PRESENTE Y FUTURO


C.  G.  J U N G

P R E S E N T E  Y  F U T U R O

Indice

LA AMENAZA QUE SE CIERNE SOBRE EL INDIVIDUO   EN   LA   SOCIEDAD   MODERNA

LA RELIGIÓN  COMO COMPENSACIÓN DE  LA CONVERSIÓN DEL INDIVIDUO EN HOMBRE-MASA

LA  POSICIÓN DE OCCIDENTE ANTE LA    CUESTIÓN    DE    LA    RELIGIÓN 18
LA  AUTOCOMPRENSION   DEL  INDIVIDUO

CONCEPCIÓN DEL MUNDO Y   ENFOQUE   PSICOLÓGICO

EL  CONOCIMIENTO DE  SI  MISMO

LA SIGNIFICACIÓN DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO







LA AMENAZA QUE SE CIERNE SOBRE EL INDIVIDUO   EN   LA   SOCIEDAD   MODERNA

En todos los tiempos el interrogante del futuro ha preocupado a los hombres, pero no siem­pre con la misma intensidad. Históricamente hablando, son principalmente las épocas de apre­mio físico, político, económico y espiritual las que mueven a dirigir la mirada al futuro con an­siosa esperanza y generan anticipaciones, utopías y visiones apocalípticas. Cabe citar como ejem­plos la era de Augusto, los comienzos de la era cristiana con sus expectaciones quiliásticas y los cambios que se operaron en el espíritu occiden­tal a fines del primer milenio cristiano. Vivimos hoy, por así decirlo, en vísperas del fin del se­gundo milenio, en una época que nos sugiere visiones apocalípticas de destrucción en escala mundial. ¿Qué significa la "Cortina de Hierro" que divide en dos a la humanidad? ¿Qué será de nuestra cultura, del hombre, en fin, si llegaran a estallar las bombas de hidrógeno o si Europa se hundiera en las tinieblas espirituales y morales del absolutismo de Estado?

Nada justifica el que tomemos a la ligera esta amenaza. En todo el mundo occidental existen ya las minorías subversivas listas para entrar en acción, y hasta medran a la sombra de nuestro humanismo y nuestro culto del Derecho; de ma­nera que el único obstáculo a la difusión de sus ideas es la razón crítica de cierto sector cuerdo y mentalmente estable. No se debe sobreestimar la fuerza numérica de este sector. Varía ella de un país a otro, según el temperamento nacional; además, depende regionalmente de la educación e instrucción pública, y por añadidura está sujeta a la gravitación de factores de perturbación agu­da de índole política y económica. Tomando como base los plebiscitos, la estimación optimista sitúa su límite máximo en el 60 % de los votan­tes, aproximadamente. Mas también se justifica una estimación algo más pesimista, pues el don de la razón y del discernimiento no es un atri­buto ingénito del hombre, y aun allí donde se da, se muestra incierto e inconstante, por lo co­mún tanto más cuanto más vastos son los cuer­pos políticos. La masa ahoga la perspicacia y cordura aún posibles en el plano individual y, por consiguiente, lleva forzosamente a la tiranía doctrinaria y autoritaria en caso de sufrir un co­lapso el Estado de Derecho.

La argumentación razonada sólo es factible y fecunda mientras la carga emocional de una si­tuación dada no rebase un determinado punto crítico; en cuanto la temperatura afectiva exceda de dicho punto, la razón se torna inoperante y cede el paso al slogan y al anhelo quimérico, esto es, a una suerte de estado obsesivo colectivo, el cual, conforme se va acentuando, degenera en epidemia psíquica. En este estado llegan a imponerse, entonces, los elementos que bajo el imperio de la razón llevan una existencia tan sólo tolerada, por asociales. Tales individuos no son en modo alguno casos raros que sólo se dan en las prisiones y los manicomios; según mi esti­mación, sobre cada enfermo mental manifiesto hay lo menos 10 casos latentes, los cuales las más de las veces no salen del estado de latencia pero cuya manera de pensar y comportamiento, no obstante la apariencia de normalidad, están suje­tos a inconscientes influencias patológicas y per­versas. Es verdad que las estadísticas médicas, explicablemente, no indican el grado de inciden­cia de los psicóticos latentes. Mas aunque su nú­mero no sea diez veces mayor que el de los enfermos mentales manifiestos y los individuos propensos al crimen, lo relativamente exiguo de su porcentaje dentro del conjunto de la pobla­ción queda compensado por la particular peli­grosidad de tales personas. Ello es que su estado mental corresponde al de un grupo colectiva­mente excitado que se halle dominado por pre­juicios y anhelos afectivos. En un medio seme­jante, ellos son los adaptados, y como es natural, se sienten cómodos en él; por íntima experiencia propia dominan el lenguaje de tales estados y saben manejarlo. Sus ideas quiméricas, nutridas por resentimientos fanáticos, apelan a la irracio­nalidad colectiva y encuentran en ella un terreno fértil, como que dan expresión a los móviles y resentimientos que en las personas más normales dormitan bajo el manto de la razón y la cordura. Es así que, no obstante su número exiguo dentro del conjunto de la población, constituyen un peligroso foco de infección, toda vez que es muy limitado el conocimiento que tiene de sí mismo el llamado hombre normal.

Por lo común, se confunde el "conocimiento de sí mismo" con el conocimiento que tiene uno de su yo consciente. Quien tiene conciencia de su yo da por sobreentendido que se conoce. Sin embargo, ello es que el yo sólo conoce sus pro­pios contenidos, ignorando en cambio lo incons­ciente y sus contenidos. El hombre toma como pauta de su conocimiento de sí mismo lo que su medio social sabe, término medio, de sí mismo, y no la efectiva realidad psíquica, que en su mayor parte le es desconocida. En esto, la psiquis se comporta de la misma manera que el cuerpo con respecto a sus estructuras fisiológica y ana­tómica, de las que el profano igualmente sabe bien poco. A pesar de que vive dentro y a través de ellas, en su mayor parte las ignora y se re­quieren conocimientos científicos especiales para llevar a la conciencia siquiera lo que de ellas puede saberse, cuanto más lo que hoy por hoy aún no puede saberse.

Lo que comúnmente se llama "conocimiento de sí mismo" es, pues, un conocimiento las más de las veces dependiente de factores sociales y limitado de lo que ocurre en la psiquis humana. Encuentra uno en él, por una parte, un frecuen­te prejuicio de que esto y lo otro no ocurre "en­tre nosotros", o en "nuestra familia", o en nues­tro medio inmediato o mediato, y por otra, con igual frecuencia, suposiciones ilusorias acerca de propiedades presuntamente existentes que están destinadas a encubrir la realidad de los hechos.

He aquí una vasta esfera de lo inconsciente que se halla al margen de la crítica y control de la conciencia y en la cual estamos a merced de toda clase de influencias y de infecciones psíqui­cas. Como de cualquier peligro, también del de la infección psíquica sólo podemos defendernos si sabemos qué nos ataca, y cómo, dónde y cuándo. Ahora bien, dado que el conocimiento de sí mismo es familiaridad con una realidad in­dividual, precisamente en este respecto una teo­ría es de escasa utilidad. Pues cuanto más pre­tenda tener validez general, tanto menos puede responder a una realidad individual. Una teoría empíricamente fundada es necesariamente de carácter estadístico, esto es, establece un prome­dio ideal que borra todas las excepciones en sen­tido de más y de menos y pone eh su lugar un término medio abstracto. Este valor medio es válido, sí, pero posiblemente ni se dé de hecho. Ello no obstante, figura en la teoría como un hecho fundamental incontrovertible. En cuanto a las excepciones, en uno y otro sentido, pese a no ser menos reales, ni aparecen en el resultado final, puesto que se compensan entre sí. Por ejem­plo, suponiendo que en un guijarral se proce­diera a determinar el peso de todos los guijarros y se obtuviera un valor medio de, digamos, 145 gramos, esto indicaría bien poco acerca de las características efectivas del guijarral. Quien so­bre la base de este dato creyera que cualquier guijarro que recogiese debe pesar 145 gramos, estaría tal vez muy equivocado; hasta pudiera ocurrir que, por más que buscase, no encontrara un solo guijarro que pesase exactamente 145 gramos.

El método estadístico proporciona el prome­dio ideal de una situación dada, pero no provee un cuadro de su realidad empírica. Aun cuando da un aspecto incontrovertible de la realidad, es susceptible de deformar la verdad efectiva, hasta el punto de desvirtuarla por completo. Esto úl­timo reza muy particularmente para la teoría de base estadística. Los hechos se caracterizan por su individualidad. Forzando la definición, pudie­ra decirse que el cuadro efectivo en cierto modo se compone en un todo de excepciones a la regla y que por ende la característica primordial de la realidad absoluta es la irregularidad.

Estas reflexiones deben tenerse en cuenta cuando se trata de una teoría que ha de servir de pauta para el conocimiento de sí mismo. No existe, no puede existir, un conocimiento de sí mismo basado en supuestos teóricos, por cuanto el objeto del conocimiento es un individuo, esto es, una relativa excepción e irregularidad. Por consiguiente, no es lo general y regular, sino por el contrario lo peculiar lo que caracteriza al in­dividuo. Éste no debe ser entendido como una uni­dad más, sino como particularidad única, qué en definitiva no puede ser ni comparada ni conoci­da. Al hombre, no sólo es posible sino que es preciso describirlo como unidad estadística; de lo contrario, nada general podría enunciarse acer­ca de él. Para tal fin hay que considerarlo cómo una unidad comparable; lo cual da origen a una antropología y, respectivamente, psicología de validez general, que describen un hombre medio, abstracto, carente de rasgos individuales. Sin em­bargo, precisamente estos últimos son de capital importancia para la comprensión del individuo. Así, pues, quien quiera comprender al individuo debe poder dejar de lado todo el conocimiento científico relativo al hombre medio y renunciar a toda teoría, para posibilitar un enfoque nuevo y libre de conceptos preestablecidos. La tarea de comprender sólo puede emprenderse vacua et liberamente, mientras que el conocimiento del hombre requiere toda clase de saber acerca del hombre en general.

Ya se trate de comprender al prójimo o de conocerse a sí mismo, en uno y otro caso uno debe dejar de lado todos los supuestos teóricos, consciente de que eventualmente pasará por en­cima del conocimiento científico. Dado que éste no sólo goza de la estimación general, sino, mu­cho más, es reputado la única autoridad espiri­tual por el hombre moderno, la comprensión del individuo presupone, en cierto modo, el crimen de lesa majestad, esto es, el desentendimiento del conocimiento científico. Este renunciamien­to entraña un sacrificio que no debe ser subes­timado; como que la actitud científica no puede desprenderse como si tal cosa de su sentido de la responsabilidad. Y si el psicólogo es médico que quiere no sólo clasificar científicamente a su paciente, sino también comprenderlo en su aspecto humano, se debate eventualmente en el dilema de un choque de deberes entre las dos actitudes opuestas y recíprocamente excluyentes: el conocimiento, de un lado, y la comprensión, del otro. Este conflicto no puede ser resuelto adoptando una y desechando la otra, sino úni­camente por la dualidad del pensamiento: hacer lo uno y no dejar de hacer lo otro.

Toda vez que el valor fundamental del cono­cimiento es el sinvalor específico de la compren­sión, el juicio emergente corre peligro de ser una paradoja. Téngase presente, de un lado, que para el juicio científico el individuo no es sino una unidad que se repite infinidad de veces y por lo tanto podría lo mismo designarse en forma abs­tracta con una letra, y del otro, que para la com­prensión es precisamente el individuo único el objeto primordial, el único objeto real, de la in­vestigación, al margen de todas las leyes y regu­laridades en que se concentra el interés de la ciencia. Esta contradicción será un problema sobre todo para el médico, quien de un lado está equipado con las verdades de orden estadístico de su formación científica, y del otro, afronta la tarea de tratar a un enfermo que, particular­mente en caso de algún mal psíquico, requiere comprensión individual. Cuanto más el trata­miento se ajuste a un esquema general, en tanto mayor grado provocará resistencias justificadas de parte del enfermo y conspirará contra su cu­ración. Es así que el psicoterapista se ve obliga­do a tomar en cuenta la individualidad del pa­ciente como hecho esencial y de ajustar a ella su método de tratamiento. En el campo de la medicina está hoy generalizado el concepto de que la tarea del médico consiste en tratar al hom­bre enfermo, y no una enfermedad abstracta que cualquiera puede padecer.

Lo que aquí expongo con referencia a la me­dicina, no es sino un caso particular del proble­ma general de la educación y la ilustración. Una ilustración basada en los datos de las ciencias naturales reposa esencialmente en verdades de orden estadístico y conocimientos abstractos, quiere decir que proporciona una concepción irrealista, racional, del mundo, en la cual el caso individual, en cuanto mero fenómeno marginal, queda relegado. Sin embargo, el individuo, en cuanto ente irracional, representa propiamente la realidad, esto es, el hombre concreto, en opo­sición al irreal hombre ideal o normal al que se refieren los datos científicos. Agrégase a ello que en particular las ciencias naturales tienden a pre­sentar sus resultados de investigación como si se hubiesen producido sin la intervención de la psiquis. (Una excepción a esta regla es la física mo­derna con su concepto de que lo observado no es independiente del observador.) Así, pues, las ciencias naturales también en este aspecto pro­porcionan una concepción del mundo de la que aparece excluida la psiquis humana, real, en con­traste con las humanidades.

Bajo la influencia del enfoque básico condi­cionado por las ciencias naturales, no ya la psi­quis, sino el hombre individual, y aun el acaecer individual todo, están sujetos a un proceso de nivelación y deformación que distorsiona la ima­gen real, trocándola en idea media. No debe sub­estimarse la efectividad psicológica de la concep­ción estadística del mundo: a lo individual subs­tituye ella unidades anónimas que se acumulan en grupos multitudinarios. De esta manera, el lugar del ser individual concreto es tomado por los nombres de organizaciones y en el nivel más alto por el concepto abstracto del Estado como prin­cipio de la realidad política. Como consecuencia inevitable de ello, la responsabilidad moral del individuo cede el paso a la razón de Estado. La diferenciación moral y espiritual de la persona es reemplazada por la previsión social y la eleva­ción del nivel de vida. Meta y sentido de la vida individual (¡que es la única vida real¡) ya no residen en el desenvolvimiento individual, sino en la razón de Estado impuesta al hombre desde fuera, esto es, en la realización de un concepto abstracto que tiende a absorber la vida toda. El individuo se ve despojado en creciente escala de la decisión y orientación moral de su vida, a cambio de lo cual es administrado, alimentado, vestido,  instruido,  alojado en correspondientes unidades de vivienda y entretenido como unidad social, sirviendo para ello de pauta ideal el bien­estar y contento de la masa. Los administradores son, a su vez, unidades sociales, diferenciándose de los administrados sólo en que son representan­tes especializados de la doctrina de Estado. Ésta no necesita personalidades con criterio propio; necesita exclusivamente especialistas, que fuera de su especialidad no sirven. Es la razón de Es­tado la que decide qué debe enseñarse y estu­diarse.

La doctrina de Estado, que se presenta omni­potente, es a su vez administrada, en nombre de la razón de Estado, por los jerarcas máximos que concentran en sus manos todo el poder. Quien por elección o por usurpación llega a las más altas posiciones ya no se halla sujeto a ninguna ins­tancia superior, pues es la razón de Estado perso­nificada y puede, dentro de las posibilidades dadas, proceder a su antojo. Puede decir con Luis XIV: "L' état c'est moí"("El estado soy Yo"). Es, pues, el único individuo, o cuando menos uno de los pocos individuos, que podría hacer uso de su individualidad si aún su­piese distinguir entre sí y la doctrina de Estado. Lo más probable es que sea esclavo de su propia ficción. Ahora bien, semejante unilateralidad psi­cológicamente siempre queda compensada por inconscientes tendencias subversivas. La esclavi­tud y la rebelión son términos correlativos y van inseparablemente unidas. Es así que un desmedi­do afán de mantenerse en el poder y un acentua­do recelo penetran todo el organismo, de arriba abajo. Además, una masa compensa automática­mente su caótica amorfia en la persona de un "conductor", quien forzosamente cae en una in­flación de su yo consciente, de lo cual proporcio­na la historia numerosos ejemplos.

