin, mientras que la conciencia se es­forzaba por provocar el noviazgo con el señor B. Sin embargo, era más fuerte la tendencia inconsciente a seguir el otro camino.

Volvamos ahora a nuestra consideración inicial, o sea, inquiramos de dónde procede lo patológico (es decir, lo extraño, lo exagerado) de la reacción al trau­ma. Basados en un principio, deducido de muchas expe­riencias, insinuamos la sospecha de que también en el caso presente, además del trauma, hubiera una pertur­bación en la esfera del amor. Esta sospecha se ha confirmado plenamente, y hemos aprendido que el trauma, que produce supuestos efectos patógenos, no es sino una ocasión para que se manifieste algo que antes no era consciente, a saber: un importante conflicto erótico. Con esto, el trauma pierde su sentido patógeno y en su lugar aparece otra concepción mucho más pro­funda y amplia, que explica la eficacia patógena como un conflicto erótico.

Se oye con frecuencia esta pregunta: ¿Por qué ha de ser precisamente un conflicto erótico la causa de la neurosis y no otro conflicto cualquiera? A esto se res­ponde: Nadie afirma que deba ser así, sino que se descubre que efectivamente es así. A pesar de las irri­tadas aseveraciones en contrario, es indudable que el amor3, sus problemas y sus conflictos son de impor­tancia fundamental para la vida humana. De cuidado­sas investigaciones se desprende que el amor tiene mu­cha mayor trascendencia de lo que el individuo se imagina.

La teoría del trauma ha quedado, pues, abandonada como arcaica; pues con la opinión de que la raíz de la neurosis no es el trauma, sino un conflicto erótico ocul­to, pierde el trauma su significación patógena.

CAPÍTULO II - LA TEORÍA SEXUAL


Con estos conocimientos quedaba resuelto el pro­blema del trauma. Pero la investigación se encontró ante el problema del conflicto erótico, que, como mues­tra nuestro ejemplo, contiene una gran cantidad de ele­mentos anormales y no puede compararse ya, a primera vista, con un conflicto erótico usual. Ante todo, es sorprendente y casi increíble que sólo la afectación (la pose) sea consciente, mientras que la verdadera pasión de la enferma permanece inadvertida. Sin em­bargo, en este caso no cabe poner en duda que la ver­dadera relación erótica permaneció oscura, en tanto que sólo la pose dominaba el campo visual de la conciencia. Formulemos teóricamente este hecho y resultará, sobre poco más o menos, el siguiente principio: En la neuro­sis existen dos tendencias, que se hallan en estricta oposición mutua, y de las cuales una es inconsciente. Este principio está deliberadamente formulado con mucha generalidad. Porque quisiera subrayar desde luego que el conflicto patógeno, aunque es, sin duda, un momento personal, es también un conflicto de la humanidad, manifestado en el individuo, pues el desacuerdo consigo mismo es, al fin y al cabo, carac­terístico del hombre culto. El neurótico es sólo un caso especial del hombre culto en desacuerdo consigo mismo.

Como es sabido, el proceso cultural consiste en una doma progresiva de lo animal en el hombre; es un proceso de domesticación, que no puede llevarse a cabo
sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad. De tiempo en tiempo una especie de em­briaguez acomete a la humanidad, que va entrando por los rieles de la cultura. La Antigüedad experimentó esta embriaguez en las orgías dionisíacas, desbordadas del Oriente, las cuales constituyeron un elemento esen­cial y característico de la cultura clásica y cuyo espíritu contribuyó no poco a que, en muchas sectas y escuelas filosóficas del último siglo anticristiano, se transformase el ideal estoico en ascético, y a que del caos politeísta de aquella época surgieran las religiones ascéticas geme­las de Mitra y de Cristo. Otra ola de libre embriaguez dionisíaca llegó en el Renacimiento sobre la humanidad occidental. Difícil es juzgar la propia época. Pero cuan­do vemos cómo se desarrollan las artes, el sentimiento del estilo y el gusto público; qué es lo que los hombres leen y estudian, qué sociedades fundan, qué cuestiones les preocupan, a qué oponen resistencia los filisteos, hallamos que, en el largo registro de nuestros problemas sociales actuales, no ocupa el último puesto la llamada "cuestión sexual", planteada por hombres que sienten vacilar la moral sexual existente y quisieran descargarse del peso moral que los siglos pretéritos han acumulado sobre el eros. No se puede negar sin más ni más la existencia de estos esfuerzos, ni acusarlos de ilegíti­mos; existen y, por tanto, tienen fundamento bastante de existencia. Más interesante y útil resulta investigar atentamente los antecedentes de estos movimientos de nuestra época, que sumarse a los lamentos de las plañi­deras morales, que profetizan la decadencia moral de la humanidad. Privilegio es de los moralistas el fiarse lo menos posible de Dios y creer que el hermoso árbol de la humanidad sólo prospera gracias a puntales, liga­duras y espalderas, siendo así que el padre Sol y la madre Tierra le han hecho crecer con íntimo gozo, según profundas y sabias leyes.

No ignoran los hombres serios que hoy está planteado el problema sexual. El rápido desarrollo de las ciudades, con su coordinación de esfuerzos, favorecida por la extraordinaria división del trabajo; la creciente indus­trialización de la tierra llana y el aumento de seguri­dad en la existencia, han privado a la humanidad de muchas ocasiones para desahogar sus energías afectivas La labranza de la tierra, con sus variadas ocupaciones, que por su contenido simbólico proporcionan al campe­sino una inconsciente satisfacción, desconocida del obrero de fábrica y del empleado de oficina; la vida con la naturaleza, los hermosos momentos en que el la­briego, dueño y fecundador de la gleba, empuja el arado sobre el campo o con gesto de rey desparrama la semilla de la cosecha futura; la justificada angustia ante los destructores poderes de los elementos: el gozo por la fecundidad de la mujer, que le regala hijos e hijas, nuevas y mejores fuerzas para el trabajo y aumento de bienestar. . . todo esto está muy lejos ya de los hom­bres de hoy, habitantes de las ciudades, máquinas modernas de trabajo. Hasta nos falta la más natural y bella de todas las satisfacciones: el poder contemplar con pura alegría inmaculada la venida de nuestra pro­pia siembra, la "bendición" de los hijos. ¿Qué satisfac­ción puede proporcionar todo esto? Penosamente se arrastran los hombres hacia el trabajo (no hay más que observar los rostros en el tranvía por las mañanas). Uno fabrica a diario la misma ruedecilla; otro escribe cosas que nada le interesan. ¿Cómo maravillarse de que cada ciudadano pertenezca a tantas sociedades co­mo días tiene la semana, y de que las mujeres acudan a sectas y círculos, donde un héroe cualquiera de re­unión pública sacia sus anhelos contenidos, esos anhelos que el hombre satisface en el restaurant dándose impor­tancia y bebiendo cerveza "para tener buen humor"?

A estas causas de descontento añádase otra circunstancia abrumadora. La naturaleza ha dado a los hom­bres, indefensos e inermes, una gran cantidad de ener­gía, que les permite no solamente soportar pasivos los arduos peligros de la existencia, sino también vencerlos. La madre naturaleza ha preparado a su hijo para muchas necesidades. El hombre culto está, por lo gene­ral, bien armado frente a la directa y apremiante nece­sidad de vivir, por lo cual incurre a diario en arrogan­cia; pues el hombre-animal sería dado a todo exceso, si la dura necesidad no le oprimiese. Pero, ¿somos, efectivamente, soberbios? ¿Y cómo derrochamos en fiestas orgiásticas y otros, devaneos la superabundancia de fuerza vital? Nuestros juicios morales no permiten este rodeo. Pero, ¿por qué tantas limitaciones morales? ¿Acaso proceden de las consideraciones religiosas debi­das a un Dios iracundo? Prescindiendo de la increduli­dad, tan extendida, el mismo creyente puede quizá preguntarse si, en caso de ser Dios, castigaría un desliz de mozo y moza con la condenación eterna. Tales ideas no pueden ya concillarse en manera alguna con nuestro respetuoso concepto de Dios. Nuestro Dios es necesariamente harto tolerante para hacer de esto una gran cuestión. De esta suerte, ha quedado despojada de su fondo eficaz la moral sexual, algo ascética y, sobre todo, de hipócrita inspiración, en nuestra época. ¿O acaso nos protege una superior sabiduría y la intui­ción de la nulidad del hecho humano en orden a la disolución? Desgraciadamente, estamos muy lejos de ello. El hombre posee, en lo inconsciente, un fino olfato para rastrear el espíritu de su época; adivina las posibilidades y siente en su interior la inseguridad de los fundamentos en que se asienta la moral actual, no protegida ya por la viva convicción religiosa. De aquí proceden casi todos los conflictos éticos de nuestros días. El afán de libertad tropieza en la valla blandeante de la moralidad, los hombres incurren en tentación; quieren y no quieren. Y como ni quieren ni pueden averiguar lo que verdaderamente quieren, su conflicto es inconsciente en gran parte; y de aquí procede la neurosis. La neurosis está, pues, como vemos, íntima­mente ligada con el problema de nuestra época, y es propiamente un fracasado intento del individuo para resolver en su persona singular el problema general. La neurosis es la discordia consigo mismo. El funda­mento de la discordia es, en casi todos los hombres, éste: qué la conciencia quisiera atenerse a su ideal moral, pero lo inconsciente tiende hacia su ideal inmo­ral (en el sentido actual), cosa que la conciencia re­pugna. Esta clase de hombres son los que quisieran ser más decentes de lo que son en el fondo. Pero el conflicto puede ser también inverso. Hay hombres que, aparentemente, son muy indecentes y no se hacen a sí mismos la menor violencia; pero en el fondo esto no es sino una pose pecaminosa, y, en último término, subsiste en ellos el aspecto moral, que también ha pasado a lo inconsciente, ni más ni menos que, en el hombre moral, la naturaleza inmoral. (Se han de evi­tar, por lo tanto, en lo posible, los extremos, pues siempre despiertan el recelo de lo contrario).

Necesitábamos esta observación general para hacer más comprensible el concepto de "conflicto erótico". Desde este punto de vista, puede analizarse, por un lado, la técnica psicoanalítica, y por otro, la cuestión de la terapéutica.

Manifiestamente, la técnica psicoanalítica responde a la cuestión: ¿Cómo llegar por el camino más corto y mejor al conocimiento de los hechos inconscientes en el enfermo? El método primitivo era el hipnótico: o se interrogaba al paciente en estado de concentración hip­nótica, o se producían espontáneamente en él fantasías en el mismo estado. Este método se emplea todavía algunas veces; pero comparado con la técnica actual, resulta primitivo e insuficiente con frecuencia.

Otro segundo método fue inventado en la Clínica Psiquiátrica de Zurich: el llamado método asocia­tivo4, cuyo valor es principalmente teórico-experimental. Su resultado es una orientación extensi. pero superficial, acerca del conflicto inconsciente5. El método más profundo es el del análisis del sueño, que Freud ha intentado por vez primera, aunque a su modo.

Puede decirse del sueño que la piedra desechada por el albañil se ha convertido en piedra angular. El sueño, producto fugitivo e insignificante de nuestra alma, no había experimentado nunca tan hondo menosprecio como en la época moderna. Antes era estimado como un mensajero del destino, como un amonestador y con­solador, como un enviado de los dioses. Actualmente lo utilizamos como un heraldo de lo inconsciente, que nos descubre los secretos ocultos a la conciencia, y por cierto cumple su cometido con asombrosa perfección. De su investigación analítica ha resultado que el sueño, tal como lo soñamos, sólo es una fachada que no deja ver nada del interior de la casa. Pero cuando, obser­vando ciertas reglas técnicas, hacemos hablar al soña­dor sobre las particularidades de su sueño, pronto ad­vertimos que las ocurrencias del sujeto gravitan en una dirección determinada y convergen hacia determinados asuntos, al parecer de importancia personal, y vemos que envuelven un sentido que al principio no se hubie­ra sospechado tras del sueño; pero que, como puede demostrarse por cuidadoso cotejo, está en delicada y meticulosa relación con la fachada del sueño. Este complejo especial de pensamientos en el cual se reúnen todos los hilos del sueño, es el conflicto buscado, bien que en una cierta variación, determinada por las cir­cunstancias. Lo que el conflicto tiene de penoso, de insoluble, está, según opinión de Freud, tan escondido o desleído en el sueño, que éste puede considerarse como el cumplimiento del deseo. Sin embargo, hay que aña­dir que los deseos cumplidos en sueños no son los deseos conscientemente nuestros, sino aquellos que mu­chas veces se les oponen diametralmente. Así, por ejem­plo, una hija ama tiernamente a su madre; pero sueña que su madre, con el mayor dolor de la hija, ha muerto. Tales sueños, donde no hay huella del menor cumpli­miento del deseo, existen en abundancia; el conflicto que trabaja durante el sueño es inconsciente, como también el intento de solución que de él resulta. Nues­tra soñadora tiene, efectivamente, la tendencia a alejar a su madre; expresado en el lenguaje de lo inconsciente, esto se llama morir. Ahora bien; sabemos que en deter­minada etapa de lo inconsciente se encuentran todas aquellas reminiscencias del recuerdo que se han perdido y, además, todos los afanes infantiles que no han podido encontrar aplicación durante la vida de adulto. Puede decirse que casi todo lo que procede de lo inconsciente tiene, en primer término, un carácter infantil; así, este deseo, expresado con mucha sencillez: "Dime, papá: si mamá se muere, ¿te casarás tú conmigo?" Esta ma­nifestación infantil de un deseo es el sustitutivo de otro deseo reciente: el deseo de casarse que, para la soña­dora, por las razones que en este caso restan por ave­riguar, resulta penoso. Este pensamiento, o más bien, la gravedad de la correspondiente intención, ha sido "reprimido en lo inconsciente" —tal es la expresión que se usa—, y tiene que expresarse así, por necesidad, infantilmente, pues los materiales que están a disposi­ción de lo inconsciente son, en su mayor parte, remi­niscencias infantiles.

Aparentemente, el sueño se ocupa muchas veces de detalles enteramente baladíes, por lo cual nos produce una impresión ridícula; o resulta en lo externo tan in­comprensible que puede producirnos la mayor sorpresa, por lo cual siempre hemos de vencer cierta resistencia antes de ponernos en serio a desenredar la revuelta madeja con paciente trabajo. Pero si al fin logramos penetrar en el verdadero sentido de un sueño, nos encontraremos de lleno en los secretos del soñador y con asombro veremos que aun el sueño aparentemente mas disparatado tiene un alto sentido y en realidad se refiere a cosas extraordinariamente importantes y serias del alma. Este hecho nos obliga a mirar con mayor respeto la supuesta superstición acerca del sen­tido de los sueños, que las corrientes racionalistas de nuestra época habían reducido a polvo.

Como dice Freud, el análisis del sueño es el camino real que conduce a lo inconsciente. El análisis del sueño nos lleva a los secretos más profundos de la persona; por lo cual, en manos de médicos y educadores del alma, es un instrumento de inapreciable valor.

El psicoanálisis consiste principalmente en muchos análisis de sueños. Los sueños, en el curso del trata­miento, van manifestando sucesivamente los conteni­dos de lo inconsciente, que quedan expuestos así a la fuerza desinfectante de la luz clara, con lo cual son re­cuperados muchos elementos preciosos, que se daban por perdidos. Siendo todo esto así, no es de extrañar que para muchos hombres, que han adoptado ante sí mismos cierta pose, el psicoanálisis sea un suplicio; pues según el antiguo apotegma místico: "Abandona lo que tienes y entonces recibirás", han de renunciar primero a sus ilusiones más queridas, para hacer brotar dentro
de sí algo más profundo, más bello y más amplio. Sólo por el misterio del propio sacrificio llega el hombre a encontrarse renovado. Muy antiguas son las sentencias que el tratamiento psicoanalítico ha vuelto a poner en circulación; es cosa particularmente interesante el ver cómo en el apogeo de nuestra cultura actual aparece como necesaria esta clase de educación espiritual, educación que, por más de un concepto, puede compa­rarse con la técnica de Sócrates, si bien el psicoanálisis penetra en profundidades mucho mayores.

Encontramos siempre en el enfermo un conflicto que, en cierto punto, coincide con los grandes problemas de la sociedad; de suerte que, cuando el análisis llega a este punto, el conflicto, aparentemente individual, del enfermo, se manifiesta como un conflicto general de su ambiente y de su época. La neurosis no es, pues, propiamente sino un ensayo (fracasado) de solución individual a un problema general. Y tiene que ser así; pues un problema general, una "cuestión", no es un ens per se, sino que existe solamente en los corazones y en las cabezas de los distintos hombres. La investigación de Freud tiende a demostrar que en el origen del con­flicto patógeno corresponde una significación prepon­derante al momento erótico o sexual. En estas experien­cias se apoya la teoría sexual freudiana de la neurosis. Según esta teoría, prodúcese una colisión entre la ten­dencia consciente y el deseo inmoral, incompatible, inconsciente. El deseo inconsciente es infantil, es decir, es un deseo que pertenece a la prehistoria del individuo, un deseo que no puede adaptarse ya a la actualidad, por lo cual es reprimido, y ello por razones de la moral presente. Para Freud se trata en lo esencial de deseos sexuales reprimidos, que chocan con nuestra moral sexual de hoy. El neurótico lleva en sí mismo un alma infantil, que no soporta limitaciones arbitrarias, cuyo sentido no comprende. Intenta ciertamente avenirse a la moral; pero entonces cae en una profunda disensión y discordia consigo mismo; por un lado, quiere some­terse, por otro, libertarse... y a esta lucha se le llama neurosis. Si este conflicto fuera claro en todas sus partes, probablemente nunca surgirían síntomas neu­róticos. Estos surgen solamente cuando el sujeto no puede divisar el otro lado de su ser y la urgencia de sus problemas. Sólo en estas condiciones parece pre­sentarse el síntoma, que contribuye a que obtenga ex­presión el lado desconocido del alma. El síntoma es, pues, según Freud, una expresión indirecta de deseos no reconocidos; deseos que, si fueran conscientes, se hallarían en violenta contradicción con nuestros con­ceptos morales. Como ya se ha dicho, esta parte oscura del alma se sustrae a la visión consciente; el enfermo no puede, por lo tanto, abordarla, enderezarla, some­terla o renunciar a ella; porque no posee, en realidad, esos impulsos inconscientes, que han sido reprimidos, expulsados, de la jerarquía del alma consciente, y han ido a formar complejos autónomos que, sólo venciendo grandes resistencias y por medio del análisis de lo in­consciente, pueden volver a ser dominados. Hay mu­chos pacientes que presumen de desconocer el conflicto erótico, y aseguran que la cuestión sexual es un dis­parate, y que ellos no poseen, por decirlo así, ninguna sexualidad. Estos hombres no advierten que, en cam­bio, su vida tropieza de continuo con otros obstáculos de origen desconocido, como caprichos histéricos, dis­gustos que ellos se buscan a sí mismos y a sus prójimos, malestar nervioso estomacal, dolores errantes, excita­ciones sin fundamento; en suma: todo el ejército de los síntomas nerviosos.

Se ha hecho al psicoanálisis el reproche de que des­encadena los impulsos animales del hombre, felizmente reprimidos, y de que puede acarrear con ello incalcula­bles perjuicios. De este temor se deduce con evidencia cuán pequeña es la confianza que hoy se tiene en la eficacia de los principios morales. Figúranse los hom­bres actuales que sólo la prédica moral contiene el de­senfreno. Pero un regulador mucho más eficaz es la necesidad, que establece vallas reales, mucho más con­vincentes que todos los principios de la moral. Es cierto que el análisis pone en libertad los impulsos animales; pero no es cierto, como algunos creen, que esa libertad sirva para abandonarse el hombre en seguida al desen­freno. Esos impulsos pueden servir a ministerios más altos, según las posibilidades del individuo y según que el individuo reclame más o menos esas actividades "su­blimadas". Evidentemente, es una ventaja en todos los sentidos estar en plena posesión de la propia personali­dad; de lo contrario, nos salen al camino los elementos reprimidos, y no precisamente en los puntos menos esenciales, sino en los más sensibles. Pero si los hombres son educados para ver la mezquindad de su propia naturaleza, es de esperar que por esta vía comprendan también mejor y amen más a sus prójimos. La disminu­ción de la hipocresía y el aumento de la tolerancia con­sigo mismo no pueden tener sino buenas consecuencias en orden a la consideración del prójimo; pues fácilmen­te se inclinan los hombres a aplicar a los demás la in­justicia y la violencia que hacen a su propia naturaleza. La teoría freudiana de la represión parece, desde luego, dar a entender que los hombres son excesivamente morales y reprimen los impulsos de su naturaleza inmoral. El hombre inmoral, el que deja libres y sin freno los impulsos de su naturaleza, sería, pues, total­mente invulnerable a la neurosis. Pero, evidentemente, la experiencia diaria enseña que no es éste el caso, sino que ese hombre desenfrenado puede ser tan neuró­tico como los demás. Si lo analizamos, descubrimos que en él ha sufrido la decencia una represión. Cuando el inmoral es neurótico, presenta —como acertadamente lo expresó Nietzsche— el aspecto del "desmayado delincuente", que no está a la altura de su crimen. Podría opinarse, empero, que los reprimidos restos de decoro son en tal caso meros residuos de las conven­ciones tradicionales infantiles, que habiendo impuesto a la naturaleza impulsiva frenos innecesarios, deben ser extirpados. Con el lema écrasez L'infame se llegaría a la teoría de entregarse a la vida sin reservas. Pero esto sería, naturalmente, fantástico e insensato. No debemos olvidar, en efecto —y esto hay que decirlo a la escuela de Freud— que la moral no ha bajado del Sinaí en forma de tablas de la ley para imponerse al pueblo, sino que es función del alma humana; una función tan antigua como la humanidad misma. La moral no se impone desde fuera, sino que cada cual la lleva en sí a priori; no la ley, pero sí el ser moral.

Por lo demás... ¿hay algún punto de vista más moral que la teoría de la vida sin trabas? ¿Hay alguna con­cepción de la moral más heroica que ésa? Por eso el he­roico Nietzsche es su particular adepto. Ya por cobardía natural e innata decimos: "Dios me libre de una vida sin reservas", pensando que así somos particularmente morales; pero sin reparar en que el entregarse a vivir la vida sin reservas resulta demasiado costoso, demasiado violento y peligroso, y, en último término, harto inde­coroso, idea que se relaciona en muchas gentes más con el gusto que con el imperativo categórico. El defecto imperdonable de la teoría de la vida intensa es su ca­rácter demasiado heroico, demasiado ideológico. Por eso, donde mejor prospera es en los cerebros enfermizos.

Acaso no haya, pues, otro medio sino que el inmoral acepte su corrección moral inconsciente, así como que el moral entre en composición, cuanto le sea posible, con sus demonios subterráneos.

No puede negarse que la teoría de Freud está tan convencida de la importancia fundamental y aun exclusiva de la sexualidad en la neurosis, que incluso ha sacado briosamente las consecuencias atacando con valentía nuestra moral sexual de hoy. En esta esfera dominan muchas opiniones distintas. Pero es significa­tivo el hecho de que el problema de la moral sexual sea hoy tan ampliamente investigado. Indudablemente, esto es útil y necesario; hasta ahora no hemos tenido moral sexual ninguna, sino simplemente una concep­ción bárbara sin la menor diferenciación. Así como en la primera Edad Media la especulación financiera era despreciable, porque todavía no existía una moral fi­nanciera con su diferenciación casuística, y sí sólo una moral rutinaria, así la moral sexual de hoy es también rutinaria y grosera. Una muchacha que tiene un hijo ilegítimo es condenada; nadie pregunta si es una per­sona decente o no. Una forma de amor, no admitida en Derecho, es inmoral, sin tener en cuenta si tiene lugar entre personas de valía o entre pícaros. Y es que vivi­mos bárbaramente, hipnotizados por la cosa, y olvida­mos la persona; como para los hombres medievales la especulación financiera no era sino oro reluciente y codiciado, es decir, cosa del diablo. La moral sexual de hoy es informe y bárbara, porque sólo mira a la se­xualidad y no a las personas y a la índole de su con­ducta. La sexualidad no es el diablo, un diablo que en el matrimonio se presenta en forma tolerable y admitida, pero fuera del matrimonio aparece como el mal absoluto. La sexualidad es capaz de una más alta valoración, si la relacionamos con el desarrollo moral del individuo.

En el fondo, pues, el ataque a la moral sexual de hoy constituye un hecho plausible, que tiende a una concepción más diferenciada y verdaderamente ética. Como ya se ha dicho, Freud considera el gran con­flicto entre el yo y la naturaleza instintiva, principal­mente en su aspecto sexual. Este aspecto existe efectivamente. Sin embargo, hay que poner detrás de su efectividad una gran interrogación. Plantéase, en efec­to, esta cuestión: lo que se presenta en forma sexual, ¿es por su esencia, siempre sexualidad? Puede suceder que un instinto se disfrace de otro. El mismo Freud ha contribuido a esta idea con observaciones no poco sorprendentes, que demuestran, de una manera clara, que muchos actos y esfuerzos de los hombres no son, en el fondo, otra cosa que expresiones forzadas y algo impropias de cosas muy elementales. Nada impide que también ciertas cosas sumamente elementales sean trasladadas por comodidad a primer término, en lugar de otros sentimientos más necesarios, pero más des­agradables, con la ilusión de que se trata, efectiva­mente, sólo de cosas elementales.