Tal evolución es lógica, inevitable, desde el momento en que el individuo se transforma en hombre-masa y, así, caduca. Aparte de las aglo­meraciones de grandes masas humanas, donde el individuo de cualquier forma desaparece, uno de los principales factores del advenimiento del hombre-masa es el racionalismo derivado de las ciencias naturales, el cual despoja la vida indivi­dual de sus bases y, por ende, de su dignidad; pues como unidad social el hombre ha perdido su individualidad, convirtiéndose en un número abstracto en las estadísticas de una organización. Ya no puede desempeñar otro papel que el de unidad intercambiable e infinitesimal. Visto des­de fuera, y racionalmente, lo es, en efecto; y desde este ángulo de enfoque es francamente ri­dículo hablar aún del valor y sentido del indivi­duo, más aún, ya no se concibe apenas cómo pudo otrora llegarse a asignar a la vida humana indi­vidual una dignidad, cuando tan palmariamente carece de tal.

Considerado desde este punto de vista, el in­dividuo es, en efecto, un ente por demás insigni­ficante; difícilmente podrá nadie sostener lo con­trario. El que el individuo se crea importante a sí mismo, o a sus familiares, o a determinadas personas apreciadas de su relación, sólo sirve para hacerle ver la subjetividad un tanto cómica de su creencia. Pues ¿qué son los pocos frente a los diez mil, los cien mil, el millón? Esto me trae a la memoria el argumento de un amigo pensativo junto con quien cierta vez me encontraba en una multitud de decenas de miles; de repente me di­jo: "Aquí tienes la prueba más concluyente en contra del concepto de inmortalidad: ¡todos esos pretenden ser inmortales!".

Cuanto más vasta es la multitud, tanto más in­significante es el hombre individual. Mas cuando el individuo, abrumado por su insignificancia y futilidad, pierde el sentido de su vida, el cual de ninguna manera se circunscribe al bienestar ge­neral y a la elevación del nivel de vida, ya va camino de la esclavitud de Estado y, sin saberlo ni quererlo, le allana el camino. Quien sólo mire para fuera, sólo se fije en los números grandes, no tiene con qué defenderse del testimonio de sus sentidos y de su razón. Pues bien, esto es precisamente lo que todo el mundo está hacien­do: se está fascinado por las verdades estadísticas y los números grandes y se es aleccionado día a día sobre la futilidad e impotencia del hombre individual, que no representa ni personifica nin­guna organización multitudinaria. A la inversa, el individuo que surge en el escenario mundial proyectando lejos su figura y cuya voz se perci­be en un ámbito vasto se les aparece a las masas huérfanas de sentido crítico como uno que evi­dentemente está sustentado por un cierto movi­miento multitudinario, por la opinión pública, y más que nada por eso es aceptado o combatido. Como en ello suele predominar la sugestión co­lectiva, no se pone en claro si su mensaje es un acto propio, del que responde personalmente, o si actúa meramente como megáfono de una opi­nión colectiva.

Bajo estas circunstancias, es natural que vaya cundiendo una creciente inseguridad del juicio individual y que como consecuencia de ello la responsabilidad sea colectivizada en lo posible, esto es, desplazada del individuo a una corpora­ción. De esta manera, el individuo se convierte más y más en una función de la sociedad, la que por su parte asume la función de órgano de las manifestaciones vitales, cuando en el fondo no es sino una idea, lo mismo que el Estado. Una y otro son hechos objeto de una hipóstasis, esto es, son independizados. Precisamente el Estado se transforma, así, en una especie de ser viviente, del que todo se espera. En realidad, empero, sólo es un camuflaje de los individuos que saben ma­nejar sus hilos. De esta suerte, la prístina convención  del  Estado  de  Derecho  degenera  en  la situación de un tipo de sociedad primitivo:  el comunismo de una tribu primitiva sujeta a  la autocracia de un cacique o a una oligarquía.

LA RELIGIÓN  COMO COMPENSACIÓN DE  LA CONVERSIÓN DEL INDIVIDUO EN HOMBRE-MASA

Con el fin de eliminar toda saludable restric­ción a la ficción del poder absoluto del Estado, esto es, de la omnipotencia de los jerarcas máxi­mos que manejan los hilos del Estado, todos los esfuerzos social-políticos que apuntan en aquella dirección se encaminan a minar las bases de las religiones. Para convertir al individuo en función del Estado, es preciso quitarle cualquier otro con­dicionamiento o situación de dependencia; y ocu­rre que religión significa dependencia y sujeción a algo dado de índole irracional y que no está re­ferido directamente a condiciones sociales y fí­sicas sino a la postura psíquica del individuo.

Una actitud hacia las condiciones exteriores de la existencia sólo es factible si existe un punto de enfoque situado fuera de ellas. Las religiones proporcionan o pretenden proporcionar esta ba­se y, así, ofrecer al individuo la posibilidad de criterio y decisión propios. Proveen un reservado frente a la presión concreta e ineludible de las circunstancias externas, a cuya merced se halla todo el que viva por entero en el mundo exterior y no tenga bajo los pies más que el pavimento. Si no existe otra verdad que la basada en las es­tadísticas, ella representa la exclusiva autoridad; hay entonces una sola realidad dada, y no habien­do otra opuesta a ella, el criterio y la decisión propios son, no ya superfluos, sino imposibles. Entonces el individuo es forzosamente una fun­ción de la estadística y, por ende, una función del Estado o como quiera llamársele al principio normativo abstracto.

Las religiones enseñan una autoridad distinta, opuesta a la del "mundo". Enseñan que el indi­viduo está sujeto a Dios, doctrina ésta no menos exigente que el mundo. Hasta puede darse el caso de que debido a lo absoluto de esta exigencia el hombre quede enajenado al mundo en no menor grado que se pierde a sí mismo cuando sucumbe ante la mentalidad colectivista. Puede él en el primer caso, frente al punto de vista de la doc­trina religiosa, perder su criterio y decisión pro­pios igual que en el segundo. A eso aspiran evi­dentemente las religiones, a no ser que se aven­gan a un pacto transaccional con el Estado. En este último caso, "religión" tiene más bien el sentido de profesión de fe dirigida al medio am­biente, siendo por lo tanto un asunto ultramun­dano, mientras que la religión propiamente dicha expresa una relación subjetiva con ciertos facto­res metafísicos, esto es, extramundanos, quiere decir que su sentido y objetivo residen en la re­lación del individuo con Dios (cristianismo, ju­daismo, islam) o con el camino de la redención (budismo). De este hecho fundamental deriva la respectiva ética, la que sin la responsabilidad individual ante Dios no pasa de moral conven­cional.

Las religiones en cuanto a pactos transaccionales con la realidad profana se han visto en la ne­cesidad de proceder a una progresiva codificación de sus nociones, doctrinas y prácticas, a raíz de lo cual se han aseglarado tanto que su esencia religiosa propiamente dicha, la revelación viva y entendimiento inmediato con su punto de refe­rencia extramundano, ha pasado a segundo plano. Toman como pauta del valor y significación de la relación religiosa subjetiva la doctrina tradicio­nal; y allí donde ocurre así en menor grado (co­mo por ejemplo en el protestantismo), por lo menos se habla de pietismo, sectarismo, exaltación sin freno y cosas por el estilo con referencia a quien invoque la voluntad inmediata de Dios. La religión en cuanto credo convencional o es la Iglesia oficial o, cuando menos, constituye una institución pública, de la cual forman parte con­suetudinariamente, por así decirlo, al lado de auténticos creyentes, muchas gentes que son en definitiva indiferentes en materia religiosa. Aquí se hace patente la diferencia existente entre reli­gión propiamente dicha y religión como profesión de fe colectiva dirigida al medio ambiente.

De manera, pues, que el pertenecer a una re­ligión es, según el caso, asunto no tanto religioso sino más bien social, y como tal no contribuye nada a la constitución de la individualidad. Ésta depende exclusivamente de la relación del indivi­duo con una instancia extraterrena, cuyo criterio no es la profesión de fe de labios afuera, sino el hecho psicológico de hallarse la vida del indivi­duo efectivamente condicionada no sólo por el yo y sus pareceres, o por factores determinantes sociales, sino, en igual medida, por una autoridad trascendente. No son normas morales, por muy elevadas que sean, ni profesiones de fe, por más que ortodoxas, las que constituyen el fundamen­to de la autonomía y libertad del individuo; es única y exclusivamente la conciencia empírica, esto es, la vivencia inequívoca de una personalísima relación mutua entre el hombre y una ins­tancia extramundana opuesta al "mundo y su razón".

Esta formulación no agradará ni a quién se sienta hombre-masa ni al hombre de la religión transaccional, seglarizada. Para el primero, la ra­zón de Estado es el principio supremo del pen­samiento y de la acción; ésta es la noción que le ha sido inculcada, y es así que a su entender el individuo sólo en cuanto función del Estado tie­ne razón de ser. Por su parte, el segundo, si bien concede al Estado un derecho moral y de hecho, sostiene que no sólo el hombre sino también el Estado puesto por encima del hombre está suje­to al imperio de Dios y que en caso de duda la decisión suprema debe corresponder a éste, y no a la razón de Estado. Como no pretendo abrir juicio en materia metafísica, me abstengo de opi­nar sobre la cuestión de si el mundo, esto es, el mundo exterior, humano, y por ende la natura­leza toda, es o no antagónico a Dios. Sólo señala­ré que el antagonismo psicológico entre las dos esferas vivenciales no sólo está atestiguado ya en el Nuevo Testamento, sino que todavía en los tiempos presentes se pone de manifiesto en la ac­titud negativa de los regímenes dictatoriales hacia la religión y de la Iglesia hacia el ateísmo y el materialismo.

Así como el hombre, ser social, a la larga no puede vivir al margen de la sociedad, el individuo halla su verdadera razón de ser y su autonomía espiritual y moral únicamente en un principio extramundano capaz de introducir relatividad en la gravitación abrumadora de los factores exter­nos. El individuo no enraizado en Dios no está en condiciones de resistir el poder físico y moral del mundo por virtud de su postura personal. Para eso, el hombre ha menester la evidencia de su experiencia interior, trascendente, sin la cual se convierte irremisiblemente en hombre-masa. La mera comprobación intelectual, o moral, del embrutecimiento y falta de responsabilidad mo­ral que caracterizan al hombre-masa es negativa y por desgracia no significa más que un vacilar en el camino que desemboca en la atomización del individuo, es tan sólo racional y por ende carece de la fuerza de la convicción religiosa. Frente a la razón del ciudadano, el Estado dicta­torial tiene la ventaja de haber absorbido con el individuo sus fuerzas religiosas. El Estado ha to­mado el lugar de Dios; es así que, desde este punto de vista, las dictaduras socialistas son reli­giones y la esclavitud de Estado viene a ser una especie de culto. Es verdad que semejante tras­lado y desnaturalización de la función religiosa no pueden operarse sin suscitar íntimas dudas; las cuales son reprimidas prestamente, empero, para evitar el conflicto con la tendencia predominan­te al hombre-masa. De ello resulta, como siempre en tal situación, una sobrecompensación: el fanatismo, el cual a su vez llega a ser un poderosísimo factor de represión y exterminio de toda oposi­ción. La opinión independiente es ahogada y se aplasta brutalmente la voz de la conciencia, en­tendiéndose que el fin justifica todos los medios, aun los más responsables. La razón de Estado queda exaltada a la categoría de credo, el conduc­tor, el jefe del Estado, al rango de semidiós que está más allá del bien y el mal, y el adicto, al de héroe, mártir, apóstol y misionero. No hay más que una verdad, que es sacrosanta y está más allá de toda crítica. El que fuera de ella albergue en su mente otro pensamiento es un hereje, a quien, como lo prueban casos famosos, espera nada bueno. Sólo el que detenta el poder estatal puede interpretar auténticamente la doctrina de Estado, y así lo hace a su antojo.

Cuando el individuo se convierte en hombre-masa, pasando a ser una unidad social de tantas, y el Estado se erige en principio supremo, como lógica consecuencia también la función religiosa del hombre es arrastrada a esta vorágine. La re­ligión, en cuanto cuidadosa observación y consi­deración de ciertos factores invisibles e incon­trolables, es una actitud instintiva privativa del hombre, cuyas manifestaciones se comprueban a través de toda la historia del espíritu humano. Atiende ella evidentemente a la finalidad de mantener el equilibrio psíquico, pues el hombre natural sabe de manera natural que su función consciente en cualquier momento puede ser in­terferida por factores incontrolables, tanto de fuera como de dentro. Por eso, desde siempre él se ha preocupado por salvaguardar sus resoluciones mayormente importantes por medidas ade­cuadas de índole religiosa. Se sacrifica a las po­tencias invisibles, se pronuncian fórmulas má­gicas y se ejecutan otros actos rituales. En todos los tiempos, y en todas partes, ha habido rites d' entrée et de sortie, combatidos como magia y superstición por los racionalistas que no piensan en términos psicológicos. La magia es primordialmente un efecto psicológico, cuya significa­ción no debe ser subestimada. La ejecución de un acto "mágico" da al hombre una sensación de se­guridad que facilita la decisión. Necesita ésta de dicha sensación, por cuanto tiene algo de unila­teral y por ende, con razón, es sentida expuesta a interferencia. Hasta el dictador se ve obligado no sólo a acompañar de amenazas sus actos de go­bierno, sino a ponerlos en escena aparatosamente. La música marcial, las banderas, los transparentes, los desfiles y las concentraciones en principio no se diferencian de las procesiones de rogativas, los cañonazos y los fuegos artificiales destina­dos a ahuyentar a los demonios. Sólo que la exhibición sugestiva del poderío estatal genera una sensación de seguridad colectiva, la cual, a diferencia de las nociones religiosas, no protege al individuo contra los demonios que lleva den­tro; razón por la cual se aferrará aún más al po­derío estatal, esto es, a la masa, con lo que al sometimiento social se añade la entrega psíquica. Al igual de las Iglesias, el Estado exige fervor, devoción y amor; y si las religiones demandan o presuponen temor de Dios, el Estado dictatorial cuida del necesario terror.

Al dirigir su ataque principalmente al efecto mágico que la tradición atribuye al rito, el racio­nalista en realidad erra el blanco; pues pasa por alto lo primordial, el efecto psicológico —aun­que lo cierto es que ambos se valen precisamente de este efecto, claro que para fines opuestos—. Parecida situación existe en lo que respecta a las nociones acerca de la meta:  la meta religiosa, liberación del mal, reconciliación con Dios y recompensa en el más allá, se transforma en las promesas terrenas de liberación de la lucha por la existencia, distribución equitativa de los bie­nes materiales, futuro bienestar general y reduc­ción de la jornada de trabajo. El hecho de ser hoy por hoy la materialización de todas estas promesas tan invisible como el Paraíso añade una analogía más y viene a confirmar la conversión en masa de la creencia en una meta extramundana  del destino humano a un evangelio ex­clusivamente  terrenal,  que   es  predicado  a  la humanidad con no menor unción religiosa y ex­clusivismo que lo hacen las religiones en sentido opuesto.

Para no incurrir en superfinas repeticiones, me abstendré de enumerar otra vez todos los parale­los existentes entre el credo extramundano y el evangelio terrenal, limitándome a hacer hincapié en que una antigua función natural como es la religiosa no puede ser eliminada por la crítica racionalista. Se puede con ella presentar como imposibles y poner en ridículo contenidos doc­trinarios del culto, pero tales métodos erran el blanco, no hacen impacto en la función religio­sa que es la base de los cultos. La religión, esto es, la cuidadosa consideración de los factores irracionales del alma humana y del destino indi­vidual, reaparece —desfigurada del modo más abominable— en la divinización del Estado y del dictador: "naturam expellas furca tamen usque recurret" (la naturaleza siempre volverá, así la expulses a golpes de horquilla de estercolero). Los caudillos y los dictadores, evaluando correc­tamente la situación, tratan de encubrir el para­lelo harto patente con el endiosamiento del César y de ocultar su omnipotencia efectiva tras la fic­ción del Estado, con lo que la situación no cam­bia fundamentalmente, empero.

Como ya he consignado más arriba, el Estado dictatorial, encima de haber convertido al indi­viduo en un ser desamparado, psíquicamente lo ha dejado en el aire, despojándolo del fundamen­to metafísico de su existencia. La responsabilidad moral del individuo ya no cuenta; sólo cuenta el movimiento ciego de la masa sugestionada, y la mentira ha llegado a ser el principio propiamente dicho de la acción política. El Estado ha llevado esto hasta sus últimas consecuencias, como lo prueba de manera concluyente la existencia de millones y más millones de esclavos del Estado privados de todos sus derechos.

Tanto el Estado dictatorial como el culto subraya muy especialmente la idea de comunidad. Ésta es el ideal propiamente dicho del "comu­nismo", siendo impuesta al pueblo con un rigor que resulta contraproducente, generando recelo separador. En el bando opuesto es la Iglesia, no menos subrayada, el ideal de comunidad, y allí donde ella es notoriamente débil, como en el pro­testantismo, la esperanza o fe en una "experiencia de comunidad" compensa la agudamente sentida falta de cohesión. Como se echa de ver fácil­mente, la "comunidad" es un recurso indispen­sable para la organización de masas y, por lo tanto, una espada de dos filos. Así como la suma de ceros jamás da uno, el valor de una comuni­dad corresponde al promedio intelectual y moral de los individuos agrupados en ella. Es así que de la comunidad no puede esperarse un efecto superior al de la sugestión colectiva, un cambio verdadero y fundamental de los individuos, ni para bien ni para mal. Tales efectos sólo cabe esperarlos del diálogo individual de hombre a hombre, pero no de bautismos colectivos, ya sean de carácter comunista o cristiano, que no tocan a la interioridad del individuo. Lo superficial que es, en definitiva, el efecto de la propaganda en favor de la comunidad queda demostrado por los acontecimientos de nuestro tiempo. El ideal de comunidad pasa por alto lo fundamental, el individuo, el que al final presentará sus demandas.

LA  POSICIÓN DE OCCIDENTE ANTE LA    CUESTIÓN    DE    LA    RELIGIÓN

Frente a esta evolución que se opera en el si­glo xx de nuestra era, el mundo occidental, con la herencia del derecho romano, el tesoro de la ética judeo-cristiana de base metafísica y el ideal de los eternos derechos humanos, se pregunta angustiado: ¿cómo hacer para desbaratar, o si­quiera detener, esta evolución? El tildar de uto­pía la dictadura social y calificar de insensatos sus principios económicos es fútil, y hasta es incorrecto, por cuanto, en primer lugar, el Oc­cidente, erigido en juez, no tiene otro interlo­cutor que a sí mismo y sus argumentos no son escuchados detrás de la Cortina de Hierro, y en segundo lugar, porque pueden aplicarse cualesquier principios económicos si se aceptan los sa­crificios que su aplicación ocasiona. Nada obsta a llevar a cabo cualquier reforma social o eco­nómica si se deja morirse de hambre a tres mi­llones de campesinos o si se dispone de algunos millones de brazos gratuitos. Un Estado de esta índole no tiene por qué temer crisis sociales ni económicas; mientras el poder estatal permanez­ca intacto, esto es, mientras exista una disciplina­da y bien alimentada fuerza policial, tal régimen puede mantenerse por tiempo indefinido y hasta acrecentar indefinidamente su poderío. Puede, para mantenerse en condiciones de competir, aumentar a su antojo, en la medida del excedente de nacimientos, su plantel de mano de obra no remunerada, sin necesidad de tomar en cuenta el mercado mundial que en alto grado depende de los salarios. Sólo desde fuera, por agresión a mano armada, puede por lo pronto amenazarlo un verdadero peligro. Mas esta amenaza se ami­nora de año en año, de un lado porque el poten­cial bélico de los Estados dictatoriales va en cons­tante aumento, y del otro, porque el Oeste no puede arriesgarse a despertar por un ataque de nacionalismo y chauvinismo latente de los rusos o los chinos, con lo que llevaría su empresa bien intencionada a una fatal vía falsa.

Parecería, pues, no existir otra posibilidad que minar por dentro el poder estatal, lo que sin embargo debe quedar librado en un todo a la evolución interna. Por lo pronto, siquiera en vista de las medidas de seguridad existentes y el peligro de reacciones nacionalistas, un apoyo desde fuera es ilusorio. En el exterior, el Estado absoluto tiene a su disposición un ejército de fanáticos misioneros. Y éstos pueden contar con una quinta columna organizada a favor del culto del Derecho que practican los Estados occiden­tales. Además, las comunidades de fieles, que en muchas partes son vastas, significan un debilita­miento apreciable de la voluntad estatal. Por otra parte, una propaganda similar de parte de Occi­dente no da resultados concretos, tangibles; aun­que cabe presumir que existe cierta oposición en las masas del Este. Nunca faltan hombres íntegros y valientes que aborrecen la mentira y la barbarie; pero no podemos apreciar si bajo el régimen policial ejercen una influencia decisiva sobre las masas.

Ante esta situación, en Occidente se formula siempre de nuevo la pregunta: ¿qué hacer frente a esta amenaza? Es cierto que el mundo occiden­tal cuenta con un considerable poderío econó­mico y un nada despreciable potencial defensivo, pero no es menos cierto que ni aún los mejores cañones, ni la más poderosa industria, con el re­lativamente alto nivel de vida que ella posibilita, pueden impedir la infección psíquica por fana­tismos religiosos. La gente siempre está desconten­ta; y aunque todos los obreros tengan auto pro­pio, no faltarán los que igual se sientan frustrados proletarios porque otros tienen dos coches, y un cuarto de baño más.

Desgraciadamente, en Occidente todavía no se comprende que nuestro llamado al idealismo y a la cordura y otras virtudes deseables cae en el vacío, aunque sea formulado con vibrante en­tusiasmo. No es más que un leve soplo frente al huracán de la fe religiosa, por muy distorsio­nada que pueda parecemos ésta. No estamos ante una situación que pueda ser superada por el ra­zonamiento o por consideraciones de índole mo­ral, sino ante el desbordamiento —sustentado por el espíritu de la época— de fuerzas y nociones emocionales sobre las cuales ya se sabe que no puede influirse mayormente ni por la argumen­tación razonada ni por la exhortación moral. Es verdad que muchos se percatan de que el antí­doto, en este caso, debería consistir en otra fe no menos ardiente de índole distinta, no-materia­lista, y de que una postura religiosa en ella fun­dada sería la única protección eficaz contra el peligro de infección psíquica. Pero el modo con­dicional que en esta conexión casi siempre se em­plea sugiere debilidad, cuando no falta, de la convicción deseable. No sólo no se da en el mun­do occidental tal fe común capaz de poner dique a una ideología fanática; el Oeste, cuna de la filosofía marxista, hasta se vale de las mismas premisas espirituales, de los mismos argumentos y objetivos, que aquélla. El que en el Oeste las Iglesias, en general, gocen de plena libertad no quiere decir que allí los templos estén más con­curridos que en el Este. No influyen percepti­blemente sobre la política en su conjunto: es que la religión en cuanto institución pública tie­ne la desventaja de servir a dos amos; por un lado, hace derivar su existencia de la relación del hombre con Dios, y por el otro, tiene que cum­plir con el Estado, esto es, con el mundo, para lo cual puede invocar las palabras: "Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios" y otras exhortaciones del Nuevo Testamento. Es así que en los tiempos primitivos, y aun hasta relativamente pocas décadas atrás, se reconocía a la "autoridad instituida por Dios", noción hoy descartada. Las Iglesias representan credos con­vencionales y colectivos que en el caso de mu­chísimos de sus adeptos ya no se basan en absoluto en experiencia interior propia, sino en una fe maquinal, la cual, es bien sabido, uno pierde fácilmente en cuanto se ponga a reflexionar so­bre ella; pues entonces el contenido de la fe choca con el saber y notoriamente la irraciona­lidad de aquél muchas veces no resiste la racio­nalidad de éste. Es que la fe maquinal no suple adecuadamente la experiencia interior; y faltan­do ésta, aun la fe ardiente, milagrosamente de­parada como donum gratiae, es susceptible de esfumarse no menos milagrosamente. Es verdad que se señala la fe como la experiencia religiosa propiamente dicha; lo que pasa es que no se tiene presente que ella es, en rigor, un fenómeno se­cundario, basado en el hecho primario de que a uno le ha sucedido algo que le infunde pistis, esto es, confianza y devoción. Esta experiencia tiene un determinado contenido, el que puede ser interpretado en el sentido del credo conven­cional. Ahora bien, en cuanto mayor grado acon­tece así, tanto más frecuentes son las posibilida­des de conflicto, en sí sin objeto, con el saber científico. El caso es que la concepción religiosa convencional es antigua, está informada por un fácil simbolismo mitológicamente determinado que de ser tomado al pie de la letra choca peno­samente con la ciencia. Si la doctrina de la resu­rrección de Jesucristo, verbigracia, ha de enten­derse, no al pie de la letra, sino simbólicamente, caben distintas interpretaciones de ella, que no chocan con la ciencia ni tampoco afectan al sen­tido de la doctrina. La objeción de que si ésta es tomada simbólicamente, se destruye la espe­ranza del cristianismo en su inmortalidad no vale, pues ya mucho antes del advenimiento de la era cristiana la humanidad creía en la vida de ultra­tumba y por lo tanto no había menester el acon­tecimiento pascual como garantía de la inmorta­lidad. Es hoy más grave que nunca el peligro de que a causa de su demasía de mitología tomada en sentido literal el credo de repente sea recha­zado radicalmente. ¿No es hora de que, en vez de eliminar los mitologemas cristianos, se los tome simbólicamente?

Hoy por hoy no pueden predecirse las conse­cuencias que se podrían producir si la generali­dad de las personas cobrara conciencia del para­lelismo fatal que existe entre la religión oficial cristiana y la marxista. Desgraciadamente, la pre­tensión absolutista de la Civitas Dei encarnada por hombres es harto parecida a la "divinidad" del Estado y la conclusión moral que saca Igna­cio de Loyola de la potestad de la Iglesia ("el fin justifica los medios") anticipa harto peligrosamen­te la mentira considerada como instrumento po­lítico del Estado. Además, ambas postulan por igual una fe incondicional, con lo que cercenan la libertad del ser humano, la primera la libertad ante Dios y la segunda la libertad ante el Estado, lo cual significa el fin del individuo. La existen­cia de por sí precaria de este único exponente inmediato conocido de la vida se halla así ame­nazada en ambos campos, por más que en uno se le prometa una vida ideal de orden espiritual y en el otro una de orden material —¿y cuántos pueden a la larga resistir la sensatez de aquello de que más vale pájaro en la mano que buitre volando?—. Agrégase a ello que, como he señalado más arriba, al igual de la religión oficial del Este, el Oeste rinde culto a una concepción general "científica" y liberal, con su tendencia estadís­tica a la nivelación y su orientación materialista. ¿Qué puede, pues, ofrecer, el Oeste, desga­rrado en el orden político y en el religioso, al amenazado individuo moderno? Desgraciadamen­te, nada más que una multitud de caminos que convergen todos hacia una meta que ya apenas puede distinguirse del ideal marxista. No hace falta, en verdad, ser muy perspicaz para perca­tarse de dónde le viene a la ideología comunista su firme convicción de que el tiempo trabaja en favor de ella y que el mundo está a punto para la conversión. En este respecto, los hechos ha­blan un lenguaje harto elocuente. De nada le sirve al Oeste cerrar los ojos a esta realidad y negarse a admitir su fatal vulnerabilidad. Quien haya aprendido a someterse incondicionalmente a un credo colectivo y, así, a enajenar el eterno derecho de su libertad v el igualmente eterno deber de su responsabilidad individual, prendido a esta su actitud podrá también, con idéntica fe y falta de sentido crítico, tomar el rumbo opuesto cuando se dé a su supuesto idealismo la base de otra convicción acaso en apariencia "mejor". ¡Véase, si no, lo que no hace mucho sucedió hasta a un pueblo civilizado europeo! Ciertamen­te, se reprocha a los alemanes haberlo olvidado ya; sin embargo, quién sabe si tales cosas no po­drían suceder en otras partes también. No ten­dría nada de extraño que así ocurriera, esto es, que alguna otra nación civilizada sucumbiera in­fectada por una convicción tan unitaria cuan unilateral. Permítaseme preguntar cuáles son los países que tienen los partidos comunistas más poderosos. Los Estados Unidos, que —quae mutatio rerum— constituyen propiamente la co­lumna vertebral política de Europa Occidental, parecen inmunes por virtud de su neta posición opuesta; sin embargo, precisamente ellos corren acaso aún mayor peligro que Europa, por cuan­to allí, más que en ninguna otra parte, la ilus­tración y la educación están condicionadas por el enfoque de la ciencia de la naturaleza, con sus verdades estadísticas, y la población por lo hete­rogénea experimenta cierta dificultad en arrai­gar en un suelo ahistórico. La ilustración histórico-humanista, no obstante ser particularmente necesaria en tales circunstancias, se halla rele­gada en los Estados Unidos. Europa sí cuenta con todo esto de que carece la Unión Norteame­ricana; pero hace uso de ello en detrimento propio, en forma de egoísmos nacionalistas y excepticismo paralizador. Común a ambas es la orientación materialista y colectivista, y tanto a la una como a la otra le falta lo que exprese y abar­que al hombre entero, esto es, lo que sitúe al indi­viduo en el centro como medida de todas las cosas. Esta sola idea suscita por doquier vehementí­sima duda y resistencia. Casi me aventuraría a afirmar que la convicción de que el individuo vale menos que la masa es la única verdadera­mente general c incondicional. Se dice, cierta­mente, que el mundo moderno es el mundo del hombre, que éste es dueño del aire, del agua y de la tierra y que el destino histórico de los pue­blos depende de ellos mismos. Por desgracia, tan soberbio cuadro de la grandeza humana es pura ilusión, se halla anulado por una realidad bien distinta. En esta realidad, el hombre es es­clavo y víctima de las máquinas que para él con­quistan el espacio y el tiempo; lo sojuzga y ame­naza el poder de su técnica bélica llamada a defender y proteger su existencia física; y en lo que respecta a su libertad espiritual v moral, en una parte de su mundo está garantizada en la medida de las posibilidades, pero amenazada por caótica desorientación, y en la parte restante está destruida del todo. Por añadidura —para que a la tragedia no le falte su toque de come­dia— este mismo amo de las fuerzas de la natu­raleza, este mismo arbitro de todos los destinos cultiva nociones que presentan su dignidad como indignidad y su autonomía como ridiculez. To­dos sus logros y posesiones, lejos de engrande­cerlo, lo empequeñecen, como lo demuestra con meridiana claridad la suerte del obrero bajo el imperio de la distribución "equitativa" de los bienes: por su participación en la fábrica paga el precio de la pérdida de bienes personales, su li­bertad de movimientos la trueca por el encade­namiento al lugar de trabajo, no tiene otra po­sibilidad de mejorar su situación que dejarse explotar por agotador trabajo a destajo, y en caso de tener pretensiones espirituales se le in­culcan dogmas políticos, eventualmente con el aditamiento de cierta enseñanza técnica. Claro está que eso de tener asegurado alojamiento y comida diaria no es poca cosa cuando los más indispensables medios de subsistencia pueden ser cortados de un día para otro.

LA  AUTOCOMPRENSION   DEL  INDIVIDUO

Es sorprendente que el hombre, palmario ori­gen, hacedor y exponente de esas evoluciones, autor de todos los juicios y decisiones y planificador del porvenir, haya de reducirse a sí mismo a la condición de quantité négligeable. La con­tradicción —la valoración paradojal de la esen­cia humana por el hombre mismo— es, en efecto, cosa harto extraña v su única explicación parece residir en una insólita inseguridad del juicio: en una palabra, el hombre es un enigma para sí mismo. Ciertamente, se comprende que lo sea, por cuanto carece de las posibilidades de compa­ración necesarias para alcanzar el conocimiento de sí mismo. Si bien en materia anatómica y fi­siológica sabe diferenciarse de los demás animalia, como ser consciente, pensante v dotado de habla está desprovisto de todo criterio de autoapreciación. Es en este planeta un ser único que no puede ser comparado con nada parecido. La posibilidad de comparación y, así, de auto-conocimiento sólo se daría si pudiésemos entrar en contacto con seres antropoides de otros as­tros. Mientras tal cosa no ocurra, la humanidad parece un ermitaño que sabe que desde el punto de vista de la anatomía comparada pertenece a la especie de los antropoides pero en lo que respecta a lo psíquico, según todas las apariencias, se dife­rencia sobremanera de sus parientes. Justamente por lo que se refiere a la característica más im­portante de su especie el hombre no puede cono­cerse y por consiguiente es y sigue siendo un mis­terio para sí mismo. Las pequeñas diferencias en más y en menos existentes dentro de la propia especie no revisten mayor importancia en com­paración   con  las  posibilidades  de  autoconocimiento que ofrecería el encuentro con seres de estructura   parecida   pero   de   origen  diferente. Nuestra psiquis, principal factor determinante de todos los cambios históricos impresos a la faz de nuestro planeta por la mano del hombre, es hoy por hoy un enigma indescifrable y un misterioso portento, o dicho en otros términos, objeto de continuada perplejidad; la cual propiedad com­parte ella con todos los misterios de la naturaleza, es verdad. Ciertamente, por lo que se refiere a esos misterios, abrigamos la esperanza de lograr aún muchos descubrimientos y de  alcanzar a resolver los más arduos enigmas; en lo que res­pecta a la psiquis y a la psicología, en cambio, parece existir una extraña hesitación.  No sólo es la psicología, como ciencia empírica, de muy reciente data, sino que tiene que pugnar siquiera por llegar hasta su objeto propiamente dicho. Así como nuestra concepción del universo tuvo que librarse  del  prejuicio  de  que  la  Tierra era el centro  del  Cosmos,  han  tenido  que  realizarse arduos esfuerzos de carácter casi revolucionario por arrancar la psicología, por lo pronto, de la esfera de las nociones mitológicas, y después, del prejuicio de que ella era, de un lado, un mero epifenómeno de un proceso bioquímico en el ce­rebro, y del otro, un asunto puramente personal. Aun cuando la conexión con el cerebro no prue­ba en modo alguno que la psiquis sea un epife­nómeno, un fenómeno secundario, determinado por procesos bioquímicos en el substrato, es bien sabido que la función psíquica puede ser pertur­bada en alto grado por procesos cerebrales ve-rificables. Tan patente es esto que parece casi inevitable inferir aquel carácter de la psiquis. Sin embargo, los fenómenos parapsicológicos im­ponen cautela, pues sugieren una relativización del tiempo y espacio por factores psicológicos que ponen en tela de juicio aquella explicación un tanto precipitada e ingenua del paralelismo psicofísico. En apoyo de ella se niega lisa y lla­namente validez a las experiencias de la parapsi­cología, sea por razones ideológicas o por inercia mental; proceder éste que de ninguna manera puede justificarse desde el punto de vista cientí­fico, aun cuando es una manera popular de za­farse cuando una dificultad extraordinaria se le presenta a la mente humana. La apreciación del fenómeno psíquico exige que se tomen en con­sideración todos los fenómenos pertinentes, de manera, pues, que ya no puede ser cuestión de una psicología general que excluya la existencia del inconsciente, esto es, la parapsicología.