La teoría sexual es, pues, exacta hasta cierto punto; pero es unilateral. Tan equivocado sería, por consi­guiente, rechazarla como aceptarla en absoluto.


CAPÍTULO III - EL OTRO PUNTO DE VISTA. LA VOLUNTAD DE PODERÍO


Hasta ahora hemos considerado el problema de nues­tra nueva psicología, en lo esencial, desde el punto de vista de Freud. Sin duda, esto nos ha hecho ver algo, y algo verdadero, a lo que acaso nuestro orgullo, nues­tra conciencia culta, dice "no"; pero, una voz dentro de nosotros, dice "sí". Para muchos hombres encierra ese punto de vista algo sumamente irritante, que provoca la contradicción o, más bien, la angustia. Por esta razón no quieren reconocerlo. En efecto, resulta terrible eso de decir a este conflicto "sí", porque es decir "sí" al ins­tinto. ¿Se ha comprendido claramente lo que significa decir "sí" al instinto? Nietzsche lo quiso y lo enseñó, y lo tomó muy a pecho. Con extraño apasionamiento ofrendó su persona y su vida a la idea del superhombre, es decir, a la idea del hombre, que, obedeciendo a su instinto, trasciende de sí mismo. ¿Y cómo transcurrió su vida? Transcurrió como el mismo Nietzsche profe­tizara en el Zaratustra, en aquella caída mortal premonitora del volatinero, del "hombre" que no quiso ser vencido en el salto. Zaratustra dice al moribundo: "Tu alma morirá aún antes que tu cuerpo." Y más tarde dice el enano a Zaratustra: "¡Oh, Zaratustra!, piedra de la sabiduría, te lanzas a lo alto; pero toda piedra lanzada a lo alto. . . tiene que caer. Condenado estás a ti mismo y a tu propia lapidación. Arroja lejos, ¡oh, Zaratustra!, la piedra..., pero la piedra caerá luego sobre ti."

Cuando pronunció sobre sí mismo su Ecce homo, así como cuando nació esta expresión, ya era demasiado tarde. La crucifixión del alma había comenzado antes de que el cuerpo muriese. Hay que contemplar crítica­mente la vida de aquel que enseño a decir "sí" al ins­tinto de la vida; hay que investigar los efectos de esta enseñanza en el mismo hombre que predicó la doctrina. Pero si contemplamos esa vida, habremos de decir: Nietzsche vivió allende el instinto, en la atmósfera ele­vada de la "sublimidad" heroica, altura que hubo de mantener con la más cuidadosa dieta, en escogido clima y, sobre todo, con numerosos narcóticos hasta que. . . la tensión del cerebro estalló. Hablaba de afirmación y vivió la negación. Era demasiado su asco a los hom­bres, al animal humano, que vive del instinto. No pudo deglutir ese sapo, con el que tantas veces soñaba, temiendo verse obligado a engullirlo. El león de Zara­tustra ha espantado a los hombres "superiores", afanosos de convivencia, y los ha obligado a refugiarse en la caverna de lo inconsciente. La vida de Nietzsche no nos convence de su doctrina. Porque el hombre, por muy "elevado" que sea, quiere dormir sin cloral; quiere vivir en Hamburgo o en Basilea, a pesar de las "nieblas y las sombras"; quiere mujer y descendencia; quiere gozar de aprecios y consideración en el rebaño; quiere muchas trivialidades e, incluso, pedanterías de filisteos. Nietzsche no vio estos instintos, es decir, los instintos animales de la vida.

¿Pero de qué vivió Nietzsche sino del instinto? ¿Pue­de acusársele, realmente, de haber dicho "no" a su ins­tinto? No estaría él conforme con esto. Es más, podría demostrar —y sin dificultad— que vivió su instinto en el más alto sentido. ¿Pero cómo es posible —pregun­taremos, asombrados— que la naturaleza instintiva del hombre pueda llevarle al alejamiento de la humanidad, al absoluto aislamiento humano, a un "más allá del re-
baño", a una soledad protegida por el asco? Siempre se ha pensado que el instinto asocia, aparea, procrea, tiende al placer y al bienestar, a la satisfacción de todos los deseos sexuales. Pero hemos olvidado por completo que ésta es sólo una de las direcciones posibles del ins­tinto. E1 instinto de la conservación de la especie (ins­tinto sexual) no es el único; también hay el instinto de la conservación propia (instinto del yo).

Nietzsche se refiere manifiestamente a este último instinto, esto es, a la voluntad de poderío. Todos los demás instintos son, para él, consecuencia de la volun­tad potencial. Desde el punto de vista de la psicología sexual de Freud, es éste un crasísimo error, un desco­nocimiento de la biología, un defecto de la naturaleza decadente del neurótico. Pues a todo partidario de la psicología sexual le será fácil demostrar que esa violenta tensión, ese heroísmo en la concepción nietzscheana del mundo y de la vida, no es sino una consecuencia de la represión y negación del "instinto", es decir, de ese ins­tinto que esta psicología considera como fundamental.

Con esto se nos plantea el problema de la visión o, mejor dicho, de los distintos cristales por los que el mundo puede ser contemplado. En verdad no es lícito declarar que una vida como la de Nietzsche, vivida con extraña consecuencia, hasta su término fatal, de acuer­do con la naturaleza del instinto potencial, yacente en su fondo, es una vida falsa, inauténtica. Decirlo sería caer en el mismo injusto prejuicio que Nietzsche expre­saba sobre su antípoda Wagner cuando decía: "En él todo es ilegítimo; lo que es legítimo se oculta o se decora. Es un cómico en el buen y el mal sentido de la palabra". ¿De dónde procede este juicio? Wagner es precisamente un representante de aquel otro instinto fundamental que Nietzsche desdeñó, y sobre el que se levanta la psicología de Freud. Si investigamos en la doctrina de Freud aquel otro instinto, el instinto de poderío, hallamos que Freud lo conoce y lo denomina "instinto del Yo". Pero estos "instintos del Yo" arrastran en su psi­cología una existencia miserable y clandestina, junto al amplio, harto amplio, desarrollo del momento sexual. En realidad, la naturaleza humana es la protagonista de una cruel y casi interminable lucha entre el principio del Yo y el principio del instinto informe; el Yo es todo limitación; el instinto no conoce límites, y ambos prin­cipios poseen la misma potencia. En cierto sentido, el hombre puede considerarse dichoso de no tener con­ciencia más que de uno de los dos instintos; y en ese sentido es prudente abstenerse de conocer el otro. Pero cuando conoce el otro instinto, está perdido. Entonces el hombre cae en el conflicto de Fausto. En el Fausto (parte primera) nos muestra Goethe lo que significa la aceptación del instinto; y en la parte segunda, lo que significa la aceptación del Yo y de su tortuoso mundo inconsciente. Todo lo insignificante, mezquino y vil que hay en nosotros, se abate y humilla por de pronto. Y para esto hay un buen medio: se descubre que "lo otro" que hay en nosotros es "el otro", o sea un verdadero hombre que piensa, obra, siente e intenta todas las cosas más abominables y despreciables. Sor­prendido el coco, se emprende con satisfacción la lucha contra él. De aquí proceden aquellas idiosincrasias crónicas, de que la historia de la moral nos ofrece algunos ejemplos. Uno de estos ejemplos, y bien claro, es, como ya se ha dicho, "Nietzsche contra Wagner, contra S. Pablo", etc. Pero en la vida diaria de los hombres abundan casos semejantes. Con este ingenioso medio se salva el hombre de la catástrofe fáustica, para la que le faltan ánimos y fuerzas. Pero un hombre ca­bal sabe que, aun su enemigo más acérrimo, y aun toda una banda de enemigos, no compensa y anula la con­tradicción peor, la del propio "otro", que "reside den­tro de su pecho". Nietzsche llevaba a Wagner dentro de sí; por eso le envidió el Parsifal Pero aún más: Saulo llevaba también dentro de sí a Pablo. Por eso Nietzsche llegó a ser un estigmatizado del espíritu y hubo de experimentar la cristificación, como Saulo cuando el "otro" le inspiró el "ecce homo". ¿Quién se prosternó ante la cruz? ¿Wagner o Nietzsche?.
Quiso el destino que precisamente uno de los pri­meros discípulos de Freud, Adler 6, fundase una teo­ría sobre la esencia de la neurosis, que descansa exclu­sivamente en el principio del poderío. No es de pequeño interés, sino de singular atractivo, el ver cuán diversas se nos ofrecen las mismas cosas si reciben iluminaciones opuestas. Diremos, desde luego, que el contraste prin­cipal consiste en que para Freud todo se produce en rigurosa sucesión causal de datos precedentes, mientras que para Adler todo marcha en ordenación dirigida hacia un fin. Pongamos un sencillo ejemplo: Una joven comienza a sentir ataques de angustia; una pesadilla la despierta por la noche dando gritos penetrantes, y luego apenas puede descansar; se ase a su marido, le conjura a que no la abandone; desea estar oyéndole siempre decir que la quiere de verdad, etc. Poco a poco se desarrolla un asma nervioso, que en ocasiones también se le presenta durante el día.

La observación de Freud penetra en este caso inme­diatamente hasta la íntima causalidad del cuadro pa­tológico : ¿Qué contenían los primeros sueños angustio­sos? Toros salvajes, leones, tigres, hombres malos, que la atacaban. ¿Qué es lo que se le ocurre a la paciente al referirlos? Una historia que le sucedió una vez, cuan­do todavía era soltera, a saber: Estaba en un balneario en la montaña. Allí jugaba mucho al tennis e hizo las amistades corrientes. Había un joven italiano, que jugaba muy bien, y por la noche acostumbraba a tocar la guitarra. Se desarrolló un flirt inocente, que en cierta ocasión dio motivo para un paseo a la luz de la luna. Entonces, "de manera inesperada", estalló el tempera­mento italiano con gran susto de la desprevenida. En aquel momento, el italiano "la miró" con unos ojos que ella nunca ha podido olvidar. Esta mirada la persigue todavía en sueños; incluso las fieras, que la persiguen, miran así. ¿Procede esta mirada sólo del italiano? Sobre este punto nos da luz otra reminiscencia. La paciente había perdido a su padre en un accidente, cuando tenía unos catorce años de edad. El padre era un hombre de mundo y viajaba mucho. Poco antes de su muerte, la llevó consigo a París, donde visitaron, entre otros, el teatro de Folies Bergère. Allí sucedió una cosa que le produjo una impresión invencible: al abandonar el teatro, acercóse de repente a su padre una muchacha muy repintada y con ademanes increíblemente proca­ces. Ella miró aterrada hacia su padre y vio en los ojos de éste precisamente aquella misma mirada, aquel fuego animal. Este "algo" inexplicable la persiguió desde en­tonces día y noche. Desde aquel momento la relación con su padre fue distinta. Ora se sentía irritada y llena de venenosos caprichos, ora le quería desbordadamente. Luego se presentaron de pronto espasmos sin funda­mento, y durante una temporada, cada vez que el padre estaba en casa, la atormentaba un atragantamiento de asco en la mesa, con aparentes ataques de ahogos, que, generalmente, terminaban en pérdida del sentido una o dos veces al día. Cuando llegó la noticia de la muerte repentina de su padre, la acometió un dolor inconcebi­ble, que se desenvolvió en ataques histéricos de risa. Pero pronto vino la calma; su estado mejoró rápida­mente y los síntomas neuróticos desaparecieron casi por completo. Un velo de olvido se tendió sobre el pasado. Sólo la aventura con el italiano despertaba en ella algo ante lo cual sentía miedo. Por entonces se separó brus­camente del joven. Algunos años más tarde se casó. Só­lo después del segundo hijo comenzó la neurosis actual, es decir, en el momento en que descubrió que su ma­rido sentía cierto interés cariñoso por otra mujer.

En esta historia hay muchas cosas problemáticas. ¿Dónde está, por ejemplo, la madre? De la madre hay que decir que era muy nerviosa, y probó todos los sa­natorios y sistemas de curación posibles. Padecía tam­bién de asma nervioso y de síntomas de ahogo. El ma­trimonio estaba muy distanciado, al menos en todo el pasado que la paciente puede recordar. La madre no comprendía bien al padre. La paciente tenía siempre la impresión de que ella le comprendía mucho mejor. También ella era manifiestamente la favorita del padre, y en correspondencia, sentía menos cariño por la madre.

Estas indicaciones podrían bastar para estudiar el curso de la historia patológica. Tras los síntomas actua­les se ocultan fantasías que, en primer término, se re­fieren a la aventura con el italiano, y luego aluden claramente al padre, cuyo infortunado matrimonio ofreció a la hijita ocasión prematura para conquistar un puesto que propiamente debiera haber ocupado la madre. En el fondo de esta conquista está, natural­mente, la fantasía de ser la esposa propiamente adap­tada al padre. El primer ataque de neurosis estalla en el momento en que esta fantasía sufre un rudo choque, probablemente el mismo que también había experi­mentado la madre (aunque la niña lo desconocía). Los síntomas son fácilmente comprensibles como expresión de amor desengañado y desdeñado. El atragantamiento procede de la sensación de tener una cuerda alrededor del cuello, sensación que es fenómeno concomitante de fuertes afectos, que no podemos completamente "tragarnos". (Las metáforas del lenguaje se refieren frecuentemente, como es sabido, a funciones fisiológicas). A la muerte del padre, su conciencia quedó afligida mortalmente, pero su inconsciencia reía, enteramente al modo de Till Eulenspiegel, que se afligía cuando bajaba la montaña, pero se alegraba cuando subía fatigosa­mente, siempre en previsión de lo futuro. Si el padre estaba en casa, ella se sentía congojosa y enferma; cuan­do el padre se marchaba, se sentía mucho mejor, como todos los esposos y esposas que se ocultan mutuamente el dulce secreto de que no son absolutamente indis­pensables uno a otro en todas las circunstancias.

Lo inconsciente reía entonces, con cierto derecho, como se manifestó en el período siguiente, de completa salud. La paciente tuvo la fortuna de sumergir todo lo anterior en el olvido. Tan sólo la aventura con el ita­liano amenazaba remover de nuevo los bajos fondos. Pero con rápido ademán cerró la puerta y quedó sana, hasta que el dragón de la neurosis se deslizó en ella, Cuando ya triunfaba sobre la montaña, en el estado perfecto de esposa y de madre.

La psicología sexual dice: el fundamento de la neu­rosis está en que la enferma, en último término, to­davía no se ha desprendido del padre; por eso resurge aquel sentimiento, cuando descubre en el italiano ese algo misterioso que ya en el padre le había hecho impresión abrumadora. Estos recuerdos fueron natu­ralmente reanimados por la experiencia análoga con el marido, experiencia que fue antaño la causa deter­minante de la neurosis. Pudiera decirse, por lo tanto, que el contenido y fundamento de la neurosis es el conflicto entre la imaginaria relación infantil erótica con el padre y el amor al esposo.

Pero si ahora consideramos el mismo cuadro clínico desde el punto de vista del "otro" instinto, a saber, de la voluntad de poderío, observamos que la cuestión se plantea en forma completamente distinta. El desafor­tunado matrimonio de los padres fue una ocasión excelente para el instinto infantil de poderío. Porque el instinto de poderío pretende que el Yo quede siempre "encima" en todas las circunstancias, ya sea por camino derecho o ya por torcido. La "integridad de la perso­nalidad" ha de quedar salvaguardada en todos los ca­sos. Cualquier intento, aun aparente, del medio circun­dante para llegar al sometimiento —por leve que sea— del sujeto será rechazado con "protesta viril", como dice Adler. El desengaño de la madre y su retraimiento a la neurosis proporcionaron, por lo tanto, a la paciente una ocasión muy apetecible para desplegar potencia y quedar encima. El amor y la rectitud de la conducta son, como es sabido, desde el punto de vista del ins­tinto de poderío medios muy eficaces para el fin. La conducta virtuosa sirve, no pocas veces, para forzar la sumisión de los demás. Ya desde niña sabía ella que con una conducta complaciente y afable lograba sobre su padre una gran ventaja y se imponía a su madre; no obraba así por amor al padre, sino porque el amor era un buen medio para imponerse. El ataque de risa, a la muerte del padre, es una prueba elocuente de ello. Propendemos a considerar esta explicación como una depreciación horrible del amor, cuando no como una insinuación maligna. Pero reflexionemos un momento y examinemos el mundo tal como es. ¿No hemos visto a muchos que aman y creen en su propio amor. . . hasta que acaban por conseguir su objeto, y entonces se apartan del amado como si nunca hubieran amado? Y al fin y al cabo, ¿no hace también la naturaleza exacta­mente lo mismo? ¿Es posible, en general, un amor "sin finalidad"? Si es posible, habremos de contarlo entre las más altas virtudes, que, desde luego, son muy raras. Acaso, en general, tendemos a reflexionar lo menos posible sobre la finalidad del amor; pues podríamos hacer descubrimientos que presentaran, en una luz menos favorable, el valor del propio amor. Hay casi peligro de muerte en cercenar algo al valor de los ins­tintos fundamentales, mayormente hoy, en que no parecemos tener de ellos sino un mínimo.

La paciente tuvo, pues, un ataque de risa al morir su padre... porque al fin había logrado imponerse. Era un ataque de risa histérica; por lo tanto, un sín­toma psicógeno, que brotaba de motivos inconscientes y no de los del Yo consciente. Esta es una diferencia importante, que al mismo tiempo permite apreciar dónde y cómo se originan las virtudes humanas. Su contrario conduce al "infierno"; es decir, hablando a la moderna, a lo inconsciente, donde se congregan, desde hace mucho tiempo, los contrarios de nuestras virtudes conscientes. Por esta razón la actitud virtuosa induce a no querer saber nada de lo inconsciente; es más: se considera como el colmo de la prudencia vir­tuosa el afirmar que lo inconsciente no existe. Pero, desgraciadamente, nos sucede a todos nosotros lo que al hermano Medardo en el Elixir del Diablo de E. T. A. Hoffmann: existe en alguna parte un hermano desapa­cible y temible —nuestro propio complemento corpo­ral, unido a nosotros por la sangre— que recoge y almacena maliciosamente todo lo que nosotros quisié­ramos hacer desaparecer por escotillón.

La primera explosión de la neurosis en nuestra pa­ciente tuvo lugar en el momento en que se dio cuenta de que algo había en su padre que ella no dominaba. Y esto le hizo comprender para qué le servía la neurosis a la madre. En efecto, cuando tropezamos con algo que no podemos dominar por ningún otro medio racional y apacible, quédanos todavía una postura. Esta actitud hasta entonces desconocida para ella y que la madre le había descubierto, es la neurosis. De aquí resulta que la paciente hubo de imitar ahora la neurosis de la madre. Pero se preguntará con asombro: ¿Para qué ha de servir la neurosis? ¿Qué se pretende lograr con ella? Los que han podido ver de cerca casos manifies­tos de neurosis saben perfectamente lo que puede "lo­grarse" con ella. No hay medio mejor que una neurosis para tiranizar a toda una casa. Las palpitaciones del corazón, los ataques de ahogo, las convulsiones de toda índole, producen un enorme efecto, que apenas se puede superar. Desbórdanse las represas de la compa­sión; la sublime angustia de los padres preocupados, el ir y venir de los sirvientes, los timbres del teléfono, los médicos presurosos, los diagnósticos difíciles, las in­vestigaciones minuciosas, los tratamientos prolijos, los gastos importantes... y allí, en medio de todo este tumulto, yace el inocente enfermo, por quien se siente todavía una gratitud desbordante, si logra sobreponerse a los "ataques".

Este insuperable "arreglo" (arrangement es la ex­presión de Adler) fue descubierto por la pequeña, que se acogía a él con notorio éxito cuando el padre es­taba presente. Pero resultó superfluo cuando el padre hubo muerto, porque ahora quedaba ella definitiva­mente encima. El italiano salió rápidamente por la borda cuando su virilidad, recordada de cuando en cuando, acentuaba excesivamente la feminidad de ella. Pero habiéndose presentado una posibilidad adecuada de matrimonio, entonces ella amó y se acomodó sin protesta a la suerte de ser esposa y madre. Mientras mantuvo la admirada superioridad, todo marchó a maravilla. Pero cuando el marido demostró un pequeño interés hacia otra persona, hubo ella de acogerse de nuevo, como antes, al eficaz "arreglo", esto es, al em­pleo indirecto de la fuerza, puesto que había trope­zado de nuevo con aquel elemento (esta vez en su marido), que ya en el padre escapara a su dominio.

Así se dibuja el proceso desde el punto de vista de la psicología del poderío. Temo que al lector le suceda lo que a aquel kadí, quien, habiendo primeramente oído al abogado de una parte, dijo: "Has hablado muy bien: veo que tienes razón". Luego habló el abogado de la otra parte y, cuando hubo terminado, el kadí se rascó detrás de la oreja y dijo: "fías hablado muy bien; veo que también tú tienes razón". Es indudable que el instinto de poderío desempeña un papel extra­ordinario. Es cierto que los complejos de síntomas neu­róticos son también "arreglos" refinados, que persiguen inexorablemente sus fines con increíble pertinacia y astucia. La neurosis está orientada hacia un fin. Con esta demostración, Adler ha prestado un importante servicio a la ciencia.

Pero ¿cuál de los dos puntos de vista es el verdadero? Esta es una cuestión insoluble. No es posible aceptar simultáneamente las dos explicaciones, porque se con­tradicen en absoluto. En un caso, el dato principal y decisivo es el amor y su destino; en otro caso, el po­derío del Yo. En el primer caso, el Yo pende simple­mente, como especie de aderezo, del instinto erótico; en el último caso, el amor es simplemente un medio para el fin de imponerse. Quien prefiera íntimamente la potencia del Yo, repudiará la primera explicación. Quien estime sobre todas las cosas el amor, no podrá nunca reconciliarse con la explicación segunda.

CAPÍTULO IV - LOS DOS TIPOS PSICOLÓGICOS


La incompatibilidad de las dos teorías tratadas en los capítulos precedentes nos induce a buscar un punto de vista más elevado, en el cual puedan coincidir for­mando unidad. Efectivamente, no debemos rechazar una de ellas en favor de la otra, por muy cómodo que sea este recurso; pues si examinamos ambas teorías con imparcialidad, no puede negarse que ambas con­tienen verdades importantes, y, aunque éstas sean con­trarias, no deben las unas excluir a las otras. La teoría de Freud es de tan sorprendente sencillez y claridad, que casi nos produce repugnancia introducir en ella la cuña de una afirmación opuesta. Pero lo mismo ocurre con la teoría de Adler: también ella es de una sencillez y claridad luminosa y resulta tan explicativa como la de Freud. No es de admirar, por lo tanto, que los partidarios de ambas escuelas se aferren tenaz­mente, y a veces fanáticamente, a la teoría que consi­deran justa. Por razones humanamente comprensibles no quieren abandonar una teoría bella y rotunda y cambiarla por una paradoja o, lo que es peor, perderse en la confusión de puntos de vista contrapuestos.

Ahora bien: puesto que ambas teorías son justas en alto grado, es decir, explican adecuadamente su materia, es evidente que la neurosis ha de tener dos aspectos opuestos, de los cuales uno es interpretado por la teoría de Freud, y el otro por la de Adler. ¿Pero a qué obedece entonces que un investigador vea sólo una de las facetas, y el otro la otra? ¿Y por qué opinan ambos que están en posesión del único aspecto verdadero? Esto obedece, sin duda, a que, por su com­plexión psicológica, ambos investigadores descubren, precisamente en la neurosis, con preferencia aquello que corresponde a su idiosincrasia. No debemos suponer que Adler observe justamente distintos casos de neurosis que Freud. Ambos parten manifiestamente del mismo material experimental; pero como por complexión per­sonal ven las cosas de distinta manera, desarrollan opi­niones y teorías fundamentalmente distintas. Adler en­cuentra que un sujeto que se siente inferior y de menor valía, "trata de asegurarse" una superioridad ilusoria por medio de "protestas", "arreglos" y otros artificios adecuados, dirigidos indistintamente contra los padres, los maestros, los superiores, las autoridades, las situa­ciones, las instituciones o cualquier otra cosa. Hasta la sexualidad figura entre esos artificios. Esta opinión se basa en una extraordinaria acentuación del sujeto, ante el cual el carácter y sentido propio de los objetos des­aparecen del todo. Los objetos entran en consideración a lo sumo como mantenedores de las tendencias repre­sivas. Desde luego, no creo equivocarme al suponer que la relación amorosa y otros anhelos dirigidos hacia los objetos existen también en Adler como elementos esen­ciales; sin embargo, en su teoría de la neurosis no sig­nifican otra cosa que un simple sous-entendu.

Freud, por el contrario, considera a sus pacientes en perpetua dependencia de los objetos y en relación con importantes objetos. El padre y la madre desempeñan un gran papel; todas las influencias o determinaciones importantes que puedan presentarse en la vida del pa­ciente, se refieren en causalidad directa a esas potencias originarias. Una piece de résistance de su teoría es el concepto de trasposición, es decir, la relación del pa­ciente con el médico. Siempre el paciente anhela un objeto determinadamente calificado, o le opone resistencia, y siempre en consonancia con el modelo de relación que con el padre y la madre adquirió el pa­ciente en la primera niñez. Cuanto procede del suje­to es, en lo esencial, un ciego anhelo de placer y de satisfacción; pero este anhelo recibe siempre su cua­lidad de objetos específicos. En Freud los objetos son de la mayor importancia y tienen casi exclusivamente la fuerza determinante, mientras que el sujeto perma­nece extrañamente insignificante, y no es, en realidad, otra cosa que la fuente del anhelo de placer. Ya hemos notado que Freud conoce, sin duda, "instintos del Yo"; pero este mismo termino indica por sí solo que su representación es toto coelo distinta de aquella magni­tud, precisa y de firmes contornos, que constituye en Adler la representación del sujeto.

Es cierto que ambos investigadores ven el sujeto en relación con el objeto. Pero ¡de qué manera tan distinta consideran esta relación! Adler hace hincapié en el suje­to que se asegura y busca superioridad sobre cuales­quiera objetos. Freud, por el contrario, hace hincapié en los objetos que por su determinado carácter son ali­cientes o estorbos para el ansia de placer del sujeto. Esta diferencia acaso no sea otra cosa que una diver­sidad de temperamentos, un contraste de dos tipos del espíritu humano, de los cuales el uno deriva la eficacia determinante principalmente del sujeto, y el otro, en cambio, principalmente del objeto. Una concepción intermedia, como la del common sense, habría de admi­tir que las acciones humanas dependen tanto del sujeto como del objeto específico. Cierto es que ambos inves­tigadores advierten con insistencia que su teoría no se propone dar una explicación psicológica del hombre normal, sino que es una teoría de la neurosis. Pero entonces hubiera debido Freud explicar y tratar algu­nos de sus casos según el procedimiento de Adler, como también Adler hubiera debido acomodarse a tomar en consideración seriamente, para ciertos casos, los puntos de vista de su antiguo maestro. Sin embargo, ni por asomo ha ocurrido así.

Yo he designado este contraste típico con los nom­bres de disposición introvertida y extravertida. La pri­mera tiene lugar cuando un ser normal, de carácter irresoluto, reflexivo, retraído, que no se entrega fácil­mente, siente desvío ante los objetos, adopta siempre la defensiva y tiende a ocultarse detrás de una observa­ción desconfiada. La segunda tiene lugar cuando un ser normal, de carácter comunicativo, aparentemente abierto y benévolo, que fácilmente se hace cargo de cualquier situación, traba rápidamente relaciones y se lanza despreocupado y confiado en situaciones desco­nocidas, desentendiéndose de posibles reparos. En el primer caso predomina a todas luces el sujeto; en el último, el objeto.

Estas advertencias no hacen sino indicar, desde lue­go, los contornos más generales de ambos tipos7 . Pero basta este superficial esquema para reconocer la opo­sición típica de las dos teorías arriba tratadas. La teoría sexual se sitúa en el punto de vista del objeto, y la teoría del poderío se sitúa en la posición del su­jeto; porque el extravertido acentúa siempre el objeto y su relación con él, mientras que el introvertido, por el contrario, acentúa siempre el sujeto, desprendién­dose en lo posible del objeto.

Con esto se resuelven las contradicciones inconciliables de ambas teorías, puesto que ambas resultan productos de una disposición unilateral. Esta oposición de tipos la encontramos también en Nietzsche y Wagner. La mala inteligencia entre ambos obedece a la oposición típica de su complexión. Lo que para uno es valor máximo, para el otro es "comedia" y "adulteración hasta el tuétano". Ambos se desvaloran uno al otro. Si aplica­mos la teoría sexual a un extravertido, cuadra perfecta­mente; pero si la aplicamos a un introvertido, menos­cabamos y violentamos sencillamente su índole espi­ritual. Lo mismo ocurre en el caso contrario. La exacti­tud relativa de ambas teorías hostiles explica que cada una tenga un arsenal de casos que demuestran su ver­dad. Y en lo que se refiere al resto inconciliable, hay que tener presente que... no hay regla sin excepción. Averiguado esto, presentóse la necesidad de superar la antítesis y crear una teoría que no respondiera sim­plemente a uno u otro tipo, sino a ambos por igual. Para ello es imprescindible hacer una crítica de las dos teorías propuestas. El lector, aun cuando sea lego en estas materias, habrá notado que ambas teorías, a pe­sar de su exactitud, tienen propiamente un carácter muy desagradable, que no es inherente a la ciencia en todas las circunstancias. La teoría sexual es anties­tética, e intelectualmente, poco satisfactoria; la teoría del poderío es decididamente venenosa. Ambas teorías son harto adecuadas para reducir a una realidad tri­vial, dolorosamente, el ideal de altos vuelos, la dispo­sición heroica, el pathos, la profunda convicción, cuanto estas cosas sublimes caen en sus garras. Lo mejor fuera, en efecto, no aplicarlas a tales cosas; porque ambas teorías son propiamente instrumentos terapéu­ticos del arsenal médico; son bisturíes con que el médi­co saja implacable lo enfermizo y dañado. Esto mismo se proponía Nietzsche en su crítica destructiva de los ideales, que él consideraba como tumores enfermizos en el alma de la humanidad (y lo son, en efecto, algu­nas veces). En manos de un buen médico, de un ver­dadero conocedor del alma humana, que —empleando términos de Nietzsche— tenga "dedos para primores", y aplicadas a lo verdaderamente enfermizo de un alma, ambas teorías son medios curativos que pueden ayu­dar por dosis muy ponderadas en cada caso, pero que pueden ser dañinos y peligrosos si los administra una mano que no sepa medir y sopesar; son métodos críticos, y, como toda la crítica, intervienen siempre allí donde hay que destruir, deshacer o reducir algo; pero acarrean daño allí donde hay que edificar.

Podríamos dejar pasar, por lo tanto, sin protesta ambas teorías, siempre que, como los venenos medi­cinales, quedaran confiadas a la mano segura del mé­dico. Pero el destino manda que no queden reservadas a la disposición del médico competente. En primer lu­gar, se han dado a conocer al público médico; y como todo médico práctico tiene entre su clientela un tanto por ciento relativamente alto de neurosis, viéndose, por lo tanto, más o menos obligado a buscar un método adecuado de tratamiento, acaba por apoderarse del difícil método psicoanalítico, sin tener al principio la necesaria competencia. Porque ¿cómo va a estar ins­truido sobre los secretos del alma humana? Désele luego, no por sus estudios académicos, porque lo po­quito de psiquiatría que aprende para el examen basta, sí, para darle a conocer los síntomas de las más fre­cuentes perturbaciones mentales; pero no, ni con mu­cho, para abrirle los horizontes del alma humana. El médico práctico, por lo tanto, no está preparado para aplicar estos métodos. Hace falta, en efecto, un extra­ordinario conocimiento del alma para poder aplicar con provecho estos métodos curativos. Hay que estar en situación de distinguir lo enfermo e inútil de lo sano y conservable. Y esto es, sencillamente, una de las cosas más difíciles. Quien quiera obtener una im­presión profunda de la manera como un médico "psicoligizante" puede equivocarse sin responsabilidad, ba­sándose en un prejuicio vulgar y anticientífico, lea el estudio de Moebius sobre Nietzsche o los distintos estudios "psiquiátricos" sobre él '"caso" Cristo. . . y no tardará en pronunciar un "triple ¡ay!" sobre el pa­ciente a quien tal "inteligencia" se aplique.

Pero, además, el conocimiento del psicoanálisis ha pasado a manos de los pedagogos, para gran daño de la medicina, que no se ha posesionado de él. Y esto con razón, ya que el psicoanálisis es propiamente un método científico espiritual y educativo, si es manejado y comprendido debidamente. Desde luego, yo no acon­sejaría nunca que se aplicase pura y exclusivamente el análisis sexual de Freud como método educativo. Podría acarrear graves daños por su parcialidad. Para convertir el primitivo psicoanálisis en un método apto para los fines educativos, hacen falta todas las trans­formaciones introducidas en él por el trabajo de los últimos años, es decir, la ampliación del método a una concepción psicológica general.

Las dos teorías arriba estudiadas no son teorías gene­rales, sino, por decirlo así, medios curativos que han de emplearse "localmente". Son, en efecto, destructivas y reductivas. A cada paso dicen: "tú no eres más que..." Explican al enfermo que sus síntomas proceden de esto y de lo otro, y no son sino esto o lo otro. Sería injusto afirmar que esta reducción es desacertada en el caso dado. Pero una teoría reductiva es par sí sola impo­sible de aceptar como concepción general de la esencia de un alma, tanto si está enferma como si está sana. Porque el alma del hombre, este sana o enferma, no puede explicarse solamente por reducción. Sin duda, la sexualidad está siempre y dondequiera presente; sin du­da, el instinto de poderío lo penetra todo, lo más alto como lo más bajo del alma. Pero el alma no es simple­mente lo uno o lo otro, o si se quiere, las dos cosas a la vez; sino que es asimismo lo que ha surgido y surgirá de esos dos elementos. Un hombre es conocido a me­dias cuando se sabe de dónde procede todo lo que hay
en él. Si en eso consistiera su esencia, lo mismo podría estar muerto hace mucho tiempo. Reducirlo a su raíz no es comprenderlo como ser vivo, pues la vida no tiene sólo un ayer, ni queda explicada cuando el hoy se reduce al ayer. La vida tiene también un mañana, y sólo comprendemos el hoy cuando podemos añadir a nuestro conocimiento de lo que era ayer los anteceden­tes del mañana. Esto vale para todas las manifestacio­nes psicológicas de la vida, incluso para los síntomas pa­tológicos. Los síntomas de la neurosis no son meramente consecuencias de causas anteriores, ya sea la "sexuali­dad infantil" o el instinto infantil de poderío; sino que son también ensayos de una nueva síntesis de la vida. Añadamos, desde luego, que son ensayos fracasados, pe­ro ensayos al fin y a la postre, con un núcleo de valor y de sentido. Son semillas que se han malogrado por con­diciones desfavorables, de naturaleza interior y exterior. Acaso algún lector pregunte: ¿Cuál puede ser el valor y sentido de una neurosis, la más inútil e insufrible pla­ga de la humanidad? ¿Para qué puede servir el ser ner­vioso, como no sea que digamos lo que se dice de las moscas y demás insectos, que Dios los creó para que el hombre ejercitara la provechosa virtud de la paciencia? Pero por muy necio que parezca este pensamiento desde el punto de vista de la ciencia natural, puede ser muy discreto desde el punto de vista de la psicología, si en este caso sustituimos a la palabra "insectos", las pala­bras "síntomas nerviosos". El mismo Nietzsche, que desdeñaba como nadie los pensamientos necios y tri­viales, reconoció más de una vez lo que debía a su en­fermedad. Yo he conocido a personas que debían su utilidad y la justificación de su existencia a una neu­rosis que detenía todas las necedades de su vida y les obligaba a una existencia en que se desarrollaron los gérmenes provechosos, que se hubieran ahogado todos, si la neurosis, con garra de hierro, no hubiera colocado a esos hombres en el sitio que les correspondía. Hay, en efecto, hombres que tienen oculto en lo inconsciente el sentido de su vida, su verdadera significación, y en lo consciente, en cambio, todo aquello que es para ellos perversión y extravío. En otros sucede lo contrario, y para éstos la neurosis tiene también otra significación. En estos últimos casos está indicada una amplia re­ducción; pero no en los primeros.

El lector se hallará ya dispuesto a admitir la posibi­lidad de que la neurosis tenga esta importancia en ciertos casos; pero también estará dispuesto a negar una trascendental y sabia conveniencia de esta enfer­medad en todos los casos triviales de la vida diaria. ¿Qué puede tener de valioso la neurosis, por ejemplo, en el caso arriba citado de asma y de ahogos histé­ricos? Confieso que dicho valor no está aquí al alcance de la mano, sobre todo si se considera el caso desde el punto de vista de una teoría reductiva, es decir, desde el punto de vista de la crónica escandalosa de una evolución psicológica individual.

Las dos teorías anteriormente estudiadas tienen de común, como hemos visto, el descubrir implacable­mente todo lo que hay de despreciable en el hombre. Son teorías o, mejor dicho, hipótesis, que nos explican en qué consiste el momento patógeno. Se ocupan, por lo tanto, no de los valores de un hombre, sino de los elementos sin valor, elementos que se acusan en per­turbaciones. Bajo este ángulo visual es posible avenirse con ambas posiciones.

Un "valor" es una posibilidad, mediante la cual pue­de llegar a desplegarse energía. Ahora bien; en cuanto que un "no valor" es también una posibilidad, me­diante la cual puede desplegarse energía (como podemos ver, por ejemplo, clarísimamente en las notables manifestaciones de energía en las neurosis), es también propiamente un valor, pero un valor que provoca manifestaciones inútiles y perjudiciales de energía. La energía en sí no es buena ni mala, no es útil ni dañosa, no es valiosa ni no valiosa, sino indiferente. Todo de­pende de la forma en que la energía se produce. La for­ma da a la energía su cualidad. Por otra parte, la simple forma sin energía es también indiferente. Para que exista, pues, un verdadero valor, es necesario por un lado la energía, por otro, la forma valiosa. En la neuro­sis encuéntrase la energía psíquica indudablemente en una forma inválida y no realizable. Ambas teorías, arriba estudiadas, sirven para disparar esta energía inválida. En este punto se acreditan como medios cura­tivos. Por ellas obtenemos energía libre, pero indife­rente. Hasta ahora dominaba la suposición de que esta energía recobrada queda a la disposición consciente del enfermo, de suerte que éste puede emplearla de cual­quier modo. Es decir, se pensaba que la energía no es otra cosa que la fuerza del instinto sexual, y así se hablaba de una aplicación "sublimada" de la misma, suponiendo que le es posible al paciente, con ayuda del análisis, trasladar la energía sexual a una "sublima­ción", es decir, a una forma no sexual de aplicación, al ejercicio, verbigracia, de un arte, o a otra actividad buena y útil. El paciente tenía, según esta concepción, la posibilidad de decidir libremente o por inclinación el sentido en que su energía había de sublimarse.

Hasta cierto punto, hay que conceder a esta con­cepción el derecho a la existencia, en el sentido de que el hombre es siempre dueño de marcar a su vida una línea determinada, por la que ha de marchar. Pero ya sabemos que no hay previsión ni prudencia humana que nos pongan en situación de dar a nuestra vida una dirección prescrita, como no sea para pequeños trayec­tos. El destino se presenta ante nosotros confuso y pre­ñado de posibilidades, y sin embargo, sólo una de estas múltiples posibilidades es nuestro propio y verdadero camino. ¿Quién podrá vanagloriarse —aun fundado en el mayor conocimiento posible de su propio carácter— de poder determinar por anticipado esa única posibili­dad? Ciertamente, con la voluntad se puede alcanzar mucho; pero yerra radicalmente quien, en vista del destino de ciertas personalidades, especialmente enér­gicas, quiera también someter a su voluntad su propio destino a cualquier precio. Nuestra voluntad es una función dirigida por nuestra reflexión; depende, por lo tanto, de la naturaleza de nuestra reflexión. Nuestra re­flexión, si ha de ser tal reflexión, debe ser racional, es decir, proceder conforme a razón. ¿Pero se ha demostra­do nunca, o podrá demostrarse alguna vez, que la vida y el destino concuerdan con nuestra razón humana, es decir, sean también racionales? Por el contrario, tene­mos fundadas sospechas de que son irracionales, o, di­cho con otras palabras, que en último término se basan en fundamentos situados allende la humana ra­zón. La irracionalidad de la vida se muestra en la lla­mada contingencia, que nosotros, naturalmente, debe­mos negar, porque a priori no podemos pensar ningún acontecimiento que no esté causal y necesariamente determinado, y, por lo tanto, que sea contingente; pero prácticamente la contingencia se muestra donde­quiera, y con tanta insistencia, que podemos muy bien guardarnos en el bolsillo nuestra filosofía causal. La plenitud de la vida es regular y no regular, racional e irracional. Por eso, la razón y la voluntad fundada en razón no valen sino durante un corto trayecto. Cuan­to más extendamos esta dirección racionalmente ele­gida, tanto más seguros podremos estar de que exclui­mos la posibilidad irracional de la vida, posibilidad, empero, que tiene también su derecho a ser vivida. Ha sido ciertamente una gran conveniencia para el hombre el estar en situación de imprimir una orientación a s u vida. Con razón y con justicia se puede afirmar que la mayor conquista de la humanidad es el haber adquirido la racionalidad. Pero no está dicho que esta razón im­pere en todas las circunstancias. La terrible catástrofe de la guerra europea ha echado una raya muy gruesa so­bre las cuentas del racionalismo más optimista. En el año 1913 escribía Ostwald las siguientes palabras 8: "Todo el mundo está de acuerdo en que el estado actual de la paz armada es insostenible y, poco a poco, imposible. Exige de las distintas naciones enormes sa­crificios, que superan con mucho los gastos para fines culturales, sin obtener por ello resultados positivos. Si la humanidad encontrara medios y caminos para elimi­nar estos armamentos destinados a guerras que nunca llegan, esta organización de una gran parte del pueblo en la edad más vigorosa y productiva, con miras a fines guerreros y, en fin, todos los innumerables daños que el actual estado de cosas produce, lograría con ello un ahorro tan enorme de energía, que desde aquel momen­to podría esperarse un florecimiento insospechado de la cultura. Porque la guerra, lo mismo que la lucha per­sonal, es ciertamente el medio más antiguo de resolver diferencias, pero también el más inconveniente y el que acarrea más dañoso despilfarro de energía. La completa eliminación, tanto de la guerra potencial como de la guerra actual, se halla, por lo tanto, dentro del espíritu del imperativo energético y es uno de los más impor­tantes problemas culturales de nuestros días".

Pero la irracionalidad del destino no se atemperó a la racionalidad de pensadores bien intencionados, ni si­quiera se contentó con emplear las armas y soldados acumulados, sino que quiso todavía mucho más: quiso una espantosa y disparatada devastación, un destrozo en masa de tal naturaleza que la humanidad ha podi­do sacar la conclusión de que, con previsiones racionales, sólo puede dominarse un aspecto del destino.

Lo que decimos de la humanidad en general puede también decirse de cada individuo, pues de simples individuos se compone toda la humanidad. Y lo que es la psicología de la humanidad, eso mismo es también la psicología del individuo. Durante la guerra europea hemos asistido a una terrible liquidación de las racio­nales previsiones de la organización cultural. Lo que en el individuo se llama "voluntad", en las naciones se llama "imperialismo"; pues la voluntad es la declara­ción de la potencia sobre el destino, es decir, la exclu­sión de lo fortuito. La organización cultural es la subli­mación racional y "adecuada" de energías libres e indiferentes, lograda con voluntad y previsión. En el individuo es lo mismo. Y así como el pensamiento de una general organización cultural ha experimentado con esta guerra una cruel rectificación, así también el individuo ha de experimentar frecuentemente en su vida que las llamadas energías "disponibles" no permi­ten que se disponga de ellas a capricho.

En América me consultó en cierta ocasión un hom­bre de negocios, de unos cuarenta y cinco años, cuyo caso ilustra muy bien lo dicho anteriormente. Se tra­taba de un típico selfmademan americano, que se había elevado a fuerza de puños. La suerte le había favorecido y llegó a fundar un negocio de gran amplitud. Poco a poco fue organizando su negocio en tal forma, que pudo pensar en retirarse de la dirección. Dos años antes de verlo yo, se había retirado. Hasta entonces sólo había vivido para su negocio y en él había concentrado toda su energía, con esa increíble intensidad y exclusivismo que es propia del hombre de negocios americano. Había comprado una magnífica posesión, donde pensaba "vi­vir", imaginando la vida como un continuo montar a caballo, ir en automóvil, hacer excursiones, jugar al golf y al tennis, etc. Pero no contó con lo imprevisto.

La energía "disponible" no entró por todas estas hala­gadoras perspectivas, sino que se encaprichó en otra dirección. Efectivamente, pocas semanas antes de co­menzar la proyectada vida de recreo, empezó a sentir vagas sensaciones en el cuerpo, y dos semanas bastaron para precipitarle en una inaudita hipocondría. Sus ner­vios dieron un estallido. Aquel hombre sano, de fuerzas físicas extraordinarias y sumamente enérgico, se con­virtió en un niño llorón. Y con esto acabó toda su mag­nificencia. Pasaba de una angustia a otra y se atormen­taba con cavilaciones hipocondríacas, hasta casi morir. Consultó entonces a un famoso especialista, que com­prendió en seguida que a este hombre no le faltaba otra cosa sino el trabajo. También el paciente lo com­prendió así, y volvió a ocupar su anterior puesto. Pero su desengaño fue enorme al ver que no sentía interés alguno por su negocio. Ni la paciencia ni la decisión sirvieron para nada. La energía no quiso volver a en­cauzarse hacia el negocio por ningún medio. Entonces, naturalmente, su estado empeoró todavía más. Todo lo que anteriormente había sido en él energía creadora, se volvió ahora contra él mismo, con fuerza terriblemente destructiva. Su genio creador se alzó en cierto modo contra él, y así como antes había creado en el mundo grandes organizaciones, así también su demonio creó ahora refinados sistemas de sofismas hipocondríacos que le aniquilaban por completo. Cuando yo le vi, era ya una ruina moral sin esperanza. De todos modos, intenté explicarle que una cantidad tan gigantesca de energía pudo desasirse del negocio sin duda; pero la cuestión era: ¿para aplicarla a qué? Los más hermosos caballos, los automóviles más rápidos y los juegos más entretenidos no son a veces estímulo alguno para la energía, aun cuando había pensado, muy racional­mente, que un hombre dedicado toda su vida al tra­bajo serio tenía en cierto modo un derecho natural a gozar de la vida. Si el destino procediera "humana­mente", así habría de ser: primero el trabajo, luego el descanso bien ganado. Pero procede irracionalmente, y con la mayor incongruencia la energía exige un cauce a su gusto; de lo contrario se estanca y se torna destruc­tiva. Naturalmente, no encontraron acogida mis argu­mentos, como era de esperar. Un caso tan avanzado sólo puede ser defendido de la muerte, pero nunca curado.

Muestra este caso claramente que no está en nuestra mano aplicar, a nuestro gusto, una energía "disponible" a un objeto racionalmente escogido. Exactamente lo mismo sucede, en general, con aquellas energías, apa­rentemente disponibles, que obtenemos cuando por medios curativos psicoanalíticos hemos destruido sus formas inútiles, listas energías, como se ha dicho, no pueden aplicarse arbitrariamente, en el mejor de los casos, sino por un corto tiempo. Pero generalmente se resisten a apoderarse de las posibilidades racionales, en ningún tiempo, por corto que sea. La energía psíquica es antojadiza, y tiene que ver cumplidas sus propias condiciones. Por mucha energía que tengamos, no po­dremos utilizarla mientras no logremos abrirle cauce. Todo mi trabajo de investigador, en los últimos diez años, se ha concentrado sobre este problema.

La primera etapa ha sido el reconocimiento del cam­po de validez en que se verifican las dos teorías citadas.

La segunda etapa consistió en descubrir que esas dos teorías corresponden a dos tipos psicológicos opuestos, que yo he llamado tipo introvertido y tipo extravertido. Ya William James9 encontró estos dos tipos en los pensadores y los distinguió con las denominaciones de tender minded y de tough minded. También Ostwald10 halló en los grandes sabios análoga diferencia entre el tipo clásico y el romántico. Así, pues, no soy yo el único en sustentar esta idea de los dos tipos; y eso que no he citado más que dos autores conocidos, entre otros muchos. Investigaciones históricas me han de­mostrado que no pocas de las grandes discusiones en la historia del espíritu obedecen a la oposición de estos dos tipos. El caso más notable, en este orden, es la oposición entre el nominalismo y el realismo, que se inició con la diferencia entre la escuela platónica y la megarense y fue heredada por la filosofía escolástica, en la que Abelardo tuvo el mérito de intentar, por lo menos, con el conceptualismo, la unificación de los puntos de vista opuestos. Esta disputa se ha continua­do hasta nuestros días, manifestándose en la oposición entre el espiritualismo y el materialismo. Y así como la historia general del espíritu, así también cada indi­viduo participa en este contraste de tipos. Una dete­nida investigación conduce a la consecuencia de que ambos tipos tienden a unirse en matrimonio para —in­conscientemente— completarse uno a otro. La índole reflexiva del introvertido le impulsa a meditar siempre o recogerse siempre antes de obrar. Esto retrasa, natu­ralmente, su acción. Su miedo y su desconfianza ante los objetos le inducen a la vacilación, y así encuentra siempre dificultades al querer adaptarse al mundo exterior. Por el contrario, el extravertido mantiene una relación positiva con las cosas. Es, por decirlo así, atraído por ellas. Le halagan las situaciones nuevas y desconocidas. Por averiguar algo desconocido, salta en ello a pies juntos. Generalmente, obra primero, y piensa después. Por eso su acción es rápida y no está sometida a objeciones y aplazamientos. Ambos tipos son, por lo tanto, muy adecuados para una simbiosis (o vida en común). El uno cuida de la reflexión, y el otro de la iniciativa y de la obra práctica. Cuando ambos tipos conviven en matrimonio, pueden formar una pareja ideal. Mientras ambos viven, en el matrimonio, entera­mente ocupados en adaptarse a las múltiples necesi­dades exteriores de la vida, adáptanse también uno a otro perfectamente. Pero si el marido gana bastante dinero, o le cae de las nubes una gran herencia, y cesa con esto la necesidad exterior de la vida, entonces tienen tiempo para ocuparse uno de otro. Antes se apretaban hombro a hombro y se defendían contra la necesidad. Ahora se miran frente a frente y quieren comprenderse; pero descubren que nunca se han com­prendido. Cada uno de ellos habla un idioma diferente. Así comienza la discusión entre ambos tipos. Esta lu­cha es venenosa, violenta y llena de mutuo menospre­cio, aun cuando se desarrolle muy suavemente y en lo más íntimo. Pues lo que es valioso para uno, es sin valor para el otro. Debiera pensarse racionalmente que cada uno de ellos, en la conciencia de su propio valor, puede tranquilamente reconocer el valor del otro, resultando de esta suerte superfluo todo conflicto. Yo he conocido bastantes casos que argumentaban en esta forma, y, sin embargo, no llegaron a ningún fin satisfactorio. Es más, cuando se trata de hombres enteramente norma­les, podrá salvarse más o menos airosamente este pe­ríodo crítico de transición. Entiendo por hombre nor­mal aquel que puede existir en todas las circunstancias, con tal de encontrar en ellas el mínimo necesario de posibilidad de vida. Pero son muchísimos los que no pueden hacer esto; de donde se infiere que no hay mu­chos hombres normales. Lo que entendemos común­mente por "hombre normal" es propiamente un hombre ideal, cuya afortunada complexión constituye un caso relativamente raro. La mayor parte, con mucho, de los hombres más o menos diferenciados, exigen condiciones de vida que alcancen a más que a la relativa seguridad de comer y dormir. Para éstos, el término de una relación simbiótica significa una grave sacudida.