La estructura y fisiología del cerebro no per­miten explicar el fenómeno de la conciencia. La psiquis se distingue por una peculiaridad que no puede ser reducida ni a nada diferente ni a nada parecido. Al igual que la fisiología, ella constituye una esfera relativamente cerrada de la ex­periencia; esfera que reviste una significación muy popular como asiento de una de las dos premisas del Ser: el fenómeno de la conciencia. Sin ésta, virtualmente no es factible el mundo, el cual sólo existe como tal en cuanto reflejado y enunciado conscientemente por una psiquis. La conciencia es una premisa del Ser. La psiquis ad­quiere, así, categoría de principio cósmico en vir­tud de la cual queda —filosóficamente y de he­cho— equiparada al principio del ser físico. La conciencia se da en el individuo, el que no ela­bora la psiquis, sino que, a la inversa, es preformado por ella y conducido a la conciencia que paulatinamente se desarrolla en la infancia. La psiquis tiene, pues, una dominante significación empírica, la cual es compartida por el individuo que es la única apariencia sensible de la psiquis. Es preciso recalcar esto, toda vez que, por un lado, el alma individual en razón de su individua­lidad constituye una excepción a la regla de base estadística y por ende en la consideración cien­tífica es despojada por nivelación estadística de uno de sus primordiales rasgos distintivos, y por el otro, las religiones convencionales sólo le re­conocen validez en tanto que profesa el dogma respectivo, esto es, se somete a una categoría co­lectiva. En uno y otro caso la pretensión a indi­vidualidad pasa por porfía egocéntrica; la ciencia la repudia como subjetivismo y las Iglesias la tildan de herejía y de soberbia mental. En cuanto a este último caso, no debe pasarse por alto que, a diferencia de otras religiones, precisamente el cristianismo predica un símbolo que tiene por contenido la vida individual de un hombre e hijo de hombre y que hasta entiende dicha indi­viduación como encarnación y revelación de Dios mismo. Con ello, el llegar el hombre a ser él mismo cobra una significación que aún no habrá sido apreciada en su alcance cabal. Es que abundan tanto las cosas externas que bloquean la inmediata experiencia interior. Si no fuese porque son muchos los que en lo más íntimo anhelan la autonomía del individuo, éste difícil­mente podría sobrevivir espiritual y moralmente a la represión colectiva.

Mas todos esos obstáculos que dificultan la apreciación adecuada del alma humana no signi­fican gran cosa al lado de un hecho singular que merece ser destacado. Se trata de la comproba­ción —reservada principalmente al médico— de que la postergación de la psiquis y otras resisten­cias contra la exploración psicológica reconocen como causa en amplia medida el miedo, y aun el terror pánico, a los posibles descubrimientos en la esfera del inconsciente. Tales temores se dan no sólo en aquellos que asusta el cuadro freudiano del inconsciente, sino incluso en el propio autor del "psicoanálisis", quien para ha­cerme ver la necesidad de erigir en dogma su teoría sexual alegó que esta teoría era la única defensa de la razón contra la posible "irrupción de la tenebrosa marea del ocultismo". Con estas palabras, Freud expresaba su convicción —y no se equivocaba— de que el inconsciente compren­día aún muchas cosas susceptibles de dar lugar a interpretaciones "ocultistas". Se trata de los "resabios arcaicos", esto es, de las formas arquetípicas, consecuencia y expresión de instintos, que tienen algo de numinoso, susceptible de in­fundir miedo. Son inextirpables, puesto que cons­tituyen el fundamento imprescindible de la psiquis misma. No son accesibles por vía intelectual, y destruida una manifestación de ellas reapare­cen bajo otra forma. Este miedo a la psiquis in­consciente es lo que pone los obstáculos más graves, no sólo en el camino del conocimiento de sí mismo, sino también en el de la compren­sión y difusión de la exploración psicológica. Frecuentemente el miedo es tan grande que ni ante sí mismo se lo puede admitir. He aquí un interrogante que debiera ser meditado seriamente por todo hombre religioso; bien pudiera ser que se le sugiriera una respuesta iluminadora.

Una psicología científica naturalmente debe proceder por abstracción, esto es, alejarse de su objeto concreto hasta donde sea posible sin per­derlo de vista. De ahí que la psicología de labo­ratorio a menudo proporcione datos singular­mente estériles y desprovistos de interés desde el punto de vista práctico y general. En cambio, en cuanto mayor grado se ciña el enfoque al objeto individual, tanto más positivo, práctico y amplio es el conocimiento que de él se extrae. Claro está que como efecto concomitante de ello los objetos de la exploración se complican y la inseguridad de los factores individuales aumenta proporcionalmente a su número, quiere decir que aumenta la posibilidad de error. Como es natural, la psicología académica retrocede ante este ries­go y prefiere a las situaciones complejas planteos más simples, lo cual puede hacer impunemente.

Puede ella seleccionar a voluntad las preguntas que formular a la naturaleza.

La psicología médica, por su parte, no se ha­lla en absoluto en esta situación más o menos envidiable. Aquí es el objeto el que interroga y el experimentador,  el médico,  se  encuentra frente a situaciones que no ha seleccionado y que, probablemente, no seleccionaría si le fuese dable elegir. La enfermedad, el enfermo, hace las preguntas decisivas, quiere decir, la natura­leza experimenta con el médico esperando su respuesta.  La singularidad  del individuo y lo único de su situación lo confortan y le exigen respuesta. Su obligación como médico lo fuerza a explorar y apreciar la situación compleja, cua­jada de factores de inseguridad, de su paciente. Así lo hará, por lo pronto, sobre la base de prin­cipios fundados en la experiencia general; pero acaso no tarde en darse cuenta de que los prin­cipios de tal índole ni expresan ni definen ade­cuadamente  la  situación  dada;   que   conforme ahonda en ella los enunciados generales pierden su significación. Mas éstos son el criterio y fun­damento del conocimiento objetivo. Lo que tan­to el paciente como el médico tiene por "com­prensión" tiene el efecto de subjetivar más y más la situación. Lo que inicialmente ha sido una ventaja, amenaza tornarse en peligrosa desven­taja. La subjetivación (o dicho en la terminolo­gía técnica: la transferencia y contratransferen­cia)   trae   aparejado   el   aislamiento  del  medio ambiente, esto es, un quebranto social, que es indeseable, pero que se produce en todos los ca­sos en que la comprensión predomina sobre el conocimiento. Conforme se profundiza la com­prensión, aumenta la distancia entre ella y el conocimiento. La comprensión ideal sería iden­tificación, sin conocimiento, con el sujeto, ca­racterizada por plena subjetividad y falta de responsabilidad social. Por cierto que tamaña comprensión no es factible, por cuanto supon­dría la mutua asimilación de dos individuos dis­tintos. Tarde o temprano la relación llega al punto donde uno de los dos se vería obligado a sacrificar su propia individualidad para dejarse asimilar por la del otro, y ante esta consecuencia ineludible se quiebra la comprensión, que presu­pone la preservación integral de ambas indivi­dualidades. Conviene, pues, llevar la compren­sión del otro sólo hasta el punto donde la comprensión y el conocimiento se equilibran, toda vez que la comprensión a cualquier precio perjudica a los dos.

Este problema se plantea siempre que se trata de comprender y conocer situaciones complejas e individuales. Tal es precisamente el cometido específico del psicólogo. Naturalmente sería tam­bién el del directeur de conscience dedicado a la cura de almas, si no fuese porque inevitable­mente en el punto decisivo debe aplicar el cri­terio de su premisa religiosa, quiere decir que el fuero individual es cercenado, muchas veces en forma penosa, por un prejuicio colectivo; con­secuencia ésta que únicamente deja de producirse en el caso de que el símbolo dogmático, verbi­gracia la ejemplaridad de la vida de Jesús, sea entendido concretamente y el individuo lo tenga por adecuado. Dejo a otros el discernir hasta qué punto se da este caso en nuestro mundo presente.

Sea ello como fuere, lo cierto es que el mé­dico muy frecuentemente tiene que habérselas con pacientes para quienes la barrera religiosa significa poco o nada. Su cometido profesional lo obliga, pues, a presuponer lo menos posible. Asimismo, respetará las convicciones y asevera­ciones metafísicas, esto es, no verificables, si bien se cuidará de asignarles validez general. Corresponde esta actitud cautelosa porque los rasgos individuales de la personalidad no deben ser torcidos por ingerencias de fuera. El médico debe dejar esto a cargo de las influencias del me­dio ambiente, de la evolución interior y, en el sentido más lato, del destino y su decisión, sabia o no.

Tal vez parezca exagerada tanta cautela. Sin embargo, en vista del hecho de que en el pro­ceso dialéctico del encuentro y enfrentamiento de dos individuos, aunque se extreme la discreta reserva, no dejan de cualquier forma de produ­cirse influjos e incidencias, el médico consciente de su responsabilidad se abstendrá de aumentar innecesariamente el número de factores colecti­vos de que ya habrá caído víctima su paciente. Además, sabe perfectamente que cualquier con­sejo, por sano que fuera, provocaría la resistencia ya abierta o solapada del paciente, comprome­tiendo sin necesidad el éxito del tratamiento. Hoy día, la situación psíquica del individuo se halla tan amenazada por la propaganda, la publi­cidad y otras sugerencias y consejos más o menos bienintencionados, que siquiera por una vez ha de ofrecérsele al paciente una relación en que estén ausentes los "se debiera" repetidos hasta el hartazgo (y parecidas admisiones de impoten­cia). Frente al embate del mundo exterior, y en no menor grado frente a los dominantes efectos de esta presión en la psiquis del individuo, el médico se ve obligado a asumir, por lo pronto, el papel de abogado defensor. El temido desen­cadenamiento de impulsos anárquicos es una eventualidad las más de las veces exagerada, pues contra él existen ostensibles providencias preven­tivas, tanto internas como externas. Cabe men­cionar en primer término la natural cobardía de la mayoría de las personas, y en segundo térmi­no, la moralidad, el buen gusto y —last not least— el código penal. Ocurre, en contraste con aquel temor, que por lo común hasta cuesta mucho trabajo procurar la concienciación, cuan­to más la realización, de impulsos individuales. Y en los casos en que éstos efectivamente hayan llegado a perturbar el orden en un exceso de ím­petu e imprudencia, el médico tiene que prote­ger lo individual contra el torpe vapuleo a que lo exponen la estrechez de miras, la desaprensión y el cinismo del sujeto.

Ciertamente, en el ulterior curso del encuen­tro y enfrentamiento llegará tarde o temprano el momento en que se impondrá la valoración de los impulsos individuales. Para cuando llegue, el paciente debe adquirir suficiente capacidad de discernimiento para proceder de acuerdo con los dictados de su propio juicio, y no en ciega imi­tación de convenciones colectivas, ni aunque su propio parecer coincida con el parecer colectivo.

Si el individuo no se desenvuelve firmemente asentado en tal base propia, los llamados valores objetivos no redundan en su beneficio, por cuan­to en tal caso sólo le sirven para suplir su falta de carácter, contribuyendo así a reprimir la in­dividualidad. Por supuesto que la sociedad tiene el indiscutible derecho de protegerse contra el desbordamiento de subjetivismos, pero en cuan­to integrada por personas desindividualizadas se halla a merced de la acción de individualidades desaprensivas. Por más que estreche filas y se organice, es precisamente su unión estrecha y la consiguiente anulación de la persona indivi­dual lo que en particular la expone al peligro de caer en manos de cualquier individuo ávido de poder. La suma de un millón de ceros no da ni si­quiera uno. Todo depende, en último análisis, de las condiciones del individuo; pero la miopía fatal de nuestra época hace que sólo se piense en térmi­nos de números grandes y organizaciones multi­tudinarias, y lo que significa una masa bien disci­plinada en manos de un loco debiera a estas horas ser evidente para todo el mundo. Desgraciadamen­te, empero —y harto peligrosamente— la lección aún no ha sido aprendida en ninguna parte. Se si­gue organizando tan tranquilamente, con la con­vicción de la eficacia sin par de la acción multitudi­naria, sin percatarse en lo más mínimo de que las organizaciones más poderosas comportan un gra­vísimo riesgo para la moral. La inercia de la masa puesta en movimiento tiene que encarnar en la vo­luntad de un portavoz individual, el cual, llegado el caso, no retrocede ante nada, y su programa
tiene que consistir en nociones utópicas, acaso quiliásticas, que entran aun al más ignorante (¡a él precisamente!).

Cosa curiosa, ocasionalmente se da incluso el caso de Iglesias que se valen de la acción multi­tudinaria, sacando el Diablo con Belcebú — ¡las Iglesias, que prometen cuidar de la salvación del alma del individuo!—. Tampoco ellas parecen ha­berse enterado de la comprobación elemental de la psicología de las masas: que el individuo queda menoscabado moral y espiritualmente; y en con­secuencia no se ocupan lo suficientemente de su tarea propiamente dicha de ayudar al hombre individual a alcanzar —Dios mediante— la me-tanoia, esto es, la renovación en el espíritu. Por desgracia es harto evidente que si el individuo no está verdaderamente renovado en el espíritu tampoco puede estarlo la sociedad, por cuanto ella se compone de la suma de los individuos ne­cesitados de redención. Se me antoja, por lo tan­to, una obcecación el que las Iglesias, según parece, traten de traer al individuo a una orga­nización social y, de esta manera, llevarlo a un estado en que tiene las facultades mentales par­cialmente inhibidas; cuando, por el contrario, se debería elevarlo por encima de la masa obtusa, cuasi inconsciente, como el del cual se trata, y hacerle ver que la salud del mundo finca en la de su propia alma. Por cierto que el mitin, la gran concentración, le brinda tales nociones, y hasta trata de inculcárselas por los medios de la sugestión colectiva, con el triste resultado de que a muy corto plazo, pasada la embriaguez, el hombre-masa sucumbe ante otro slogan aun más sugestivo y presentado en forma aun más estri­dente. Su relación individual con Dios sería in­dudablemente una protección eficaz contra la influencia nefasta de la acción multitudinaria. ¿Por ventura Jesús atrajo a sus discípulos por mítines gigantescos? ¿Por ventura la comida a los cinco mil le proporcionó adeptos que está probado que más tarde no se sumaron al grito: ¡crucifícale!, siendo así que hasta Pedro, no obs­tante su explícita condición de elegido, flaqueó? ¿Y no son precisamente Pedro y Pablo los ar­quetipos del hombre que, en virtud de su expe­riencia interior individual, sigue rumbos propios y hace frente al mundo?