No puede comprenderse, de primera intención, por qué esto ha de ser así. Pero cuando pensamos que nin­gún hombre es simplemente introvertido o simplemente extravertido, sino que cada uno tiene las dos posibilida­des de complexión, aunque sólo una se desarrolle como función de adaptación, caeremos al punto en la sospe­cha de que en el introvertido la extraversión esta como dormida, arrinconada, en estado embrionario y que, análogamente, en el extravertido, la introversión lleva una existencia oscura. Y así sucede en efecto. El intro­vertido tiene de hecho también su complexión extravertida; pero le es inconsciente, porque la mirada de su conciencia se dirige constantemente al sujeto. Ve, sin duda, el objeto, pero tiene de él representaciones desvaloradoras, o, por lo menos, represivas, de suerte que se mantiene siempre lo más distante posible, como si el objeto fuera algo poderoso y peligroso. Un ejemplo ex­plicará lo que quiero decir con esto: Dos jóvenes pasean juntos por el campo. Llegan a un hermoso castillo. Am­bos quisieran ver el interior del palacio. El introvertido dice: "Quisiera saber cómo es por dentro". El extravertido contesta: "Pues entremos", y se dispone a pasar la puerta. El introvertido se retrae y dice: "Quizá la entrada esté prohibida", y tiene vagas representacio­nes de guardias, multas, perros bravos, etc., en el fondo. A lo cual contesta el extravertido: "Podemos pregun­tar; ya nos dejarán pasar", y tiene representaciones de viejos guardianes benignos, de hospitalarios castellanos y de posibles aventuras románticas en el castillo. Por influjo del optimismo extravertido, llegan ambos, efec­tivamente, al interior. Pero ahora ocurre la peripecia. El castillo está por dentro reconstruido, y no contiene sino un par de salas, con una colección de manuscritos antiguos. Estos son el encanto del joven introvertido. Apenas los divisa, siéntese como transportado, surtiese en la contemplación de aquellos tesoros y se expresa con palabras entusiastas; traba conversación con el ce­lador para obtener las mayores informaciones posibles, y, como el resultado es escaso, busca al archivero, con el fin de hacerle preguntas abundantes. Su miedo ha desaparecido, los objetos han adquirido un brillo se­ductor, y el mundo ha tomado otro aspecto. En cambio, el animo del joven extra vertido decae cada vez más; su rostro se alarga; comienza a bostezar. No hay aquí bondadosos guardianes, ni caballeros castellanos, ni huella de aventuras románticas, sino simplemente un castillo transformado en un museo. Pero manuscritos hay de sobra en casa. Mientras el entusiasmo del uno sube, el humor del otro baja; el palacio le aburre, los manuscritos le recuerdan la biblioteca, la biblioteca se asocia a la idea de la Universidad, la Universidad a la del estudio y a la de los exámenes inminentes. Y poco a poco se tiende un velo espeso sobre el castillo, tan in­teresante y seductor al principio. El objeto se hace negativo, "¿No tiene gracia —exclama el joven intro­vertido— que hayamos descubierto aquí una maravi­llosa colección?" "Pues yo la encuentro soberbiamente aburrida", replica el otro de mal talante. El primero se enfada y decide en su fuero interno no volver a pasear con el extravertido. El último se enfada del en­fado del otro, y medita en que siempre ha creído que el otro era un egoísta inconsiderado, que derrochaba por sus intereses egoístas el hermoso tiempo de prima­vera, de que puede disfrutarse en el campo.

¿Qué es lo que ha sucedido aquí? Los dos amigos caminaban en gozosa simbiosis juntos, hasta que llega­ron al castillo fatal. Allí, el que piensa de antemano, el prometeico introvertido dice: "Podríamos verlo por dentro". Y el que no piensa hasta después de obrar el epimeteico extravertido, abre la cancela. Pero en este momento se invierten los tipos: El introvertido, que antes se resistía a entrar, no quiere salir, y el extravertido reniega del momento en que entró en el castillo. El primero queda fascinado por el objeto: el último se sume en sus pensamientos negativos. Cuando el pri­mero se da cuenta de los manuscritos, cambian las co­sas para él; su temor desaparece; el objeto se apodera de él, y él se entrega al objeto de buen grado. En cambio, el segundo siente una aversión creciente contra el objeto, y acaba por caer en la cautividad de su mal­humorado Yo. El primero se convirtió en extravertido, y el último en introvertido. Pero la extraversión del introvertido es distinta de la extraversión del extravertido, y la introversión del extravertido es distinta de la introversión del introvertido. Mientras ambos ca­minaban antes en gozosa armonía, no chocaron uno contra otro, porque cada uno estaba en su elemento natural. Ambos eran positivos uno para otro, porque sus temperamentos se completaban mutuamente. Pero se completaban porque la complexión de uno incluía siempre la del otro. Vemos esto, por ejemplo, en el breve diálogo frente a la puerta. Ambos quisieran entrar en el castillo. La duda del introvertido sobre si la entrada sería posible, afecta también al otro. La iniciativa del extravertido afecta también al compañero. De suerte que la complexión del uno incluye también al otro. Y éste es siempre, más o menos, el caso, cuando un individuo se encuentra en la complexión para él natu­ral; pues esta complexión está más o menos colectiva­mente adaptada. También ocurre lo propio con la com­plexión del introvertido, aun cuando arranca siempre del sujeto. Va simplemente del sujeto al objeto, mien­tras que la complexión del extravertido va del objeto al sujeto.

Pero tan pronto como en el introvertido el objeto prepondera sobre el sujeto y arrastra a éste, su com­plexión pierde ya el carácter social. Olvida la presencia de su amigo; no le incluye en su pensamiento, se anega en el objeto y no ve lo que su amigo se aburre. A su vez, el extravertido ya no tiene consideración al otro, al ver que su esperanza subjetiva se ha defraudado, y se recoge entonces en sus representaciones y caprichos subjetivos.

Podemos, pues, formular el suceso de la manera si­guiente: En el introvertido, la influencia del objeto ha producido una extraversión de baja ley; en el extraverti­do ha producido, en cambio, una introversión de baja ley; en ambos casos ha desaparecido la actitud social. Esto nos hace volver al principio de donde partimos: "Lo que es valor para uno, es sin valor para el otro".

Acaecimientos positivos o negativos pueden hacer que aflore la contrafunción despreciada. Y una vez que esto ha ocurrido, se presenta la susceptibilidad. La susceptibilidad es el síntoma de una desvalorización. Con esto están ya dados los fundamentos psicológicos para la discordia y la incomprensión; y no sólo para la discordia entre dos hombres, sino también para la dis­cordia de uno consigo mismo. La esencia de la función desvalorada se caracteriza por la autonomía; esta fun­ción es independiente; nos asalta, nos fascina, nos en­vuelve, de suerte que ya no somos dueños de nosotros mismos, ni mantenemos la balanza equilibrada entre nosotros y los demás.

Y, sin embargo, para el desarrollo del carácter es de necesidad que tomemos también en consideración el otro aspecto de nosotros mismos, precisamente esa otra función menos valiosa. No podemos, en efecto, dejar siempre a otro que cuide simbióticamente una parte de nuestra personalidad, pues puede llegar el momento en que necesitemos también de esa otra fun­ción, y nos encontraríamos entonces desprevenidos, co­mo demuestra el anterior ejemplo. Y las consecuencias pueden ser fatales. El extravertido pierde con ello la relación, para él ineludible, con los objetos, y el introvertido, la relación con su propio sujeto. Por otra parte, es también indispensable que el introvertido consiga obrar y actuar, y su actividad no se vea detenida cons­tantemente por objeciones y recelos; como también es necesario que el extravertido medite en sí mismo, sin menoscabar por eso de una manera fatal sus relaciones.

El problema de los tipos, suscitado por el conflicto entre Freud y Adler, nos lleva, pues, a un nuevo pro­blema: al problema de la oposición. Como se ve, la extraversión y la introversión constituyen dos comple­xiones psicológicas naturales, opuestas entre sí, o dos movimientos contrariamente dirigidos, que Goethe de­signó en cierta ocasión con el nombre de diástole y sís­tole. En armónica sucesión, debieran producir el ritmo de la vida. Pero al parecer se necesita un gran arte para lograr este ritmo. O habría que ser completamente in­consciente, para que la ley natural no fuese perturbada por ningún acto consciente, o habría que ser consciente en grado eminente, para hallarse en disposición de que­rer y ejecutar los movimientos opuestos. Como no pode­mos retroceder a la inconciencia animal, sólo nos queda el difícil camino de proseguir adelante, hasta llegar a una más alta conciencia. Desde luego, esa conciencia, que nos permitiría vivir libre y deliberadamente la gran afirmación y negación de la vida, es un ideal casi sobre­humano; pero constituye una orientación, un norte. La condición actual de nuestro espíritu sólo nos per­mite querer conscientemente la "afirmación" y pade­cer constantemente la "negación". Si así sucede, no es poco lo que se ha logrado.

El problema de la oposición, como principio inhe­rente a la naturaleza humana, constituye la tercera etapa de nuestro ulterior proceso de investigación. Por lo general, es éste un problema de la edad madura. Con este problema no se puede establecer el tratamiento analítico práctico de un enfermo, sobre todo si se trata de un joven. Las neurosis de los jóvenes proceden, en general, de un choque entre las fuerzas de la realidad y una actitud infantil insuficiente, que se caracteriza en sentido causal por una enorme depen­dencia de los padres reales o imaginarios, y en sen­tido final, por ficciones insuficientes, es decir, pro­pósitos y aspiraciones insuficientes. Aquí están en su lugar las reducciones de Freud o de Adler. Pero hay muchas neurosis que no surgen hasta la edad madura, o estallan, realmente, en tal grado, que los pacientes se hacen incapaces de empleo. Natural­mente, en tales casos se puede comprobar que en la juventud existió ya una dependencia neurótica de los padres, y existieron también todas las posibles ilu­siones infantiles; pero todo esto no impidió al intere­sado emprender una profesión, ejercitarla con éxito, casarse y, a tuertas o a derechas, hacer vida de matri­monio hasta el momento, ya en la edad madura, en que de pronto fracasa la disposición anterior. En seme­jante caso aprovecha poco, naturalmente, hacer surgir a la conciencia las fantasías de la niñez, la dependencia de los padres, etc., aun cuando esto sea una parte necesaria del procedimiento y muchas veces no pro­duzca efectos desfavorables. Pero, en el fondo, la te­rapia, en tal caso, sólo comienza cuando el paciente ve que ya no hay padre ni madre que se ponga en el camino, sino que él mismo, es decir, una parte incons­ciente de su personalidad, sigue representando el papel de padre y de madre. Pero también esta averiguación, aunque muy útil, es todavía negativa; limítase a de­clarar: "Caigo en la cuenta de que no hay padre ni madre que se opongan a mí, sino yo mismo". ¿Pero quién es ese que en él mismo se opone a él mismo? ¿Qué parte es esa parte misteriosa de su personalidad que, oculta tras las imágenes del padre y la madre, le ha hecho creer tanto tiempo que el fundamento de su mal debía venir de fuera? Esta parte es la parte contraria de su disposición consciente, que no le deja descanso y le perturba, hasta que es admitida. Sin duda, en los jóvenes puede bastar la liberación del pasado, pues ante ellos se abre un sugestivo porvenir rico en posibili­dades. Basta desatar algunos lazos; el impulso de la vida se encarga de lo demás. Pero cuando se traía de gentes que tienen ya tras de sí un gran pretérito de vida, nos hallamos frente a otro problema. A estas per­sonas ya no se les presentan grandes posibilidades para lo futuro ni pueden esperar más que obligaciones de an­tiguo contraídas y el dudoso contentamiento de la edad.

Si logramos libertar de su pasado a los jóvenes, ve­mos que trasladan las imágenes de sus padres a otras figuras más idóneas, que las sustituyen. El sentimiento, que recaía sobre la madre, se dirige ahora a la esposa, y la autoridad del padre se traslada a venerados maestros y superiores o a instituciones. No es ésta una solución fundamental; pero sí es un camino práctico que recorre, inconscientemente, incluso el hombre nor­mal, sin obstáculos ni resistencias.

De otra suerte, se presenta el problema para el adulto que ha recorrido ya esta trayectoria, con más o menos molestias. Hace ya tiempo, acaso, que se ha despren­dido de los padres difuntos; ha buscado y encontrado ya en la mujer a la madre, o en el marido al padre; ha venerado a los padres y a las instituciones; él mismo ha llegado ya a ser padre o madre, y acaso ha superado ya esta etapa de la vida, y ha aprendido que lo que al principio significaba para él aliciente y satisfacción, es un pesado error, una ilusión juvenil, a la que vuelve los ojos ahora, en parte con sentimiento, en parte con envidia, porque no le queda sino la edad y el término de todas las ilusiones. Aquí no hay ya padres ni ma­dres; todo lo que él proyectó, las ilusiones sobre el mundo y sobre las cosas, han refluido poco a poco sobre él, fatigado ya y gastado. La energía que recobra de todas estas relaciones cae en lo inconsciente y anima allí todo lo que hasta entonces había el sujeto tratado de desarrollar.
Las fuerzas instintivas, encadenadas en la neurosis, dan a los jóvenes, cuando se disparan, empuje y espe­ranza y posibilidad de otra expansión más amplia de su vida. Para el hombre de edad madura, el desarrollo de la función oposicionista, que dormita en lo incons­ciente, significa una renovación vital. Pero este desarro­llo no consiste ya en la liberación de vínculos infantiles, en la destrucción de ilusiones infantiles y en el tras­lado de las viejas imágenes a figuras nuevas, sino que recae en el problema de la oposición.

Este principio de la oposición existe, naturalmente, en el fondo del espíritu juvenil, y una teoría psicológica del alma juvenil habría de tomar en cuenta este hecho. Las ideas de Freud y de Adler se contradicen, pues, sólo por cuanto aspiran a constituirse en teoría. Pero si se conforman con ser representaciones técnicas auxi­liares, no se contradicen ni se excluyen mutuamente. La neurosis, en un introvertido juvenil, rara vez per­mite echar de menos la psicología subrayada por Adler, y siempre es conveniente y aun imprescindible tomar en consideración los puntos de vista de Freud, sobre todo la teoría sexual, cuando se trata de extra vertidos jóvenes. Pero una teoría científica que quiera ser algo más que un simple medio auxiliar técnico, tiene que fundarse sobre el principio de la oposición; pues, sin éste, sólo conseguiría reconstruir una psique, sin la necesaria compensación neurótica. No hay ningún equi­librio ni sistema ninguno que tengan autorregulación sin oposición. La psique, empero, es un sistema con autorregulación.

Volviendo a recoger el hilo que habíamos soltado, podemos decir que ahora se ve claramente hasta qué punto se encuentran en la neurosis aquellos valores de que el individuo carece. Podemos volver ahora al caso de aquella joven, y aplicarle la doctrina esbozada. Se trataba de una extravertida con neurosis histérica. Su­pongamos que esta enferma ha sido "analizada", es decir, que el tratamiento le ha dado a conocer la clase de pensamientos inconscientes que se ocultaban detrás de sus síntomas, con lo cual recupera aquella energía psíquica inconsciente que constituía la fuerza de los síntomas. Se presenta entonces la cuestión práctica. ¿Qué se ha de hacer con semejante energía disponible? Sería racional, teniendo en cuenta el tipo psicológico de la enferma, extraverter esa energía, trasladarla a un objeto, por ejemplo, a la actividad filantrópica o a alguna cosa útil. Por excepción es posible este ca­mino, cuando se trata de naturalezas particularmente enérgicas, que no se asustan de atormentarse a sí mis­mas, incluso hasta llegar a la sangre, o cuando se trata de personas a quienes gusta el ajetreo de tales ocupa­ciones; pero generalmente no es posible. Porque no hay que olvidar que la libido (nombre técnico de la energía psíquica), tiene ya inconscientemente su ob­jeto; tal es el joven italiano u otro sustitutivo humano real. En estas circunstancias, esa hermosa sublimación es, naturalmente, tan deseable como imposible. Gene­ralmente el objeto real ofrece a la energía un cauce mejor que ninguna actividad ética, por bella que sea. Desgraciadamente, son muchos los hombres que ha­blan de cómo deben ser las personas, y no de cómo son realmente. Pero el médico ha de habérselas siempre con el hombre verdadero, que permanece tenazmente el mismo, hasta que se descubre su realidad. La educa­ción sólo puede arrancar de la realidad desnuda y no de una imagen ideal engañosa del hombre.

Sucede, por desgracia, que a tal energía disponible no se le puede señalar arbitrariamente una dirección.

Ella sigue por sí misma su pendiente. Es más; la ha encontrado ya, aun antes de que nosotros la hayamos completamente desprendido de su vínculo con la forma inconsciente. Es decir, descubrimos que las fantasías de la paciente, que antes versaban sobre el joven ita­liano, se han trasladado ahora al medico mismo. El médico se ha convertido, por lo tanto, en objeto de la libido inconsciente. Si este caso no se ofrece, o si la enferma no quiere reconocer de ningún modo el hecho de la trasposición, o el médico no comprende el fenó­meno o lo comprende mal, se presentan fuertes resis­tencias, que tienden a hacer en todos sentidos impo­sible la relación con el médico. Entonces los enfermos se van y buscan otro médico u otro hombre que los entienda, o si abandonan esta pesquisa, se hunden en la degeneración.

Cuando la trasposición se orienta hacia el médico y es aceptada, encuéntrase con ello una forma natural, que no sólo sustituye la forma antigua, sino que hace posible un desahogo del proceso energético, relativa­mente libre de conflictos. Por consiguiente, cuando se deja que la libido siga su curso natural, ella encuentra por sí misma el camino de la trasposición. Si no sucede así, es porque se trata de rebeliones contra las leyes de la naturaleza o de una desgraciada intervención del médico.

En la trasposición proyéctanse, en primer lugar, las posibles fantasías infantiles, que deben ser resueltas por reducción. Anteriormente, a este proceso se le daba el nombre de "solución de la trasposición". Por este medio, la energía vuelve a desvincularse de esta forma inconveniente, y otra vez nos hallamos ante el problema de la energía disponible. También en este caso debemos confiar en que la naturaleza, antes de que nosotros lo busquemos, habrá elegido un objeto que ofrezca a la energía el cauce más favorable.

CAPÍTULO V - LO INCONSCIENTE PERSONAL Y LO INCONSCIENTE SOBREPERSONAL O COLECTIVO


Aquí empieza la cuarta etapa de nuestro proceso de investigación. Habíamos proseguido la resolución ana­lítica de las fantasías infantiles, hasta el punto en que se le aparece bastante claro al paciente que de su mé­dico ha hecho padre y madre, tío, tutor y maestro, o como quiera que se denominen todas las autoridades familiares. Pero surgen otras fantasías, como la expe­riencia enseña, que representan al medico cual un sal­vador o un ser divino. Naturalmente, en completa contradicción con la razón sana y consciente. Sucede incluso que estos atributos divinos rebasan notable­mente el marco de la concepción cristiana, en que todos nos hemos criado, y toman formas paganas, por ejemplo, con mucha frecuencia, formas de animales.

La trasposición no es en sí misma otra cosa que una proyección de contenidos inconscientes. Al principio se proyectan los llamados contenidos superficiales de lo inconsciente. En este estado el médico es interesante como posible amador (algo así como el joven italiano de nuestro caso). Luego aparece ya más bien como el padre, un padre bondadoso o tonante, según las cuali­dades que el verdadero padre del paciente tuviera para él. A veces, el médico se le aparece también al paciente en forma maternal, cosa que indica ya algo extrava­gante, pero que, de todos modos, entra en el marco de lo posible. Todas estas proyecciones de la fantasía están apoyadas por reminiscencias personales.

Luego se presentan formas de fantasía, que tienen un carácter visionario e imposible 11. El médico apa­rece entonces de pronto como dotado de cualidades siniestras, algo así como un mago o un criminal diabó­lico, o como la misma bondad, como un salvador. Más tarde todavía aparece como una mezcla incomprensible de ambos aspectos. Entiéndase bien: el médico no se aparece así a la conciencia del paciente, sino que aflo­ran a la superficie fantasías que representan así al médico. Cuando, como ocurre con frecuencia, el pa­ciente no puede advertir que esta forma en que el médico le aparece es una proyección de su inconsciente propio, gesticula algo locamente. En este estadio hay muchas veces grandes dificultades que vencer, y por ambas partes resulta necesaria muy buena voluntad y gran paciencia. Es más, hay incluso casos excepcionales de pacientes que no pueden contenerse y empiezan a difundir las más disparatadas patrañas acerca del mé­dico. A tales pacientes no les cabe en la cabeza que sus fantasías procedan de ellos mismos y no tengan que ver nada, o muy poco, con el carácter del médico. Este contumaz error proviene de que no existen funda­mentos de reminiscencias personales para esta clase de proyecciones. Se puede, a veces, comprobar que seme­jantes fantasías fueron ya, en cierta época de la niñez, aplicadas al padre o a la madre, aunque ni el padre ni la madre daban ocasión para ellas.

Freud ha demostrado, en un pequeño estudio, que Leonardo da Vinci, en los últimos años de su vida, estuvo influido por el hecho de haber tenido dos ma­dres. El hecho de las dos madres o de la doble proce­dencia era real en Leonardo; pero también en otros artistas desempeña su papel. Así, Benvenuto Cellini tuvo también la fantasía de la doble procedencia. Es también un tema mitológico. Muchos héroes tienen en la leyenda dos madres. Esta fantasía no proviene del hecho real de que los héroes tengan dos madres, sino que es una imagen "primordial", generalmente exten­dida, que pertenece al orden de los arcanos de la his­toria general humana del espíritu y no al campo de las reminiscencias personales.

En cada individuo, aparte de las reminiscencias per­sonales, existen las grandes imágenes "primordiales", como Jacobo Burckhardt las ha llamado atinadamente; son posibilidades de humana representación, heredadas en la estructura del cerebro, y que producen remotísi­mos modos de ver. El hecho de esta herencia explica el increíble fenómeno de que ciertas leyendas estén re­petidas por toda la tierra en forma idénticas. Explica también por qué nuestros enfermos mentales pueden reproducir exactamente las mismas imágenes y relacio­nes que conocemos por textos antiguos. He dado algu­nos ejemplos de esta clase en mi libro sobre Transfor­maciones y símbolos de la libido. No afirmo con esto, en modo alguno, la herencia de las representaciones, sino solamente de la posibilidad de la representación cosa que es muy distinta.

En este segundo estadio de la transposición, en que se reproducen esas fantasías no basadas ya en reminiscen­cias personales, trátase de la manifestación de las capas más profundas de lo inconsciente, donde dormitan las imágenes primordiales de carácter universal humano 12.

Este descubrimiento conduce a la cuarta etapa de la nueva interpretación, a saber: el conocimiento de dos capas en lo inconsciente. Debemos, en efecto, distinguir un inconsciente personal 13 y un inconsciente imper­sonal o sobrepersonal. Designamos también a este últi­mo con el nombre de inconsciente colectivo, precisa­mente por que está desprendido del personal y es com­pletamente general, puesto que sus contenidos pueden encontrarse en todas las cabezas, cosa que no sucede, naturalmente, con los contenidos personales.

Las imágenes primordiales son los pensamientos más antiguos, generales y profundos de la humanidad. Tie­nen tanto de sentimientos como de pensamientos; es más, poseen algo así como una vida propia e indepen­diente, como aquella especie de alma parcial, que po­demos ver fácilmente en todos los sistemas filosóficos o gnósticos, que se basan en la percepción de lo incons­ciente como manantial de conocimiento (así, por ejem­plo, la Ciencia antroposófica del espíritu, de Steiner). La representación de ángeles, arcángeles, de tronos y dominaciones, en San Pablo, de los arcontes y reinos de la luz, en los gnósticos, de la celestial jerarquía en Dionisio Areopagita, etc., procede de la percepción de la relativa independencia de los arquetipos (o domi­nantes del inconsciente colectivo).