Claro está que, frente a este argumento, no debe pasarse por alto la realidad de la situación que enfrentan las Iglesias. Al intentar éstas plas­mar a la masa amorfa aunando a los individuos por los medios de la sugestión en una comunidad de fieles y asegurando la cohesión de tal organi­zación, no sólo realizan una gran obra social, sino que también brindan al individuo el bien inapreciable de una forma de vida plena de sen­tido. Mas éstos son obsequios que por lo común confirman,  no transforman. Por  desgracia los hechos se encargan de demostrar que la comu­nidad no transforma la interioridad de la perso­na. El medio ambiente no puede proporcionarle a ésta, a título de obsequio, lo que sólo al precio de esfuerzo y sufrimiento podría ella conseguir. Por  el  contrario,  precisamente,  una  sugestión ambiental favorable tiene el efecto de acentuar la peligrosa tendencia a esperarlo todo de fuera y a adquirir un barniz que aparenta algo que en realidad no se ha producido:  el barniz de una transformación efectiva, profunda, de la perso­na, que es lo que se impone en vista de los fenó­menos de masas que ya se están manifestando en el presente y aún mucho más ante los proble­mas de masas que se plantearán en el futuro. Hay cada vez más seres humanos en el mundo; las distancias se van acortando y el globo terrá­queo se contrae. Es hoy harto evidente lo que puede lograrse mediante organizaciones multitu­dinarias. Ya es hora de preguntarse qué es lo que se agrupa en tales organizaciones, esto es, cómo es el hombre, o sea el hombre real, y no el de las estadísticas: el individuo. Lo cual exige acaso recapacitar sobre los auténticos valores humanos. Como es natural, el movimiento multitudina­rio tiende a deslizarse por la pendiente del nú­mero grande: donde hay muchos, hay seguridad; lo que es creído por los muchos ha de ser cierto; lo que apetecen los muchos debe ser convenien­te, y aun necesario, y por lo tanto, bueno; en el impulso de los muchos está el poder de forzar el cumplimiento del deseo. Y lo más hermoso es el inefable retorno a la infancia: al dulce am­paro del hogar paterno, a la vida sin preocupa­ciones y sin responsabilidades; como se vela por uno desde arriba y hay solución a todo y están tomadas las providencias pertinentes para aten­der a todas las necesidades. Tan alejado de la realidad  está el  ensueño infantil  del  hombre-masa que en ningún momento se le ocurre pensar quién paga este paraíso. Se deja que la institu­ción superior corra con el gasto; y a ésta le conviene, toda vez que asumiendo esta tarea acre­cienta su poder, y cuanto más aumenta éste, tanto más débil e impotente se torna el individuo.

Donde quiera que semejante estado social ad­quiera proporciones, queda expedito el camino para el advenimiento de la tiranía y la libertad del individuo se trueca en servidumbre espiri­tual y material. Por lo mismo que toda tiranía es inmoral y no tiene escrúpulos, es mucho más desaprensiva en su modo de proceder que una institución que aún toma en consideración al in­dividuo. Si tal institución choca con un Estado de tal manera organizado, no tarda en sufrir las consecuencias de la desventaja que en el terreno práctico comporta su moralidad, viéndose forza­da a emplear, en lo posible, los mismos medios que aquél. De esta suerte el mal se propaga casi inevitablemente, aun en el supuesto de que pueda evitarse el contagio directo. Éste reviste extre­mada peligrosidad allí donde se decidan los nú­meros grandes y los valores estadísticos. Ocurre que tal situación se da en amplia medida en nues­tro mundo occidental. Día a día la prensa nos presenta, en una forma o en otra, la masa y su poder arrollador, quedando así demostrada la in­significancia del individuo de manera tan abru­madora que éste no puede por menos de aban­donar todas las esperanzas de ser atendido en alguna forma. De nada le sirve invocar los idea­les de libertad, igualdad y fraternidad, converti­dos en frase huera de tan trillados, toda vez que no puede dirigir esta invocación más que a sus verdugos, los representantes de la masa.

A la masa, organizada sólo puede oponer resis­tencia, quien en su individualidad esté organizado igual que la masa. Me doy plenamente cuenta de que la tesis que antecede ha de ser poco menos que ininteligible para el hombre del presente; como que éste ha perdido, mucho ha, la útil no­ción medieval según la cual el hombre es un mi­crocosmo, algo así como una copia en miniatura del gran Cosmos, a pesar de que debiera sugerír­sele la existencia de su psiquis que abarca y con­diciona el mundo. En efecto, el hombre, como ser psíquico, no sólo lleva grabada en su mente la imagen del macrocosmo sino que se lo elabo­ra, en proporciones cada vez más amplias. Lleva dentro de sí la correspondencia con el gran mun­do; por un lado, en virtud de la labor reflexiva de su conciencia, y por el otro, en razón de su ser instintivo ingénito, arquetípico, que lo liga a su medio. Por sus impulsos, no sólo está vincu­lado con el macrocosmo, sino que también está en cierto sentido desgarrado, por cuanto su ape­tencia lo lanza en las más diversas direcciones. Se halla, así, en constante contradicción consigo mismo y sólo en muy contados casos logra fijar a su vida una meta unitaria, por lo común al alto precio de la represión de otras fases de su ser. Ante un caso así, uno muchas veces se pregunta si vale la pena forzar tal unilateralidad, pues el estado natural de la psiquis humana consiste en una cierta oposición de sus componentes entre sí y disparidad de sus comportamientos, esto es, en una cierta disociación. Así, por lo menos, entiende el Lejano Oriente la vinculación con "las diez mil cosas". Estado semejante pide orden y síntesis. Del mismo modo que los movimientos que caóticamente se entrecruzan en la masa son encauzados por una voluntad dictatorial en una determinada dirección, el estado disociado del individuo tiene necesidad de un principio encau­zante y ordenador. El yo consciente quisiera asignar este papel a su propia voluntad, pasando por alto la existencia de poderosos factores in­conscientes que desbaratan su intento. Si ha de lograr la síntesis, debe antes compenetrarse de la naturaleza de dichos factores. Debe conocerla, o poseer un símbolo numinoso que la exprese y pueda determinar su síntesis. Este cometido po­dría cumplirlo un símbolo religioso que en una forma accesible a todos abarcara también lo que pugna por hallar expresión en el hombre moder­no. Nuestra noción tradicional del símbolo cris­tiano hasta ahora no ha podido cumplirlo. Por el contrario, la pavorosa escisión del mundo se ha producido precisamente en el ámbito del hombre blanco "cristiano" y nuestra concepción cristia­na del mundo ha resultado ser impotente para impedir la irrupción de un orden social arcaico como es el comunismo. No quiero decir con ello que esté en bancarrota el cristianismo, pero sí —ante el panorama del mundo actual— que lo está la manera de que hasta ahora ha sido con­cebido e interpretado. El símbolo cristiano es cosa viviente que lleva dentro de sí los gérme­nes de ulterior desenvolvimiento. Éste sólo de­pende de que podamos decidirnos a meditar de nuevo y con un poco más hondura sobre los su­puestos cristianos. Claro está que ello presupone muy otra actitud ante el individuo, esto es, ante el microcosmo de nuestro yo, que la que hoy día se cultiva. Se ignora qué accessos están abier­tos al hombre, qué experiencias interiores aún estarían a su alcance, ni qué hechos psíquicos constituyen la base del mito religioso. Acerca de todo esto reina una oscuridad tan general que no se ve nada en qué interesarse ni qué sostener. Se está impotente ante este problema. Lo cual no es nada extraño, por otra parte, por cuanto cabe decir que todas las circunstancias favorecen al contrario. Puede éste esgrimir el número grande y su demoledor poder. La política, la ciencia y la técnica con sus implicaciones están de su parte. El imponente argumento de la ciencia represen­ta el máximo grado de seguridad espiritual que el esfuerzo humano ha podido alcanzar hasta ahora; así, por lo menos, le parece al hombre del presente, pues se lo ha aleccionado una y mil veces sobre el atraso y obscurantismo de las épo­cas pasadas, presas en la red de la superstición. No se le ocurre que en este respecto sus maestros mismos han incurrido en craso error, al preten­der comparar lo que no puede ser comparado. Y en particular no se le ocurre porque práctica­mente todos los que dan la pauta en el mundo del espíritu, contestando a su pregunta, le de­muestran todavía hoy que lo considerado impo­sible por la ciencia ha sido imposible en todos los tiempos, muy especialmente los hechos de fe que podrían proporcionarle un punto de apoyo extramundano frente al mundo. Cuando enton­ces interroga a las Iglesias y a sus representantes que tienen a su cargo la cura de almas, el indi­viduo es informado que es imprescindible ser miembro de una Iglesia, esto es, de una institu­ción de este mundo; que los hechos de fe que han suscitado su duda son concretos aconteci­mientos históricos, que ciertas ceremonias ritua­les tienen un efecto milagroso, o, por ejemplo, que la Pasión propiciatoria de Jesucristo lo ha redimido del pecado y sus consecuencias (esto es, de la condenación eterna). Reflexionando con los escasos medios de que dispone sobre tales y parecidas cosas, el individuo no podrá por menos de admitir ante sí mismo que no entiende nada de todo eso y que por lo tanto tiene que elegir entre creerlo ciegamente o rechazarlo lisa y lla­namente.

Mientras que puede meditar y entender sin dificultad todas las "verdades" que le presenta el Estado de masas, el hombre del presente por fal­ta de explicación adecuada experimenta grandes dificultades para llegar a la comprensión religio­sa. ("¿Te parece a ti que entiendes lo que vas leyendo? ¿Cómo lo he de entender, respondió él, si nadie me lo explica?", Hechos de los Após­toles, VIII, 30).

Si a pesar de todo el individuo aún no ha arro­jado por la borda todas las convicciones religio­sas, es porque la actividad religiosa responde a una propensión instintiva y, por lo tanto, es una de las funciones específicamente humanas. No se le puede quitar sus dioses, si no es para cam­biarlos por otros. Los dirigentes del Estado de masas no han podido menos que hacerse endio­sar; y allí donde tales torpezas aún no pueden imponerse a la fuerza, actúan factores obsedentes dotados de energía demoníaca, como ser el dinero, el trabajo, la influencia política, etcétera. Cuando alguna función natural del hombre se pierde, esto es, deja de operarse conscientemente y de intento, sobreviene un trastorno general. Es, pues, perfectamente natural que el triunfo de la Diosa Razón marque el comienzo de una neurotización general del hombre moderno, esto es, de una disociación de la personalidad análoga a la escisión actual del mundo. La línea de demar­cación defendida por alambrado de púa atraviesa el alma del hombre moderno, viva de este o del otro lado. Y del mismo modo que el neurótico clásico no tiene conciencia de su otra faz, su sombra, el individuo normal ve, como aquél, su sombra en el prójimo, respectivamente, en los hombres de allende el gran foso. Hasta se ha convertido en quehacer político y social al de­clarar el capitalismo del uno y el comunismo del otro el mismísimo diablo, con el objeto de que la mirada quede otra vez fascinada por algo ex­terior y, así, distraída de la interioridad del in­dividuo. Mas así como incluso el neurótico, no obstante su hemiinconsciencia, tiene una vaga idea de que algo anda mal con su psiquis, al hom­bre occidental se le desarrolla un interés instin­tivo en su psiquis y la "psicología".

De esta manera, el médico por grado o por fuerza es llamado a la escena mundial y se le ha­cen preguntas que por lo pronto se refieren a la vida más íntima y recóndita del individuo mas en última instancia traducen la actuación directa del espíritu de la época. Porque son sintomáticas de lo que ocurre en el respectivo individuo, en general, y fundadamente, se las considera como "material neurótico", toda vez que se tra­ta de fantasías infantiles que por lo común están reñidas con los contenidos de la psiquis del hom­bre adulto y por consiguiente son reprimidas por el juicio moral en la medida en que entran en la conciencia. Lo cierto es que las fantasías de tal índole en su mayor parte normalmente no pasan a la conciencia; y no parece probable que jamás se hayan hecho conscientes y hayan sido repri­midas conscientemente. Más bien parece que han estado desde siempre, o si no, que se han origi­nado inconscientemente, permaneciendo en tal estado hasta que la intervención psicológica les hizo posible franquear el umbral de la concien­cia. La activación de fantasías inconscientes es un proceso relacionado con una situación de emergencia de la conciencia; de la contrario, ellas serían producidas normalmente y, en tal caso, no traerían consigo trastornos neuróticos de la conciencia. Las fantasías de esta índole pertene­cen propiamente al mundo del niño y sólo causan perturbaciones cuando son intensificadas intem­pestivamente por condiciones anormales de la vida consciente; como ocurre en particular cuan­do de los padres parten gravitaciones adversas, generadoras de conflictos, que envenenan el am­biente y perturban el equilibrio psíquico del niño. Cuando en el adulto sobreviene una neurosis, surge el mismo mundo de fantasía del niño; y se está entonces tentado de considerar la existencia de fantasías infantiles como la causa del desarro­llo de la neurosis. No se explica así, empero, por qué en todo el tiempo anterior esas fantasías no habían producido efectos patológicos. Es que tales efectos sólo sobrevienen cuando el indivi­duo tropieza con una situación que ya no puede afrontar adecuadamente mediante los recursos de su conciencia. La consiguiente detención del des­arrollo de la personalidad hace que el individuo caiga en las fantasías infantiles que en todas las personas existen en estado latente pero no salen de él mientras la personalidad consciente pueda desenvolverse sin trabas. Cuando las fantasías al­canzan un cierto grado de intensidad, empiezan a irrumpir en la conciencia y producen un estado de conflicto, perceptible incluso para el paciente mismo: el desdoblamiento en dos personalidades de diferente carácter. Mas ya mucho antes se ha gestado la disociación en el inconsciente, con­forme la energía, que por no ser usada salía de la conciencia, acentuaba las propiedades negati­vas inconscientes, sobre todo los rasgos infanti­les de la personalidad.

Ahora bien, puesto que las fantasías normales del niño no son, en definitiva, sino la imaginación correspondiente a los impulsos instintivos, apa­reciendo por lo tanto como una especie de ejer­cicio preliminar de las futuras actividades cons­cientes, también a las fantasías del neurótico, patológicamente alteradas (esto es, pervertidas) por la regresión de la energía, les corresponde un meollo de instinto normal que se distingue por la cualidad del ser adecuado. Una enferme­dad de esta naturaleza significa una alternación y deformación inadecuadas de esquemas dinámi­cos en sí normales y de su correspondiente ima­ginación. Mas ocurre que los instintos son en extremo conservadores, en cuanto a su dinámica no menos que a su forma. Esta última aparece en la representación como imagen que expresa netamente la esencia del impulso instintivo. De manera, pues, que en el supuesto caso de que pu­diéramos ver la psíquis de la mariposa de la yuca, pongamos por ejemplo, percibiríamos en ella formas de representación de carácter numinoso que no sólo obligan a la tal mariposa a ejercer su actividad fecundante en las flores de yuca sino también la ponen en condiciones de "conocer" la situación de conjunto. El instinto, lejos de ser un mero impulso ciego e indetermi­nado, es adecuado a una determinada situación exterior. Esta circunstancia le confiere su for­ma específica e inalienable. Así como el instinto es primario e ingénito, también su forma es pri­mordial, esto es, arquetípica. Hasta resulta más antigua y más conservadora que la forma so­mática.

Esta realidad biológica naturalmente reza tam­bién para el homo sapiens, especie que, no obs­tante caracterizarse por conciencia, volición y razón, no se sale del marco de la biología general. Para la psicología humana este estado de cosas significa, pues, que la actividad de nuestra con­ciencia se asienta en el fundamento del instinto y de él deriva tanto su dinámica como el esque­ma básico de sus formas de representación, exac­tamente igual que ocurre en el caso de todos los seres del reino animal. El conocimiento humano consiste esencialmente en adaptación de nuestras formas de representación básicas, dadas a priori, las cuales requieren determinadas modificaciones porque en su forma primaria corresponden a una vida arcaica y no responden a las exigencias de un medio múltiplemente cambiado. Para asegu­rar la continuada afluencia de la dinámica ins­tintiva a nuestra vida moderna, cosa absoluta­mente necesaria para la preservación de nuestra existencia, es asimismo indispensable que trans­formemos las formas arquetípicas de que dispo­nemos en representaciones ajustadas a las exi­gencias del presente.

CONCEPCIÓN DEL MUNDO Y   ENFOQUE   PSICOLÓGICO

Por desgracia nuestros conceptos tienden in­evitablemente a rezagarse con respecto a los cam­bios de la situación de conjunto. Y no puede ser de otro modo porque, mientras no se pro­duzcan cambios en el mundo, ellos están más o menos ajustados y por ende funcionan satisfac­toriamente, no habiendo motivos para proceder a su revisión y reajuste. Es, una vez que las cosas hayan cambiado tanto que entre la situación ex­terior y las formas de representación ya anticua­das llega a existir un divorcio intolerable, cuando se plantea el problema general de la concepción básica del mundo, esto es, la cuestión de cómo debe reorientarse, vale decir, reajustarse las for­mas de representación para asegurar el continua­do flujo de energía instintiva. No se las puede reemplazar simplemente por una transformación racional, ajustada en demasía a la situación exte­rior y demasiado poco a las bases biológicas del hombre, pues tal procedimiento no sólo no tien­de un puente al nombre primario sino que blo­quea el acceso a él. Tal es, precisamente, el pro­pósito subyacente a la educación marxista, que en su soberbia pretende poder transformar al hombre en una estructura estatal.