Con esto hemos encontrado el objeto, que la libido elige, después de haber superado la forma personal in­fantil de trasposición. La libido ahonda entonces más en lo profundo de lo inconsciente y anima allí lo que dormitaba desde las edades primarias. Descubre el teso­ro sepultado del que la humanidad ha ido sacando sus

dioses y demonios y todos esos pensamientos, fuertes y poderosos, sin los cuales el hombre deja de ser hombre. Tomemos, por ejemplo, uno de los más grandes pen­samientos que el siglo XIX ha dado a luz: la idea de la conservación de la energía. Roberto Mayer es el ver­dadero creador de esta idea. Era Mayer un medico y no un físico o filósofo naturalista, a cuyo alcance hu­biera estado más fácilmente la creación de semejante idea. Y es importante saber que la idea de Roberto Mayer no fue creada, propiamente hablando. Tam­poco resultó por la confluencia de representaciones en­tonces existentes o de hipótesis científicas, sino que se formó en su creador y le condicionó por completo. Roberto Mayer escribía lo siguiente a Grietsinger en 1844: "Yo no he imaginado la teoría en la mesa de escritorio". (Y luego informa sobre ciertas observacio­nes fisiológicas que había hecho siendo medico de bar­co en 1840-1841). "Si queremos explicarnos —prosi­gue en su carta— ciertos puntos fisiológicos, es im­prescindible el conocimiento de los procesos físicos, a no ser que se prefiera resolver el asunto por el lado metafísico, cosa que a mí me disgusta enormemente. Así, pues, me atuve a la física y me apliqué al asunto con tal predilección, que no me preocupaba apenas del mundo lejano, aunque alguien pueda reírse, sino que sentía el mayor gusto en permanecer a bordo, donde podía trabajar incesantemente, y donde me sentía a ciertas horas, por decirlo así, inspirado, como no recuer­do haberlo estado nunca, ni antes ni después. Estando en la rada de Surabaja, cruzaron por mi mente unos relámpagos, que perseguí luego con solicitud, y me lle­varon a nuevos objetos. Aquellos tiempos han pasado, pero la tranquila contrastación de lo que entonces emer­gió en mí me ha enseñado que es una verdad, no sola sentida subjetivamente, sino que puede también ser de­mostrada objetivamente; prescindo, naturalmente, de que esto pueda hacerse por un hombre tan escasamente conocedor de la física".

Helm expone en su Energética la opinión de que "el nuevo pensamiento de Roberto Mayer no se desprendió lentamente de los conceptos tradicionales de fuerza mediante profunda meditación sobre ellos, sino que es una de esas ideas percibidas por intuición, que naciendo en oirás regiones de la naturaleza espiritual, se apode­ran, por decirlo así, del pensamiento y le obligan a transformar los conceptos tradicionales".

Pero la cuestión es ésta: ¿De dónde procede la nueva idea, que con fuerza tan elemental avasalla la concien­cia? ¿Y de dónde toma esa fuerza, que de tal manera puede señorear la conciencia, que la abstraiga de las variadísimas impresiones de un primer viaje a los Tró­picos? No es fácil contestar a estas preguntas. Pero si aplicamos nuestra teoría a este caso, encontraremos es­ta explicación: La idea de la energía y de su conservación tiene que ser una imagen primordial que dormitaba en el inconsciente colectivo. Esta conclusión nos obliga, natu­ralmente, a demostrar que esa idea existió en efecto y ha obrado durante milenios en la historia del espíritu. Esta prueba se puede aducir efectivamente sin dificul­tades mayores. Las religiones más primitivas en las distintas partes de la tierra se fundan en esta imagen. Son las llamadas religiones dinámicas, cuyo pensamien­to exclusivo y eficaz es que existe una fuerza mágica14 , generalmente extendida, en torno a la cual gira todo. Taylor, el conocido investigador inglés, y también Frazer, interpretaron mal esta idea, llamándola animismo. En realidad, los primitivos no piensan, con su concepto de fuerza, almas ni espíritus, sino, efectivamente, algo que el investigador americano Lovejoy15 ha designado acertadamente con el nombre de primitive energetics. Este concepto corresponde a la representación de alma, espíritu, Dios, salud, fuerza vital, fecundidad, poder mágico, influencia, potencia, ascendiente, medicina, así como a ciertos estados de ánimo, que se caracterizan por la eliminación de los afectos. Entre ciertos polinesios, el "mulungu" (el concepto primitivo de la energía) es es­píritu, alma, ser diabólico, fuerza mágica, ascendiente; y cuando ocurre algo asombroso, las gentes exclaman "mulungu". Este concepto de la fuerza es también la primera fórmula del concepto de Dios entre los primiti­vos. La imagen se ha desarrollado en variaciones siem­pre nuevas, a través de la historia. En el Antiguo Testa­mento resplandece la fuerza mágica en la zarza ardiente y en la cara de Moisés; en los Evangelios se muestra en la infusión del Espíritu Santo desde el cielo, en forma de lenguas de fuego. En Heráclito aparece como energía cósmica, como "fuego eternamente vivo". Entre los persas es el resplandor ígneo del "haoma", de la gracia divina. Entre los estoicos es la "heirmarmene", la fuer­za del destino. En la leyenda medieval aparece como el aura, el nimbo de los Santos, y tiembla, como alta lla­ma, sobre el tejado de la choza donde el Santo está en éxtasis. En sus caras ven los santos el sol de esta fuerza, la plenitud de la luz. El alma misma es esta fuerza se­gún la antigua concepción; en la idea de su inmortalidad va inclusa su conservación, y en la interpretación bu­dista y primitiva de la metempsícosis (trasmigración de las almas) está contenida su ilimitada capacidad de transformación en constante conservación.

Esta idea está, pues, grabada en el cerebro humano desde hace muchos eones. Por eso se oculta en lo incons­ciente de cada uno. Sólo necesita de ciertas condiciones para volver a manifestarse. Estas condiciones se cum­plieron manifiestamente en Roberto Mayer. Los más altos y mejores pensamientos de la humanidad se for­man sobre estas imágenes primordiales, que son anti­quísimo patrimonio de la humanidad16 .

Después de haber tratado este ejemplo, referente a la producción de nuevas ideas partiendo del tesoro de las imágenes primordiales, reanudaremos el estudio del proceso de trasposición. Hemos visto que la libido ha buscado su nuevo objeto precisamente en aquellas fan­tasías aparentemente extravagantes y absurdas; es de­cir, en los contenidos del inconsciente colectivo. Como ya he dicho, la proyección inadvertida de las imágenes primordiales en el medico es un peligro no despreciable para el tratamiento ulterior. Porque esas imágenes con­tienen, no sólo lo más bello y grande que la humanidad ha pensado y sentido, sino también las peores vergüen­zas y diabluras de que los hombres han sido capaces. Ahora bien, si el paciente no puede distinguir entre la personalidad del médico y estas proyecciones, se pierde toda posibilidad de comprensión, y la relación humana se hace imposible. Pero si el paciente logra salvar esta Caribdis, viene a caer en el Escila de la introyección de estas imágenes; es decir, atribuye sus cualidades, no al médico, sino a sí mismo. Este peligro no es menos temible. En la proyección oscilaba el enfermo entre una divinización arrebatada y enfermiza y un desprecio rencoroso de su médico. En la introyección incurre en una ridícula divinización de sí mismo, o en una lacera­ción moral de su propio Yo. El error que en ambos casos comete consiste en atribuirse personalmente los contenidos del inconsciente colectivo. Así se considera a sí mismo como Dios y como diablo. Esta es la causa psicológica por la que los hombres necesitaron siempre de demonios y nunca pudieron vivir sin dioses, excep­tuando algunos ejemplares, particularmente listos, del homo occidentalis de ayer y de anteayer, superhombres, para quienes Dios ha muerto, porque ellos mismos se han hecho dioses, o más bien diosecillos racionalistas con cráneos de gruesas paredes y corazones fríos. El concepto de Dios es una función psicológica, absoluta­mente necesaria, de naturaleza irracional, que no tiene nada que ver con la cuestión de la existencia de Dios. Pues a esta última cuestión, el entendimiento humano no puede contestar nunca; y mucho menos puede dar prueba alguna de Dios. Además, sería enteramente superflua semejante prueba; porque la idea de un ser divino todopoderoso se encuentra en todas partes, si no consciente, por lo menos inconsciente, porque es un arquetipo. Hay siempre algo en nuestra alma que tiene un poder superior. Si no es conscientemente un dios, es, por lo menos, el "vientre", como dice San Pablo. Por eso considero más avisado reconocer conscientemente la idea de Dios, pues de lo contrario convertimos en Dios cualquiera otra cosa, por lo general algo muy insuficiente y necio, fraguado, acaso, por una conciencia "ilustrada". Nuestro entendimiento sabe ya de anti­guo que no podemos concebir a Dios adecuadamente, y mucho menos aún representarnos la forma en que realmente existe; del mismo modo que no podemos pensar un proceso que no este condicionado causalmente. Teóricamente no puede haber contingencia; esto es claro de una vez para siempre. Y, sin embargo, en la vida práctica tropezamos constantemente con la contingencia. Así sucede también con la existencia de Dios: constituye definitivamente un problema impo­sible. Pero el común consenso de las gentes habla de dioses desde hace muchos eones, y seguirá hablando de ellos durante otros muchos. Por bella y perfecta que el hombre pueda considerar su razón, ha de estar muy cierto también de que es solamente una de las posibles funciones espirituales, y corresponde solamente a una faceta de los fenómenos del mundo. En todas partes se encuentra lo irracional, lo discordante con la razón. Y este elemento irracional es también una función psicológica; es precisamente lo inconsciente colectivo, mientras que la función de la conciencia consiste esen­cialmente en la razón. La conciencia ha de tener la razón, para descubrir en el caos de los caos individua­les desordenados del universo, un orden, y también pa­ra crearlo, por lo menos en la esfera humana. Poseemos la laudable, y útil inclinación a exterminar el caos de lo irracional en nosotros y fuera de nosotros. Este pro­ceso lo hemos llevado, sin duda, bastante lejos. Un loco me dijo en una ocasión: "Doctor, esta noche he desin­fectado el cielo con sublimado, y no he descubierto ningún dios". Algo así nos ha sucedido a nosotros. El viejo Heráclito, que verdaderamente era un gran sabio, descubrió la más admirable de todas las leyes psicológicas, a saber: la función reguladora de los con­trastes. La llamó enantiodromia (o contra-corriente), término por el cual daba a entender que todo marcha hacia su contrario. (Recuérdese aquí el caso del hombre de negocios americano, hermoso ejemplo de enantiodro­mia). Así, la actitud racional civilizada marcha, nece­sariamente, hacia su contrario, es decir, al asolamiento irracional de la civilización17. No debemos identificar­nos con la razón, pues el hombre no es simplemente racional, ni puede serlo, ni lo será nunca. Esto debieran advertirlo todos los domines de la cultura. Lo irracional, ni puede ni debe ser extirpado. Los dioses no pueden ni deben morir. Antes dije que parece como si hubiera en el alma humana una especie de fuerza superior, y que si esta fuerza no es la idea de Dios, es el vientre. Con esto quise expresar el hecho de que, según mi parecer, hay siempre un instinto o complejo representativo que reúne en sí la mayor suma de energía psíquica, some­tiendo a su servicio al Yo. Generalmente, el Yo es atraí­do por este foco de energía, hasta el punto de identifi­carse con él; cree entonces no desear ni necesitar otra cosa. De esta manera surge una manía, una obsesión, una parcialidad firmísima, que pone en grave riesgo el equilibrio psíquico. Sin duda, la capacidad para seme­jante parcialidad es el secreto del éxito, por lo cual nuestra cultura ha procurado celosamente fomentar tales parcialidades. El apasionamiento, es decir, la acu­mulación de energía oculta en tales monomanías es lo que los antiguos llamaban un dios, y todavía nuestro lenguaje actual hace lo mismo. No decimos: "¿Se forja un dios de esto o de lo otro?" Piensa el hombre que todavía quiere y elige libremente, y no advierte que ya está poseso, que su propio interés es ya su dueño, ha­biendo acaparado la fuerza. Estos intereses son una es­pecie de dioses que, cuando son reconocidos por mu­chos, constituyen poco a poco una iglesia y agrupan en torno suyo un ejército de creyentes. Llamamos a esto una organización. El Estado, el ejército, el dinero, son trampantojos semejantes; de aquí la reacción anar­quista, que a su vez quiere echar al diablo para poner a Belcebú. La enantiodromia, que siempre amenaza cuando un movimiento se ha constituido en fuerza in­dudable, no ofrece solución alguna al problema; es tan ciega en su desorganización como en su organización.

De la feroz ley de la enantiodromia sólo escapa quien sabe desprenderse de lo inconsciente, no reprimiéndolo (pues entonces se verá cogido por la espalda), sino afrontándolo resueltamente como algo distinto de sí mismo.

Con esto se ha dado la solución al problema de Escila y Caribdis, que arriba quedó descrito. El paciente ha de saber distinguir lo que en sus pensamientos es Yo y lo que es no-Yo, es decir, psique colectiva. Así conquista el elemento contra el que ha de luchar por largo tiempo desde este instante. Con eso, su energía, que antes to­maba formas inservibles y patológicas, encuentra su propia esfera. La distinción entre el Yo psicológico y el no-Yo psicológico implica que el hombre, en su fun­ción del Yo, camine con pie firme, es decir, cumpla enteramente sus deberes frente a la vida, de suerte que sea por todos conceptos un miembro útil de la sociedad humana. Todo lo que descuide en este sentido pasa a lo inconsciente y refuerza la posición de lo incons­ciente; de modo que existe el peligro de ser absorbido por lo inconsciente, cuando la función del Yo no está afianzada. Esto acarrea graves penas. Como indica el antiguo Sinesio, el "alma perespiritualizada" (pneumatiké psyché) se trueca en Dios y en demonio, y padece en este estado los castigos divinos, a saber, el desgarra­miento interior del Zagreus, que también Nietzsche experimentó al principio de su enajenación, cuando en el Ecce Homo le asaltó por la espalda Dios, ese Dios contra quien se defendiera desesperadamente antes. La enantiodromia es la dislocación interior, en la pa­reja de los contrarios que pertenecen a Dios, y también al hombre divinizado, el cual debe su divinización a la victoria sobre sus dioses. Mientras hablamos de lo inconsciente colectivo, nos encontramos en una esfera y en una zona del problema que no entra en conside­ración para el análisis práctico de personas jóvenes o de personas que han permanecido largo tiempo infan­tiles. En los casos en que aún es posible la trasposición del padre y de la madre, cuando todavía hay que conquistar un sector de la vida externa, el que natural­mente posee el promedio de los hombres, más vale no hablar en absoluto del inconsciente colectivo y del problema de la oposición. Pero cuando las trasposi­ciones paternas y las ilusiones juveniles han sido ven­cidas, o por lo menos, están en sazón de vencimiento, entonces conviene hablar del problema de la oposición y del inconsciente colectivo. Aquí nos encontramos ya fuera del radio en que valen las ideas de Freud y de Adler. Ya no nos ocupa la cuestión de cómo po­demos eliminar todo aquello que impide a un hombre el ejercicio de una profesión o del matrimonio o de cualquiera otra cosa que signifique ampliación de la vida; sino que nos hallamos frente al problema de encontrar un sentido que haga posible la continuación de la vida, en cuanto que ésta ha de ser algo más que simple resignación y lastimera retrospección.

Nuestra vida es como el curso del sol. Por la mañana el sol va ganando en fuerza, y llega radiante y ardiente al cénit del mediodía. Pero luego viene la enantiodromia. Su constante movimiento progresivo no significa ya aumento, sino disminución de fuerza. Así, nuestro problema es distinto en el hombre joven y en el hombre maduro. En el primero basta con eliminar todos los obstáculos que estorban la dilatación y la ascensión vi­tal; en el segundo, hemos de estimular todo aquello que sirva de apoyo al descenso. Algún inexperto acaso pien­se que más vale prescindir de los viejos, los cuales nada pueden dar de sí, puesto que tienen a la espalda su vida y sólo sirven de apoyos fósiles del pasado. Pero es un gran error suponer que el sentido de la vida se agote en la fase de juventud sexual y expansiva; que una mujer, por ejemplo, esté "agotada" con la menopausia. El otoño de la vida humana es tan rico de sentido como la primavera, aunque su sentido y su propósito son com­pletamente diversos. El hombre tiene un doble fin: el primero es el fin natural, la generación de la descenden­cia y todos los menesteres anexos a la protección de la prole, entre los que se cuentan la adquisición de dinero y la posición social. Cumplido este fin, comienza otra fase: la del fin cultural. Para obtener el primer fin nos ayuda la naturaleza y además la educación; para obte­ner el último fin, hay poco o nada que nos ayude. Pero en muchos domina la falsa ambición de ser de viejos lo mismo que de jóvenes, o, por lo menos, de hacer lo mismo, aun cuando internamente no puedan ya tener la fe. De aquí que para muchos sea el tránsito de la fase natural a la fase cultural sumamente difícil y amargo. Muchos se agarran a la ilusión de la juventud o, por lo menos, a sus hijos, para de esta manera salvar todavía un poco de ilusión. Se advierte esto especial­mente en las madres, que ponen el único sentido de su vida en sus hijos y creen caer en un vacío sin fondo cuando tienen que abandonarlos. No es de admirar, por lo tanto, que muchas graves neurosis se presenten al empezar el otoño de la vida. Es una especie de se­gunda pubertad o segundo período de lucha, que suele sobrevenir acompañado por todas las tormentas de la pasión ("edad peligrosa"). Pero los problemas que se plantean en esta edad no se han de resolver según las antiguas fórmulas. La aguja de este reloj no da vuelta hacía atrás; lo que la juventud encontró y hubo de encontrar fuera, debe encontrarlo dentro el hombre lle­gado a su otoño. Aquí nos hallamos ante nuevos pro­blemas que muchas veces producen al médico no flojos quebraderos de cabeza.

La transición de la primavera al otoño es una inver­sión de los antiguos valores. La necesidad nos obliga en­tonces a considerar el valor de lo opuesto a nuestros primeros ideales, a comprobar el error de nuestras con­vicciones anteriores, a reconocer la falsedad de nuestras anteriores verdades y a sentir cuánto odio latía en lo que antes nos parecía amor. No pocos de los que caen en los conflictos planteados por el problema de la oposi­ción, echan por la borda todo lo que antes les pareció bueno y apetecible, y tratan de seguir viviendo en lo contrario de su yo anterior. Cambios de profesión, disi­dencias, conversiones religiosas, apostasías de todo gé­nero, son los síntomas de esta oscilación hacia lo con­trario. El peligro de las radicales conversiones es que toda la vida anterior queda reprimida y con ello se produce un estado de desequilibrio, como el que existía cuando los contrarios de las virtudes y valores conscien­tes estaban todavía reprimidos y eran inconscientes. Si antes existían acaso perturbaciones neuróticas, causa­das por la inconsciencia de las fantasías contrarias, aho­ra surgen perturbaciones acaso peores, causadas por la represión de los antiguos ídolos. Naturalmente, es un gran error el creer que cuando descubrimos el sinvalor de un valor o la falsedad de una verdad, queden anula­dos ese valor y esa verdad. Lo único que sucede es que se han hecho relativos. Todo lo humano es relativo, por­que todo descansa en oposición interna, puesto que todo es fenómeno energético. Pero la energía se basa, necesa­riamente, en una oposición preexistente, sin la cual no puede haber energía alguna. Ha de haber primeramente lo alto y lo bajo, lo caliente y lo frío, etc., para que pueda tener lugar el proceso de equilibrio, que es ener­gía. Todo lo viviente es energía, y descansa, por lo tanto, en la oposición. De aquí que la inclinación a negar todos los valores anteriores en favor de sus con­trarios, sea tan enfermiza como la primera parcialidad. Y si son valores generalmente reconocidos e indudables los que ahora se rechazan, viene entonces una pérdida fatal, evidentemente. El que así procede, echa por la borda no sólo sus valores, sino a sí mismo también, como lo comprendió el propio Nietzsche.

Lo conveniente es, pues, no rechazar en absoluto los anteriores valores, sino conservarlos, pero al mismo tiempo reconocer sus contrarios. Esto significa, natural­mente, conflicto y disensión consigo mismo. Se com­prende que el hombre sienta horror ante esa lucha in­testina, tanto filosófica como moralmente. De ahí que, a veces, en lugar de convertirse a lo contrario, se aferren algunos a una contumaz permanencia en el primer punto de vista. Hay que reconocer que este fenómeno —por cierto muy antipático— que se da en hombres maduros, no deja de tener cierto mérito; por lo menos no se convierten en renegados, permanecen en pie, no caen en la indeterminación ni en la inmundicia; no se declaran en quiebra, sino que acaban simplemente como árboles secos o, dicho más suavemente, "testigos del pasado". Pero los síntomas concomitantes, la rigi­dez, la petrificación, la limitación, la inadaptabilidad de los laudatores temporis acti, son desagradables y hasta perjudiciales; pues la manera como ellos abogan por una verdad o cualquier otro valor, es de tal manera rígida y violenta, que repele más de lo que atrae el valor; con lo cual consiguen lo contrario de lo que pretenden con buena intención. Lo que les hace rígidos es, en el fondo, la angustia ante el problema de la oposición, el siniestro hermanito de Medardo, al que presienten y en secreto temen. Por esta razón no ha de haber sino una verdad y que sea absoluta, pues, de lo contrario, no prestaría protección alguna contra el trastorno inminente, que por todas partes presienten, salvo en ellos mismos. Pero en nuestra propia alma es donde llevamos todos al revolucionario más peligroso; y esto debe saberlo todo el que desee pasar inmune a la segunda mitad de la vida. Con esto cambiamos sin duda la aparente seguridad de que antes disfrutá­bamos, por un estado de inseguridad, de discordia, de convicciones contradictorias. Lo malo, en este estado, es que aparentemente no ofrece salida. Tertium non datur —dice la lógica.

Las necesidades prácticas del tratamiento de los en­fermos nos han obligado a buscar medios y vías para salir de este estado insoportable. Cuando el hombre se encuentra frente a un obstáculo psicológico aparente­mente invencible, retrocede (reculer pour mieux sau-ter); hace —hablando técnicamente— una represión. Vuelve a los tiempos pasados, en que se encontraba en situación semejante, y trata de aplicar los medios que entonces le sirvieron. Pero lo que sirvió en la juventud es inútil en la vejez. ¿De qué le sirvió a aquel hombre de negocios americano el tornar al trabajo primero? Ya no andaba la máquina. Entonces la regresión se prosi­gue hasta la niñez (de ahí el aniñamiento de muchos neuróticos ancianos) y acaba por llegar al tiempo an­terior a la niñez. Parecerá esto muy extravagante; pero, en realidad, se trata de algo que no sólo es lógico, sino perfectamente posible. Ya hicimos constar antes que lo inconsciente tiene en cierto modo dos capas: primero, la personal, y segundo, la colectiva. La capa personal termina con los primeros recuerdos infantiles; en cam­bio, lo inconsciente colectivo se extiende a la época preinfantil, es decir, a los restos de la vida ancestral. Mien­tras que las imágenes memorativas de lo inconsciente personal están en cierto modo henchidas porque fueron vividas, las huellas memorativas de lo inconsciente co­lectivo, están flaccidas, porque son formas que indivi­dualmente no han sido vividas. Cuando la regresión de la energía psíquica, retrocediendo ante un obstáculo insuperable, rebasa la época preinfantil, y llega a las huellas y sedimentos de la vida ancestral, entonces des­piertan las imágenes mitológicas; descúbrese un mundo espiritual interior, del que nada sospechábamos antes, y aparecen núcleos que están acaso en vigoroso con­traste con nuestras concepciones habituales. Estas imá­genes poseen tal intensidad, que nos parece muy comprensible que millones de hombres ilustrados in­curran en la teosofía y en la antroposofía. Esto sucede simplemente porque estos modernos sistemas gnósti­cos responden a la necesidad de expresar y formular tales estados interiores inexplicables, mucho mejor que cualesquiera formas existentes de la religión cristiana, sin excluir el catolicismo. Nuestra conciencia está ya de tal modo saturada de cristianismo —y aun puede decirse que Creada por el cristianismo—, que la posición contraria inconsciente no puede encontrar en él nin­guna acogida. Esta posición busca más bien un con­trario del cristianismo y lo encuentra, sobre todo, en las regiones orientales del budismo, del bramanismo y del taoísmo. El enorme sincretismo de la teosofía (mez­cla y combinación) responde ampliamente a esta nece­sidad, y así se explica su dilatado éxito numérico. De esta suerte, la experiencia individual es sustituida por imágenes y palabras, tomadas de una psicología ex­traña; por concepciones, ideas y formas que no brotan en nuestro suelo y, sobre todo, que no se enlazan con nuestro corazón, sino simplemente con la cabeza, que ni siquiera puede concebirlas distintamente, porque no las ha inventado. Es un fruto robado, que no aprove­cha. De ahí que el resultado sea el entontecimiento y la enajenación. Dicho sucedáneo convierte a los hom­bres en sombras irreales, que colocan palabras vacías en el lugar de las realidades vivas, y escapan al dolor de la oposición íntima, refugiándose en un mundo pálido, esquemático, de dos dimensiones, donde toda fecundidad vital se marchita y perece.