Nuestro enfoque básico es en creciente medida racionalista. Significativamente, nuestra filosofía ya no es un modo de vida, como lo fue la de la antigüedad, sino un asunto puramente intelec­tual. Nuestros credos religiosos, con sus ritos y formas de representación justificadamente anti­guos, expresan una concepción del mundo que al Medioevo no le causó mayores dificultades pero que se ha vuelto incomprensible para el hombre del presente; aun cuando, no obstante el resultante  conflicto con la  concepción del mundo moderna, un hondo instinto le mueve a mantenerse aferrado a nociones que, tomadas li­teralmente, ya no responden a la evolución que han experimentado las ideas en el transcurso de los cinco últimos siglos. Él procede así, evidente­mente, para no hundirse en el abismo de la deses­peración  nihilista.   Mas  aunque  el  racionalista crea deber impugnar una fe meramente conven­cional y un estrecho concretismo, no debe pasar­se por alto que los credos predican una doctrina cuyos símbolos,  no obstante  la interpretación objetable, en razón de su carácter arquetípico tienen vida propia. Es así que, en general, la aprehensión intelectiva no es en absoluto indis­pensable, imponiéndose sólo allí donde no basten la valoración emocional y la captación intuitiva, o sea en el caso de las personas para quienes la fuerza de persuasión reside primordialmente en el intelecto.

En este respecto, nada hay tan característico y sintomático como el abismo que en los tiempos modernos se ha abierto entre la fe y la razón. Hasta tal punto se ha ahondado ya el antago­nismo que las dos categorías cognoscitivas y sus respectivas concepciones del mundo no pueden cotejarse. Sin embargo, se trata de un mismo mundo empírico del hombre, pues también la teología sostiene que su fe se basa en hechos his­tóricos acaecidos en este mundo nuestro: que Jesucristo nació, obró muchos milagros y pasó por la vida como hombre de carne y hueso, mu­rió bajo Poncio Pilatos y después de su muerte resucitó corporalmente. Hasta repudia ella toda tendencia a entender los contenidos de sus fuen­tes como mito, esto es, simbólicamente, aun cuan­do en tiempos recientes precisamente en el cam­po de la teología, como una suerte de concesión al punto de vista de la razón, se ha intentado "desmitologizar" el contenido del credo, claro está que deteniéndose arbitrariamente ante las doctrinas decisivas. Para la razón crítica, empero, es harto evidente que el mito es parte integrante de todas las religiones y, por lo tanto, en prin­cipio no puede ser desechado sin menoscabo del contenido del credo.

El divorcio entre la fe y la razón es síntoma del desdoblamiento de la conciencia que carac­teriza la perturbación del estado mental de los tiempos modernos. Es como si dos personas dis­tintas enunciasen acerca de una misma situación desde su respectivo punto de vista, o como si una misma persona pintase un cuadro de su ex­periencia en dos estados mentales diferentes. Si ponemos en lugar de la persona a la sociedad moderna en general, resulta que ésta está aqueja­da de disociación mental, esto es, de un trastorno neurótico. De nada sirve que uno de los dos ban­dos antagónicos tire, porfiadamente, para un lado y el otro, no menos porfiadamente, para el otro. Así ocurre en toda psiquis neurótica, a su pesar; y este mal es, precisamente, lo que la lleva al médico.

Según he expuesto más arriba en forma suma­ria, aunque sí haciendo hincapié en aspectos con­cretos que tal vez hayan causado sorpresa a mis lectores, el médico debe relacionarse con ambas fases en que está desdoblada la personalidad de su paciente, pues sólo con ambas, y no tomando una y suprimiendo la otra, puede constituir un hombre entero y pleno. El paciente, por cierto, ha venido reprimiendo una de sus dos fases, por ser éste el único expediente que le ofrece la noción imperante. Su propia situación individual es, fundamentalmente, idéntica a la colectiva. Constituye él un microcosmo social que repro­duce en mínima escala las propiedades de la gran sociedad, o, a la inversa, de él, la mínima unidad social, resulta por multiplicación la disociación colectiva. Esto último es lo más probable, por cuanto el individuo es el único ente inmediato de la vida, mientras que la Sociedad y el Estado representan ideas convencionales y sólo son rea­les en cuanto representados por cierto número de individuos. Hasta ahora no se ha advertido con la debida claridad y hondura que nuestra época, pese al auge de la irreligiosidad, arrastra como una especie de tara hereditaria, la conquista de la era cristiana:  el imperio del verbo, de aquel Logos que constituye la figura central del credo cristiano. El verbo literalmente ha llegado a ser nuestro dios, y sigue siéndolo aunque ya no conozcamos al cristianismo más que de oídas. Palabras como "Sociedad" y "Estado" han ad­quirido un grado de concreción que raya en personificación. Para el vulgo, el Estado se ha tornado, aún más que rey alguno de antaño, en fuente inagotable de todos los bienes. El Estado es invocado, responsabilizado, acusado, etcétera. La Sociedad es erigida en supremo principio mo­ral; hasta se le atribuyen facultades creadoras. Nadie parece advertir que el endiosamiento del verbo, necesario para una cierta fase de la evo­lución histórica del espíritu humano, comporta un peligroso inconveniente, consistente en que tal "verbo", en cuanto como resultado de una educación multisecular adquiera validez general, se desliga de su prístina vinculación con la per­sona divina. Existe, entonces, una Iglesia igual­mente personificada y —lo último, pero no lo menos importante— un Estado igualmente per­sonificado; la fe en el "verbo" degenera en fe cerril y el verbo mismo en slogan infernal capaz de cualquier mistificación. Mediante la fe cerril en la palabra, esto es, por la propaganda, se em­bauca al ciudadano, se llevan a cabo maniobras y contubernios políticos y adquiere la mentira proporciones gigantescas.

De esta suerte el verbo, que originariamente fue mensaje de unidad de los seres humanos y de comunión en la sublime figura del Uno, en nues­tra época se ha tornado en fuente de suspicacia
y de recelo de todos hacia todos. La fe cerril en la palabra es uno de nuestros peores enemi­gos; mas es el expediente al que recurre una y otra vez el neurótico para convencer o expulsar al adversario que lleva dentro de sí. Se cree que basta con decirle a uno lo que debiera hacer para que lo haga. Sin embargo, la cuestión es si puede o quiere hacerlo. El arte medico ha com­prendido que nada positivo se logra con persua­dir,  exhortar,  aconsejar.  El médico  quiere,  y debe, enterarse de los pormenores y adquirir un conocimiento cabal del inventario psíquico de su paciente. Por eso debe relacionarse con la indi­vidualidad del enfermo y familiarizarse con su estado mental personal y más íntimo, y esto en una medida mucho más amplia aun que el peda­gogo e, incluso, el directeur de conscience. Su objetividad científica que todo lo abarca lo pone en condiciones de ver a su paciente no sólo en su aspecto de personalidad humana, sino también en el de antropoide, atado como el animal a su corporeidad. La formación científica ha llevado al médico a concentrar su interés, más allá de los límites de la personalidad consciente, primordialmente, en el mundo inconsciente de los im­pulsos oculto tras la conciencia, esto es, en la sexualidad y el afán de poder, o sea en la auto-afirmación; impulsos éstos que se corresponden con los conceptos morales agustinianos de concupiscentia y superbia. El choque de estos dos impulsos básicos (conservación de la especie y conservación de sí mismo)  en el individuo es causa de muchos conflictos.  Constituyen,  por lo tanto, un objeto principal de la evaluación moral, cuya finalidad es eliminar en lo posible la colisión de impulsos.

Según he expuesto más arriba, el impulso tiene dos aspectos principales: el del factor dinámico y el del sentido específico, o dicho en otros tér­minos, el del impulso en sí y el de la intención subyacente. Pues bien, es muy probable que to­dos las funciones psíquicas del hombre obedez­can a impulsos, como evidentemente ocurre en los animales. Es fácil echar de ver que en éstos el impulso es el spiritus rector de todo el com­portamiento. Esta comprobación sólo se torna dudosa allí donde empieza a desarrollarse una cierta facultad para aprender, como por ejemplo en los monos superiores y en el hombre; en és­tos, el impulso, como consecuencia de la facul­tad precitada, está sujeto a múltiples modifica­ciones y diferenciaciones, las que en el hombre civilizado llegan a tal extremo que son pocos los impulsos básicos que aún pueden comprobarse con alguna seguridad en su forma originaria. Es primordialmente de los dos mencionados más arriba y sus derivados de los que se ha ocupado hasta ahora la psicología médica. A medida que se han ido rastreando las ramificaciones de los impulsos, la investigación ha comprobado for­mas que ya no se sabía bien a qué grupo de im­pulsos asignar básicamente. Para citar un caso, el explorador del impulso de poder hasta ha plan­teado la cuestión de si la manifestación aparente­mente inequívoca del impulso sexual no debe en rigor interpretarse como una expresión de poder; y el propio Freud no ha podido por menos de reconocer que, al lado del dominante impulso sexual, existen "impulsos yoistas", una clara con­cesión al punto de vista adleriano. Dada esta in­seguridad en la apreciación, no es de extrañar que en la mayoría de los casos la sintomatología neurótica pueda ser explicada sin casi dificultad sobre la base de una y otra teoría. Ahora bien, de esta perplejidad no debe inferirse que uno de los dos puntos de vista ha de ser falso, cuando no ambos. Tanto el uno como el otro tiene vali­dez relativa y por lo tanto, en contraste con ciertas inclinaciones dogmático-unilaterales, no excluye la existencia y competencia de otros im­pulsos. Aun cuando, como queda dicho, la cues­tión de los impulsos humanos es compleja, podrá afirmarse sin temor a equivocarse que la facultad para aprender, propiedad casi exclusivamente humana, se basa en el instinto de imitación, que se da ya en el reino animal. Es propio del impul­so interferir otras actividades instintivas y modi­ficarlas eventualmente, según se comprueba por ejemplo en lo que respecta al canto de los pája­ros, los cuales son capaces de cambiar de melodía. Nada aleja tanto al hombre del esquema básico de sus instintos como su facultad para aprender, la que en definitiva se revela como un impulso dirigido a la progresiva modificación de las for­mas de conducta humanas. A ella se remontan, primordialmente, el cambio de las condiciones de vida y la necesidad de readaptaciones que la civilización trae consigo. Es ella, así, también, la fuente de los muchos trastornos y dificultades de naturaleza psíquica que causa el progresivo alejamiento del hombre del esquema básico de sus instintos, esto es, su desarraigo y su identificación con el conocimiento consciente de sí mismo, o sea con su conciencia, con exclusión de lo inconsciente. Esta evolución naturalmente da como resultado que el hombre moderno sólo se conoce en la medida en que pueda tomar con­ciencia de sí mismo. La medida en que lo pueda depende en alto grado de las condiciones ambien­tes cuyo conocimiento y dominación le hayan sugerido o impuesto modificaciones de sus pri­marias tendencias instintivas. Es así que su con­ciencia se orienta preferentemente a través de la observación y el conocimiento del medio am­biente, a cuyas características debe él ajustar sus recursos psíquicos y técnicos. Tan absorbente es esta tarea, y tan ventajoso le resulta llevarla a cabo, que se olvida de sí mismo, por así decirlo, esto es, pierde de vista su prístina naturaleza ins­tintiva y substituye a su ver verdadero por la idea que de sí mismo tiene. Así se sume, sin darse cuenta, en un mundo de conceptos en donde los productos de su conciencia toman progresivamen­te el lugar de la realidad auténtica.

El divorcio de su naturaleza instintiva arras­tra al hombre civilizado inevitablemente a un conflicto entre la conciencia y el inconsciente, entre el espíritu y la naturaleza, entre la razón y la fe, esto es, a un desdoblamiento de su ser; desdoblamiento que se torna patológico en cuan­to la conciencia ya no pueda dejar de lado o re­primir la naturaleza instintiva. La acumulación de individuos caídos en este estado crítico ge­nera un movimiento multitudinario que pretende defender la causa de los oprimidos. En conso­nancia con la tendencia dominante de la conciencia a buscar el origen de todas las dificulta­des en el medio ambiente, se demandan cam­bios exteriores político-sociales, los cuales, se cree ciegamente, resolverán también el problema de raíz más profunda: el desdoblamiento de la personalidad. Es así que allí donde se satisfaga la demanda se establecerán situaciones político-sociales en las que volverán, aunque bajo otra faz, las mismas dificultades de antes, con pérdida de los valores espirituales y morales que elevan la civilización al rango de cultura. Se trata en tal caso, por lo pronto, de un simple trastrue­que: los de abajo pasan a ser los de arriba y la sombra toma el lugar de la luz; y como aquélla siempre tiene algo de anárquico y turbulento, necesariamente la libertad del oprimido "libera­do" tiene que ser cercenada con rigor draconia­no. Se ha sacado el Diablo con Belcebú. No puede ser de otro modo, puesto que no se ha tocado a la raíz del mal y todo se ha reducido al triunfo del bando contrario.

La revolución comunista ha degradado al hom­bre aún mucho más que la psicología colectiva democrática, al privarlo de la libertad, en senti­do social, moral y espiritual. Además de las di­ficultades políticas, esto ha acarreado a Occiden­te también una gran desventaja psicológica, que ya en la época del nacionalsocialismo alemán se hizo sentir penosamente: se puede ahora señalar la sombra con el dedo; ésta hállase ahora clara­mente alojada del otro lado de la frontera polí­tica, y nosotros estamos del lado de acá, que es el del bien, y somos los poseedores de los ideales justos. ¿Acaso no declaró el otro día un conocido estadista que no tenía imaginación en el mal?  Con estas palabras, acordes con el sentir de mu­chos, daba expresión al hecho de que el hombre occidental corre peligro de perder del todo su sombra, para identificarse a sí mismo con su per­sonalidad ficticia y al mundo con la imagen abs­tracta producida por el racionalismo científico-naturalista. Así pierde los estribos, por así decirlo. Su contrario espiritual y moral, que no es menos real que él, ya no está alojado en su propio pe­cho, sino del otro lado de la línea divisoria geo­gráfica, la cual ya no constituye una medida externa, de carácter policial y político, sino que en forma cada vez más alarmante separa la faz consciente del hombre de su faz inconsciente. El pensar y el sentir pierden el polo opuesto inte­rior, y allí donde la postura religiosa se haya vuelto inoperante ni aún un dios pone dique al desbordamiento de desatadas funciones psíquicas. Nuestra filosofía se desentiende de la cuestión de si nuestro otro yo, que por el momento sólo hemos designado con el término peyorativo "sombra", está de acuerdo con nuestros planes v designios conscientes. Por lo visto aún ni sabe que el hombre tiene una sombra de verdad, cuya existencia está basada en la naturaleza instintiva privativa de él. La dinamia y el mundo de imá­genes del instinto constituyen un a priori que nadie ha de desconocer sin grave riesgo. La violación o postergación del instinto trae penosas consecuencias   fisiológicas   y  psicológicas,   para cuya eliminación es, sobre todo, que se recaba la ayuda del médico. Desde hace medio siglo se sabe, mejor dicho, se debería saber, que existe un inconsciente opuesto a la conciencia. La psi­cología médica ha proporcionado al respecto to­das las pruebas empíricas y experimentales nece­sarias. Existe una realidad psíquica inconsciente, la cual puede demostrarse que influye sobre la conciencia y sus contenidos. A pesar de que se sabe esto, no se ha sacado conclusiones generales de este saber. Se sigue pensando y obrando como si uno no fuese doble, sino simple. Es así que los hombres se creen anodinos, sensatos y humanos. No se les ocurre desconfiar de sus móviles ni preguntarse jamás cuál es la actitud de nuestra faz interior ante lo que hacemos en la faz exte­rior. En realidad, empero, es una ligereza, una superficialidad y hasta una insensatez, pasar por alto la reacción y actitud del inconsciente, por cuanto ello conspira contra la salud psíquica. Aunque uno considere el estómago o el corazón como una cosa carente de importancia y vil, no por eso cualquier falta de régimen o esfuerzo excesivo deja de tener consecuencias que afec­tan a la existencia de todo el hombre. Pero a las faltas psíquicas y sus consecuencias se cree poder subsanarlas con palabras, pues lo "psíquico" es tenido por algo así como aire. Sin embargo, na­die puede negar que sin la psiquis el mundo ni existiría, y menos el mundo de los hombres. Prácticamente todo depende del alma humana y sus funciones. Ella merece toda nuestra atención, particularmente en nuestra época en que el futuro, se admite, no es decidido ni por la amenaza de animales salvajes ni por cataclismos, ni tampoco por el peligro de epidemias mun­diales, sino única y exclusivamente por alteracio­nes psíquicas de los hombres. Basta con una casi imperceptible perturbación del equilibrio de al­gunos dirigentes para que el mundo se hunda en un infierno de sangre, fuego y radiactividad. De este y del otro lado de la Cortina de Hierro existen ya los correspondientes recursos técnicos. Y ciertos procesos de reflexión consciente no controlados por ningún contrario determinado se dan harto fácilmente, como lo ha demostrado el caso del Führer. La conciencia del hombre presente todavía se aferra tanto a los objetos ex­teriores que se responsabiliza exclusivamente a éstos, como si la decisión dependiese de ellos. No se tiene presente debidamente la eventualidad de que el estado psíquico de ciertos individuos se emancipe del comportamiento de los objetos, y eso que tales irracionalidades se comprueban a diario y pueden ocurrir a cualquiera.