Los mudos episodios que se producen en la regresión a la época preinfantil no exigen sustitución, sino con­formación individual en la vida y en la obra de cada uno. Esas imágenes provienen de la vida, del dolor y de la alegría de los antepasados, y quieren volver a la vida, como vivencias y también como hechos. Por su oposición a la conciencia no pueden, empero, ser tras­ladadas inmediatamente a nuestro mundo. Hay que buscar, pues, un camino que abra comunicación entre la realidad consciente y la inconsciente.

CAPÍTULO VI - EL MÉTODO SINTÉTICO O CONSTRUCTIVO


Estamos en la quinta etapa de nuestro estudio. El deslindamiento de lo inconsciente constituye un pro­ceso, una técnica, un trabajo, que ha recibido el nom­bre de función trascendente18, porque se funda en datos reales e imaginarios, o racionales e irracionales, y salva la honda sima que existe entre las funciones racionales e irracionales de la psique. La función trascendente tiene su base metodológica en una manera nueva de tratar los materiales psicológicos (los sueños y las fan­tasías). Las teorías analizadas al principio se fundan en un procedimiento exclusivamente causal-reductivo, que resuelve el sueño (o las fantasías) en sus elementos de reminiscencia y en los procesos instintivos que constituyen su base. Más arriba he dicho claramente hasta qué punto está justificado este procedimiento y cuáles son también sus límites. Este procedimien­to llega a su término en el instante en que los símbolos del sueño no pueden ya reducirse a reminiscencias o aspiraciones personales, es decir, cuando comienzan a reproducirse las imágenes del inconsciente colectivo. Carecería completamente de sentido el querer reducir a datos personales estas ideas colectivas, y no sólo carecería de sentido, sino que sería directamente perjudicial, como la experiencia me lo ha demostrado muy desagradablemente. Las imágenes o sím­bolos del inconsciente colectivo no rinden su valor sino cuando son sometidas a un tratamiento sintético (no analítico). Así como el análisis (el procedimiento causal-reductivo) desintegra el símbolo en sus compo­nentes, así el procedimiento sintético integra el sím­bolo en una expresión general y comprensible. El pro­cedimiento sintético no es precisamente sencillo; por eso quiero dar un ejemplo que pueda explicar todo el proceso.

Una enferma, que se hallaba precisamente en la frontera crítica entre el análisis del inconsciente per­sonal y la reproducción incipiente del inconsciente co­lectivo, tuvo el siguiente sueño: Está a punto de pasar un ancho arroyo. No hay allí ningún puente. Encuen­tra un sitio por donde lo puede vadear. Pero cuando está a punto de hacerlo, la muerde en un pie un enorme cangrejo, que estaba oculto en el agua, y no la quiere soltar. Despierta con angustia.

Ocurrencias:
1a Arroyo: Constituye un límite que difícilmente puede salvarse. . . Tengo que pasar sobre un obstácu­lo... Con esto se relaciona, sin duda, el hecho de avanzar lentamente. . . Debo llegar al otro lado.

2a Vado: Una ocasión de pasar con seguridad al otro lado. .. Un camino posible. .. De lo contrario, el arroyo sería demasiado ancho. En el tratamiento analítico existe la posibilidad de salvar el obstáculo.

3a Cangrejo: El cangrejo estaba completamente oculto en el agua; yo no lo vi antes... El cáncer19 es, desde luego, una enfermedad temible..., incura­ble (recuerdo de la señora X que murió de cáncer)... Tengo miedo de esta enfermedad... El cangrejo es un animal que marcha hacia atrás... Y quiere evidentemente meterme en el arroyo. . . Me agarró des­piadadamente y yo experimenté una horrible angus­tia. . . ¿Qué es lo que no me deja avanzar? ¡Ah, ya!. . . Yo había vuelto a tener una violenta escena con mi amiga.

En esta amiga concurrían, en efecto, especiales cir­cunstancias. Se trata de una amistad de largos años, fanática y lindante con la homosexualidad. La amiga se parece a la paciente en muchos puntos, y es también nerviosa. Ambas participan en común de intereses ar­tísticos muy intensos. Pero la paciente es la personali­dad más fuerte de las dos. Su relación recíproca es demasiado íntima, y excluye demasiado las demás po­sibilidades de la vida; ambas son nerviosas, y, a pesar de su ideal amistad, tienen entre sí violentas escenas de escándalo, que provienen de mutua irritabilidad. Lo inconsciente quiere poner distancia entre ellas, pero ellas no quieren advertirlo. El escándalo comienza, ge­neralmente, porque la una encuentra que no se com­prenden y compenetran todavía lo bastante, que es preciso que sean mutuamente todavía más expresivas; tras de lo cual, ambas tratan de comunicarse con en­tusiasmo. Con esto se produce sin tardanza, natural­mente, la mala inteligencia, que vuelve a provocar una escena peor que las pasadas. Durante largo tiempo, la discusión entre ambas, fue faute de mieux, una com­pensación gustosa, de la que no querían privarse. Es­pecialmente, mi enferma no podía renunciar al dulce dolor de no ser comprendida por su mejor amiga, a pesar de que cada escena la ponía en trance "de muerte", y había comprendido, de mucho tiempo atrás, que esta amistad le era gravosa, y que sólo por un falso orgullo creía poder interpretarla todavía como un ideal. La paciente tuvo ya con su madre una rela­ción desbordante y fantástica, y trasladó sus senti­mientos a la amiga, después de la muerte de la madre.

INTERPRETACIÓN ANALÍTICA (CAUSAL REDUCTIVA)20


Esta interpretación puede resumirse en una cláu­sula: "Veo que tengo que pasar al otro lado, salvando el arroyo (es decir, abandonar la relación con mi ami­ga) ; pero preferiría que mi amiga no me soltase nunca de sus garras (abrazos)". O bien, expresado en forma de deseo infantil: "Quisiera que mi madre me tuviera en su seno al modo como solía, en la forma de abrazos efusivos". Lo incompatible del deseo radica en la fuerte corriente homosexual que se ha demostrado suficientemente por hechos notorios. El cangrejo la muerde en el pie, porque la paciente tiene "grandes pies masculinos"; desempeña, respecto de la amiga, el papel de hombre, y tiene fantasías sexuales correspon­dientes. Es sabido que el pie tiene un sentido fálico. (Justificantes minuciosos de este sentido se encontra­rán en Aigremont)21. La interpretación se reduce, pues, a esto: la razón por la cual no quiere separarse de la amiga, es, sencillamente, que siente deseos homo­sexuales inconscientes hacia ella. Como estos deseos son incompatibles, moral y estéticamente, con la ten­dencia de la personalidad consciente, quedan reprimi­dos y permanecen inconscientes. La angustia no es otra cosa que este deseo reprimido.

Esta interpretación es, naturalmente, la deprecia­ción más mezquina posible del arrebatado idealismo consciente que pone en su amistad la enferma. Desde luego, en este momento del análisis, la enferma no me hubiera ya tomado a mal esta interpretación. Ciertos hechos la habían ya convencido, mucho antes, de que existía en ella una tendencia homosexual, de suerte que pudo admitir francamente esta inclinación, a pesar de no serle precisamente grata. Si yo le hubiera co­municado, por lo tanto, en este estadio del tratamiento, dicha interpretación, no hubiera tropezado con resis­tencia; la paciente había ya superado, por inteligente comprensión, la pesadumbre de esta tendencia indeseada. Pero me hubiera dicho: "¿Por qué seguimos anali­zando este sueño que una vez más declara lo mismo que ya sé hace mucho tiempo?". Esta interpretación no le dice nada nuevo a la paciente; por eso resulta sin interés y sin eficacia. En el principio del trata­miento, tal interpretación hubiera sido en este caso completamente imposible, por la sencilla razón de que el extraordinario pudor de la paciente no hubiera tole­rado semejante cosa en ninguna circunstancia. Fue preciso inocularle previamente, en pequeñas dosis y con gran precaución, el "veneno" de la comprensión, hasta que la enferma poco a poco se hizo más razona­ble. Y puesto que ahora la interpretación analítica o causal reductiva no aporta ya nada nuevo, sino siem­pre lo mismo, en distintas variaciones, ha llegado el momento en que está indicado otro método de inter­pretación. El procedimiento reductivo-causal tiene, en efecto, ciertos inconvenientes: 1° Ante todo, no toma en cuenta exactamente las ocurrencias de la enferma; por ejemplo, en este caso, la asociación de la enferme­dad "cáncer" con el "cangrejo". 2° El hecho de la peculiar elección de símbolos permanece en las tinie­blas. ¿Por qué razón, por ejemplo, la amiga madre ha de aparecer precisamente en forma de cangrejo? Hu­biera podido ser representada más bonita y plástica­mente, como ondina. Y el mismo servicio hubieran prestado un pólipo, o un dragón, o una serpiente, o un pez. 3° El procedimiento causal reductivo olvida y que, por consiguiente, una interpretación acabada nunca puede referir el cangrejo solamente a la amiga o a la madre, sino también al sujeto, a la soñadora misma. La soñadora es todo el sueño; es el arroyo, el vado y el cangrejo, o bien estos detalles son expre­siones de condiciones y tendencias psicológicas en lo inconsciente del sujeto.

Por eso he introducido la terminología siguiente: llamo a toda interpretación, en que las expresiones del sueño se presentan como idénticas con objetos rea­les, interpretación del grado objetivo. Frente a esta in­terpretación se halla aquella otra que refiere cada ele­mento del sueño, por ejemplo, todas las personas que en él intervienen, al soñador mismo. Este procedi­miento se llama interpretación de grado subjetivo. La interpretación de grado objetivo es analítica, pues des­compone el contenido del sueño en complejos de re­miniscencias, que se refieren a condiciones reales. En cambio, la interpretación de grado subjetivo es sinté­tica, puesto que desprende de las ocasiones reales los complejos de reminiscencias, situados en el fondo, y los presenta como tendencias o participaciones del su­jeto, al cual los asocia. (En la vivencia no experimento yo simplemente el objeto, sino a mí mismo, en primer término; pero sólo cuando me doy cuenta de mi vi­vencia) .

El procedimiento sintético o constructivo de inter­pretación22 descansa, por lo tanto, en la concepción de grado subjetivo.

INTERPRETACIÓN SINTÉTICA (CONSTRUCTIVA)


La enferma no tiene conciencia de que en ella mis­ma está el obstáculo que habría que salvar; este límite es difícilmente franqueable y se opone al avance. Sin embargo, es posible salvar este límite. Sin duda, la amenaza precisamente en este momento un peligro especial e inesperado, a saber: algo de naturaleza "ani­mal" (inhumano o sobrehumano), que anda hacia atrás y hacia el fondo, y que quisiera arrastrar a la soñadora con su personalidad completa. Este peligro viene a ser como una enfermedad que mata, que surge ocultamente y es incurable (prepotente). La enferma se imagina que la amiga la entorpece y la arrastra ha­cia abajo. Mientras cree esto, ha de influir, natural­mente, en la amiga, ha de "sublimarla", instruirla, mejorarla, educarla; ha de hacer esfuerzos idealistas, tan inútiles como insensatos, para evitar el ser arras­trada hacia abajo por ella. Los mismos esfuerzos hace, naturalmente también, la amiga; pues se halla en el mismo caso que la enferma. Así, ambas se acometen como gallos de pelea, y cada una quiere volar sobre la cabeza de la otra. Cuanto más alto se eleva la una, más alto puja la otra. ¿Por qué? Porque ambas pien­san que todo consiste en la otra, en el objeto. La con­cepción de grado subjetivo resuelve este absurdo. El sueño muestra, en efecto, a la paciente que ella misma tiene algo en sí que la impide salvar el obstáculo, pasar de una postura o disposición a la otra. Esta interpre­tación del cambio de sitio como un cambio de actitud se comprueba por la manera de expresarse en ciertos idiomas primitivos, donde, por ejemplo, la frase "es­toy con idea de ir", suena en esta forma: "estoy en el lugar de la idea". Para comprender el lenguaje del sueño necesitamos, naturalmente, amplios paralelos to­mados de la psicología del simbolismo primitivo e histórico; porque los sueños proceden en lo esencial de lo inconsciente, en donde están contenidas las posibili­dades funcionales remanentes de todas las épocas pre­téritas de la evolución y de la historia.

Todo depende, pues, de comprender lo que quiere decir el cangrejo. En primer lugar, sabemos que es algo que aparece en la amiga (porque a la amiga refiere la paciente el cangrejo) y también algo que apareció en la madre. Con respecto a la enferma, es indiferente que la madre y la amiga tengan, realmente, dicha cualidad. La situación sólo se modifica al modi­ficarse la paciente. En la madre no hay nada ya que modificar, puesto que ha muerto. Y la amiga no puede ser obligada al cambio. Si ella no quiere modificarse, es cuestión suya personal. El hecho de que apareciese dicha cualidad ya en la madre indica algo infantil. ¿Qué es, pues, lo común en la relación de la paciente con su madre y con su amiga? Lo común es una vio­lenta y fanática exigencia de amor, por cuyo apasio­namiento la enferma se siente dominada. Esta exigen­cia tiene, pues, el carácter del anhelo infantil arreba­tado, que es ciego, como todo el mundo sabe. Se trata, por lo tanto, de un fragmento de libido, pero no edu­cado, no diferenciado, no humanizado, y que posee todavía el carácter de un instinto irrefrenable, no aman­sado por la domesticación. Para tal fragmento de libido, el animal es un símbolo absolutamente acertado. ¿Mas por qué ese animal es, precisamente, un can­grejo? La paciente asocia a él la enfermedad del cáncer de que murió la señora X, y por cierto casi a la misma edad en que la paciente se encuentra. Podría, pues, tratarse de una identificación interpretativa con la señora X. Investiguemos a esta señora. La paciente refiere de ella lo que sigue: La señora X se quedó pronto viuda. Era muy alegre y divertida. Tuvo una serie de aventuras con hombres, especialmente con un hombre singular, un gran artista, a quien nuestra en­ferma conoció personalmente. Este artista producía siempre en nuestra paciente una impresión notable de fascinación y desasosiego.

La identificación siempre se basa en una semejanza inconsciente, no realizada. ¿Y cuál es la semejanza de nuestra enferma con la señora X? Pude entonces re­memorar en la enferma una serie de fantasías y sue­ños anteriores, que demostraron claramente que tam­bién la enferma tenía una vena de frivolidad; pero la había siempre reprimido angustiosamente, porque temía que esta tendencia, que adivinaba oscuramente en sí misma, la indujera a una vida inmoral. Con esto hemos adquirido una nueva aportación esencial para conocer el elemento "animal"; es decir, se trata otra vez del mismo deseo indómito e instintivo, pero que en este caso se dirige hacia los hombres. Al mismo tiempo comprendemos ahora otro motivo por el cual no quiere desprenderse de su amiga, a saber: tiene que perma­necer unida a su amiga, para no caer en otra tenden­cia, que le parece mucho más peligrosa. Por eso se mantiene en el grado infantil, homosexual, que le sirve de protección. (Como enseña la experiencia, éste es uno de los motivos más eficaces que inducen a man­tener relaciones inadecuadas, infantiles). Pero en este elemento está también su salud, la semilla de la futura personalidad fuerte, que no se asusta ante el peligro de la vida humana.

Mas la paciente había sacado otra conclusión de la suerte de la señora X. Interpretó su repentina y grave enfermedad y su muerte prematura como un castigo del destino por la vida liviana de esta señora, hacia la que siempre había sentido envidia la paciente (aun­que sin confesárselo). Cuando la señora X murió, la en­ferma puso moralmente una cara muy larga, que ocul­taba una malignidad "humana, harto humana". En castigo de esto, la paciente ahora se atemorizaba, en su vida y su desarrollo, con el ejemplo de la señora X, y había aceptado la carga de la tormentosa amistad. Naturalmente, todo este proceso no había llegado a ser claramente consciente; de lo contrario, nunca hubie­ra llegado a proceder así. Pero la exactitud de esta com­probación se deducía fácilmente de todos los hechos.

Con esto no hemos terminado la historia de esta identificación en modo alguno. La enferma hizo ulte­riormente la observación de que la señora X tenía una aptitud artística muy notable, que no se desarrolló en ella hasta después de la muerte de su marido y que la llevó luego a la amistad con el citado artista. Este dato parece contarse entre los motivos esenciales de la identificación, si recordamos que la enferma refería cuán grande y verdaderamente fascinadora había sido la impresión que el repetido artista había hecho sobre ella. Semejante fascinación nunca surge exclusivamente de una persona para recaer sobre la otra, sino que es un fenómeno de relación, en la que dos personas se ligan, debiendo la persona fascinada poseer para ello una disposición correspondiente. Pero esta disposición ha de ser inconsciente; de lo contrario no tiene lugar ningún efecto fascinador. La fascinación, en efecto, es un fenómeno de coacción, al que falta motivación consciente; no es un proceso volitivo, sino un fenó­meno que surge de lo inconsciente y avasalla coactiva­mente lo consciente. Todas las coacciones proceden de motivos inconscientes.

Hay que suponer, por lo tanto, que la paciente posee una disposición (inconsciente) semejante a la del artista. La paciente se ha identificado, pues, tam­bién con un hombre. Aquí debemos recordar el aná­lisis del sueño, donde tropezamos con la identificación de lo "masculino" (el pie). De hecho, la paciente desempeña un papel enteramente masculino con respecto a su amiga; es la activa, la que constantemente da el tono, la que gobierna a la amiga y en ocasiones la obliga un poco violentamente a algo que sólo la en­ferma desea. Su amiga es netamente femenina, incluso en su apariencia exterior, mientras que la paciente tiene hasta exteriormente cierto tipo masculino. Su voz es más fuerte y grave que la de la amiga. La se­ñora X es descrita como una mujer muy femenina, comparable en suavidad y amabilidad a su amiga, según dice la enferma. Esto nos proporciona otra pista: la paciente desempeña manifiestamente el papel del ar­tista con respecto a la señora X, pero trasladado a su amiga. Así cumple inconscientemente su identificación con la señora X y con su amante. Con lo cual vive, en efecto, esa vena de liviandad que con tanta angustia hubo de reprimir; pero no la vive conscientemente, sino que es juguete de esta tendencia inconsciente.

Ya sabemos, pues, muchas cosas sobre el cangrejo: este animal representa la psicología interior del trozo de libido no domado. Las identificaciones inconscien­tes se orientan siempre en el mismo sentido. Tienen esta fuerza, porque son inconscientes, y por consi­guiente, inasibles por ninguna evidencia y norma. El cangrejo es, por lo tanto, el símbolo de los contenidos inconscientes. Estos contenidos tienden, naturalmente, a mantener siempre a la enferma en relación con su amiga. (El cangrejo anda hacia atrás). La relación con la amiga es empero sinónima de enfermedad, pues por ella cayó la paciente en estado de nerviosismo. (De ahí la asociación con la enfermedad).

Este elemento pertenece, propia y rigurosamente tomado, al análisis de grado objetivo. Pero no hemos de olvidar que hemos llegado a él por aplicación del grado subjetivo, el cual se manifiesta, por tanto, como un importante principio heurístico23. Con los resul­tados hasta ahora obtenidos podríamos declararnos prácticamente satisfechos. Pero tenemos que satisfacer también las exigencias de la teoría, pues todavía no hemos interpretado todas las ocurrencias, ni contras­tado suficientemente la significación de los símbolos elegidos.

Recojamos ahora la observación de la paciente de que el cangrejo estaba oculto en el arroyo, debajo del agua, y que ella no lo había visto antes. No había, pues, visto antes esas relaciones inconscientes que aca­bamos de explicar; ocultábanse en el agua. El arroyo es el obstáculo que la impide pasar. Precisamente estas relaciones inconscientes, que la ligaban a su amiga, eran para ella un obstáculo. Es decir, el obstáculo era lo inconsciente. El agua tiene, por lo tanto, la signifi­cación de lo inconsciente, en este caso, o mejor dicho, de la inconsciencia, de la ocultación; porque el can­grejo es también algo inconsciente, pero representa la dosis de libido que en lo inconsciente se oculta.

CAPÍTULO VII - LAS DOMINANTES DEL INCONSCIENTE COLECTIVO


Se nos presenta ahora el problema de elevar al grado subjetivo las relaciones inconscientes, sólo conocidas hasta ahora en el grado objetiva. Para este fin hemos de desprenderlas del objeto y concebirlas como rela­ciones con imágenes de naturaleza subjetiva, con com­plejos alojados en lo inconsciente de la enferma misma. Si elevamos a la señora X al grado subjetivo, encon­tramos que es ella la que ha enseñado a la paciente lo que la paciente temía, porque inconscientemente lo deseaba. La señora X es, por lo tanto, una imagen de aquello que quisiera ser la paciente, y que, sin embargo, no quiere ser. La señora X representa, pues, en cierto sentido, la imagen anticipada del carácter de la pa­ciente. El tenebroso artista no es tan fácil de elevar al grado subjetivo, pues el elemento de la inconsciente aptitud artística, que en la paciente dormita, está ya representado por la señora X. Pudiera decirse, con razón, que el artista es la imagen de lo masculino en la paciente; imagen que no se ha realizado consciente­mente y, por lo tanto, se aloja en lo inconsciente para ella. En cierto sentido esto es verdad, puesto que la paciente, en este punto, se engaña de hecho acerca de sí misma. Se cree muy tierna, sensible y femenina, y nada masculina. Por eso quedó contrariada y asom­brada cuando yo le hice observar sus rasgos masculi­nos. Pero en estos rasgos no se encuentra el elemento inquietante y fascinador, el cual, aparentemente, falta en ella. Sin embargo, en algún sitio ha de ocultarse, pues ella misma ha promovido en sí este sentimiento.

Cuando un elemento semejante no se encuentra, la experiencia nos enseña que está siempre proyectado. ¿Pero sobre quién? ¿Reside todavía en el artista? Hace mucho tiempo que este desapareció de su campo vi­sual, y no puede haberse llevado la proyección, que está anclada en lo inconsciente de la enferma. No; dicha proyección es siempre actual, es decir, ha de haber en algún sitio alguien sobre quien este elemento esté actualmente proyectado; de lo contrario, ella lo sentiría en sí.

Con esto volvemos otra vez al grado objetivo; pues de otra suerte, no podremos encontrar esta proyección. La paciente no conoce a ningún hombre que signifique para ella algo especial, fuera de mí mismo, que signi­fico mucho para ella como médico. Acaso, pues, haya proyectado este elemento sobre mí. Yo nunca había observado tal cosa; pero los elementos más sutiles nun­ca se presentan en la superficie, sino que salen a la luz cuando han pasado las horas destinadas al trata­miento. Por eso hube de preguntar con precaución: "Dígame usted: ¿cómo le aparezco yo cuando usted está conmigo? ¿Soy entonces igual?" Y ella: "Cuando estoy con usted, usted es muy simpático; pero cuan­do estoy sola o paso mucho tiempo sin verle, entonces cambia su imagen muchas veces de una manera ma­ravillosa. Unas veces se me presenta usted completa­mente idealizado, y luego de otro modo". Aquí se de­tuvo; pero yo insistí: "¿Y cómo es eso?" A lo que añadió ella: "A veces se me representa usted como muy peligroso e inquietante, como un mago malo, un demonio. Yo no sé cómo se me ocurren tales pensa­mientos. Porque usted no es así".

Ese elemento estaba, pues, en mí, como trasposición; por eso faltaba en su inventario. Con esto hemos des­cubierto otro punto esencial. Yo estaba contaminado (identificado), con el artista; luego ella es para mí la señora X en la fantasía inconsciente. Fácilmente pude demostrarle este hecho, valiéndome de los materiales anteriormente encontrados (fantasías sexuales). Pero entonces soy también yo mismo el obstáculo, el can­grejo que la impide pasar. Si nos limitáramos, en este caso especial, al grado objetivo, un buen consejo resul­taría peligroso. ¿De qué nos serviría que yo le dijese: "Pero yo no soy ese artista, yo no soy inquietante, ni un mago maligno, etc.?" Esto lo recibiría la paciente con entera frialdad, pues lo sabe tan bien como yo. La proyección persiste ahora como antes, y yo sigo siendo realmente el obstáculo para su progreso.

En este punto han quedado estancados muchos trata­mientos. Pues no hay otra manera de escapar a la te­naza de lo inconsciente, como no sea elevándose el médico mismo al grado subjetivo; es decir, declarando que es una imagen ¿Pero una imagen de qué? Aquí está la suprema dificultad. "Muy bien —dirá el mé­dico—; yo soy una imagen de algo que reside en lo inconsciente de la enferma". A lo que ella replicará: "¿Pero qué? ¿Voy yo a ser un hombre, y además un mago malo, inquietante, fascinador o un demonio? Nunca, de ningún modo; eso no lo puedo admitir; eso es un disparate. Más bien creeré que es usted el que lo es". Y tendrá razón al hablar así. Es absurdo querer trasladar semejantes cosas a su persona. Ella no puede admitir ser un demonio, como tampoco que lo sea el médico. Sus ojos centellean algo; una maligna expre­sión aparece en su rostro; un resplandor de odio desco­nocido, nunca visto, serpentino, parece erguirse en ella. Veo de pronto la posibilidad de una mortal equivoca­ción. ¿Qué es esto? ¿Es amor defraudado? ¿Es agra­vio? ¿Es desprecio? En su mirada percibo algo de fiera, algo verdaderamente diabólico. ¿Será ella verdadera­mente un demonio? ¿O seré yo mismo la fiera, el demonio, y tendré ante mí una víctima angustiada, que trata de defenderse, con la fuerza animal de la deses­peración, contra mi encantamiento maligno? Todo esto debe ser un disparate, una fascinación de la fantasía. ¿Qué es lo que he tocado? ¿Qué nueva cuerda suena? Pero sólo es un momento efímero. La expresión en el rostro de la enferma vuelve a ser tranquila y, como aliviada, me dice: "Es notable; ahora he tenido la sensación de que usted había tocado el punto sobre el cual nunca he pasado, en la relación con mi amiga. Es un sentimiento terrible, algo inhumano, perverso, cruel. No puedo describir lo siniestro de este senti­miento, que me hace en tales momentos odiar y des­preciar a mi amiga, a pesar de que me resisto a ello con todas mis fuerzas".