El extravío de la conciencia en nuestro mundo se debe sobre todo a la pérdida de instinto y tie­ne su raíz en la evolución experimentada por el espíritu humano. Conforme se ha hecho dueño de la naturaleza, el hombre ha exaltado su saber y su poder y menospreciado lo meramente na­tural y contingente, esto es, lo dado irracional­mente, la psiquis objetiva inclusive, con todo lo cual contrasta, precisamente, la conciencia. En efecto, a diferencia del subjetivismo de la con­ciencia, el inconsciente es objetivo, por cuanto se manifiesta principalmente en forma de senti­mientos, fantasías, emociones, impulsos y enso­ñaciones encontrados que todos ellos no son elaborados de intento sino sobrevienen objetiva­mente. La psicología en general sigue siendo todavía la ciencia de los contenidos de concien­cia en cuanto evaluables sobre la base de pautas colectivas. En cambio el alma individual, que en definitiva es la única real, ha quedado degradada a fenómeno marginal contingente y el incons­ciente, que sólo puede manifestarse en el hombre real, esto es, dado irracionalmente, ha sido pasa­do por alto completamente, y no por simple ne­gligencia, ni por mera ignorancia, sino por deli­berada resistencia a la sola posibilidad de que además del yo exista otra instancia psíquica. Has­ta le parece peligroso al yo poner en tela de juicio su monarquía. El hombre religioso, cier­tamente, está hecho a la idea de no ser el único que manda en su casa; cree que en definitiva no decide él, sino Dios. ¿Pero cuántos osan todavía, efectiva y verdaderamente, dejar que decida la voluntad de Dios?, ¿y quién no se vería en fi­gurillas para explicar cómo proviene la decisión de Dios mismo?

El hombre religioso —a juzgar por lo que al respecto puede determinarse empíricamente— se halla bajo la influencia inmediata de una reac­ción del inconsciente. Por lo común, a esto lo denomina conciencia. Mas como un mismo fon­do psíquico puede generar también reacciones de otro orden que el moral, el creyente aplica a su "conciencia" el criterio moral tradicional, o sea una pauta colectiva, en cuya actitud es alentado enfáticamente por su Iglesia. Esto puede pasar mientras el individuo pueda seguir aferrado a su credo tradicional y las circunstancias no exijan un mayor hincapié en la autonomía individual; pero en cuanto, como ocurre hoy día, el hom­bre laico que se guía por factores externos y ha perdido su convicción religiosa se da en masas, la cosa cambia. El creyente se ve llevado a la defensiva; tiene que volverse más consciente de los fundamentos de su fe, pues ya no está sus­tentado por el inmenso poder de sugestión del consenso general y percibe el debilitamiento de la Iglesia y el peligro que acecha sus dogmas. An­te esta situación, la Iglesia le recomienda inten­sificar su fe, como si este donum gratiae estu­viese librado al arbitrio del hombre. Pero la fe verdadera no proviene de la conciencia, sino de la espontánea experiencia religiosa que pone el sentimiento enfervorizado en conexión con su relación inmediata con Dios.

Queda, así, planteada la cuestión: ¿tengo ex­periencia religiosa y relación inmediata con Dios y, en razón de ello, la certeza que me salva, co­mo individuo, de fundirme en la masa?
EL  CONOCIMIENTO DE  SI  MISMO


A la cuestión de la experiencia religiosa sólo hay respuesta positiva si el hombre está dispuesto a satisfacer el requisito de riguroso autoexamen y autoconocimiento. Si cumple este propósito, que está al alcance de su voluntad, además de descubrir muchas verdades sobre sí mismo ga­nará una ventaja psicológica: logrará poner seria atención y tomar un vivo interés en sí mismo. Con lo que, en cierto modo, firmará ante sí propio una declaración de la dignidad humana y dará al menos el primer paso hacia la aproximación al fundamento de su conciencia, el inconsciente, que es la fuente de experiencia religiosa que por lo pronto se nos ofrece. Esto no significa en ab­soluto que el llamado inconsciente sea cuasi idén­tico con Dios o tome su lugar; es el medio en el cual, para nosotros, parece originarse la experien­cia religiosa. La causa remota de tal experiencia está fuera del alcance de la capacidad cognosci­tiva del ser humano. El conocimiento de Dios es un problema trascendental.

El hombre religioso tiene una ventaja en lo que respecta a la respuesta al interrogante sus­pendido sobre el hombre presente: tiene al menos una clara idea de que el fundamento de su exis­tencia subjetiva es la relación con "Dios". Escribo la palabra "Dios" así, entre comillas, para in­dicar que se trata de una representación antro­pomorfa, cuya dinámica y simbolismo se dan por conducto de la psiquis inconsciente. Cada cual puede siquiera aproximarse al lugar de origen de tal experiencia, crea o no en Dios. Sin esta apro­ximación, sólo en muy contados casos sobreviene la conversión milagrosa, cuyo prototipo es la ex­periencia de San Pablo en el camino de Damasco. La existencia de experiencias religiosas ya no ne­cesita ser probada. Mas será siempre dudoso si lo que la metafísica y la teología humanas llaman Dios, o dioses, es efectivamente la raíz de tales experiencias. En rigor, esta pregunta está de más, quedando contestada por la numinosidad subje­tivamente sobrecogedora de la experiencia; la persona que la tiene está exaltada, anonadada, y por lo tanto no está en condiciones de hacerse ociosas reflexiones metafísicas o gnoseológicas al respecto. Ante la plena certeza que está en la evidencia de la experiencia, huelgan las pruebas antropomorfas.

En vista de la general ignorancia y prevención en materia psicológica, es una verdadera desgra­cia que la única experiencia en que se funda la existencia individual parezca originarse justo en un medio librado al prejuicio general. Una vez más se oye expresar la duda: "¿Acaso de Nazaret puede salir cosa buena?" El inconsciente, cuando no pasa por una especie de pozo negro situado debajo de la conciencia, es considerado, cuando menos, como "naturaleza meramente ani­mal". En realidad, empero, es por definición de extensión y naturaleza inciertas, de manera que ni la sobreestimación ni la subestimación tienen objeto, debiendo desecharse como prejuicios. De cualquier forma, tales juicios resultan cómicos en boca de cristianos cuyo señor mismo nació sobre la paja de un establo, en medio de animales do­mésticos. Sería más a tono con el gusto prevale­ciente que hubiera venido al mundo en el Templo. Análogamente, el hombre-masa profano espera la experiencia numinosa en la concentración monstre, que es un fondo mucho más imponen­te que el alma individual humana. Y tan nefasta ilusión hasta es compartida por cristianos de orientación clerical. El papel, establecido por la psicología, que corresponde a los procesos in­conscientes en la génesis de la experiencia religio­sa es en extremo impopular, en el sector de la Derecha no menos que en el de la Izquierda. La primera entiende que lo decisivo es la revela­ción histórica, deparada al hombre desde fuera, y la segunda sostiene que el hombre carece de toda función religiosa, como no sea la fe en la doctrina del Partido, en la cual sí debe creerse incondicionalmente. Agrégase a ello que los dis­tintos credos afirman cosas muy diversas, no obstante lo cual cada uno pretende ser el depo­sitario de la verdad absoluta. Pero hoy día el mundo es uno y las distancias va no se miden por semanas y meses, sino por horas. Los pue­blos exóticos ya no son seres raros que contem­plamos pasmados en el museo etnológico; se han tornado en vecinos nuestros y lo que antaño fue especialidad del etnólogo se convierte en pro­blema político, social y psicológico de nuestra época. Ya incluso las distintas esferas ideológicas comienzan a compenetrarse, y no está muy le­jano el día en que también en este terreno se planteará la cuestión de la coexistencia pacífica. Ahora bien, el acercamiento mutuo habrá menes­ter una íntima comprensión del punto de vista contrario. La compenetración que esto requiere tendrá consecuencias en ambos bandos. Induda­blemente la historia pasará por encima de los que se empeñan en resistir esta evolución inevi­table, por muy deseable y psicológicamente ne­cesario que sea preservar lo esencial y bueno de la propia tradición. A pesar de todas las diferen­cias, terminará por imponerse la unidad de la humanidad. La doctrina marxista se sitúa en esta perspectiva histórica, mientras que el Occidente democrático cree todavía arreglárselas con la técnica y con la ayuda económico-financiera. El comunismo no ha dejado de comprender la enorme importancia del elemento ideológico y de la universalidad de los principios fundamen­tales. Los pueblos exóticos comparten con noso­tros el peligro de debilitamiento ideológico v son tan vulnerables como nosotros por este lado.

La subestimación del factor psicológico tal vez tenga consecuencias fatales. Ya es hora, pues, de acabar con nuestro atraso en este respecto. Por lo pronto, empero, las cosas seguirán como hasta ahora, pues el ineludible postulado del co­nocimiento de sí mismo es en extremo impopu­lar; se le antoja a la gente ingratamente idealista, huele a sermón moralista y se ocupa de la som­bra psicológica de la cual, si no se la niega del todo, nadie quiere saber nada. Fuerza es califi­car de casi sobrehumana la tarea planteada a nuestra época; exige máxima responsabilidad, si no ha de producirse otra trahison des clercs. Incumbe sobre todo a los dirigentes y a los influyentes que tienen la inteligencia suficiente para apreciar cabalmente la situación del mundo actual. De ellos podría esperarse un examen de conciencia. Pero como a más de la apreciación intelectual es menester la correspondiente con­clusión moral, desgraciadamente no hay motivos para ser optimista. Sabido es que la naturaleza no es tan pródiga como para añadir a la agudeza mental los dones del corazón. Por lo común, donde se da aquélla faltan éstos, y las más de las veces el perfeccionamiento de una facultad determinada se ha operado a expensas de todas las demás. De ahí que sea un aspecto particular­mente penoso la desproporción que se suele comprobar entre la inteligencia y el sentimiento, en general reñidos entre sí. No tiene sentido formular como postulado moral la tarea que nos ponen nuestra época y nuestro mundo. Cuando más, se puede exponer la situación psicológica existente tan claramente que hasta los miopes la pueden ver y expresar las palabras y las nociones que aun los duros de oído están en condiciones de oir. Cabe cifrar las esperanzas en el hecho de que existen gentes sensatas y hombres de buena voluntad, razón por la cual uno no debe cansarse de exponer una y otra vez los pensa­mientos y los conceptos que hacen falta. Al fin y al cabo, alguna vez ha de ser la verdad la que se difunda, y no siempre sólo la mentira popular. Con lo que antecede, deseo hacer ver a mis lectores la principal dificultad que les espera: el horror en que últimamente los Estados dictato­riales han sumido a la humanidad no es sino la culminación de todas las enormidades cometidas por nuestros antepasados cercanos y lejanos. Además de las atrocidades y matanzas entre pue­blos cristianos que abundan en la historia euro­pea, el hombre europeo por añadidura es respon­sable de lo que sus regímenes coloniales han hecho a los pueblos exóticos. En este respecto pesa sobre nosotros una abrumadora carga de culpa. La maldad que se manifiesta en el hom­bre e indudablemente está alojada en él es de máximas proporciones. Hasta el extremo de que la Iglesia, al hablar de pecado original originado en la relativamente leve falta de Adán, se diría que incurre en un eufemismo. El caso es mucho más grave, y no es juzgado con el debido rigor. Al entender que el hombre es lo que su con­ciencia sabe de sí misma, la gente se cree anodina, añadiendo así la ignorancia a la maldad. No pue­de ella negar que han sucedido y siguen suce­diendo cosas horribles, pero son siempre los otros quienes las cometen. Y las fechorías co­metidas en el pasado cercano o lejano se hunden rápida y caritativamente en el mar del olvido, permitiendo el retorno de esa especie de desen­fadada ensoñación que se denomina "estado nor­mal". Sin embargo, con este estado de cosas forma chocante contraste el hecho de que nada pertenece definitivamente al pasado ni nada se restablece. La maldad, la culpa, la profunda tur­bación de la conciencia y el negro presentimien­to están ante los ojos que no se cierran a la realidad. Aquello ha sido la obra de hombres; yo soy un hombre, participando de la naturaleza humana, luego soy un cómplice y llevo dentro de mí, intacta e inextirpable, la capacidad y pro­pensión para hacer en cualquier momento cosa semejante. Aun cuando desde el punto de vista estrictamente jurídico no estuvimos y por ende no participamos, en razón de nuestra condición humana somos criminales potenciales. En rigor de verdad, si no fuimos arrastrados a la infernal vorágine fue, simplemente, por falta de oportu­nidad. Nadie está fuera de la tenebrosa sombra colectiva de la humanidad. Ya date la fechoría de muchas generaciones atrás o sea de reciente data, ella es síntoma de una disposición que exis­te en todos los tiempos y en todas partes. De manera, pues, que se hace bien en tener "ima­ginación en el mal", pues sólo el ignorante pue­de a la larga pasar por alto las bases de su propia naturaleza. La cual ignorancia hasta es el medio más eficaz para convertirlo en instrumento del mal. Así como al que está atacado del cólera y a quienes se hallan en contacto con él de nada les sirve no tener conciencia de lo contagiosa que es esta enfermedad, no nos sirve de nada ser anodinos e ingenuos. Por el contrario, nos induce a proyectar en "los otros" la maldad ignorada en nosotros mismos. Esta actitud tiene el efecto de fortalecer grandemente la posición del bando contrario, por cuanto junto con la proyección de la maldad pasa a éste también el miedo que, de mal grado y en secreto por cierto, tenemos a nuestra propia maldad, multiplicando el peso de su amenaza. Además, la pérdida del autoconocimiento trae consigo la incapacidad para manejar la maldad. En este punto hasta tropezamos con un prejuicio fundamental de la tradición cris­tiana, que entorpece grandemente nuestra polí­tica: que se debe rehuir el mal, en lo posible abstenerse de tocarlo ni de mencionarlo siquie­ra; pues es, a la vez, lo "adverso", lo tabú y temido. La actitud apotropeica ante el mal y el rehuirlo (aunque sólo en apariencia) responden a una propensión, existente ya en el nombre primitivo, a evitar el mal, a no admitirlo y, de ser posible, a expulsarlo a través de alguna fron­tera, a manera del chivo emisario del Antiguo Testamento que ha de llevar el mal al desierto. Si ya no hay más remedio que admitir que el mal, ajeno a la voluntad del hombre, está alojado en la naturaleza humana, entra en la escena psi­cológica como contrario del bien e igual suyo. Esta admisión conduce directamente a una dua­lidad psíquica, la cual está preformada y antici­pada inconscientemente en la escisión política del mundo y en la disociación, más inconsciente aún, del hombre moderno mismo. Esta dualidad no es el resultado de la admisión; nos encontra­mos ya escindidos. Sería insoportable la idea de ser personalmente responsable de tamaña cul­pabilidad; por eso se prefiere localizar el mal en determinados criminales o grupos de tales, creer­se personalmente inocente e ignorar la poten­cialidad general para el mal. Mas a la larga no podrá mantenerse este juego, pues la expe­riencia demuestra que la raíz del mal está en el hombre; a menos que en consonancia con la con­cepción cristiana del mundo se postule un prin­cipio metafísico del mal. Esta concepción comporta la gran ventaja de librar la conciencia humana de una responsabilidad abrumadora y endosarla al diablo, en apreciación psicológica­mente correcta del hecho de que el hombre, mucho más que el hacedor de su constitución psíquica, es su víctima. Considerando que el mal producido por nuestra época eclipsa todo el que jamás haya afligido a la humanidad, uno no pue­de por menos de preguntarse cómo es que, no obstante tanto progreso en los campos de la ad­ministración de justicia, la medicina y la técnica, pese a tanta preocupación por la vida y la salud, han sido inventadas terribles armas destructivas que pueden fácilmente causar la desaparición de la humanidad.