Esta manifestación arroja clara luz sobre lo ocurrido: yo he ocupado el puesto de la amiga. La amiga ha sido vencida. El hielo de la represión se ha roto. La enferma ha entrado en una nueva fase de su existencia, sin saberlo. Ahora sé que todo lo que había de doloroso y malo en la relación con la amiga recaerá sobre mí; sin duda también lo bueno, pero en la más violenta lucha con la misteriosa x, sobre que la enferma nun­ca ha pasado. Por lo tanto, hay una nueva fase de trasposición que, sin embargo, no deja ver claramente en qué consiste la x que sobre mí ha sido proyectada. Es indudable que si la enferma se estanca en esta forma de trasposición, nos amenazan los más difíciles equívocos; pues entonces habrá de tratarme como tra­taba a su amiga; es decir, esa x permanecerá suspensa constantemente entre nosotros y creará malas inteligen­cias. Resultará entonces que verá en mí al demonio maligno, pues mal puede suponer que lo sea ella mis­ma. De este modo se plantean todos los conflictos insolubles. Y un conflicto insoluble vale tanto como la paralización de la vida.

O bien otra posibilidad: la enferma aplicará acaso su antiguo medio de protección contra esta nueva dificul­tad, y pasará sobre el punto oscuro. Es decir, reprimirá de nuevo, en vez de conservarlo consciente, como exige necesaria y evidentemente el método. Con esto nada se habría ganado; por el contrario, la x amenaza ahora des­de lo inconsciente, cosa mucho más desagradable aún.

Siempre que surge algo inadmisible, hay que darse cuenta exacta de si ese algo está definido con una cua­lidad humana, o sí, en último término, no lo es. "Mago" y "demonio" representan propiedades que se califican propiamente de tal modo, que, desde luego, se ve que no son cualidades humanas y personales, sino mitoló­gicas. "Mago" y "demonio" son figuras mitológicas que expresan ese incógnito sentimiento "inhumano" que la paciente había sentido. Estos atributos no son, pues, aplicables a una personalidad humana, aun cuan­do, por lo regular, son proyectados sobre los demás hombres como juicios intuitivos sin contrastación crí­tica, con gran perjuicio de las relaciones humanas.

Tales atributos siempre indican que han sido proyec­tados contenidos del inconsciente sobrepersonal o colec­tivo. Porque "demonios" no son reminiscencias perso­nales, como tampoco "magos perversos", aun cuando todos hemos oído o leído, naturalmente, estas cosas. Todos hemos oído hablar de la serpiente cascabel; sin embargo, si un lagarto o una culebra nos asustan al arrastrarse por la hierba, no vamos por eso a denomi­narlos serpiente cascabel ni a sentir ante ellos la emo­ción correspondiente. No designaremos tampoco a un prójimo como un demonio, a no ser que, efectivamente, haya en él una especie de influencia diabólica; pero si la influencia diabólica fuera, efectivamente, un ele­mento de su carácter personal, habría de mostrarse en todas las ocasiones, y entonces este hombre sería verdaderamente un demonio, una especie de ogro. Mas esto es mitología, es decir, psique colectiva y no psique individual. Por cuanto participamos, por nuestro in­consciente, en la psique colectiva histórica, vivimos, na­turalmente, de un modo inconsciente en un mundo de ogros, demonios, magos, etc.; pues éstas son cosas en las que han depositado poderosos afectos todas las épocas anteriores a nosotros. También tenemos parti­cipación con dioses y diablo?, con salvadores y crimina­les. Pero sería insensato quererse atribuir personalmen­te estas posibilidades, que existen en lo inconsciente. Se impone, pues, una separación lo más honda posible entre lo personal y lo impersonal. Con eso no negamos de ningún modo la existencia, a veces muy eficaz, de los contenidos del inconsciente colectivo. Sin embargo, co­mo contenido de la psique colectiva, se contraponen a la psique individual y se distinguen de ésta. En el hom­bre ingenuo, estas cosas no estaban separadas natural­mente de la conciencia individual, porque la proyección de dioses, demonios, etc., no era entendida como una función psicológica, sino que esos seres eran considera­dos como realidades sencillamente aceptadas. Su carác­ter proyectivo no era visto nunca. Hasta la época de la ilustración (siglo xviii) no se comprendió que los dio­ses no existen realmente, sino que sólo son proyec­ciones. Con esto quedaron eliminados. Pero no estaba eliminada en modo alguno la función psicológica co­rrespondiente, sino que pasó al inconsciente, con lo cual los hombres mismos fueron envenenados por un exceso de libido, que antes se desahogaba en el culto de las imágenes de los dioses. La depreciación y elimi­nación de una función tan fuerte, como es la religiosa, tiene, naturalmente, importantes consecuencias para la psicología del individuo. Lo inconsciente se refuerza extraordinariamente por el reflujo de esta libido, de suerte que comienza a ejercer un violento y dominante influjo en la conciencia, con sus contenidos arcaicos colectivos. El período de la ilustración se cerró, como es sabido, con los horrores de la Revolución Francesa. Actualmente volvemos a experimentar esta rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la psique co­lectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era, precisamente, lo que lo inconsciente buscaba. Su posi­ción se había reforzado antes desmesuradamente por el racionalismo de la vida moderna, que desprecia todo lo irracional; con lo cual la función de lo irracional se hundió en lo inconsciente. Pero una vez que la función se encuentra en lo inconsciente, obra desde allí devas­tadora e irresistiblemente, como una enfermedad incu­rable, cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo irracional; y no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y su mejor ingenio a dar la forma más perfecta posible a la extra­vagancia de lo irracional. En pequeño, lo vemos en nuestra enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X) que le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma patológica, con el mayor sacrifi­cio, en un objeto inadecuado.

No hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar sus contenidos no como realidades concretas (esto sería Un retroceso), sino como realidades psicológicas; realidades, porque son cosas activas, es decir, efectividades. Lo inconsciente colectivo es él sedimento de la experiencia universal de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se ha formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a través del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes. Estas dominantes son las potes­tades, los dioses, es decir, imágenes de leyes y principios dominadores, de regularidades promediadas en el curso de las representaciones que el cerebro recibió a través de procesos seculares. Por cuanto las imágenes deposi­tadas en el cerebro son copias relativamente fieles de los acaecimientos psíquicos, corresponden sus domi­nantes (es decir, sus rasgos generales, acusados por acumulación de experiencia idéntica), a ciertos rasgos físicos generales. Por eso es posible trasladar directa­mente ciertas imágenes inconscientes, como conceptos intuitivos, al mundo físico; así, por ejemplo, el éter, la materia sutil o anímica primitiva, que está represen­tada, por decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así también la energía, esa fuerza mágica cuya intuición también está difundida universalmente.

Por su parentesco con las cosas físicas, aparecen las dominantes proyectadas con frecuencia; y. cuando las proyecciones son inconscientes, recaen sobre las perso­nas del círculo próximo y, por lo regular, en forma de depreciaciones o sublimaciones anormales, que pro­vocan errores, disputas, misticismos y locuras de toda índole. Así se dice que "uno tiene a otro por Dios", o que "Fulano es la bestia negra de Megano". De aquí surgen también las modernas formas del mito, es decir, fantásticos rumores, desconfianzas y prejuicios. Las do­minantes del inconsciente colectivo son, por lo tanto, cosas sumamente importantes y de importante efecto, a las cuales ha de prestarse la mayor atención. Las dominantes no se han de ahogar simplemente, sino que se han de someter a cuidadosa ponderación. Como suelen presentarse en forma de proyecciones, y las pro­yecciones (por el parentesco de las imágenes incons­cientes con el objeto) sólo se adhieren allí donde existe una ocasión externa para ello, resulta muy difícil su estudio. Por lo tanto, cuando alguien proyecta la do­minante "diablo" sobre un prójimo es porque este prójimo tiene algo en sí que hace posible la fijación de la dominante diabólica. Con esto no quiero decir, de ningún modo, que este hombre sea también, por decirlo así, un diablo; antes por el contrario, puede ser un hombre singularmente bueno pero es incompatible con el proyectante y, por consiguiente, existe entre ambos un "efecto diabólico". Tampoco el proyectante nece­sita ser un diablo, aun cuando tenga que reconocer que lleva en sí lo diabólico y que ha incurrido en ello, por cuanto lo proyecta; pero no por eso es "diabólico", sino que puede ser un hombre tan correcto como el otro. La presencia de la dominante diabólica, en un caso semejante, se interpreta así: ambos hombres son in­compatibles (para el presente y para el futuro próxi­mo), por lo cual lo inconsciente los disocia y separa.

Una de las dominantes, que se encuentra casi regu­larmente en el análisis de las proyecciones con conte­nidos colectivos inconscientes, es el "demonio mago", de efecto eminentemente inquietante. Un buen ejem­plo es el Golem, de Meyrink, como también el mago tibetano en los Murciélagos de Meyrink, que desenca­dena mágicamente la guerra universal. Naturalmente, Meyrink no lo ha aprendido de mí, sino que lo ha formado libremente de su inconsciente, comunicando a semejante sentimiento, forma y palabra, como la enferma lo había proyectado sobre mí. La dominante mágica se presenta también en Zaratustra; y en Fausto es, por decirlo así, el héroe mismo.

La imagen de este demonio es el grado más bajo y más antiguo del concepto de Dios. Es la dominante del primitivo mago o curandero de la tribu, personalidad de singulares dotes, cargada de fuerza mágica24. Esta figura aparece en lo inconsciente de mi enferma muy frecuentemente con piel morena y tipo mongólico. (Advierto que estas cosas eran conocidas por mí mucho antes de que Meyrink las escribiera).

Con el conocimiento de las dominantes del incons­ciente colectivo, hemos dado un gran paso. El efecto mágico diabólico del prójimo desaparecerá tan pronto como el sentimiento inquietante quede relegado a una magnitud definitiva del inconsciente colectivo. Pero, en cambio, tenemos ahora ante nosotros un problema enteramente nuevo e insospechado, a saber: el proble­ma de en qué forma pueda el Yo entrar en tratos con este no-Yo psicológico. ¿Cabe contentarse con la com­probación de la existencia activa de las dominantes inconscientes y abandonar luego la cuestión a sí misma?

Con esto se produciría un estado de constante diso­ciación, una desavenencia entre la psique individual y la psique colectiva en el sujeto. Por una parte ten­dríamos el Yo diferenciado y moderno; por otra, una especie de cultura de negros, un estado enteramente primitivo. Con lo cual percibiríamos separado y claro lo que efectivamente sucede ahora, a saber: que la corteza de la civilización cubre una bestia de piel os­cura. Semejante disociación exige, empero, inmediata síntesis y desarrollo de lo no desarrollado. Hay que armonizar estos dos extremos.

Antes de entrar en este nuevo problema, volvamos a nuestro sueño, al sueño de que hemos partido. Du­rante toda la exposición hemos ido adquiriendo una comprensión dilatada del sueño, especialmente en Una zona especial del mismo, en lo que se refiere a la angustia. Esta angustia es una angustia diabólica ante las dominantes del inconsciente colectivo. Porque ve­mos que la paciente se identifica con la señora X. por lo cual manifiesta tener relación con el artista inquie­tante. Se descubrió también que el médico (yo) fue identificado con el artista, y además que yo, tomado en el grado subjetivo, era una imagen de la dominante mágica del inconsciente colectivo.

Todo esto se oculta en el sueño bajo el símbolo del cangrejo, del que anda hacia atrás. El cangrejo es el contenido vivo de lo inconsciente, que un análisis en el grado objetivo no puede, en modo alguno, agotar o hacer innocuo. Lo que pudimos lograr fue que los contenidos mitológicos o psicológicos colectivos se des­prendiesen de los objetos de la conciencia, y fuesen a consolidarse como realidades psicológicas fuera de la psique individual.

Mientras lo inconsciente colectivo se acopla indistin­tamente con la psique individual, no es posible hacer ningún progreso, no es posible salvar el obstáculo —pa­ra hablar con los términos del sueño—. Pero si la so­ñadora se dispone a saltar la línea divisoria, entonces, lo que antes era inconsciente se torna vivo, la agarra y tira de ella. El sueño y su material caracterizan el in­consciente colectivo, por una parte como animal infe­rior vivo, oculto en la profundidad del agua, y por otra parte como una enfermedad peligrosa, que puede cu­rarse, si se opera o saja a tiempo. Hasta qué punto ésta caracterización es acertada, ya lo hemos visto. El sím­bolo animal alude especialmente, como ya hemos di­cho, a lo extrahumano, es decir, a lo sobrepersonal; pues los contenidos del inconsciente colectivo no son solamente los residuos de una forma funcional arcaica, específicamente humana, sino también los residuos de las funciones de la serie de antepasados animales del hombre, cuya duración ha sido mucho mayor que la época, relativamente corta, de la existencia específica­mente humana25. Tales residuos o, para hablar con Semon, engramas, son adecuados perfectamente cuando entran en actividad, no sólo para detener el progreso de la evolución, sino también para transformarlo en un retroceso, hasta que se agota la cantidad de energía que ha puesto en actividad el inconsciente colectivo.

Pero la energía vuelve a hacerse utilizable por el hecho de que puede ser tomada en cuenta por la con­traposición consciente del inconsciente colectivo. Las religiones han establecido este círculo energético por medio del trato litúrgico con los dioses (las dominantes del inconsciente colectivo) en forma concretista 26. Pero esta forma y manera está para nosotros demasiado en contradicción con el entendimiento y su moral cognos­citiva; no podemos considerar esta solución del pro­blema ni como ejemplar ni siquiera como posible. En cambio, si concebimos las figuras de lo inconsciente co­mo dominantes inconscientes colectivas y, por tanto, como fenómenos o funciones psicológico-colectivas, esta suposición no contradice, en modo alguno, a nuestra conciencia intelectual. También es racionalmente acep­table esta solución. Con ella adquirimos la posibilidad de enfrentarnos con los residuos activados de nuestra historia primigenia. Esta relación nos permite salvar la línea divisoria, y por eso se llama propiamente función trascendente, lo que es sinónimo de desarrollo progre­sivo hacia una nueva actitud, que está indicada en el sueño bajo la forma de la otra orilla del arroyo.

El paralelo con el mito del héroe salta a la vista. Muy frecuentemente la lucha típica del héroe con el monstruo (el contenido inconsciente) tiene lugar a la orilla de un río, o acaso junto a un vado, como ocurre especialmente en los mitos indios, que conocemos por la Hiawatha de Longfellow. En la lucha decisiva, el héroe es tragado por el monstruo (Jonás y la ballena), como ha demostrado Frobenius27 con extenso mate­rial En el interior del monstruo comienza el héroe a enfrentarse con la bestia, a su modo, mientras que el animal nada con él dentro hacia Oriente, hacia la sali­da del sol. El héroe corta un trozo importante de las entrañas, por ejemplo, el corazón de la bestia, gracias al cual ella vivía (es decir, precisamente la valiosa energía con que se activaba lo inconsciente). De este modo mata al monstruo, que luego arriba a tierra, donde el héroe, renacido merced a la función trascen­dente (el viaje nocturno por mar, como lo llama Fro­benius), vuelve a salir, acompañado muchas veces por todos aquellos que el monstruo había devorado antes. Con esto queda restablecido el estado normal anterior, puesto que lo inconsciente no posee ya una posición predominante, toda vez que ha sido despojado de su energía. Así el mito —que es un sueño del pueblo— describe en forma muy intuitiva el problema que ocupa a nuestra enferma28.

He de subrayar ahora un hecho bastante importante, que acaso haya advertido también el lector; y es que en este sueño lo inconsciente colectivo se presenta bajo un aspecto negativo, como algo peligroso y perjudicial. Esto procede de que la paciente tiene, no sólo una vida imaginativa muy desarrollada, sino incluso exuberante, cosa que concuerda con sus dotes de escritora. Su exa­gerada fantasía es un síntoma de enfermedad, porque se complace con exceso en sus imágenes, en tanto que descuida la vida real. Un poco más de mitología sería para ella realmente peligroso, porque aún le queda por vivir un buen pedazo de vida exterior. Todavía no se halla bastante afianzada la vida real para poder arries­gar una inversión de postura. Lo inconsciente colectivo la ha sorprendido y amenaza separarla de la realidad, todavía insuficientemente cumplida. En consonancia con el sentido del sueño, hubo de presentársele lo in­consciente colectivo como algo peligroso; pues de lo contrario hubiera hecho de ello con harto agrado un refugio contra las exigencias de la vida. Con este ejem­plo negativo no quisiera suscitar la impresión de que lo inconsciente desempeña en todos los casos este papel dudoso. Por eso quiero referir aquí otros dos sueños de un joven, que ilustrarán otra zona más favorable de la función de lo inconsciente. Lo hago con tanto mayor gusto cuanto que la solución del problema de la opo­sición sólo es posible por el camino irracional, señalado por las aportaciones de lo inconsciente, los sueños.

En primer lugar, he de poner al lector en conoci­miento con la persona del soñador; pues sin este cono­cimiento apenas es posible penetrar en el temple par­ticular de estos sueños. Hay sueños que son los más puros poemas, y sólo pueden ser comprendidos por la tonalidad general. El soñador es un joven de unos veinte años, de aspecto muy aniñado todavía. Se ad­vierte en su exterior y en sus formas de expresarse un leve toque de feminidad. Sus ademanes y sus palabras descubren una excelente formación y educación. Es inteligente, con intereses francamente intelectuales, y estéticos. Lo estético se halla para él en primer término. Se nota inmediatamente su buen gusto y su fina com­prensión para todas las formas del arte. Su vida sensiti­va es tierna y delicada, ligeramente soñadora, como corresponde a la edad de la pubertad, pero de natura­leza femenina. La preponderancia del elemento femenino es innegable. No se encuentra en él ninguna huella de esa grosería propia de la pubertad. Indudablemente, es demasiado joven para su edad, y, por lo tanto, es un caso manifiesto de desarrollo retrasado. Concuerda con esto el hecho de que haya venido a verme para que yo le cure de homosexualidad. La noche antes de venir a mí por vez primera, tuvo el sueño siguiente:

"Me encuentro en una amplia catedral envuelta en crepúsculo misterioso. Parece ser la basílica de Lourdes. En el centro se encuentra un pozo profundo y sombrío, al que yo he de bajar".

Como se ve, el sueño es la expresión coherente de un estado de ánimo. Las observaciones del soñador son las siguientes: "Lourdes es la fuente mística de la sa­lud. Yo pensaba ayer, naturalmente, en que había de ser tratado por usted para recuperar la salud. En Lourdes dicen que hay una fuente. Probablemente es muy desagradable meterse en aquella agua. El pozo del templo era muy hondo".

¿Qué significa este sueño? Aparentemente está muy claro y pudiéramos contentarnos con interpretarlo como una especie de formulación poética del estado del día anterior. Pero no es posible contentarse con esto, pues la experiencia enseña que los sueños son mucho más profundos y significativos. Pudiera pen­sarse, por este sueño, que el soñador llega al médico en un temple muy poético; que entra en el tratamiento, como quien acude a un acto litúrgico sagrado, en la mística penumbra de un misterioso santuario. Pero esto no concuerda en absoluto con la realidad efectiva. El paciente vino simplemente al médico para ser tratado de aquella cosa desagradable, o sea de su homosexuali­dad. Esto no tiene nada de poético. De todos modos, el temple efectivo del día anterior no nos permite descu­brir por qué razón había de soñar el enfermo tan poéti­camente, dado que sea lícito suponer una causalidad tan directa como origen de un sueño. Podríamos supo­ner acaso que precisamente la impresión del asunto sumamente antipoético, que inducía al paciente o bus­car mi tratamiento, fue lo que dio motivo al sueño. Es decir, podríamos hacer la suposición de que el paciente, precisamente por la falta de poesía en su es­tado de ánimo del día anterior, soñó un sueño poético; como alguien, que durante el día ha ayunado, soñará por la noche en suculentos banquetes. No puede ne­garse que la idea del tratamiento, de la curación y del proceso desagradable se repite en el sueño; pero poéticamente transfigurada, es decir, en una forma que corresponde de la manera más eficaz a la viva nece­sidad estética y emocional del soñador. Por esta imagen sugestiva debía ser irresistiblemente atraído, a pesar de que la fuente es oscura, profunda y fría. Algo de esta tonalidad del sueño persistirá después del sueño y alcanzará a la mañana de aquel día en que había de someterse al desagradable y antipoético tratamiento. La cruel realidad recibirá quizá un leve resplandor áureo de los sentimientos ensoñados.

¿Acaso es ésta la finalidad de este sueño? No sería imposible, pues según mi experiencia, casi todos los sueños son de naturaleza compensadora. Acentúan la otra zona para mantener el equilibrio del alma. Pero la compensación de la tonalidad no es la única fina­lidad del cuadro soñado. Hay también en el sueño un aspecto de interpretación. El paciente no tenía idea del tratamiento al que estaba a punto de someterse. Pero el sueño le da una imagen, que caracteriza, por una metáfora poética, la esencia del tratamiento que le aguarda. Esto se descubre al punto, si proseguimos enumerando sus ocurrencias y observaciones sobre la imagen de la basílica.

"Sobre la basílica —dice— se me ocurre pensar en la catedral de Colonia. Ya en mi niñez me ocupó mucho esta catedral. Recuerdo que mi madre fue la primera que me habló de ella. Recuerdo también que, al ver una iglesia de aldea, pregunté si era la catedral de Colonia. Deseaba ser sacerdote en aquella catedral". El paciente describe, en estas ocurrencias, un episo­dio muy esencial de su juventud. Como en casi todos los casos de su especie, existe también en él una rela­ción muy íntima con la madre. No se ha de entender por eso que se trate de una relación consciente, singu­larmente buena o intensiva, sino más bien de algo así como una relación secreta y subterránea, que acaso sólo se expresa en la conciencia por el retraso en la evolución del carácter, por un relativo infantilismo. El desarrollo de la personalidad se aleja, naturalmente, de semejante vínculo infantil inconsciente, pues nada hay que tanto estorbe al desarrollo como el permanecer en un estado inconsciente y, aun pudiera decirse, psíquicamente embrional. Por esta razón el instinto se apodera de la primera ocasión para sustituir a la ma­dre por otro objeto. Este objeto ha de tener, en cierto sentido, analogía con la madre para poder sustituirla realmente. Y tal es el caso verdaderamente de nuestro enfermo. La intensidad con que su fantasía infantil aprehendió el símbolo de la catedral de Colonia corres­ponde a una fuerte necesidad inconsciente de encontrar un sustitutivo de la madre. Esta necesidad inconsciente está naturalmente acentuada todavía más en un caso como éste, en que el vínculo infantil amenaza conver­tirse en daño. De ahí el entusiasmo con que su fantasía infantil se apodera de la representación de la iglesia; pues la Iglesia es, en el más pleno y amplio sentido, una madre. Se habla, no solamente de la madre Igle­sia, sino también de su regazo. En la ceremonia de la benedictio fontis de la Iglesia católica, es interpretada la taza como inmaculatus divini fontis uterus (útero inmaculado de la fuente divina). Opinamos sin duda que es preciso tener conciencia clara de esta interpre­tación para que este sentido pueda obrar en la fan­tasía, y que no se puede contar con que a un niño ignorante le alcancen estas significaciones. Es seguro que estas analogías no obran por la vía de la concien­cia, sino por otro camino distinto.

La Iglesia, en efecto, representa un sustitutivo es­piritual elevado del vínculo simplemente natural y, por decirlo así, "carnal" con los padres. Libera, pues, a los individuos de una relación natural inconsciente, que, estrictamente hablando, no es una relación, sino un es­tado de primordial identidad inconsciente, el cual, por su inconsciencia, tiene una extraordinaria inercia, que se opone con fuerza a cualquier desarrollo espiritual más alto. Difícilmente podría indicarse diferencia esen­cial entre un estado semejante y un estado animal. Ahora bien; no es prerrogativa especial de la Iglesia cristiana, en ningún modo, el procurar que el individuo se desprenda de ese estado primerizo, cuasi animal, sino que ese propósito constituye la forma moderna, y espe­cialmente occidental, de una tendencia instintiva que acaso sea tan antigua como la humanidad misma. Es una tendencia que se encuentra en las más distintas formas, por decirlo así, en todos los primitivos, algo desarrollados y todavía no degenerados. Me refiero a la institución de las iniciaciones o consagraciones de la vi­rilidad; en la edad de la pubertad, el joven es recluido en la casa de los varones o en cualquier otro lugar de ininiación donde, sistemáticamente, se le hace extraño a su familia. Al mismo tiempo, se le inicia en los misterios religiosos, y de este modo entra, no sólo en nuevas rela­ciones, sino también en una especie de mundo nuevo, como personalidad renovada y modificada, quasi modo genitus (como un recién nacido). La iniciación lleva aparejada muchas veces toda clase de torturas, incluso la circuncisión y otras semejantes. Estos usos son, indudablemente, antiquísimos, y han dejado sus huellas en nuestro inconsciente, como tantas otras vivencias primitivas. Se han convertido casi en mecanismo ins­tintivo, de suerte que se reproducen por sí mismos, aun sin estímulo exterior, como en las ceremonias de los bautizos estudiantiles o en las iniciaciones todavía mu­cho más exageradas de los estudiantes americanos. Se han sepultado en lo inconsciente como imagen primor­dial, como un arquetipo, como dice San Agustín.

Cuando la madre habló al niño de la catedral de Colonia, esta imagen primordial fue excitada y des­pertó a la vida. Mas no hubo entonces ningún educa­dor sacerdote que desarrollara este comienzo. El niño quedó en las manos de la madre. Desarrollóse en el muchacho la nostalgia del varón director, en forma de una inclinación homosexual; desarrollo defectuoso, que acaso no hubiera tenido lugar si un hombre hubiera desenvuelto la fantasía infantil del paciente. El extra­vío hacia la homosexualidad tiene, desde luego, abun­dantes ejemplos históricos. En la Grecia antigua, como en otras colectividades primitivas, la homosexualidad era, por decirlo así, idéntica con la educación. En este sentido, la homosexualidad de la adolescencia represen­ta la necesidad de un varón; necesidad, desde luego, mal comprendida, pero no por eso menos adecuada a su fin.

Para el enfermo, según el significado de su sueño, la entrada en el tratamiento significa que se cumple el sentido de su homosexualidad, a saber: su ingreso en el mundo del hombre adulto. Lo que nosotros hemos tenido que desentrañar aquí, con penosas y tortuosas re­flexiones, para poder comprenderlo plenamente, el sue­ño lo condensó en pocas metáforas expresivas, crean­do con ello una imagen; que influye en la fantasía, en el sentimiento y en la inteligencia del soñador, mucho más que una sabia disertación. Por eso, el enfermo estaba mejor y más significativamente preparado para el tratamiento que si hubiera leído una gran colección de teoremas médicos y educativos. (Por esta razón considero el sueño, no sólo como una preciosa fuente de información, sino también como un instrumento sumamente eficaz de educación o tratamiento).

Pasemos ahora al segundo sueño. Pero he de decir antes que en la primera consulta no me ocupe en modo alguno del sueño que acabo de referir. Ni siquiera fue mencionado. No se habló una palabra que tuviera re­lación con lo antedicho. El segundo sueño es éste:

"Estoy en una gran catedral gótica. En el altar hay un sacerdote. Yo estoy con mi amigo delante de él, y tengo en la mano una figurilla japonesa de marfil, con el sentimiento de que tiene que ser bautizada. De pronto llega una señora anciana, quita a mi amigo el anillo de la mano y se lo pone ella misma. Mi amigo tiene miedo de que pueda por eso quedar enlazado de algún modo. Pero en este momento suena una maravillosa música de órgano."

Haré resaltar brevemente aquellos puntos que con­tinúan y completan el sueño del día anterior. Induda­blemente, el segundo sueño se enlaza con el primero: otra vez el soñador está en la iglesia, es decir, en el estado de la consagración viril. Pero una nueva figura se ha presentado, el sacerdote, de cuya ausencia en la primera situación ya hemos hablado. El sueño con­firma, por lo tanto, que el sentido inconsciente de su homosexualidad se ha cumplido, y puede iniciarse otra evolución. Ya puede empezar el acto verdadero de la iniciación; es decir, el bautismo. En el simbolismo del sueño se confirma lo que ya he dicho: que no es pre­rrogativa de la Iglesia cristiana el realizar semejantes traslados y transformaciones del alma, en los que se oculta una imagen primordial, que puede obligar en ciertos casos a tales transformaciones. Lo que, según el sueño, ha de ser bautizado, es, en efecto, una figu­rilla japonesa de marfil. El paciente observa a este propósito: "Era un hombrecillo grotesco, que me re­cuerda los órganos genitales del hombre. Es curioso que este miembro tuviera que ser bautizado. Pero entre los judíos, la circuncisión es una especie de bau­tismo. Esto debe de referirse, seguramente, a mi homo­sexualidad; pues el amigo que está conmigo ante el altar es precisamente aquel con quien estoy ligado homosexualmente. El está conmigo en el mismo lazo. El anillo representa manifiestamente nuestra unión."

Sabido es que el anillo, en el uso diario, tiene el sentido de un símbolo de unión o relación, como, por ejemplo, el anillo de boda. Podemos, pues, interpretar en este caso el anillo como una metáfora de la relación homosexual, como también el hecho de que el soñador se presente juntamente con su amigo.

El mal que ha de corregirse es la homosexualidad. De este estado, relativamente infantil, el soñador ha de ser trasladado, por una ceremonia casi de circunci­sión, y con el auxilio del sacerdote, a otro estado, al estado del adulto. Estos pensamientos responden exac­tamente a mis explicaciones sobre el sueño anterior. En este sentido, la evolución habría de continuarse, lógica y naturalmente, con la ayuda de representacio­nes arquetípicas. Pero ahora surge, al parecer, un entor­pecimiento. Una señora anciana se apodera del anillo, o, con otras palabras: se apodera de lo que hasta ahora era relación homosexual, con lo cual el soñador teme haber entrado en una nueva relación que le obligue. El anillo está ahora en el dedo de una mujer. Esto pudiera significar una especie de matrimonio; es de­cir, que la relación homosexual se convertiría en una relación heterosexual. Pero ésta sería una relación hete­rosexual de carácter extraño, pues se trata de una señora anciana. "Es —dice el paciente— la amiga de mi madre. Le tengo afecto; es para mí propiamente una amiga maternal".

De esta manifestación podemos deducir lo que ha ocurrido en el sueño: merced a la iniciación, el vínculo homosexual queda roto y en su lugar se establece una relación heterosexual, una amistad platónica con una mujer semejante a la madre. A pesar de la semejanza con la madre, esta mujer ya no es, sin embargo, la madre. La relación con ella significa, por lo tanto, un paso allende la madre y un vencimiento de la homo­sexualidad infantil.

El terror ante el nuevo vínculo se comprende fácil­mente. Primero, como angustia ante la semejanza con la madre; pudiera ser que por la disolución del lazo homosexual recayese el paciente por completo en la esfera de la madre. Pero además, como angustia ante lo nuevo y desconocido del estado heterosexual adulto, con sus posibles obligaciones, como matrimonio, etc. Pero esto no es ningún retroceso, sino un avance, como parece confirmarse por la música que en seguida suena. El paciente es muy músico, y sus sentimientos se incli­nan especialmente a la música solemne de órgano. La música significa, por lo tanto, para él un sentimiento muy positivo; en este caso, es una terminación plausi­ble del sueño, adecuada, además, para teñir de un bello sentimiento de unción la mañana siguiente.

Si se considera ahora el hecho de que el paciente, hasta este momento, sólo me ha visto en una consulta, en la cual nuestra conversación no pasó de ser una anamnesis general médica, habrá de concedérseme que ambos sueños constituyen asombrosas anticipaciones. Por una parte, iluminan la situación del paciente con una luz sumamente peculiar y extraña a la conciencia, y por otra parte, comunican a la situación trivial mé­dica un aspecto que se adapta como ningún otro a la singularidad espiritual del soñador y que es capaz, como ningún otro, de poner en tensión sus intereses estéticos, intelectuales y religiosos. Esto creó para el tratamiento los mejores supuestos imaginables. De la significación de estos sueños se saca casi la impresión de que el paciente entraba en el tratamiento con la mayor diligencia, alegría y esperanza, completamente dispuesto a despojarse de su puerilidad y a hacerse un hombre. En realidad, no era así. La parte consciente del enfermo estaba llena de retraimientos y resistencias; aun avanzado el tratamiento, se manifestó rebelde y di­fícil, siempre dispuesto a volver a su antigua infantilidad. Así, pues, los sueños están aquí en estricta oposi­ción a la conducta consciente. Muévense en la línea progresiva y ayudan al educador. Esos sueños revelan la peculiar función de todos los sueños, a mi juicio, con gran claridad. He dado a esa función el nombre de compensación. La progresividad inconsciente cons­tituye con la regresividad consciente una pareja de contrarios que, por decirlo así, equilibran la balanza. La acción del educador es el fiel.

En el caso de este joven, las imágenes del incons­ciente colectivo desempeñaban un papel positivo, lo cual procede, evidentemente, de que el joven no tenía la menor tendencia peligrosa a incurrir en la sustitu­ción de la realidad por fantasías y atrincherarse así contra la vida. La acción de las imágenes inconscientes tiene algo de un sino. De ellas puede decirse: Volentem ducunt, notentem trahunt (al dócil lo llevan, al rebelde lo arrastran). Acaso —¿quién sabe?— estas imágenes eternas sean lo que se llama el Destino.

Naturalmente, el arquetipo está siempre y en todas partes en acción. Pero el tratamiento práctico no exige siempre —sobre todo no lo exige tratándose de jóvenes — que se entre en comunicación detallada con el pa­ciente. En las personas de edad, por el contrario, es necesario dedicar una atención especial a las imágenes del inconsciente colectivo, pues ellas son la única fuente de donde podemos tomar datos para la solución del problema del contraste. De la elaboración consciente de estos datos resulta la función trascendente, como concepción, llevada a cabo por los arquetipos y que sirve para conciliar los contrastes. Debiera presentar ejem­plos de ello; pero actualmente nos movemos todavía en un terreno casi desconocido, de modo que me pa­rece mejor no someter estos delicados fenómenos a una formulación precipitada. He de contentarme aquí con afirmar que, a causa de la tensión entre los con­trarios, lo inconsciente colectivo reproduce imágenes que hacen posible la unificación irracional de los con­trarios, por medio de símbolos. En lo posible he des­crito los principios de este proceso en mi obra Tipos psicológicos. Pero bien se me alcanza que en esta ma­teria, tan importante como difícil, no se ha dicho todavía la última palabra.

CAPÍTULO VIII - LA CONCEPCIÓN DE LO INCONSCIENTE - GENERALIDADES TERAPÉUTICAS


Engáñase quien crea que lo inconsciente es algo in­ofensivo, que puede convertirse en objeto de juegos de sociedad o utilizarse para fáciles ensayos terapéuticos. Sin duda, lo inconsciente no siempre, ni en todas las personas, es peligroso. Pero la neurosis es la señal de que en lo inconsciente existe un depósito lleno de ener­gía, una especie de carga que puede explotar. En ese caso, hay que tener precaución. De momento, nadie sabe lo que dispara, cuando empieza a analizar los sueños. Pone en movimiento algo interior e invisible. Muy probablemente es algo que más o menos tarde saldría a luz espontáneamente; pero también podría suceder que no saliera nunca. En cierto modo, es como perforar un pozo artesiano; se corre el peligro de tro­pezar con un volcán. No hay seguridades absolutas. Cuando existen síntomas neuróticos, se puede caminar con cautela. Pero los casos neuróticos no son los más peligrosos, ni con mucho. Porque, a veces, hay perso­nas aparentemente muy normales, que no presentan síntomas neuróticos especiales —acaso son los mismos médicos y educadores—, que incluso presumen de normalidad y son modelos de buena educación, y tie­nen, por añadidura, opiniones sumamente normales y costumbres normales, pero cuya normalidad es una compensación artificial de una psicosis latente. Estos casos, naturalmente, rara vez se presentan al psiquiatra de profesión. Los mismos interesados no sospechan nada de su estado. O sus sospechas sólo encuentran una expresión indirecta en el gran interés que les ins­pira la psicología y psiquiatría, atraídos por estas co­sas, como la mariposa por la luz. Pero como la técnica analítica descubre lo inconsciente, resulta que en estos casos destruye la compensación saludable y lo incons­ciente sale afuera en forma de fantasías ya incoerci­bles, y de consiguientes excitaciones que, en ocasiones, llevan a una enajenación y, acaso antes, al suicidio. Afortunadamente, estas psicosis latentes parecen ser relativamente raras. Si no ocurriera así, el método más satisfactorio, científica y terapéuticamente, sería harto peligroso para poder ser empleado en la práctica.

El peligro de tropezar con tales casos, amenaza a todo médico que practica el análisis de lo inconsciente, aun cuando disponga de una gran experiencia y habi­lidad. Por torpeza, falsas concepciones, interpretacio­nes arbitrarias, etc., puede también el médico echar a perder casos que no forzosamente hubieran debido resultar mal. Pero esto no sucede sólo con el análisis de lo inconsciente, sino con toda intervención del mé­dico, por cuanto puede haber error en ella. La afir­mación de que el análisis vuelve locas a las personas, es tan estúpida como la idea vulgar de que el médico del manicomio, por su trato con los alienados, ha de volverse necesariamente loco.

Prescindiendo de los peligros del tratamiento, lo inconsciente puede llegar a ser peligroso también por sí mismo. Una de las formas más generales de este peligro es la provocación de accidentes desgraciados. Una cantidad de desgracias mucho mayor de lo que el público pueda sospechar está provocada psicológica­mente. Empezando por pequeños accidentes, como tropezones, encontronazos, quemaduras en los dedos, etc., hasta llegar a los accidentes automovilísticos y catástrofes alpinas, todo puede estar motivado psicológicamente y a veces preparado con semanas y aun meses de anticipación. He investigado muchos casos de está índole y he podido con frecuencia señalar sue­ños que, con varias semanas de anticipación, demos­traban la tendencia del sujeto a dañarse a sí mismo; naturalmente, expresada en símbolos. Todas las des­gracias que ocurren por la llamada inadvertencia, ha­brían de estudiarse con relación a semejantes determi­naciones. Es sabido que, cuando por cualquier razón, no estamos bien templados, nos suceden, no sólo acci­dentes tontos, más o menos grandes, sino incidencias peligrosas que, en un momento psicológicamente ade­cuado, pueden llegar a poner fin a la vida. La voz popular dice: "Fulano y Zutano murieron en el mo­mento justo", expresando con estas palabras un senti­miento acertado de la secreta causalidad psicológica que provocó el accidente. En la misma forma pueden producirse o prolongarse enfermedades corporales. Un funcionamiento incorrecto de la psique puede perjudi­car mucho al cuerpo; y viceversa, un padecimiento cor­poral puede contagiar al alma; pues alma y cuerpo no son cosas separadas, sino una y la misma vida. Así, rara vez hay una enfermedad corporal que no esté compli­cada con el alma, aun cuando no haya sido directamen­te causada por motivos psicológicos. A mi juicio, debie­ran los médicos reparar mucho más en estas corres­pondencias.

Pero sería injusto no realizar más que el lado desfavorable de lo inconsciente. En todos los casos ordinarios, lo inconsciente es desfavorable o peligroso, porque estamos en desacuerdo con él y, por lo tanto, en oposición con nuestros instintos29.

Pero si conseguimos establecer aquella función, que he llamado función trascendente, entonces cesa la dis­cordia y podemos gozar del aspecto favorable de lo inconsciente. Entonces lo inconsciente nos presta aque­lla ayuda y estímulo, que puede dar al hombre, en rebosante plenitud, una naturaleza buena. Lo incons­ciente ofrece, incluso, posibilidades que están comple­tamente cerradas a la conciencia; porque lo incons­ciente dispone de todos los contenidos psíquicos subliminales, de todo lo olvidado y descuidado, y además de la sabiduría que la experiencia de innumerables mile­nios ha depositado en las vías del cerebro humano.

Lo inconsciente está constantemente en acción y crea con sus materiales combinaciones que sirven para determinar lo futuro. Crea combinaciones subliminales, prospectivas, lo mismo que nuestra conciencia; sólo que las combinaciones inconscientes superan notable­mente a las conscientes en finura y amplitud. Lo in­consciente puede, por lo tanto, ser también, a su modo, un guía para el hombre.

Pero no crea el lector que estas complicadas modifi­caciones psicológicas se sucedan todas en cada caso particular que ocurre en la práctica. El tratamiento práctico se rige por los resultados terapéuticos logrados. Y el resultado puede surgir en cualquier grado del trata­miento, independientemente de la gravedad o duración del padecimiento. Y viceversa, el tratamiento de un caso grave puede durar mucho tiempo, sin alcanzar grados superiores de modificación, ni necesitar alcan­zarlos. Hay muchos relativamente que, aun después de haber llegado al resultado terapéutico, recorren, para afianzar su propia evolución, otros grados de la modificación psíquica. Por consiguiente, no hace falta que un caso sea grave para tener que recorrer todo el desarrollo. Pero en todas las circunstancias, sólo alcan­zan un grado superior de diferenciación aquellos hom­bres que de suyo tienen disposiciones y vocación para ello; es decir, una capacidad y un instinto de diferen­ciación superior; cosa en la cual, como es sabido, los hombres son muy diferentes, como también las espe­cies animales, entre las cuales las hay conservadoras y evolutivas. La naturaleza es aristocrática; pero no en el sentido de haber reservado la posibilidad de dife­renciación sólo a las especies supremas. Así ocurre también con la posibilidad psicológica de evolución en el hombre: no está reservada para individuos especial­mente dotados. En otras palabras: para recorrer una evolución psicológica extensa, no se necesita ni una inteligencia especial ni especiales talentos, porque en esta evolución las cualidades morales pueden servir de complemento, si la inteligencia no es suficiente. Pero en ningún caso se ha de creer que el tratamiento con­sista en atiborrar a las personas de fórmulas generales y recetas complicadas. Nada de eso. Cada uno puede conquistar lo que necesita, a su modo y en su idioma. Lo que yo aquí he expuesto es una fórmula intelectual, que no es precisamente igual a las conversaciones en el trabajo práctico comente. Los pequeños ejemplos casuísticos que he ido entrelazando dan mejor idea de lo que es la práctica.

El lector ha de acostumbrarse a la idea de que este nuevo género de psicología tiene un lado enteramente práctico y otro lado enteramente teórico. No es sólo un método práctico de tratamiento o de educación, sino también una ciencia teórica, que está en activa relación con otras ciencias coordinadas.

CONCLUSIÓN


Para terminar, he de pedir perdón al lector por ha­berme atrevido en tan pocas páginas a tratar novedades tan difíciles de explicar. Me entrego a su juicio crítico; porque considero que todo el que, separándose, sigue caminos propios, tiene el deber de comunicar a la so­ciedad lo que ha encontrado en su viaje de explora­ción: una fuente pura donde aliviar la sed o el páramo arenoso del error estéril. Aquélla fecunda; éste sirve de saludable advertencia. Pero no será la crítica de los contemporáneos la que decida sobre la verdad y el error de lo descubierto, sino la de los tiempos y desti­nos futuros. Hay cosas que todavía hoy no son verda­deras, y acaso no deban serlo; pero quizá lo sean ma­ñana. Así, cada uno ha de recorrer su propio camino con sencilla esperanza y con los ojos abiertos, como quien está consciente de su soledad y del peligro de la niebla que le envuelve. La peculiaridad del camino aquí descrito procede, en no pequeña parte, de que nuestra psicología surge de la vida real y actúa sobre la vida real, y en ella no podemos adoptar un punto de vista exclusivamente científico e intelectualista, sino que estamos obligados a tomar en consideración tam­bién el punto de vista del sentimiento, todo aquello que el alma contiene de efectivo. Para ello hemos de tener siempre presente que en esta especie de psicología práctica no estudiamos un alma humana general, sino las almas actuales, individuales, con todos los variadísi­mos problemas modernos que nos acosan inmediata­mente. Una psicología que satisfaga sólo al entendi­miento no puede ser nunca una psicología práctica, pues el conjunto del alma no puede ser aprehendido por el entendimiento solo. Querámoslo o no, la visión total del universo nos asedia, porque el alma pide una expresión que abarque su conjunto total.


1 * Breuer y Freud: Studien über Hysterie (Estudios sobre histerismo). Deuticke, Leipzig y Viena, 1895.

2 * Al amor puede aplicarse aquella antigua sentencia mística; "Cielo arriba, cielo abajo, éter arriba, éter abajo. Todo eso arriba, todo eso abajo, tómalo y alégrate".

3 * En el sentido amplio, que le corresponde por naturaleza y que no abarca solamente la sexualidad. Pero esto no quiere decir que el amor y sus perturbaciones sean la única fuente de la neurosis. La perturbación del amor puede ser de naturaleza se­cundaria y provocada por causas profundas. Hay, además, otras posibilidades de llegar a ser neurótico.

4 * Véase Jung: Diagnostiche Assoziationsstudien, Leipzig, J. A. Barth. Dos tomos.

5 ** Jung: Psychologie der Dementia praecox. Halle, Marhold. En el experimento asociativo se encuentra el "complejo", o sea uno o varios complejos de representaciones acentuadas por el sentimiento que se refieren a tendencias contradictorias.

6 * Ueber den nervosen Charakter. (Sobre el carácter nervioso, Wiesbaden, 1912).

7 * Una discusión completa del problema de los tipos se encon­trará en mi obra Psychologische Typen. Rascher, Zürich, segunda edición, 1925.

8 * Die Philosophie der Werte (La filosofía de los valores).

9 * Pragmatism.

10 ** Grosse Münner (Grandes hombres).

11 * He de notar que estas fantasías no suelen presentarse en neurosis juveniles sin complicación, sino sólo en adultos, para quienes el médico no puede ya normalmente desempeñar el oficio de padre.

12 * Acaso estas imágenes primordiales pudieran llamarse tam­bién arquetipos.

13 * Lo inconsciente personal, que yo llamaría también sub­consciente (por oposición a lo inconsciente absoluto o colectivo) contiene recuerdos perdidos, representaciones penosas reprimidas (deliberadamente olvidadas), percepciones subliminales, es decir, percepciones sensibles que no fueron lo bastante fuertes para alcanzar estado de conciencia, y, por último, contenidos que todavía no han llegado a madurez consciente.

14 * El llamado mana. Véase Soderblom: Das Werden des Gottetglauben (La evolución de la creencia en Dios).

15 * The Monist, vol. XVI, pág. 363.

16 * Muchas veces se me ha preguntado de dónde proceden estos arquetipos o imágenes primordiales (los eidola de Platón). Me parece que su origen no puede explicarse sino suponiendo que son sedimentos de experiencias constantemente repelidas por la humanidad. Una de las experiencias más generales, y al mismo tiempo más impresionantes, es el curso aparente y diario del sol. Ciertamente no podemos descubrir nada de esto en lo incons­ciente, por cuanto se trata de un fenómeno físico conocido. En cambio, encontramos el mito del héroe solar en todas sus innu­merables transformaciones. Este mito constituye el arquetipo del sol y no el fenómeno físico. Lo mismo puede decirse de las fases de la luna. El arquetipo es una especie de predisposición a re­producir siempre las mismas o semejantes representaciones míticas. Parece, pues, que lo que se graba en lo inconsciente es exclusivamente la representación subjetiva de la fantasía excitada por el hecho físico. Pudiera, según esto, suponerse que los ar­quetipos son las huellas, muchas veces repetidas, de reacciones subjetivas. Pero esta hipótesis elude naturalmente el problema sin resolverlo. Nada impide suponer que ciertos arquetipos exis­ten ya en los animales, y que por tanto se fundan en el carácter propio del sistema viviente y son simplemente expresión de la vida. Pero su naturaleza no puede explicarse.

17 * Esta cláusula fue escrita durante la guerra europea. Pero, aunque la guerra pasó, la he conservado en su forma primitiva, porque contiene una verdad que se ha de confirmar más de una vez en el curso de la historia.

18 * Hasta más tarde no he sabido que el concepto de función trascendente se emplea también en las matemáticas superiores; y, por cierto, para designar la función de números reales e ima­ginarios.

19 * En alemán, la misma palabra significa cangrejo y cáncer.

20 * Una concepción paralela de ambas interpretaciones se en­cuentra en el recomendable libro de Silberer: Problemas de la mística y de su simbolismo.

21 ** Fuss und Schuksymbolik (El simbolismo de los pies y los zapatos). Leipzig, 1909.

22 * Jung: Der Inhalt der Ptychose, 2a edición. Apéndice. En otro sitio he llamado también a este procedimiento "método hermenéutico' . Véase Coll. Pop. on Analyt Psych, 2a edición, 1917

23 * Adecuado para el descubrimiento.

24 * La representación del curandero, que tiene comercio con los espíritus y dispone de fuerzas mágicas, está tan hondamente arraigada en muchos primitivos, que llegan a suponer que tam­bién entre los animales hay "doctores". Así, los Achumavis del Norte de California hablan de coyotes comunes y de "coyotes doctores".

25 * H. Ganz ha aplicado en su disertación filosófica sobre lo inconsciente en Leibnitz (Rascher, Zürich), la teoría de los engramas de Semon, para explicar lo inconsciente colectivo. El concepto establecido por mí del inconsciente colectivo coincide en lo esencial con el concepto de Semon de la mneme tribal.

26 * Concretista: pensada como real objetiva.

27 * Das Zeitalter des Sonnengottes. (La edad del dios Sol). Berlín, 1904.

28 ** Aquellos de mis lectores que se interesen más a fondo por el problema de la oposición y su solución, como también por la actividad mitológica de lo inconsciente, lean mi libro Wandlungen und Symbol der Libido. Beitrüge zur Entwicklungsgeschichte des Demkens. Leipzig y Viena, 2a edic., 1925. Además, Psychologische Typen, Rescher, Zürich.

29 * Los instintos son arquetipos.