Nadie va a afirmar que los representantes de la física moderna son todos unos criminales por­que sus trabajos han conducido al perfecciona­miento de la bomba de hidrógeno, fruto especial del ingenio humano. El inmenso esfuerzo mental requerido por el desarrollo de la física nuclear ha sido la obra de hombres que se dedicaron a su tarea con máximo denuedo y abnegación, y, por tanto, también en consideración a su magna realización moral habrían merecido ser los auto­res de un invento útil y beneficioso para la hu­manidad. Aunque el inicial encaminarse a un invento eminente sea un deliberado acto de vo­luntad, como en todo desempeña también aquí un papel importante la inspiración espontánea, vale decir, la intuición. Dicho en otros términos, el inconsciente coopera v con frecuencia se le deben aportes decisivos. De manera, pues, que el esfuerzo consciente no es el único responsable del resultado, sino que en algún punto intervie­ne el inconsciente con sus objetivos y designios difíciles de advertir. Cuando él pone un arma en las manos de alguien, es que apunta a algún acto de violencia. La ciencia aspira primordialmente al conocimiento de la verdad, y cuando a raíz de este afán surge un inmenso peligro, se tiene la impresión de estar no tanto ante un designio, sino más bien ante una fatalidad. No es que el hombre moderno sea más malo que el antiguo o el primitivo, pongamos por caso; lo que pasa es que dispone de medios mucho más eficaces para poner en evidencia su maldad. Mientras que su conciencia se ha ensanchado y diferenciado, su condición moral no ha evolucionado. Tal es el gran problema que se plantea al mundo actual. La sola razón ya no basta.

Estaría, ciertamente, dentro del alcance de la razón abstenerse, por lo peligrosos, de experi­mentos de consecuencias infernales como son los de desintegración del átomo; pero resulta que en todas partes ella es atajada por el miedo a la maldad que no se advierte en el propio ser pero se está tanto más pronto a denunciar en los de­más, a sabiendas de que el empleo del arma nu­clear podría acarrear el fin de nuestro mundo actual. Aun cuando el miedo a la destrucción universal quizá nos salvará de lo peor, la even­tualidad de tal catástrofe permanecerá suspen­dida cual lóbrego nubarrón sobre nuestra exis­tencia mientras no se logre tender un puente sobre el abismo psíquico y político abierto en el mundo, un puente no menos seguro que la exis­tencia de la bomba de hidrógeno. Si pudiese desarrollarse una conciencia general de que todo cuanto separa proviene de la escisión determi­nada por los antagonismos del alma humana, se sabría qué hacer para poner remedio. Pero si los impulsos del alma individual, en sí insignifican­tes, y aun mínimos y personalísimos, siguen tan inconscientes e ignorados como hasta ahora, ad­quieren por multiplicación proporciones inmen­sas y generan agrupamientos de factores de poder y movimientos de masas que escapan a todo con­trol racional y ya no pueden ser usados por na­die para ningún buen fin. De manera que todos los esfuerzos directos tendientes en esa dirección son, de hecho, puro espejismo, cuyas primeras víctimas son los que los realizan.

Lo decisivo está en el hombre que no sabe la respuesta a su dualidad. Este abismo en cierto modo se ha abierto de golpe ante él a raíz de los acontecimientos más recientes de la historia mundial, después de haber vivido la humanidad durante muchos siglos sumida en un estado men­tal que daba por sobreentendido que un único dios había creado al hombre, como minúscula unidad, a su imagen. Todavía hoy, prácticamen­te, no se tiene conciencia de que cada cual es una pieza constitutiva del edificio de los orga­nismos políticos de gravitación mundial y, por ende, participa causalmente en su conflicto. De un lado, uno se sabe un ser individual más o menos insignificante y se considera la víctima de potencias que no puede controlar, y del otro, lleva dentro de sí a una peligrosa sombra, anta­gonista suyo que invisiblemente anda complica­do en las siniestras maquinaciones de los monstruos políticos. Es propio de los entes políticos ver el mal siempre en los demás, del mismo modo que el individuo tiene una propensión punto me­nos que extirpable a quitarse de encima lo que no sabe, ni quiere saber, de sí mismo cargándolo sobre el prójimo. Nada disocia y desgarra tanto a la sociedad como esta pereza y falta de res­ponsabilidad moral, y nada hay que promueva tan­to el acercamiento y la comprensión como el retiro de las recíprocas proyecciones. Esta rec­tificación necesaria requiere autocrítica, pues no se le puede mandar al otro que reconozca sus proyecciones, por cuanto, igual que uno mismo, no se percata de ellas como tales. Sólo puede darse cuenta del prejuicio y de la ilusión quien sobre la base de un saber psicológico general esté pronto a dudar de la exactitud absoluta de sus pareceres y a confrontarlos cuidadosa y concien­zudamente con los hechos objetivos. Cosa curio­sa, la "autocrítica" es concepto corriente en los Estados de orientación marxista; pero en contras­te con nuestra noción está allí supeditada a la razón de Estado, vale decir, debe estar al servi­cio del Estado, no al servicio de la verdad y de la justicia en las relaciones interhumanas. La con­versión del individuo en hombre-masa no res­ponde en absoluto al fin de promover la mutua comprensión y los tratos de los hombres; al con­trario, su objetivo es la atomización, esto es, la soledad interior del individuo. Cuantos menos puntos de contacto tengan los individuos, tanta mayor solidez adquiere la organización estatal, y viceversa.

Indudablemente, también en el mundo demo­crático la distancia entre hombre y hombre es mucho mayor de lo que conviene al bien públi­co, y sobre todo mucho mayor de lo que con­viene al alma humana. Es verdad que se dan múltiples intentos de eliminar los antagonismos más patentes y estorbosos por el esfuerzo idea­lista de tales o cuales, mediante un llamado al idealismo, al entusiasmo y a la conciencia; carac­terísticamente, empero, se omite la indispensa­ble autocrítica, esto es, la pregunta:  ¿Quién es el que formula la demanda idealista?  ¿No será uno que salta su propia sombra para embarcarse con afán en un programa idealista que le pro­mete una conveniente coartada frente a aquélla? ¿No habrá mucha espectabilidad exterior y éti­ca  aparente  que  encubren engañosamente  un muy diferente e inconfesable mundo interior? Se quisiera antes tener la seguridad de que el predicador de idealismo es él mismo ideal, para que en sus palabras y en sus acciones haya más substancia que apariencia. Mas es imposible ser ideal, de manera que el postulado suele quedar sin cumplir. Como en general se tiene buen ol­fato para esas cosas, los idealismos predicados o puestos en escena las más de las veces suenan a hueco y sólo son aceptables si lo contrario es admitido también. Sin este contrapeso, el idea­lismo rebasa los alcances del hombre; su duro rigor  le  resta  verosimilitud,   y  concluye  por degenerar,   aunque   bienintencionadamente,   en bluff. Mas el "blufar", aturdir, configura ilegítimo asalto y sometimiento que nunca conduce a nada bueno.

El conocimiento de la sombra trae consigo la modestia necesaria para reconocer la imperfec­ción. Ocurre que precisamente este reconoci­miento consciente es menester cuando se trata de establecer relaciones interhumanas. Éstas no se basan en diferenciación y perfección, que ha­cen hincapié en la disimilitud o provocan el an­tagonismo, sino por el contrario en lo imper­fecto, lo débil, lo necesitado de ayuda y apoyo, que es razón y motivo de la dependencia. Lo perfecto no necesita del prójimo, pero sí lo dé­bil, que busca arrimo y por consiguiente no opone al otro nada que lo empuje a una posición subordinada y menos lo humille por superioridad moral. Esto último ocurre harto fácilmente allí donde elevados ideales se destaquen demasiado en primer plano.

Reflexiones de esta índole no deben conside­rarse como sentimentalismos superfluos. La cues­tión de las relaciones interhumanas y de la íntima trabazón de nuestra sociedad es de candente ac­tualidad en vista de la atomización del hombre-masa meramente hacinado cuyas relaciones per­sonales están minadas por el recelo general. Donde rigen el desamparo ante la ley, la estric­ta vigilancia policial y el terror, los hombres se convierten en entes aislados entre sí; tal es precisamente el fin y propósito del Esta­do dictatorial, el cual se apoya en la máxima acumulación posible de impotentes unidades so­ciales. Frente a este peligro, la sociedad libre ha menester un aglutinante de naturaleza afectiva, esto es, un principio tal como por ejemplo el de caritas, la caridad cristiana. Sin embargo, el amor al prójimo es precisamente lo más afectado por la falta de comprensión que determinan las provecciones. Es, pues, de vital importancia para la sociedad libre ocuparse por perspicacia psico­lógica de la cuestión de las relaciones interhu­manas, toda vez que éstas son el fundamento de su trabazón propiamente dicha y, por ende, de su fuerza. Donde termina el amor, comienzan el poder, el atropello y el terror.

Con estas reflexiones no quiero formular un llamado al idealismo, sino tan sólo crear la con­ciencia de la situación psicológica. No sé cuál de los dos es más precario, si el idealismo de la gente o su comprensión; sí sé que el determinar cambios psíquicos más o menos duraderos es ante todo una cuestión de tiempo. De ahí que la comprensión paulatina se me antoja de efectos más durables que la llama instantánea pero efí­mera del idealismo.

LA SIGNIFICACIÓN DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

Lo que a nuestra época en general se le apa­rece aún como "sombra" y como condición in­ferior de la psiquis humana no contiene, sin em­bargo, exclusivamente, elementos negativos. El mismo hecho de que por el conocimiento de sí mismo, esto es, por la exploración de la propia alma, se da con los instintos y su mundo de imágenes podría arrojar luz sobre las fuerzas la­tentes del alma, las cuales se perciben rara vez, es verdad, mientras todo vaya bien. Se trata de posibilidades de máxima potencialidad dinámica, y sólo de la preparación y postura de la con­ciencia depende el que la irrupción de tales fuer­zas y de las correspondientes imágenes y no­ciones tenga lugar por cauces constructivos o destructivos. El médico parece ser el único que sabe por experiencia la precaria que es la pre­paración psíquica del hombre actual, por ser tam­bién el único que se ve obligado a buscar en la naturaleza del individuo las fuerzas y representa­ciones que desde siempre a éste le han permitido encontrar la senda justa en medio de la oscuri­dad y el peligro. Para esta labor, que requiere ante todo paciencia, no puede él remitirse a nin­gún "se debiera" tradicional de esos con que uno deja el esfuerzo a los demás y se contenta con el cómodo papel de exhortador. Todo el mundo sabe la inutilidad de la prédica de lo que debiera hacerse, pero es tan grande el desconcierto, y tan dura la demanda, que se prefiere repetir el mismo error de siempre, antes que devanarse los sesos reflexionando sobre un problema subjetivo. Además, en cada caso, se trata de un solo indivi­duo, y no de cien mil, que ésos sí valdrían la pena, y eso que se sabe que si cambia el individuo no hay nada.

El apetecido efecto sobre todos los individuos ni aun en cientos de años puede producirse, pues la transformación espiritual de la humanidad se opera casi imperceptiblemente, al paso lento de los  milenios,  y  no  puede  ser  ni  acelerada  ni detenida por procesos de consideración racional, ni menos llevada a cabo en el lapso de una gene­ración. Lo que sí está a nuestro alcance es trans­formar a algunos que tengan o se procuren opor­tunidad de influir, dentro del círculo de su gra­vitación personal, sobre otros de conciencia afín. No me refiero a persuasión ni a predicación, sino al hecho empírico de que quien haya alcanzado a comprender su propio desenvolvimiento inte­rior y, así, a dar con un acceso al inconsciente '  ejerce, sin proponérselo, un influjo sobre cuan­tos tienen trato con él. La profundización y el ensanchamiento  de  la  conciencia producen el efecto que los primitivos denominan "mana". Se trata de un influjo involuntario sobre el in­consciente ajeno, algo así como un prestigio in­consciente, el cual sólo es operante, es verdad, mientras no venga a interferir con él la intención. El esfuerzo tendiente al conocimiento de sí mismo vale la pena, por otra parte, porque existe un factor hasta ahora totalmente pasado por alto que es propicio al logro de nuestro pro­pósito: el espíritu inconsciente de la época, el cual compensa la postura de la conciencia y an­ticipa intuitivamente los cambios venideros. Un ejemplo ilustrativo al respecto es el arte moder­no, el cual bajo apariencia de problema estético va cumpliendo un trabajo de educación psico­lógica del público, que consiste en disolver y destruir la concepción estética tradicional, los conceptos de belleza formal y representación plena de sentido. Al efecto gratamente estético de la obra artística se substituyen frías abstrac­ciones de máxima subjetividad que le dan con la puerta en las narices a la ingenua y romántica fiesta de los sentidos con su amor al objeto. Con ello, pregónase a los cuatro vientos que el espí­ritu profético del arte se ha apartado de la tra­dicional preferencia por el objeto y se ha abra­zado al hoy por hoy oscuro caos de supuestos subjetivos. Hasta ahora, es verdad, a juzgar por lo que es dable apreciar, el arte no ha descu­bierto bajo el manto de la oscuridad lo que pu­diera servir de lazo de unión entre todos los hombres y dar expresión a su totalidad psíquica. Como para tal fin parece ser indispensable la re­flexión, bien podría ser que estos descubrimien­tos estuvieran reservados a otros campos de la experiencia. Hasta ahora, el arte elevado siem­pre ha extraído su fecundación del mito, esto es, de ese proceso inconsciente de elaboración de símbolos que se prolonga durante eones y que, como manifestación primaria del espíritu huma­no que es, será también la raíz de toda creación futura. La evolución del arte moderno, con su tendencia aparentemente nihilista a la desintegra­ción, debe ser entendida como síntoma y símbo­lo de la atmósfera de fin del mundo y de reno­vación que caracteriza a nuestra época; atmósfera que se pone de manifiesto en todas partes, en el terreno político, el social y el filosófico. Vivimos en el kairos de la "metamorfosis de los dioses", esto es, de los principios y símbolos fundamen­tales. Esta tendencia de nuestra época, que noso­tros por cierto no hemos elegido consciente­mente, es expresión de la transformación que se opera en la interioridad y el inconsciente del hombre. De esta transformación grávida de con­secuencias deberán tener conciencia las genera­ciones venideras si la humanidad ha de salvarse de la autoaniquilación por el poder de su técnica y su ciencia.

Como al comienzo de la era cristiana, vuelve a plantearse hoy el problema del general atraso moral que contrasta penosamente con la evolu­ción científica, técnica y social de nuestra épo­ca. Es tanto lo que está en juego y tanto lo que hoy depende evidentemente de la condición psí­quica del hombre. ¿Podrá él resistir la tentación de hacer uso de su poder para poner en escena el ocaso del mundo? ¿Sabe dónde va y tiene con­ciencia de las conclusiones que debería sacar de la situación mundial y de su propia situación psíquica? ¿Comprende que está por perder el mito vital del hombre interior que el cristianis­mo ha preservado para él? ¿Tiene presente lo que le espera en caso de materializarse esta ca­tástrofe? ¿Es siquiera capaz de imaginar que se­ría una catástrofe? ¿Y sabe el individuo que él es el fiel de la balanza?

La felicidad y el contento, el equilibrio psí­quico y el sentido de la vida, todo esto sólo está al alcance del individuo; no está al alcance del Estado, el cual por un lado no es sino una con­vención de individuos autónomos, y por el otro, amenaza adquirir un poder arrollador y aplastar al individuo. El médico es indudablemente de los que más saben de las condiciones del bienes­tar psíquico que en su multiplicación social es de tan decisiva importancia. Las circunstancias sociales y políticas ciertamente son de mucho peso, pero su significación para la felicidad o desgracia del individuo es exagerada desmedida­mente al considerárselas como los únicos factores que la deciden. Todas las aspiraciones informa­das por este punto de vista adolecen de la falla de pasar por alto la psicología del hombre, que es, precisamente, a quien quieren beneficiar, y muchas veces no sirven sino para fomentar sus ilusiones.

Permítase, pues, a un médico que durante su larga vida se ha ocupado de las causas y las con­secuencias de los trastornos psíquicos opinar —con toda la modestia que le impone su condi­ción de hombre individual— acerca de las cues­tiones que plantea la actual situación mundial. Verdad es que no lo hago impulsado por un gran optimismo ni inflamado por elevados ideales, si­no, simplemente, preocupado por la suerte del individuo, de esa unidad infinitesimal de que de­pende el mundo, de ese ser individual en el cual —si captamos correctamente el sentido del men­saje cristiano— hasta Dios busca su meta.